Cultura/ El mapa del calamar. Fredric Jameson y las nuevas distopías coreanas. [Pepe Tesoro]

Ernesto Herrera germain5 en chasque.net
Mie Dic 15 23:18:40 UYT 2021


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Correspondencia de Prensa

15 de diciembre 2021

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Cultura en el capitalismo avanzado



El mapa del calamar. Fredric Jameson y las nuevas distopías coreanas



Pepe Tesoro

Viento Sur, 15-12-2021

https://vientosur.info/



No es mi intención aquí decir mucho del supuesto anticapitalismo del nuevo
megaéxito coreano El juego del calamar. No porque crea que esto no es
importante. Gente mucho más relevante, como el mismo Pablo Iglesias, ya han
escrito sobre las supuestas virtudes edificantes de la que ya es la serie
más vista de Netflix de todos los tiempos. A la vista del éxito de la que
parece sin duda una distopía crítica con el sistema capitalista, casi todos
los portavoces y críticos culturales de izquierda se han lanzado
atropellados a subrayar y celebrar el contenido social de la serie, que por
otro lado parece lo suficientemente evidente como para que ningún
intelectual tuviera que explicarlo.



Tampoco cabe desechar esta insistencia por parte de la izquierda ante la
tendencia de apuntar el supuesto carácter paradójico de la serie. Al fin y
al cabo, esta es el producto de una compañía multinacional como Netflix y,
si se hacen muñecos funkos de El juego del calamar, tan anticapitalista no
será. Estos argumentos, a veces tan poco articulados (pero tan poderosos)
como un meme, son rudimentarios, pero no baladíes. Al final, la que era
hasta hace unas semanas la serie de habla no inglesa más vista de Netflix,
La casa de papel, es un buen ejemplo de cómo el ethos revolucionario puede
verse reducido a su mera iconografía, cuando la fantasía a la que induce la
serie no pasa de verse guay con un mono rojo y un arma en las manos, aunque
sea al ritmo del Bella Ciao y entre apelaciones a Robin Hood. Debates que no
son nada nuevos, véase el estatus icónico de la archiconocida máscara de Guy
Fawkes que oculta el rostro de V en la novela gráfica V de Vendetta. Tampoco
creo que esta libido iconográfica no sea importante, incluso estaría
dispuesto a aceptar que algo de esta iconografía performativa es condición
necesaria de cualquier revolución. En ningún caso, eso sí, puede ser
condición suficiente.



De todas formas, aún cabe el debate de si, como defendió Matt Colquhoun
recientemente en su blog, El juego del calamar "no es el capitalismo
avanzando a través de la apropiación del sentimiento anticapitalista sino el
sentimiento anticapitalista avanzando a través de la apropiación del
capitalismo". Yo tiendo a estar de acuerdo con Matt aquí, pero no quería
centrarme en el supuesto mensaje de la serie. En cambio, quería pensar algo
que -creo- es más sutil, pero si cabe más importante: las cuestiones que
plantea sobre la representación del Capital y el problema de la forma
melodramática en la ficción contemporánea.



La teoría de los mapas cognitivos de Fredric Jameson



Antes que nada, es necesario dar un pequeño rodeo, volver a los años
setenta. En este momento aún no había forma de predecir el monstruo de
Frankenstein en que se convertirían unas incipientes tendencias artísticas
que acabaron por llamarse, en un término recogido de la arquitectura,
posmodernismo. Más de una década antes de su monumental obra sobre el
posmodernismo, el teórico estadounidense Fredric Jameson, como buen
marxista, lo tenía claro: las mutaciones en el lenguaje artístico y cultural
respondían a las mutaciones en el sistema de producción capitalista. En una
famosa conferencia impartida a mediados de década, Jameson estableció un
paralelismo entre diferentes estadios del capitalismo y momentos de
evolución de la cultura contemporánea, sin postular una causalidad directa
pero sí una clara correlación. Al capitalismo nacional de segunda mitad de
siglo XIX le correspondía el realismo de Flaubert o Galdós y al período
monopolista e imperialista de primera mitad del XX, el modernismo de Eliott,
Mann o Joyce. Al capitalismo avanzado de posguerra, multinacional y
deslocalizado, Jameson asignaba el lenguaje posmodernista de Andy Warhol o
Thomas Pynchon.



En dicha conferencia, el filósofo utilizaba este paralelismo para trazar su
concepto de mapas cognitivos, en vistas a que el capitalismo entraba en lo
que entendía como una fase especialmente compleja que planteaba un problema
de cómo seríamos capaces, por decirlo llanamente, de describirlo. La idea de
mapas cognitivos es en el fondo muy sencilla, y se basa en la posibilidad de
mediación entre dos polos. Por un lado, las injusticias y las inclemencias
materiales del capitalismo siguen sintiéndose en la vida cotidiana igual que
siempre, son por momentos más palpables y evidentes que nunca al nivel
individual. Por el otro, sin embargo, el sistema de producción capitalista
ha llegado a un nivel de complejidad, despersonalización e
internacionalización tan acusado que parece imposible encontrar no ya
responsables directos de esas inclemencias, sino algo parecido a la
posibilidad de un cambio.



El capitalismo avanzado, término que Jameson recoge del economista Ernst
Mandel, parece imposible de figurar más que como una presencia inabarcable y
ominosa, que a medida que su influencia se expande por todo el espacio vital
del planeta su presencia se torna más elusiva e inefable, identificándose
con la misma realidad: aquello que siempre es pero es imposible decir con
precisión qué es. Como mediación para esta figura, Jameson propone entonces
el concepto de "mapa cognitivo", término que toma del libro de Kevin Lynch
La imagen de la ciudad. En este libro, Lynch investigaba las formas en las
que los habitantes de las ciudades modernas se representan a sí mismos la
disposición urbanística de su propio entorno, en ocasiones con resultados
sugerentemente deformados. Para Jameson, entonces, la cartografía cognitiva
es el ejercicio de cada individuo de representarse el sistema global en el
que habita y su posición particular en el mismo, una tarea que se ha vuelto
cada día más complicada. Es la tarea epistemológica de autopercepción de la
sociedad capitalista contemporánea, una que se da generalmente a través de
nuestros productos culturales, nuestras ficciones y estrategias estéticas.



Para Jameson, el mapa cognitivo: "…es esencialmente un concepto alegórico
que presupone lo obvio, esto es, que estas nuevas y enormes realidades
globales son inaccesibles para cualquier sujeto o conciencia individual […]
que es lo mismo que decir que esas realidades fundamentales son de alguna
forma últimamente irrepresentables o, por usar el término de Althusser, son
algo así como una causa ausente, una que no puede emerger en la presencia de
la percepción. Si bien esta causa ausente puede encontrar figuras a través
de las cuales expresarse a sí misma de formas distorsionadas y simbólicas"
[1].



La tarea de la cartografía cognitiva consiste, por lo tanto, en dilucidar
nuestro camino entre estas formas distorsionadas y simbólicas. En qué
consiste un mapa cognitivo adecuado para una estrategia emancipadora es algo
que Jameson nunca deja del todo claro y cuando parece acercarse a un
criterio, resulta un tanto decepcionante. Pero Jameson sí que tiene que
decir mucho sobre las formas inadecuadas y perniciosas de cartografías
cognitivas, aquellas que falsean o blanquean la realidad del sistema
capitalista contemporáneo. Algunas de estas cartografías defectuosas acusan
también las ficciones más explícitamente anticapitalistas. En mi opinión,
algo así ocurre con El juego del calamar.



Algo que Jameson tenía muy claro era que uno de los problemas fundamentales
de la cartografía cognitiva era el melodrama. Es decir: el planteamiento del
relato como una lucha antagónica entre buenos y malos, entre valores morales
absolutos. Vivimos en un mundo post-Eichmann, pensaba Jameson, donde no
puede decirse que el mal más absoluto del mundo no procede de un cónclave
satánico o un cerebro central maquiavélico, sino donde las mayores
injusticias y humillaciones son obra en el mejor de los casos de grises
burócratas que actúan como meros engranajes de un sistema ciego que se mueve
ya de forma imparable y automática. Jameson pensaba que esto había
convertido al melodrama en algo "cada vez más insostenible. Si ya no existe
el mal, los villanos se vuelven imposibles también […] Esto explica por qué
los villanos en la cultura de masas han sido reducidos a dos supervivientes
solitarios de la categoría del mal: estas dos representaciones de lo
verdaderamente antisocial son, por un lado, los asesinos en serie y, por el
otro, los terroristas" [2].



La cuestión del melodrama es, en mi opinión, exactamente el problema
fundamental de El juego del calamar, aunque no exactamente como Jameson lo
formula. Si bien puede decirse que la serie tiene inequívocamente un mensaje
anticapitalista, contiene un problema fundamental en la representación del
propio capitalismo. Como ficción, la serie parece necesitada de establecer
unos malos reconocibles, una idea de mal melodramática y nítida, algo que
interfiere con la realidad eminentemente inefable y despersonalizada del
capitalismo contemporáneo, donde nunca hay un responsable directo claro ni
un comité organizador de la injusticia. Pero la serie, en contra de lo que
dice Jameson, no acaba recurriendo a asesinos en serie y terroristas, sino a
otras dos figuras particulares.



Por un lado, tenemos al villano interno al juego: Cho Sang-woo, amigo de la
infancia de nuestro protagonista, Seong Gi-hun, y que pese a haber triunfado
inicialmente en la vida gracias a su educación, ha acabado en una situación
de endeudamiento similar a su no tan laureado compañero. A medida que va
avanzando la serie, Cho Sang-woo demuestra una actitud egoísta e interesada,
manipulando a sus compañeros siempre que puede para avanzar en el juego y
traicionando a muchos de los otros jugadores, de una forma especialmente
sangrante al ingenuo Abdul Ali. Por contraste, Seong Gi-hun se presenta el
personaje compasivo y solidario, una actitud que le penaliza en ocasiones
pero que finalmente se ve recompensada cuando acaba ganando el juego.



Su compasión y humanidad llega a su momento de fe definitivo en el punto
álgido de la serie, cuando frente a un Sang-woo derrotado propone que ambos
voten por finalizar el juego y así los dos salven la vida, aunque la serie
nos ha dejado claro que la de Sang-woo no merece ser salvada (Gi-hun exhibe
aquí una de las más importantes cualidades de la divinidad: la Gracia). Pero
está claro que Sang-woo no puede ser salvado, y es él mismo quien se quita
la vida. Si nos cabían dudas de que esta fuera el clímax fundamental de la
serie ya nos lo indica el oportuno diluvio final, que sigue siendo en la
ficción audiovisual un desencadenante emocional extraordinariamente efectivo
a pesar de su condición de cliché repetitivo, o quizás precisamente por
ello. De esta forma El juego del calamar cierra su trama melodramática con
otro cliché que, esta vez dando la razón a Jameson, se ha vuelto endémico en
la cultura popular como resolución simbólica del melodrama. Siempre que no
acabe internado en la cárcel o en una institución mental, el villano
oportunamente se suicida. Lo que sea para que el protagonista no vea
manchado su zenit moral con una muerte bajo su responsabilidad.



La segunda figura con la que la serie representa al mal es quizás más
interesante, pero mucho más problemática. Se trata de los villanos externos,
aquellos que manejan y gestionan el propio juego. En un principio,
representados por la icónica imagen de los esbirros de trajes azules y
máscaras negras, es muy sugerente ver esta figuración del poder en el
sistema capitalista como una empresa eminentemente ciega, violenta y
despersonalizada, que aparentemente sigue las órdenes de un villano superior
que sin embargo nunca aparece. Los secuaces despersonalizados parecen
escalofriantemente cercanos a la naturaleza acéfala y brutal de la violencia
del capital, aparentemente organizada de la forma más efectiva y racional
internamente, pero sin ningún sentido o inteligencia externa que la englobe
y le dé razón de ser. El hecho de que se trate, en el fondo, de esbirros
esclavizados que no pueden conocer la identidad de cada uno y que están, a
su manera, sujetos a la violencia de sus superiores, resulta un recordatorio
preciso de cómo los vectores de represión y perpetuación del orden
establecido son a su vez víctimas de este.



Pero la serie claramente llega a un terreno pantanoso en el punto que ha
generado más críticas y fricciones: cuando se trata de representar a sus
malos malísimos, los denominados VIPS, y cuando revela en su episodio final
que el jugador 001 era una de las mentes maestras tras el juego. De lo
segundo no hablaré mucho, pues creo que contiene errores que son más
técnicos, como unos cuantos agujeros de guion. Pero el primero sí que creo
que merece nuestro interés, pues ejemplifica muy bien ante qué problema
estamos aquí. Los personajes que son conocidos en la serie como VIPS en
realidad parecen una conclusión lógica del comentario social del juego, y
resuenan de forma escalofriante con historias reales como los clientes,
todos ellos multimillonarios y figuras de poder del sistema mundial, que
acudían al ring de prostitución infantil de Jeffrey Epstein. No puedo negar
que me atrae el porte ominoso y terrible de las máscaras doradas de los
VIPS, como suntuosos y crueles dioses paganos observando los asuntos de los
mortales entre el desdén y el jolgorio a los insignificantes mortales
despedazándose entre sí.



Pero existe un problema claro en representar a la clase dominante del
capitalismo como explícitamente cruel y hedonista, lujuriosa, como si la
razón de la injusticia (algo que también parece inferir el giro final antes
mencionado) fuera el mero divertimento de los ricos. La serie acierta al
mostrar que la dimensión lúdica y libidinal de las injusticias diarias,
donde la explotación laboral y el consumo alienante se disfraza
habitualmente de juego, es una estrategia ideológica extendida. Aludir a que
la injusticia y la desigualdad tiene una relación directa con el hedonismo
voyerista de los ricos quizás nos acerque al absurdo y sinsentido de todo
ello, pero favorece una respuesta equivocada al dilema: que la razón del
sufrimiento de los de abajo es el capricho de los malos malísimos de arriba.
Además de que, en sus esfuerzos por demostrar lo perversos que son estos
VIPS, la serie acaba por presentar a su único personaje LGTBI como un
violador, en una iteración sangrante del mezquino y repetitivo tropo de que
la libertad sexual equivale a desviación sexual.



Esta figura de la sala de los hiperricos y las redes de poder que operan el
juego recaen también, en realidad, en el que Jameson no tardó en calificar
como "el mapa cognitivo del pobre" [3] (qué quería decir aquí Jameson con
"pobre" ha sido objeto, de verdad, de debates encarnizados). Se trata del
conspiracionismo, que puede entenderse porqué es la figura más recurrida de
la cartografía cognitiva en un mundo cuya enorme complejidad y vasta
extensión de miseria e injusticia requiere de un plan maestro, de un
cónclave secreto que mueve los hilos en la oscuridad.



En ambos casos, la serie parece estar redirigiendo su acertado comentario
sobre el capitalismo, como juego violento, atroz y absurdo, a claves
melodramáticas: la iniquidad del traidor Sang-woo y la lujuria de los
grotescos VIPS, estereotipos voluptuosos del poder como hedonista y
conspirativo. No creo, como opina Jameson, que el melodrama esté en una
profunda crisis y, por extensión, también lo esté la cultura de masas. Creo
que el melodrama sigue siendo algo así como un límite infranqueable para la
ficción, aunque también existen interesantes contrajemplos. El hecho de que
la trama moralista y el melodrama en general siga apareciendo como una jaula
narrativa inescapable para la cultura de masas no es un problema para la
cultura de masas, pero sí para quienes queremos generar una idea más
adecuada del mundo en el que vivimos, donde no hay una conspiración que
maneje los acontecimientos ni el malo nos resolverá el enredo quitándose la
vida.



Parece que somos incapaces de representarnos de forma adecuada el sistema
global en el que vivimos sin recurrir a los tropos moralistas de los buenos
y los malos, al conspiracionismo o al mal radical del terrorismo o la
sociopatía. En palabras de Alberto Toscano y Jeff Kinkle, dos de los
principales autores que han desarrollado la teoría de los mapas cognitivos
en la actualidad: "es como si la incapacidad de abordar los aspectos de
dominación abstracta y violencia sistémica del capitalismo (su mal
estructural) llevase a proyectar escenas de violencia real y planes
siniestros (algún tipo de mal diabólico) sobre su núcleo" [4]. Resulta
escalofriante cómo esta frase parece describir a la perfección El juego del
calamar. Lo que está en crisis en nuestras capacidades de representarnos
adecuadamente el mundo en el que vivimos y realmente preocupante es que, si
nuestra ficción parece inadecuada para acercarse a este problema,
seguramente sea peor para nosotros, y no para la ficción.



Corea como distopía



Un efecto especialmente interesante de El juego del calamar ha sido atraer
la atención del planeta sobre los extremos inhumanos del neoliberalismo en
Corea, donde la deuda familiar supera al PIB y la jornada laboral es de 52
horas, si bien políticos populares proponen no ya devolverla a las 68 horas
propias de hace apenas tres años, sino ampliarla todavía más. Hace apenas
unos días, los trabajadores coreanos le lanzaron a una huelga masiva en la
cual, por cierto, hicieron uso de la iconografía de la serie para llamar la
atención sobre sus demandas. Curiosamente, ha resultado que la distopía
coreana no era la del Norte, que hoy en día no pasa de atroz parodia de
regímenes totalitarios del siglo XX, sino la del Sur, que aparece como un
extremo grotesco pero posible y sobre todo comparable para quienes vivimos
bajo el yugo de las sociedades neoliberales.



No es casualidad que todo el mundo haya pensado casi inmediatamente en
Parásitos (Bong Joon-ho, 2019), fábula retorcida sobre la desigualdad en
Corea que obtuvo un éxito global muy similar al de El juego del calamar,
aunque diferente en las formas, al hacerse con el óscar a Mejor Película en
2020 y llenar los titulares de la prensa durante meses. Aunque esta
tendencia parece muy buena, la realidad es que Bong Joon-ho ya había firmado
dos distopías marcadamente críticas con el neoliberalismo, Rompenieves
(Snowpiercer) (2013) y Okja (2017), dos de las mejores películas de ciencia
ficción de la última década. Hoy en día parece que estamos ante toda una
oleada de nuevas distopías coreanas, que tan solo podemos pensar que se
agudizará tras el éxito de la serie de Netflix. Curiosamente, ha sido esta
misma plataforma la que ha distribuido los dos ejemplos recientes más
reseñables, las películas Tiempo de caza (Yoon Sung-hyun, 2020) y
Barrenderos espaciales (Jo Sung-hee, 2021) y, por cierto, ha producido una
serie sobre Snowpiercer.



Lo interesante de Tiempo de caza es que su futuro distópico, donde la
inflación, la corrupción y la pobreza arrasan una Corea atravesada por la
turbulencia social y la desolación urbanística, es que no parece muy
diferente a nuestro mundo actual. Lo más interesante de la película quizás
sea precisamente ese semblante desencantado y deshabitado de la ciudad, que
aparece aquí más como el viejo sueño abandonado del urbanismo capitalista,
desnudo en su esqueleto industrial, que la alucinatoria ciudad de neón del
cyberpunk. Aunque su ambientación es ciertamente acertada, la narrativa
recae de nuevo en el melodrama, en una manidísima trama donde unos
delincuentes de poca monta se enfrentan a un despiadado e implacable sicario
cuya figuración del poder refleja ideas nada despreciables, pero que no
pueden decirse nuevas desde el estreno de Terminator (James Cameron, 1984),
incluso desde antes.



El tono cómico y desenfadado de Barrenderos espaciales no debería hacernos
desdeñar esta otra película, que contiene destellos extraordinarios de algo
tan obvio pero necesario de subrayar como es la posibilidad de la
solidaridad internacionalista en un mundo de eclecticismo cultural y
globalización aparentemente caótica. Los protagonistas, cuyo cometido es
literalmente recoger basura espacial, se enfrentan en una aventura épica a
un malvado gurú de las tecnologías que es una parodia maquiavélica de Steve
Jobs y Elon Musk, tan cáustico que parece irreal pero resulta un escupitajo
muy satisfactorio a la cara de Sillicon Valley.



Sin necesidad de entrar en profundidad en los defecto o virtudes de estas
películas, cabe destacar que las distopías neoliberales coreanas son un
género en plena efervescencia, del cual es lo más probable que apenas
hayamos visto el principio. No dispongo de los suficientes conocimientos de
la realidad del país para establecer un diagnóstico preciso de esta
tendencia, pero creo que no es muy difícil de observar que el escenario
surcoreano de precarización, flexibilización laboral y desigualdad social se
ha convertido en un emblema siniestro y peligroso del mundo que viene, una
cruda exageración de las inclemencias laborales y económicas de nuestras
propias sociedades que parecen que solo se han incrementado en los últimos
años.



Es realmente curioso observar cómo, en el imaginario futurista occidental,
lejano oriente ha representado casi siempre un emblema de nuestro futuro
próximo, algo que es evidente desde la modelización de la ciudad cyberpunk a
través de la iconografía de las megaurbes asiáticas. Parece que algo así
está volviendo a pasar con el auge de las distopías coreanas. En todo caso,
la simple popularidad global de este género, como demuestra El juego del
calamar, es de por sí una buena noticia, y como tal deberíamos tomárnosla.



Otra cuestión será evaluar, como propuso Jameson con agudeza, en qué medida
estas distopías pueden figurar con adecuación la complejidad del sistema
capitalista global, de qué forma pueden actuar como mapas cognitivos. No
parece ser una buena señal el hecho de que estas ficciones recaigan en
esquemas melodramáticos, como el conflicto de los jugadores o las
figuraciones conspirativas de El juego del calamar, el thriller de atracos
en Tiempo de caza o la épica de ópera espacial de Barrenderos espaciales. La
idea de que la Corea neoliberal pueda servir de puente entre las
inclemencias sentidas por miles de millones de individuos a nivel global y
el semblante omniabarcante de ese propio sistema es sin duda sugerente.
Siempre nos faltaría espacio para hablar sobre esto, pero sobre todo lo que
parece es que ahora mismo nos falta tiempo, el suficiente para entender
hacia dónde se dirige este género. Aún parece pronto para determinar si El
juego del calamar será el catalizador definitivo de una era dorada de la
distopía neoliberal en la ciencia ficción, surcoreana e internacional, o la
sublimación de todo lo que esto podría haber significado en ficciones que
todo lo que supongan sea la iteración cansina de alguna iconografía con
ambiciones de viralidad.



En realidad, la pregunta es más siniestra: si la ficción como tal necesita
recaer en esquemas melodramáticos o claves narrativas comunes simple y
llanamente para funcionar como ficción. Si para poder ofrecer el necesario
conflicto y final reconciliación de cualquier narración, en especial en su
versión de cultura de masas, siempre ha de haber buenos y malos, un monstruo
al final del pasillo, un cónclave maldito administrando la miseria en
habitaciones llenas de humo. La complejidad del sistema global neoliberal no
puede sino hacer parecer como imperfecta o infantil cualquier figuración que
niegue el carácter dialéctico de la historia y el profundo absurdo
impersonal de la miseria al reducirlo todo a un teatrillo de buenos contra
malos, de equipos por colores peleando en algún juego en el patio de la
escuela. (Publicado en
https://www.ieccs.es/post/el-mapa-del-calamar-fredric-jameson-y-las-nuevas-d
istopias-coreanas)



Notas



[1] Fredric Jameson, "Cognitive mapping", en Marxism and the Interpretation
of Culture, ed. Cary Nelson y Lawrence Grossberg (Urbana y Chicago: Illinois
University Press), 350.

[2] Fredric Jameson, "Realism and Utopia in The Wire", Criticism 52, no. 3-4
(2010): 367-368.

[3] Fredric Jameson, "Cognitive mapping", 356.

[4] Alberto Toscano y Jeff Kinkle, Cartografías del absoluto (Madrid:
Materia Oscura, 2019), 146.

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