Crisis global/ La ideología del miedo. El control privado de las vacunas y la sindemia de covid-19. [Daniel Gatti]

Ernesto Herrera germain5 en chasque.net
Vie Feb 26 09:49:38 UYT 2021


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Correspondencia de Prensa

26 de febrero 2021

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Crisis global

 

El control privado de las vacunas y la sindemia de covid-19

 

La ideología del miedo

 

En un mundo aquejado por la búsqueda del beneficio, las pandemias amenazan
con hacerse interminables. La incertidumbre dificulta pensar en salidas a la
crisis global.

 

Daniel Gatti 

Brecha, 26-2-2021  

https://brecha.com.uy/

 

La historia la cuenta el diario italiano Il Manifesto en una muy breve
crónica. Transcurre en el municipio de Ascoli Piceno, en la región italiana
de Las Marcas. Allí, a las puertas de una planta del laboratorio Pfizer,
representantes de centros sociales de la zona se plantaron con carteles
reclamando la expropiación por el Estado de las vacunas contra el covid-19.
Protestaban contra la mercantilización de la salud, contra la impunidad con
que se mueven las transnacionales, en general, y las del sector
farmacéutico, en particular, especialmente durante las crisis sanitarias,
muy especialmente en esta crisis sanitaria. Un sindicato los apoyaba. No
todos, sólo el de la sección de la Confederación General Italiana del
Trabajo, la confederación obrera mayoritaria, que muchos años atrás era
considerada la central «del Partido Comunista». El sindicato reclamaba,
además, contra los despidos directos e indirectos en esa fábrica a pesar de
que las ganancias globales de la Pfizer en estos meses han crecido a mayor
ritmo que la propia pandemia, que Ascoli era considerado tradicionalmente
por la propia megaempresa como uno de sus «polos más productivos» en Europa
y que la producción en la usina de Las Marcas no había caído.

 

En Ascoli no se fabrican vacunas, pero sí antivirales que se utilizan en el
tratamiento del covid-19. La planta italiana tuvo su mayor gloria cuando
abastecía a casi toda Europa de Viagra y del antidepresivo Xanax. Una
metáfora perfecta de Las Marcas, una provincia bipolar que se mueve
alternativamente entre la euforia y la depre, apunta Il Manifesto. Hoy tira
francamente a la depre, y también a la resignación, que domina hasta a los
propios trabajadores de la fábrica de Pfizer. Perdieron 500 compañeros en
poco tiempo, ellos deberán trabajar más para suplirlos y, mientras, los
ingresos de sus patrones globales aumentaron. Pero las protestas vienen
sobre todo de fuera, de unos grupos de jóvenes que plantean cosas medio
locas, como que la salud no puede ser un territorio de lucro como cualquier
otro. A Pfizer le resulta hoy mucho más rentable deslocalizar: le sobra
gente. Algunos de los sindicatos lo entienden. «Son las reglas del mercado»,
dijeron los directivos de la empresa cuando algunos periodistas les
preguntaron por qué despedían en Ascoli. Y lo mismo dijeron cuando les
preguntaron por qué consideraban tan disparatado que esa gente de los
centros sociales que manifestaba en las afueras de su fábrica planteara que
en tiempos de pandemia una vacuna que podría curar debería ser considerada
un bien social y que las patentes de Pfizer, de Astrazeneca, de Moderna, de
las empresas todas, sobre esos productos, deberían ser suspendidas,
expropiadas por los Estados. Que si es cuestión de leyes, las leyes se
cambian.

 

Pero ¿en qué mundo vivimos? ¿Cómo se puede pensar así?, razonaron los
ejecutivos. ¿Qué empresa invertiría en innovación y en tecnología si no
pudiera tener una buena y justa ganancia? Si ese es el motor que mueve el
mundo. Los de los centros sociales planteaban, en cambio, que cómo era
posible que se naturalizara a tal punto el descaro, decían que no se podía
desligar los despidos en Ascoli de las ganancias exorbitantes de la Pfizer,
que la lógica en un caso y en otro era la misma aunque a primera vista no lo
pareciera: «Que las vacunas deben pagarse y que los trabajadores, si son
inútiles, deben quedar por el camino», resumió Il Manifesto. Decían que se
trata de cambiar esa lógica. Y escribían en un volante que las vacunas son
hoy «un campo de batalla político», y que quienes las poseen «tienen una
influencia directa sobre el conjunto de la producción económica y la
reproducción social» y fijan reglas ante las cuales los Estados son
impotentes, entre otras cosas, porque quienes los manejan, en casi todo el
mundo, son quienes han creado las actuales reglas del juego y están muy
lejos de querer modificarlas. Que es muy común que las mismas personas –o
sus amigos, o sus parientes, o sus colegas, o sus socios en el país y en el
exterior– estén de ambos lados del mostrador. El viejo sistema de las
puertas giratorias.

 

Y decían también los de los centros sociales que cómo no va a influir la
ideología en el manejo de las vacunas, y de la pandemia, y de las salidas a
la pandemia, y de la entrada al nuevo mundo pospandémico. Que la
naturalización de unas reglas del juego nada tiene de natural, y todo de
construcción cultural, de construcción política. En fin, de ideología.

 

* * *

 

«Por ahora la vacuna no ha hecho mucho más que desnudarnos», escribe en su
blog Cháchara el escritor y periodista argentino Martín Caparrós. «Hacía
mucho que nada mostraba con tanta claridad cómo está organizado –dividido–
el mundo en que vivimos. Las cifras son brutales: al 7 de febrero se habían
aplicado 131 millones de dosis: 113 millones en Estados Unidos, China,
Europa, Inglaterra, Israel y los Emiratos Árabes; 18 millones en todos los
demás. Unos países que reúnen 2.200 millones de habitantes, el 28 por ciento
de la población del mundo, se habían dado el 86 por ciento de las vacunas.
O, si descontamos a China y concentramos: el 10 por ciento de la población
del mundo se aplicó el 60 por ciento de las vacunas.» Y, si hablamos de
muertos por la pandemia, es América Latina la que los pone proporcionalmente
mucho más que el resto: una cuarta parte del total de fallecidos, con 8 por
ciento de la población del planeta.

 

El miércoles 24, la Organización Mundial de la Salud (OMS) y Unicef
informaban que Ghana estaba recibiendo las primeras dosis de vacunas
gratuitas entregadas en el marco del programa multilateral Covax, previsto
para los países de ingresos bajos y medios. Seguirán otros países africanos
y latinoamericanos, incluido Uruguay. Pero en total este año Covax no podrá
ir más allá de las 2.000 millones de dosis, que darán para unos 1.000
millones de personas. Una enormidad quedará sin vacunar. Hay países, sobre
todo africanos, muchos asiáticos, algunos latinoamericanos, que no podrán
pagar ni un centavo por hacerse de los frasquitos presentados como
milagrosos. Si nada cambia, deberán esperar hasta 2022, tal vez hasta 2023
para que les lleguen las dosis vía Covax. Canadá, mientras tanto, reservó
una canasta de vacunas que da para inocular a entre cinco y nueve veces a
toda su población, según la fuente que se tome: la agencia Bloomberg habla
de cinco, el inmunólogo irlandés Luke O’Neill, de nueve. Por los mismos
andariveles juegan Estados Unidos, Reino Unido y la mayoría de los países de
la Unión Europea.

 

En África no se sabe ni de cerca cuántos enfermos de covid-19 hay, como no
se saben tantas otras cosas. Las cifras oficiales están absolutamente por
debajo de la realidad, porque los test que se realizan son muy pocos. Pero
sí se sabía que hasta mediados de enero sólo se había vacunado a 7.000 de
sus más de 1.200 millones de habitantes. Organismos internacionales
calcularon en 2017 que una cuarta parte de los enfermos por diversas
dolencias en el planeta se concentran en ese continente, recordaron las
periodistas Séverine Charon y Laurence Soustras en la edición de diciembre
del mensuario francés Le Monde Diplomatique. Son pacientes de enfermedades
que en otros lares se curan más o menos fácilmente y de las que los ricos no
mueren, tampoco en la propia África. De esas enfermedades seguirán muriendo
probablemente los africanos pobres, es decir, buena parte de la población
del continente, cuando el covid-19 pase, porque importa poco a los
laboratorios destinar dinero a intentar curarlas. África representa apenas
el 2 por ciento del gasto sanitario mundial, que en 2015 se estimaba en
cerca de 10 billones de dólares anuales (El País de Madrid, 4-VI-19). En
muchos de los países de lo que alguna vez se llamó tercer mundo, «las
vacunas se devoran los presupuestos de salud para que, una vez que pase la
tormenta, hospitales y quirófanos queden igual de maltrechos [que] como
estaban antes», apunta en la revista argentina Mu la psicóloga y feminista
boliviana María Galindo.

 

* * *

 

India, Sudáfrica, Pakistán, Mozambique y la ex-Suazilandia plantearon a
fines del año pasado en la Organización Mundial del Comercio que los
fabricantes de las vacunas renunciaran por un tiempo a sus patentes de
propiedad intelectual. Por un tiempo –insistieron, remarcaron–, hasta que lo
más grave de la pandemia pase. Después, podrán seguir haciendo sus negocios
as usual. Pero no hubo caso (véase «Militar la patente», Brecha, 15-I-21).
Se opusieron fundamentalmente los países centrales, que salieron en defensa
de «sus» empresas a pesar de ser ellos mismos rehenes de esas
transnacionales (ahí están los retrasos, las promesas incumplidas, los
precios al alza), a las que además financiaron chichamente para que pudieran
producir sus fármacos.

 

Un informe de BBC Mundo, difundido el 15 de diciembre, a partir de un
trabajo de la empresa de análisis de datos científicos Airfinity, señala que
hasta esa fecha los gobiernos llevaban invertidos 8.600 millones de dólares
en la búsqueda y el desarrollo de vacunas y que otros 1.900 millones habían
provenido de organizaciones sin fines de lucro. La inversión propia de las
empresas se había limitado a 3.400 millones, pero la plata de los Estados,
en vez de ir prioritariamente hacia los laboratorios públicos, fue para los
privados. «Sólo cuando los gobiernos y las agencias intervinieron con
promesas de financiación [las grandes farmacéuticas] se pusieron a
trabajar», señaló el medio británico. Hasta entonces no veían el negocio.
Ahora sí lo ven, sobre todo a futuro: pocas inversiones propias y, cuando el
covid-19 se cronifique y puedan volver al mercado normalmente, venderán sólo
al que pague lo que ellas exijan.

 

Mientras tanto, alguna que otra condicioncita impusieron a sus compradores.
Más aún a los que menos pueden pagar pero tienen menor capacidad de
negociación y presión. Pfizer ha destacado por su voracidad. Brecha reveló
el mes pasado que la transnacional estadounidense les reclamó a los países
latinoamericanos con los que negoció que pusieran activos soberanos –sedes
diplomáticas, bases militares y reservas en el exterior, entre otros– como
garantía ante eventuales causas legales (véase «Leoninas», Brecha, 29-I-21).
A Perú le pidió renunciar a su inmunidad soberana en materia jurídica y
eximir a la empresa de responsabilidad ante posibles efectos adversos y
retrasos en las entregas. Argentina no aceptó las vacunas en esas
condiciones. Tampoco Brasil (demasiado es demasiado hasta para Jair
Bolsonaro). De acuerdo con un artículo publicado esta semana por el Bureau
of Investigative Journalism y la asociación peruana Ojo Público, un cuarto
país de la región, no mencionado «porque sigue negociando», manifestó, al
parecer, reticencias a algunas cláusulas. Pfizer ya tiene acuerdos de
suministro con nueve países de esta región: Chile, Colombia, Costa Rica,
República Dominicana, Ecuador, México, Panamá, Perú. Y Uruguay. Los términos
de esos acuerdos son confidenciales. Así es con los acuerdos con las
transnacionales. Llámense Pfizer o UPM. Y así es con muchos gobiernos.

 

* * *

 

El inmunólogo irlandés O’Neill les dijo a los países ricos que era de su
propio interés donar sus sobrantes de vacunas a los más pobres. No acepten
suspender ninguna patente. No. Hagan como Bill Gates, como Elon Musk: sean
filántropos, donen algo de lo mucho que les sobre. Esa es la condición,
afirmó, para que ustedes mismos, señores ricos de los países ricos, puedan
en relativamente poco tiempo recuperar su libertad de viajar para hacer
negocios o turistear, de volver a salir, de volver a vivir la vida, porque
los pobres del mundo seguirán migrando aunque les pongan mil vallas, les
levanten mil muros o los traten de aventar con cañoneras en el Mediterráneo
o en otras aguas. Y si no se vacunan, los contaminarán. Y ustedes volverán a
necesitar que los ciudadanos de los países «de afuera» de su cortina de
dinero los visiten, que vayan a trabajar a sus países, que hagan hijos en
sus países para que la población crezca. Cual José Mujica a los empresarios
yoruguas (no sean nabos, mijos, denles algunas migajas a sus trabajadores,
así pueden seguir ganando sin que los molesten), O’Neill les dijo a los
países ricos: piensen en ustedes y verán que es buen negocio la filantropía.

 

Pero parece que ni con eso la gula vacunística encontrará un coto, porque no
se avizora por el momento reacción alguna en esa dirección. En enero, el
director general de la OMS, Tedros Adhanom Ghebreyesus, fue bastante más
duro que su colega europeo (ambos son inmunólogos) al denunciar la voracidad
de los países ricos. Habló de «nacionalismo de las vacunas» y lo calificó
como «moralmente indefendible, epidemiológicamente negativo y clínicamente
contraproducente». Y se metió un poquito más con el sistema que genera ese
tipo peculiar de «nacionalismo». Se refirió, por ejemplo, explícitamente a
los «mecanismos de mercado». Dijo que son «insuficientes para conseguir la
meta de detener la pandemia logrando inmunidad de rebaño con vacunas» y
defendió el papel de la sanidad pública, la necesidad de reforzarla, y se
refirió a la decadencia en que se encontraba incluso en el primer mundo como
consecuencia de recortes y ni que hablar en el resto del planeta. «Tengo que
ser franco: el mundo está al borde de un catastrófico fracaso moral, y el
precio de este fracaso se pagará con vidas y medios de subsistencia en los
países más pobres», clamó igualmente el jefe de la OMS.

 

* * *

 

Pero es de apostar que no habrá colas para seguir de manera estable los
consejos del bueno de Tedros. Es cierto que en los primeros meses de la
pandemia hubo amagos de que el Estado retornaba –buenamente– por sus fueros
tras décadas de neoliberalismo. Se habló de neokeynesianismo y asomó alguna
lucecita de que se pudiera estar pergeñando alguna salida que no nos
retrotrajera a lo de antes. Y es cierto que muchos países –no Uruguay,
precisamente– invirtieron lo que nunca en ayudas sociales. Estados Unidos se
salió de las cuadraturas del credo y el muy liberal de Donald Trump hasta
forzó a la General Motors a fabricar respiradores para los pacientes con
covid-19 que comenzaban a morir por trojas en los CTI mientras la
megaempresa retaceaba los aparatos. Pero sucede así en las crisis: parece
que un cambio radical se dibuja casi que a la vuelta de la esquina, pero
luego se vuelve al casillero de partida, porque «los reflejos de clase, los
intereses de quienes detentan el poder en la mayoría de los países, en las
transnacionales, pueden mucho más que los efímeros respingos de los momentos
más duros», se dijo en Ascoli. Y aunque las «condiciones objetivas sobran»
para un cambio radical, las subjetivas sufren una anemia profunda y
porfiada.

 

* * *

 

Por el medio, además, pasó el miedo. Pasa el miedo. La contracara del
retorno por sus fueros de la defensa de lo público es el reforzamiento de
los controles, de los mecanismos de represión: que la urgencia securitaria
se haya incluso adelantado a la urgencia sanitaria. «A primera vista hay
como una paradoja: la primera respuesta de los Estados a la crisis sanitaria
es securitaria», escribía allá por los primeros tiempos pandémicos, en la
edición de mayo de Le Monde Diplomatique, el investigador francés Félix
Tréguer. «Incapaces por el momento de oponer un tratamiento al virus, mal
equipados en camas de reanimación, en test de rastreo y en mascarillas de
protección, es a su propia población a la que los gobiernos erigen como una
amenaza. Pero la paradoja es sólo aparente. A través de los siglos, las
epidemias marcan episodios privilegiados en la transformación y la
amplificación del poder del Estado y la generalización de nuevas prácticas
policiales, como el fichaje de las poblaciones.» Y ahí vemos a las grandes
tecnológicas como Google, como Facebook, como Amazon, como Tesla,
estableciendo acuerdos con las farmacéuticas –ambos están entre los sectores
más ganadores de esta crisis– y con los Estados, supuestamente por buenas
causas. Da para temer en estos tiempos de exacerbación del «capitalismo de
vigilancia» (véase «Orwellianas», Brecha, 16-I-21), pero eso también lo
naturalizamos y ponemos el acento en lo bueno de los avances tecnológicos.
«Preferimos no ver lo otro», escribía Caparrós en su columna. Cuando el
terremoto de Haití de 2010, que mató a un cuarto de millón de personas,
vimos con naturalidad desembarcar en la pobre isla a cientos y cientos de
marines. En los informativos en bucle de los canales de televisión vimos
decenas de veces la llegada de los aviones con sus soldados armados a
guerra, sin preguntarnos qué iban a hacer, el porqué de una respuesta
securitaria a una crisis sanitaria, humanitaria, social. Las brigadas de
médicos cubanos pasaron, en cambio, desapercibidas. Cuestión de focos.

 

Hoy no se trata de decir que no hay que cuidarse. No es eso, escribe Galindo
en Mu. No hacerlo no te hace más libre, sino menos empático. Pero estamos
naturalizando todo un «léxico pandémico» que tiene una carga simbólica
particularmente pesada. Y cita: Cuarentena, confinamiento, distanciamiento
social, aislamiento, toque de queda, bioseguridad. El encierro. Hasta el
propio teletrabajo, que viene para quedarse y supone toda una revolución en
las relaciones laborales. O la noción de actividades esenciales, que coloca
a quienes las ejercen en los primeros planos, pero no les da más derechos
(¿han aumentado sus ingresos las cajeras de los supermercados, los pibes de
los deliveries? Acaso sí los trabajadores de los frigoríficos, porque en
muchos lados tienen sindicatos fuertes, y ahí el acento acaso habría que
ponerlo en eso: porque tienen sindicatos fuertes…).

 

«La pandemia es un hecho político no porque sea inventada, inexistente o
haya sido producida artificialmente en un laboratorio. La pandemia es un
hecho político porque está modificando todas las relaciones sociales a
escala mundial y es por eso legítimo y urgente pensarla y debatirla
políticamente», piensa la boliviana. Algo así decía también el filósofo
español Santiago Alba Rico en una columna reciente en Rebelión. Partiendo de
una idea de Richard Horton, un científico británico de alto nivel que es
jefe de redacción de la revista The Lancet, hoy ya de moda, Alba Rico decía
que el mundo no está hoy ante una pandemia, sino ante una sindemia, es decir
«ante una pandemia en la que los factores biológicos, económicos y sociales
se entreveran de tal modo que hacen imposible una solución parcial o
especializada y menos mágica y definitiva. El problema no es, pues, el
coronavirus. El problema es un capitalismo sindémico en el que ya no es
fácil distinguir entre naturaleza y cultura ni, por lo tanto, entre muerte
natural y muerte artificial».

 

* * *

 

Ante la magnitud de estos cambios, de la rapidez pandémica de estos cambios,
estamos hoy inertes, desconcertados, a la intemperie. «Los sujetos sociales
están siendo diluidos por fatiga, por falta de ideas, por luto, por
incapacidad o imposibilidad de reacción», apuntaba Galindo. Decía también
que «hay personas despojadas que se están reconstituyendo como sujetos
sociales con capacidad interpeladora. Aquellas personas que se vuelcan sobre
los animales para reintegrarse como animales, o las que producen salud,
alimentos o justicia con sus colectividades son quienes no han sido
paralizadas por el miedo». Cree que de ahí puede venir algo. Tal vez. Pero
ella misma aclara desde el principio de su nota que no escribe «desde
Bolivia, sino desde un territorio que se llama incertidumbre». Y ahí, en la
incertidumbre, está otra de las claves. Cómo hacer para cambiar un mundo que
se sabe que va al abismo cuando nos abruman las dudas. Una certeza, una
grande, hay entre quienes en serio quieren salir de «esto»: «La pandemia es
el capitalismo». Es el título de su nota, es la esencia de la de Alba Rico,
acaso el pensamiento de Caparrós y el de muchos otros que andan por ahí, a
menudo aislados, a veces juntos. «La velocidad de los cambios es la
velocidad de una metamorfosis profunda. Interpretarla a riesgo de
equivocarnos es nuestra apuesta», termina Galindo.

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