Argentina/ La "sombra terrible" del 2001. [Fernando Rosso]

Ernesto Herrera germain5 en chasque.net
Jue Dic 9 11:30:55 UYT 2021


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Correspondencia de Prensa

9 de diciembre 2021

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Argentina



La «sombra terrible» del 2001



La sombra terrible de 2001 persiste en la historia y en la evocación de la
ciudadanía argentina. Las movilizaciones de aquel año fueron el telón de
fondo de la política durante las siguientes décadas. Veinte años después, el
espectro del año maldito del país normal vuelve a acechar al país.



Fernando Rosso *

Nueva Sociedad, diciembre 2021

https://nuso.org/

«¡Sombra terrible de Facundo voy a evocarte, para que sacudiendo el
ensangrentado polvo que cubre tus cenizas, te levantes a explicarnos la vida
secreta y las convulsiones internas que desgarran las entrañas de un noble
pueblo! Tú posees el secreto: ¡revélanoslo!». Así comienza Domingo Faustino
Sarmiento su clásico Facundo escrito en 1845 durante su segundo exilio
chileno. Buscaba graficar el nudo gordiano de los que considera los grandes
dilemas nacionales a través de la biografía del caudillo Juan Facundo
Quiroga.



Los sucesos de 2001 en Argentina pueden ser evocados, como lo hacía
Sarmiento con Quiroga, porque contienen en su seno varias de las claves de
la vida pública y las convulsiones internas que hasta hoy azotan a la
Argentina. Evoquemos, entonces, la «sombra terrible» de 2001.



El sistema político que acabó imponiéndose como respuesta a la crisis de
principios de siglo está crujiendo. Los indicadores sociales remiten, de
hecho, a aquel año imposible que terminó estallado. A la vez, la
«desafección política» vuelve a amenazar al personal político tradicional
—las recientes elecciones legislativas de medio término tuvieron el nivel
más alto de abstención desde el retorno democrático— y la polarización están
de regreso. Un dicho popular afirma que «Argentina es el país en el que cada
diez minutos cambia todo y diez años después no cambió nada». ¿Y qué es lo
que pasa veinte años después?



La combinación de crisis económica, social y política produjo un
acontecimiento cuyo punto culminante fueron en las jornadas del 19 y 20 de
diciembre de 2001. El gobierno dirigido por Fernando de la Rúa acabó
renunciando y abandonando la Casa Rosada en helicóptero tras una serie de
potentes movilizaciones populares con diversos orígenes y un estado de sitio
fallido. Después de aquel diciembre caliente, el escenario político quedó
detonado. Es imposible comprender la historia política argentina de las
últimas dos décadas sin abordar aquel acontecimiento. Y es que, como toda
crisis orgánica y multifacética, la de 2001 hizo estallar al sistema tal y
como lo conocíamos hasta entonces y dejó sus retazos esparcidos entre el
humo y el tiempo. Combinada con la masiva irrupción callejera, la crisis
dejó una marca indeleble en la escena contemporánea. Entre otras cosas,
porque ese proceso de movilización popular no fue derrotado a sangre y
fuego, sino reconducido con una operación restauradora de la autoridad del
Estado que funcionó mediante un equilibrio inestable durante estas dos
décadas.



Pero, ¿qué características esenciales tuvo aquel acontecimiento? ¿Se trató
de una revuelta, de una revolución inconclusa, de un «argentinazo», de unas
jornadas inenarrables en las que la sociedad «se volvió loca», como aseguró
un editorialista estrella de la prensa de derecha?



El proceso que derivó en el desenlace final de 2001 combinó una crisis
social insoportable, una hecatombe económica —que se transformó en corrida
bancaria y «corralito» bancario— y una crisis política que desmoronó a la
coalición de gobierno —integrada por la Unión Cívica Radical (UCR) y el
Frente del País Solidario (Frepaso)—  y dejó maltrechos a los partidos
políticos tradicionales. Fue una implosión, un derrumbe, un tocar fondo. El
final y el comienzo de una historia. Un acontecimiento que no explica todo,
pero sin el cual no es posible entender nada.



La noche del 19 de diciembre de 2001, cuando en el medio de saqueos en
barrios populares, el repicar metálico de las cacerolas fue la respuesta al
fallido estado de sitio declarado por el presidente Fernando de la Rúa o
aquella tarde gris del 20 cuando el asedio a la Casa Rosada duró alrededor
de diez horas de combate callejero o la noche avanzada del viernes 27 cuando
se volvió a expulsar a un presidente tan locuaz como efímero (Adolfo
Rodríguez Saá), coronaron un proceso difícil de percibir en su cabal
magnitud en ese presente rápido y furioso.



Al comenzar diciembre, la recesión ya llevaba 42 meses y amenazaba con
continuar sin prisa y sin pausa. El PIB no dejaba de caer y, en el tercer
trimestre de 2001, adquirió un ritmo vertiginoso con un derrumbe de casi
10%. El ajuste permanente llegó al paroxismo cuando Domingo Cavallo volvió
al ministerio de Economía —en el que había reinado bajo la administración de
Carlos Menem en la década de 1990— y desde julio de ese año lanzó el
programa de «déficit cero» que incluyó recorte de salarios públicos y
jubilaciones del 13%. La camaleónica Patricia Bullrich (hoy dirigente de
Juntos por el Cambio y en ese momento ministra de Trabajo de la Alianza) fue
el brazo operativo de aquel hachazo inolvidable. En un país de 36 millones
de habitantes más de 14 millones se ubicaba por debajo de la línea de
pobreza en los aglomerados urbanos. El número alcanzaba a 16 millones si se
consideraba también la población rural. La tasa de desocupación llegó en
octubre a 18,3% y la de subocupación a 16,4%. Al menos 34,7% de la población
económicamente activa estaba con serios problemas de empleo. La
profundización de la crisis durante noviembre y diciembre hizo estimar a no
pocos analistas que la tasa de desocupación había superado el 20%. Fue el
punto de quiebre después de cuatro años de penurias inauditas y una década
en la que la fisonomía social del país se había transformado al ritmo de lo
que algunos denominaron «modernización conservadora», pero que en los hechos
fue un proceso de contrarreformas neoliberales que dio como resultado una
sociedad partida.



El agotamiento económico y el hartazgo popular tuvieron su manifestación en
el terreno político unos meses antes. En octubre de 2001 tuvieron lugar unas
elecciones muy peculiares: la abstención que venía subiendo desde 1989, fue
de 21% en las legislativas de 1997 y de 18,1% en las presidenciales de 1999.
Pero en las legislativas de 2001 el porcentaje llegó a 26,6%. El mayor golpe
se produjo por la combinación de votos blancos y nulos que alcanzó la
friolera de 21,1% del padrón total. En la Ciudad Autónoma de Buenos Aires
(CABA), la izquierda radical en su conjunto llegó a obtener alrededor del
27% de los sufragios. El famoso «voto bronca» ya contorneaba el «Que se
vayan todos», pero ninguno quería hacerse cargo de aquel mensaje silencioso
pero ensordecedor. Fue la obertura de una ópera que más temprano que tarde
rugiría en las calles. El dato más significativo fue el hundimiento de la
coalición gobernante (Alianza UCR-Frepaso). La esperanza blanca de un
menemismo de manos limpias se derrumbó y quedó en ruinas. En la capital del
país, del 54% que había obtenido la Alianza en 1999, descendió a menos de
20% en 2001.



La conflictividad social venía acompañando como la sombra al cuerpo el
deterioro económico y la decadencia social. Ningún acontecimiento cae del
cielo, tampoco las jornadas de diciembre. Los conflictos que tuvieron lugar
durante los años 2000 y 2001 profundizaron tendencias observadas por lo
menos desde mediados de la década de 1990. El «piquete» fue recuperado de
las viejas tradiciones del movimiento obrero argentino en las puebladas de
las provincias de Neuquén (Cutral Có y Plaza Huincul en 1996), Salta
(Mosconi y Tartagal en 1997) y Corrientes en 1999. En 2001 también se hizo
presente. Los piqueteros conformaron un movimiento social que estuvo, en
esos días y también en los años siguientes, en el centro de la escena.



En ese mismo periodo tuvieron lugar siete paros generales protagonizados por
todas las centrales sindicales en las que estaba dividido el «movimiento
obrero organizado», cifra que pasa al doble si se cuentan los que fueron
impulsados por el llamado «sindicalismo disidente» que encabezaba el
camionero Hugo Moyano (Movimiento de Trabajadores Argentinos – MTA) y los
referentes de la Central de Trabajadores Argentinos (CTA).



En el lustro que transcurrió desde el ocaso del menemismo hasta el
desmoronamiento de la Alianza, también se produjeron manifestaciones que
comenzaban a mostrar la impronta de un «espíritu de época» en la orientación
que le daban sus promotores: la famosa Carpa Blanca de los docentes
instalada frente al Congreso Nacional en 1997 y levantada a los pocos días
del cambio de gobierno, una protesta que comenzó por un reclamo corporativo
pero luego se transformó en un símbolo de oposición política. O los apagones
(apagar y prender las luces de los hogares) motorizados por la oposición
moderada al menemismo, esencialmente desde el centroizquierdista Frepaso.
Formatos de protestas que ya no interpelaban a clases, pueblos o masas, sino
a la «gente común». La cacerola fue más adelante el símbolo de esa forma
ciudadana de manifestación.



«El verdadero trasfondo de la crisis política es el resquebrajamiento de la
unidad de los grupos dominantes que comenzó a evidenciarse a fines del
menemismo y que se manifiesta en la tensa puja acerca de la política
monetaria y cambiaria» dice Raúl O. Fradkin en Cosecharás tu siembra: notas
sobre la rebelión popular argentina de diciembre 2001 (Prometeo, 2002) y
explica que entonces se quebró «la articulación entre el bloque favorable a
la dolarización (empresas privatizadas, banca extranjera, tenedores de bonos
de la deuda pública, sectores importadores y exportadores) y aquel
conformado por sectores propicios a algún tipo de devaluación, más
vinculados a lo que quedaba del sector productivo industrial. De este modo,
la ingeniería de la convertibilidad que Domingo Cavallo diseñó en 1991 como
una política capaz de ligar estos intereses empezó a crujir. A fines de
2001, esta función de construcción de una unidad hegemónica de los grupos de
poder resultó imposible». La división de «los de arriba» fue el factor que
completó el cuadro explosivo.



Con la mirada puesta en esa coyuntura comprimida, la secuencia que terminó
en las jornadas del 19 y 20 de diciembre comenzó el 12, con movilizaciones
de desocupados, trabajadores estatales, comerciantes y estudiantes que
reclamaban la renuncia de Cavallo. Las dos facciones de la Confederación
General del Trabajo (CGT) y la Central de Trabajadores Argentinos (CTA)
decretaron un paro general el 13 contra la retención de los depósitos por
parte de los bancos y hubo marchas en varias ciudades. Los saqueos a
comercios y supermercados comenzaron el 14. Así se llega al 19 con la
irrupción espontánea de cientos de miles de manifestantes en la Ciudad de
Buenos Aires, en centros suburbanos del Gran Buenos Aires y en ciudades del
resto del país, en repudio al estado de sitio decretado por el gobierno de
Fernando de la Rúa. El 20 de diciembre los combates continuaron con
epicentro en la Plaza de Mayo —donde se ubica la casa de gobierno— y
protestas por todo el país, hasta que por la tarde se conoció la renuncia
del presidente y la imagen icónica de la huida en helicóptero desde la
azotea de la Casa Rosada.



Con todos esos condimentos, el 2001 fue hijo de su tiempo. El neoliberalismo
como programa económico-político y como corriente ideológica impuesta tras
la derrota de los procesos de radicalización que conmovieron al mundo en las
décadas de 1960 y 1970, no había pasado en vano. Las jornadas de diciembre y
el ciclo de protestas que desataron tuvieron su impronta y heredaron sus
ambivalencias.



Las huellas de este experimento no solo se imprimieron en el plano
ideológico. En el plano estructural, lo que en el siglo XX se conoció como
clase trabajadora se transformó en un ejército diezmado. Si bien no había
desaparecido como sentenciaba cierta sociología de moda —es más, se había
ampliado numéricamente—, sí había sufrido abruptas transformaciones que
debilitaron su histórica musculatura (la división entre formales e
informales, ocupados y desocupados, precarizados, tercerizados, etc.).



Este límite estructural en la configuración de clases moldeó al 2001 como
acontecimiento y a la etapa que abrió, con el protagonismo de las difusas
«capas medias» de la sociedad, por definición sociológica o por
autopercepción subjetiva. El predominio de las capas medias explica las
fuertes tendencias a la representación «ciudadana», de «vecinos», de tipo
«aclasista» o policlasista y con una impronta apartidista o directamente
antipartido. Esta sensibilidad atravesó a los diversos movimientos sociales
en aquel periodo. Fenómeno contradictorio —similar, en cierto sentido, al
«voto bronca»—, progresivo cuando dirigía el rechazo hacia los partidos
tradicionales, reaccionario cuando se impugnaba a toda forma de política
profana.



La marca ciudadana y hasta cierto punto «antipolítica» también estuvo
engendrada por un signo de los tiempos: la crisis de la representación y la
degradación del sistema democrático que había alcanzado cierta estabilidad
en la posguerra. Es lo que el politólogo Guillermo O’Donnell designó con el
concepto de «democracia delegativa», para explicar que, luego de la
transición democrática, en América Latina se configuraron formas
institucionales débiles, sistemas que eran una pura forma basados en
procedimientos en los que la participación ciudadana se circunscribe
solamente al acto eleccionario.



Estas transformaciones de las superestructuras políticas tenían raíces más
profundas. El llamado boom de la posguerra, el crecimiento económico de los
países centrales e incluso de algunas formaciones sociales menos
desarrolladas y con características semicoloniales, habilitó el
fortalecimiento y estabilidad política y social. La ofensiva económica
neoliberal tendió a socavar las bases de sustentación de los pactos sociales
engendrados en ese periodo. El desempleo crónico, la polarización en las
clases medias entre un sector cada vez más acomodado y una mayoría
pauperizada, la imposibilidad del capital de otorgar concesiones
significativas para elevar el nivel de vida de las mayorías fueron las bases
estructurales que erosionaron los cimientos de los regímenes democráticos.
Cuando el «Estado de bienestar» se fue transformando en el «estado de
malestar, la armonía democrática encontró los límites. Como graficó Perry
Anderson en su libro Los fines de la Historia (Anagrama, 1997) y en polémica
con el incombustible Francis Fukuyama: «Hoy en día, la democracia cubre más
territorio que nunca. Pero también resulta más débil, como si cuanto más
universal se tornara, menos contenido real poseyera. Estados Unidos es el
ejemplo paradigmático: una sociedad en la que menos del 50% vota, el 90% de
los congresistas son reelegidos, y un cargo se ejerce por los millones que
reporta. En Japón el dinero es aún más importante, y ni siquiera hay una
alternancia nominal de los partidos. En Francia, la Asamblea ha sido
reducida a una cifra. Gran Bretaña ni siquiera tiene una Constitución
escrita. En las democracias recién acuñadas de Polonia y Hungría, la
indiferencia electoral y el cinismo supera incluso los niveles
norteamericanos: menos de un 25% de los votantes participaron en las
elecciones recientes. Fukuyama no sugiere en ninguna parte que sea posible
mejorar de manera significativa este triste escenario». Estas palabras
escritas en el año 1992 mantienen mucha actualidad y hasta se podría
asegurar que están más vigentes hoy que en el momento en que fueron
escritas. La degradación de las democracias no hizo más que profundizarse.
Desde esta óptica macro, puede entenderse el síntoma del «voto bronca» una
manifestación local adelantada de este fenómeno internacional.



En el contexto argentino, fue una expresión política contra la Alianza, pero
hasta cierto punto sobre sus propias coordenadas ideológicas. Porque a tono
con el clima ideológico internacional, un sentido común político (o
antipolítico) fue construido desde el grueso de la oposición al menemismo y
desde los medios de comunicación que crearon un corriente de opinión que
colocó a la corrupción como eje del mal. Esta narrativa ganó centralidad y
tuvo entre uno de sus fogoneros más estridentes a Carlos «Chacho» Álvarez,
fundador del Frepaso, uno de los dos partidos que conformaron la Alianza. El
paradigma económico no era objeto de crítica (es más, era inobjetable): el
problema radicaba en los negociados que aceitaban su funcionamiento. No se
ponía el acento en el contenido, sino en la forma. Algunos medios de
comunicación y programas de TV fueron paradigmáticos en este sentido: el
diario Pagina/12 o algunas secciones de La Nación, los programas Telenoche
Investiga (Clarín) o Día D (de Jorge Lanata) o libros como Robo para la
corona (Horacio Verbitsky), La corrupción (Mariano Grondona), Todo tiene
precio (Capalbo y Pandolfo) o El palacio de la corrupción (Carnota y
Talpone), entre otros.



Con estos condicionantes generales, sería igualmente equivocado interpretar
el «Que se vayan todos» y sus resultados de manera literal o solo como una
manifestación «antipolítica». Quienes reclamaban la renuncia de los
gobernantes de cualquier orientación apuntaban a alguna nueva política que
rechazara la experiencia de la última década, paradigma al que habían
adherido la mayoría de las fuerzas tradicionales. En todo caso, el
movimiento y su consciencia eran un territorio en disputa. No todo fue el
producto de una estructura de clases disminuida, un «espíritu de época» o
una corriente ideológico-política que se imponía en el mundo sin ningún
obstáculo. Es tan cierto que la clase trabajadora argentina estaba golpeada,
como que mantenía, pese a todo, altos niveles de sindicalización. Las
estatizadas y burocratizadas organizaciones sindicales argentinas jugaron un
papel decisivo para que las jornadas de diciembre no adopten un peligroso
rumbo hacia una mayor radicalización política. Las direcciones de los
sindicatos —como en no pocos momentos decisivos de la historia nacional—
priorizaron convertirse en pilar de gobernabilidad, antes que en ariete para
una intervención más disruptiva de consecuencias impredecibles. En el poco
recordado paro general del 13 de diciembre confluyeron las tres centrales
sindicales en las que estaba dividida el sindicalismo, hubo cortes de ruta
en varias provincias del país e incluso comerciantes afectados por la crisis
bajaron sus persianas en adhesión a la medida que tuvo un impacto
contundente. Sin embargo, hacia las jornadas del 19 y 20 mantuvieron la
quietud y la pasividad, recién el 19 hacia la tarde convocaron a un paro de
actividades para el 20 y sin movilización. Una acción que tenía el objetivo
clásico de descomprimir antes que apuntalar a un movimiento popular que,
desde la óptica de los conservadores razonamientos de quienes conducían a
los sindicatos, había llegado demasiado lejos. Un intelectual como Julio
Godio, a quien no puede acusarse de enemigo o adversario de la «burocracia
sindical», describió la función conservadora de los sindicatos en ese
periodo y asegura que en 2002 adoptaron «posturas de moderación y control de
sus bases en los reclamos, dada la grave crisis social y laboral». En su
libro en su libro El tiempo de Kirchner: el devenir de una revolución desde
arriba (Letra Grifa, 2006), afirma: «Con el fin de impedir el agravamiento
de la crisis política, la CGT y el MTA procuran que los trabajadores
ocupados no converjan con los movimientos de desocupados o piqueteros ni en
diversas formas de movilización de sectores de clase media afectados por la
evaporación de sus ahorros, la pérdida de empleos y el avance de la
pobreza».



Estos determinantes objetivos y subjetivos encuadran al 2001 y sus
resultados. La expansión económica alcanzada luego sobre la base de una
fuerte devaluación ejecutada por el gobierno interino de Eduardo Duhalde y
los vientos favorables del superciclo de las materias primas, permitieron
una reconstrucción. Pese a todo, el 2001 marcó la evolución política de la
Argentina. La movilización puso fin al ajuste y forzó al Estado a un aumento
sin precedentes en el gasto social. La moratoria de la deuda externa, la
quita lograda con los tenedores de deuda privada y la reinstauración de las
retenciones a las exportaciones, fueron aceptadas a regañadientes por las
clases dominantes sólo porque existía el convulsivo telón de fondo.



Además, sus huellas marcaron al maltrecho sistema de partidos que quedó en
pie. La irrupción de un peronismo de «centroizquierda» dominante dentro de
la estructura conservadora del ese partido fue una expresión distorsionada
de aquellos acontecimientos. Las opciones dentro del partido eran una
orientación neoliberal de Menem o una conservadora devaluacionista de
Eduardo Duhalde. La campaña y el discurso político que terminó adoptando el
kirchnerismo debieron dialogar con el escenario abierto por las jornadas de
diciembre. Por ejemplo, con respecto a uno de los postulados del gobierno
que era «la no represión a la protesta social», el historiador Tulio
Halperín Donghi lo describió con ironía y precisión en el diario La Nación
cuando afirmó que después del 2001 «el Estado solo retenía el monopolio de
la violencia a condición de renunciar a usarla». El kirchnerismo retomó
algunos símbolos y una retórica «setentista» que formaron parte de su
narrativa política. Y hasta el macrismo de los orígenes (la corriente
fundada por el empresario Mauricio Macri diez años antes de transformarse en
presidente) pretendía mostrarse como «progresista» y no proponía un programa
neoliberal a banderas desplegadas. Las dos tendencias que terminaron
conformando «la grieta» en la que se dividió el sistema político fueron a su
manera hijas del 2001.



Cuando aproximadamente hacia el 2012 se agotaron las condiciones que
habilitaron el ciclo expansivo anterior, comenzó el reclamo para un nuevo
ajuste por parte de los «dueños» del país. Con idas y vueltas, los límites
para aplicar ese ajuste a la medida de lo que reclaman las clases dominantes
caracterizó las debilidades de las últimas administraciones de gobierno. La
crisis se tornó crónica y veinte años después, el espectro del año maldito
del país normal vuelve a acechar a la Argentina.



* Fernando Rosso es periodista, editor y columnista político de La Izquierda
Diario.

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