Francia/ El couvre-feu de Macron [Ana Bolón]
Ernesto Herrera
germain5 en chasque.net
Vie Feb 19 11:49:27 UYT 2021
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Correspondencia de Prensa
19 de febrero 2021
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Francia
El couvre-feu de Macron
Quedó el toque
En tiempos de avance del autoritarismo y la extrema derecha, las
restricciones a la vida social y política francesa dificultan al extremo la
capacidad de discusión y organización. La vida universitaria en la
encrucijada.
Alma Bolón, desde París
Brecha, 19-2-2021
https://brecha.com.uy/
I.
Con colosal éxito de taquilla, en 1980 François Truffaut estrenó El último
metro. Protagonizada por Catherine Deneuve y Gérard Depardieu, la película
envejeció como un zoquete y ni la voz grácil de Depardieu flotando en
Netflix hoy salva esta historia de dramaturgo judío que debe vivir la
ocupación nazi de París escondido en el sótano de su teatro, mientras en la
superficie del mundo Depardieu confecciona artefactos explosivos para la
Resistencia, interpreta el papel de galán nórdico que arrastra el ala a
Deneuve (esposa del dramaturgo), desafía a pelear en la vereda al periodista
de la infame publicación colaboracionista Je suis partout y, efectivamente,
enamora a la dama.
Para algunos, esta película habrá perdurado en la memoria por los dos o tres
minutos iniciales, en los que una voz en off avisa que durante la ocupación
de París el régimen nazi había instaurado el toque de queda, que la gente se
apresuraba a volver a sus casas antes de las 23.00 y que para eso debía
correr para no perder el último metro, al salir de las salas de cine y de
teatro, durante la Ocupación más repletas que nunca. En 1980, si uno conocía
escasamente lo que estaba sucediendo en Montevideo –durante la dictadura
uruguaya, la afluencia feliz y numerosa de espectadores a Cinemateca, a las
salas de teatro y a los recitales de música– sorprendía enterarse de esa
coexistencia entre ocupación nazi/ansias de ensoñación/toque de queda.
II.
El toque de queda en español, el couvre-feu en francés, es una institución
medieval. La etimología atribuida en francés refiere el momento en el que,
al caer la noche, las campanadas de la iglesia obligaban a «cubrir el
fuego», es decir, a apagarlo o ahogarlo, para impedir que las viviendas de
madera se incendiaran. Menos altruista, la llamada a apagar y guardarse
constituía una forma de disciplinar a la población, separando nítidamente el
espacio de la luz y el trabajo productivo del espacio de la oscuridad y el
descanso impuesto.
A partir del siglo XVIII, la iluminación de las calles de la ciudad también
participa en el cambio del imaginario ligado a la noche, que ya no será el
lugar de todas las amenazas de las que hay que protegerse, como dice la
Iglesia, sino que será «la noche, pozo suave» de Idea Vilariño; o «la noche
retinta» de Onetti; o la noche como espacio por el que se «viaja hasta su
final» de Céline; o la noche del Claro de Luna de Debussy (por pensar sólo
en el siglo XX y saltearnos los Balzac, los Gabriel Gauny, los Chopin y
otros nocturnos).
Desde entonces, el couvre-feu es un recurso concentrada y explícitamente
militar, de continuación de la política. En Francia, antes de los nazis, los
prusianos lo impusieron a los habitantes de París en la guerra de 1870.
Luego de los nazis, en Francia, fue impuesto por el Estado francés a los
habitantes musulmanes, durante la guerra de liberación de Argelia. Los miles
de argelinos que manifestaron desde los cantegriles en los que vivían en
Nanterre hasta el centro de París, el 17 de octubre de 1961, y que fueron
masacrados (se ignora con exactitud el número de muertos: la Policía de
choque francesa los tiraba al Sena), así como también los ocho comunistas
franceses apaleados a muerte por la Policía en el metro Charonne en febrero
de 1962, todos ellos precisamente manifestaban contra el colonialismo
francés que imponía el couvre-feu a los argelinos musulmanes instalados en
Francia, considerados en su totalidad como peligrosos sospechosos de ser
partidarios de la independencia de su país.
El couvre-feu impuesto por Emmanuel Macron como continuación del
confinamientoen noviembre de 2020 y hasta hoy vigente en Francia se inserta
en la retórica marcial de la guerra contra el covid-19; el confinamiento y
el toque de queda son las dos armas que pregonadamente derrotarán al enemigo
virósico (se suman, claro está, los tapabocas y el distanciamiento).
III.
A casi un año de declarada la guerra al SARS-CoV-2, el paisaje está en
ruinas. En los aledaños del Estadio de Bercy, en donde hay megaespectáculos
deportivos y musicales –a veces canta Roberto Carlos–, decenas de bares,
pubs y restaurantes tienen baja la cortina; no muy lejos, la Cinémathèque
française se congeló con un anuncio de un ciclo sobre Louis de Funès.
En los alrededores de Notre-Dame de París, lo que no pudo el incendio lo
pudo el 2020: decenas y decenas de negocios, que vendían toneladas de
chucherías sacras o profanas a quienes se acercaban a mirar la
reconstrucción de la catedral, hoy bajaron las cortinas y en las calles
circundantes se posó un silencio como nunca hubo en la barullenta
Notre-Dame. Cruzando al sur, en rue de La Harpe o rue de la Huchette, las
decenas de puestos de comida que alimentaban al paso y a bajo costo a
millones de turistas, también, puerta a puerta, bajaron las cortinas.
Por el bulevar Saint-Michel, frente a la plaza, esperan noticias cortantes:
el cierre definitivo de Gibert Jeune, la gran librería fundada en 1886 por
Joseph Gibert, un profesor de letras clásicas que tuvo la buena idea de
vender libros usados a escolares y liceales, en épocas en las que la
enseñanza se había hecho legalmente obligatoria. De hecho, Gibert Jeune, tal
como fue conocida durante casi 100 años, resultó del desentendimiento entre
los dos hijos del fundador, quienes en 1929 decidieron separarse y tener
cada uno su librería: Gibert Jeune, cerca del Sena, con sus bolsas y
envoltorios amarillos, y Gibert Joseph, más cerca de la Sorbona, con sus
envoltorios azules. Difícil no conocer Gibert Jeune, si uno buscaba buenos
libros usados, fueran o no para los programas escolares. Terminaron con la
librería, que venía tecleando desde hacía tiempo, el confinamiento y la vida
en plataforma que este trajo.
Un poco más arriba, subiendo por el bulevar Saint-Michel, también cerró ya
sus puertas Boulinier, otro librero y disquero especializado en libros y
vinilos muy buenos y muy baratos. Nada hay de novedoso en esto: hace ya
mucho que sin mayor conmoción cerraron sus puertas –y fueron reemplazados
por comercios de pilchas– muchos cafés y librerías que, en el Barrio Latino,
estaban estrechamente vinculados con la vecindad de la Sorbona y con la
instalación de las primeras imprentas/editoriales/librerías en sus
inmediaciones, en 1470.
IV.
Se sabe, en Francia como en Uruguay, el confinamiento atacó la dimensión más
política de la sociedad: la enseñanza universitaria (véase al rector Arim
ofreciendo locales universitarios a la ANEP…), la actividad artística, la
vida social. Tanto en Francia como en Uruguay, se salvaguardó la vida
electoral, permitiendo que las personas concurrieran a votar, pero se atacó
todo lo que supusiera actividad autónoma del espíritu, oportunidad para el
pensamiento, para la crítica.
En Francia, el couvre-feu es, en este sentido, ejemplar. No sólo, como en
Uruguay, está aprovechándose la epidemia para convertir la enseñanza
universitaria en cursos a distancia destinados a acreditar títulos
universitarios más o menos truchos («diplomas Zoom», los llaman en Francia),
sino que también se cierran los lugares en los que habitualmente las
personas se reúnen para hablar de lo que no encaja perfectamente con lo
doméstico y familiar: lo que en mayor o menor grado nos incumbe a todos por
igual, lo que nos llama a todos, lo que tendrá efecto en todos,
independientemente de las inserciones familiares, profesionales o barriales
que se tengan: la política, en su sentido más amplio, noble y poético. Estoy
refiriéndome al cierre de los cafés y restaurantes.
En París, desde fines del siglo XVII, se hizo política en los cafés y
restaurantes; Le Procope, que reclama ser el más antiguo de la ciudad,
recibió a lo largo del siglo XVIII a quienes inspiraron la Revolución, a
quienes pensaron y decidieron en la Revolución: Voltaire, Diderot,
D’Alembert, Danton, Marat, Robespierre, Camille Desmoulins, y muchos
jacobinos y cordeleros menos célebres que se reunían regularmente en Le
Procope, pero también a Benjamin Franklin, a Musset, Verlaine y Anatole
France. En el Café de la Régence, se conocieron Karl Marx y Friedrich
Engels; desde antes, era centro europeo de ajedrez y allí se reunían los
enciclopedistas (Diderot sitúa su extraordinario diálogo El sobrino de
Rameau en el Café de la Régence); luego, César Vallejo lo visitó y lo
celebró.
Claro que no todos los cafés de la ciudad son Le Procope o Le café de Flore
o La closerie des Lilas; claro que no. Tampoco todos los parroquianos son
Marat o Diderot o Simone de Beauvoir o Sartre o Boris Vian o Hemingway. Los
nombres célebres sólo ejemplifican una actividad política sobre todo
admirable por la magnitud de los anónimos que la protagonizaron, a saber, la
actividad política que se desarrolla mediante el intercambio instruido por
las lecturas, mediante el disenso fundamentado por la reflexión, mediante
una sensibilidad que busca perseverar en su novedad. Hoy, las prácticas
universitarias y artísticas directamente basadas en este ejercicio de la
política y del disenso se encuentran atacadas frontalmente por el
confinamiento y el couvre-feu.
V.
Contrariamente a lo contado por El último metro, este couvre-feu, tan
político como el impuesto por los nazis –aunque pretenda proteger de un
enemigo puramente biológico–, arrasa con la vida política, es decir, con las
salidas al teatro, al cine, a los museos, al café o a la facultad. Sin duda,
a pesar de todo se tejen formas mínimas que procuran rehacer el lazo
estropeado, la vida mutilada: rato antes de que comience, en los minutos que
separan el fin precoz de la jornada (18.00 horas) y la vuelta a la casa, las
personas se agrupan en torno a algún tablón improvisado en la vereda en el
que los dueños de los cafés sirven a los parroquianos fugaces un vino
caliente o una cerveza, pretexto para entablar una breve charla y rehacer
algo de la sociabilidad suspendida.
Sin duda, y contrariamente a Uruguay, son constantes y abundantes las
denuncias de los efectos destructivos que tiene la teleenseñanza.
Destructivos de los conocimientos, sometidos a un simulacro en el que ni los
más voluntariosamente obsecuentes pueden creer; destructivo del equilibrio
subjetivo de estudiantes y docentes, aislados tras las pantallas;
destructivos del tejido social, hecho de presencias con las que se consiente
y de las que se disiente. Asiduamente, la prensa publica tribunas en las que
docentes y estudiantes plantean la urgencia de volver a la enseñanza
universitaria presencial.(1)
Como a menudo, es imposible pronosticar en qué desembocará esta vida
cercenada. Si la retracción del consumo y el cierre masivo de los comercios
pequeños hacen temer un avance marcado de la derecha extrema, atenta a las
penurias de quienes están pagando el pato del crecimiento sideral de las
ganancias de los grandes de Internet (Google, Amazon, Facebook, Apple,
etcétera), de los laboratorios farmacéuticos y de la banca, la retracción de
la vida política que impuso el confinamiento y el couvre-feu vuelven
arriesgado cualquier pronóstico.
Nota
1. Como ejemplo, remito a Barbara Stiegler, profesora asociada de Filosofía
Política y directora del programa de maestría Atención, Ética y Salud de la
Universidad de Bordeaux Montaigne: «La vida en Pandemia: ¿una extraña
derrota?».
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