Marxismo/ Los enemigos de Gramsci [Daniela Mussi/Álvaro Bianchi]

Ernesto Herrera germain5 en chasque.net
Sab Ene 23 18:39:34 UYT 2021


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Correspondencia de Prensa

23 de enero 2021

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Marxismo



Los enemigos de Gramsci



Antonio Gramsci nació un día como hoy (Ales, Cerdeña, 22 de enero) en 1891.
Hace varias décadas que los intelectuales conservadores, como Olavo de
Carvalho y Roger Scruton, presentan a uno de los mayores teóricos marxistas
del siglo XX como el símbolo de una gran amenaza al orden capitalista. Y no
se equivocan.



Daniela Mussi y Álvaro Bianchi *

Jacobin, 22-1-2021

https://jacobinlat.com/

Traducción de Valentín Huarte



A mediados de los años 1980, el intelectual conservador inglés Roger Scruton
fundó la revista The Salisbury Review, en la cual publicó una serie de
artículos sobre los intelectuales «de izquierda» del siglo XX. Abordó los
pensamientos de György Lukács, Louis Althusser, Herbert Marcuse y Antonio
Gramsci en una compilación titulada Locos, impostores y agitadores:
pensadores de la nueva izquierda (1984). Scruton sostenía que se estaba
desarrollando una guerra ideológica. Según él, el concepto marxista de
hegemonía podía definirse como una herramienta de la «ideología de la
dominación de clase» de los marxistas, responsables de inculcar –o de
«legitimar»– una idea de autoridad. Por este motivo, «ningún pensador
político en la coyuntura europea y estadounidense moderna puede ignorar las
transformaciones que impusieron a nuestra vida intelectual los escritores y
activistas de izquierda», los propagadores de la «hegemonía».



Al discutir la izquierda que emergió en Europa a partir de la segunda mitad
de los años 1960, Scruton creía estar frente a un consenso inédito que
amenazaba las «costumbres, las instituciones, la política de los Estados
occidentales» y renovaba la «teoría y la práctica del comunismo». De esta
forma, alertaba sobre el problema del «retorno del jacobinismo», sintetizado
ahora «emocionalmente» bajo una nueva forma, ya no como disputa partidaria
por la conducción de las masas, sino como un conjuro que «secretamente
conquistará su objetivo común» sin un liderazgo definido de manera estable.



La principal referencia política de Scruton fueron los levantamientos
estudiantiles de 1968 en Europa y en Estados Unidos. Según su opinión, estas
manifestaciones, la nueva edición de 1975 de los Cuadernos de la cárcel y la
importante difusión de los escritos del autor en cursos universitarios y
organizaciones de izquierda llevaron a un renacimiento de la influencia de
Gramsci. El italiano renació como teórico político, crítico cultural,
filósofo y canon revolucionario entre los círculos intelectuales y políticos
que estaban ávidos de una «orientación moral e intelectual».



De este modo, Gramsci era presentado como el autor de una nefasta teoría de
la imposición de la legitimidad del intelectual de izquierda sobre el hombre
común, una estrategia en la cual el liderazgo partidario clásico perdía
espacio frente a las transformaciones «graduales» realizadas por personas
especializadas en la conducción de las masas.



Según la visión de Scruton, las ideas gramscianas habilitaban a que los
activistas post-1968 se percibieran a sí mismos como «intelectuales» y
«legisladores». Lo que Gramsci denominaba «revolución pasiva» –el proceso de
transformaciones graduales que desbloquearían imperceptiblemente el camino
para el que surja un nuevo orden social– no era más que una versión
izquierdista de la buena y vieja circulación de las élites. Entonces, la
originalidad del pensamiento gramsciano radicaba en percibir la existencia
de una «nueva hegemonía» al plantear el dominio de clase como fruto del
encuentro de «dos fuerzas»: los intelectuales de izquierda y las «masas».
Gramsci habría elaborado de esta forma la verdadera teoría del fascismo, o
sea, la estrategia política de conformación de una «unidad ideal» capaz de
manipular la cultura y, por medio de ella, impulsar transformaciones
políticas y económicas de largo plazo.



A inicios de los años 1980, el francés Alain de Benoist, otro intelectual
conservador, empezó a dedicarse también al pensamiento de Gramsci. Su
análisis era diferente al de Scruton. Asumió una actitud positiva frente a
la experiencia de los movimientos y las protestas emergentes en los años
1960, a los cuales percibirá como una «novedad» de la política occidental.
De esta forma, se esforzó para pensar las posibilidades de creación de una
«nueva derecha», que fuese la antítesis directa de la renovación que
atravesaba a las izquierdas en Europa. Con este fin se apropió de las ideas
gramscianas.



En enero de 1969, de Benoist fundó el Grupo de Investigación y Estudios para
la civilización europea (GRECE, por sus siglas en francés), que tenía como
objetivo la formación político-cultural y contaba con el compromiso de
intelectuales nacionalistas. En 1981, el GRECE realizó su 16° Congreso bajo
el lema «Por un gramscismo de derecha». Esta propuesta reunía al activismo
de la «nueva derecha» alrededor del proyecto de creación de organizaciones
políticas conservadores con un abordaje cultural, algo inexistente en las
experiencias de la época, aun considerando a los representantes del
neoliberalismo naciente.



Para de Benoist, la principal contribución de Gramsci habría sido la de
ayudar al ideario conservador para que vuelva a poner las ideas
conservadoras «en su lugar». Les idées à l’endroit fue justamente el título
del libro publicado en 1979, en el cual de Benoist planteó la necesidad de
una derecha que tuviese algo que decir sobre los intelectuales como Gramsci.
Una derecha capaz de superar el tipo de «leninismo» espontáneo con el cual
actuaban en la disputa inmediata por el poder político y avanzar en el
sentido de un activismo «gramsciano», es decir, un activismo interesado en
los efectos del «poder cultural» y «metapolítico» de la correlación de
fuerzas a nivel político. Ese interés «cultural» era, según de Benoist, lo
que diferenciaba a las nuevas izquierdas de los años 1960 y 1970 de las
derechas que, hasta entonces, no habían tenido éxito en renovarse; era
necesario enfrentar a los adversarios sobre su propio terreno.



A su vez, la Nueva Derecha francesa, nacida más de polémicas periodísticas
que de compromisos intelectuales e iniciativas serias, debía encontrar una
estrategia para criticar el igualitarismo socialista. La oportunidad estaba
en los flancos de la Nueva Izquierda, especialmente en su tendencia a
menospreciar y negar la política de masas. Este flanco –el elitismo no
deliberado de las organizaciones de la Nueva Izquierda– permitía retomar el
viejo argumento del conservadurismo reactivo, que apela a las «mayorías
silenciosas», para convertirlo en una «aceptación trágica del mundo».



En otras palabras, les daba la oportunidad a las nuevas derechas de elaborar
una actitud política elitista, pero no negativa y, justamente por eso, de
presentarse como una alternativa a las izquierdas. Las nuevas derechas,
seguía el argumento de de Benoist, debían aprovechar el valor político de su
propuesta «masiva» para hacer que el conservadurismo volviera a desempeñar
el papel de explicación del mundo y de las cosas. La actitud social crítica
que, en las nuevas izquierdas, encontraba su límite en la negación del
«fascismo» y del «totalitarismo», debía ser tomado por las nuevas derechas
como un punto de partida, como una «aceptación trágica».



América Latina también vivió una reacción conservadora al pensamiento de
Gramsci a partir de los años 1980. En 1984, el primer número de la revista
católica argentina Gladius discutió la «penetración marxista en América
Latina» y, más específicamente, el papel de la educación en el pensamiento
revolucionario gramsciano. En su presentación, esta revista de orientación
tomista anunció que se estaba desarrollando una «guerra contracultural» en
la Argentina, representada por la falta de «respeto a la vida, al amor, a la
patria, a la familia, al matrimonio […], a la distinción entre los sexos e
incluso a la condición humana de ser libre e inteligente». El papel que
tenía Gramsci en esta ofensiva era recuperar el valor de las ideas y del
pensamiento, al afirmar que la transformación social era una transformación
del espíritu humano.



Gramsci había comprendido que una revolución comunista como la de 1917 en
Rusia jamás ocurriría en Italia y había elaborado «grandes tesis» sobre cómo
esa transformación podría desarrollarse por otro camino. En este sentido, la
filosofía de la praxis sería una tentativa de pensar la «resolución pacífica
de las contradicciones existentes en la historia y en la sociedad», o sea,
la anticipación por medio de consensos a nivel superestructural acerca de
las transformaciones necesarias para derrotar a la burguesía.



De aquí el interés especial que Gramsci tiene por los intelectuales, su
esfuerzo por convencerlos de que no es posible «saber sin comprender, sin
sentir y sin ser apasionado», es decir, que no es posible pensar sin
acercarse al pueblo, sin «entenderlo históricamente y relacionar
dialécticamente sus necesidades con una concepción superior del mundo». La
conexión sentimental era el comienzo de la relación entre intelectuales y
pueblo, el antídoto contra la burocratización y contra el formalismo.



Con este objetivo, Gramsci formuló una nueva concepción de las élites
intelectuales, que era fruto de la fusión entre la especialidad del oficio y
la actividad política. Compitiendo entre sí, estas actuarían como vanguardia
de la revolución comunista, es decir, como promotoras de una revolución
cultural. La formación de estas élites no sería improvisada ni discontinua,
sino el resultado de un plan de «reforma intelectual y moral» íntimamente
asociado con un plan de «reformas económicas». Gramsci, en este sentido,
habría «continuado la vía abierta por Lenin».



En América Latina, para los católicos de Gladius, la mayor expresión de la
política gramsciana era la capacidad de penetración ideológica, una forma de
lucha mucho más peligrosa que las tentativas revolucionarias de
confrontación armada de los años 1960 y 1970. En el terreno ideológico,
seguía su argumento, todavía existían los riesgos de la «mimetización» y de
la «infiltración» del pensamiento revolucionario, gracias al poder de
atracción que ejercía sobre ciertas «mentalidades entusiastas» a través de
las «ambigüedades» y las «elipsis» del discurso.



La lucha ideológica revolucionaria en el continente desbordaba
principalmente en dos direcciones. En primer lugar, el papel del
tercermundismo y del «indigenismo» como concepciones histórico-culturales
«de agitación antiblanca», es decir, «que reniega de manera explícita del
descubrimiento y del sentido cristiano-católico, mariano-misionero y
grecorromano de la Conquista, la Civilización y la Evangelización de estas
tierras [latinoamericanas]». En segundo lugar, la lucha ideológica se
desplegaría contra la política de derechos humanos, que era presentada como
la «constante preservación, justificación y apoyo al avance del comunismo».



En otras palabras, la «ideologización» aquí se refería al hecho de que la
defensa de los derechos humanos, promovida por «grupos de solidaridad»,
entidades, asociaciones y organismos internacionales, llevaría a la crítica
e incluso a la condena de las actitudes represivas de las dictaduras
militares en el continente. Esta poderosa «ideología de los derechos
humanos», por lo tanto, servía en la práctica para «justificar o tolerar a
los agentes de la subversión». O una política «ideológica» que, en el caso
de Argentina, asumía una connotación mítica en un movimiento tan fuerte y
amplio como el de las Madres de Plaza de Mayo.



En Estados Unidos, los conservadores no mostraron la misma sofisticación de
los ingleses y de los franceses, ni siquiera la de los católicos argentinos,
y desplegaron una visión del mundo extraña y conspirativa, en la cual era
difícil saber quiénes eran los agentes de la conspiración y cuáles eran sus
propósitos. En 1988, en el segundo informe del Comité de Santa Fe –un think
tank conservador enfocado en América Latina, fundado durante el gobierno de
Ronald Reagan–, se mencionó explícitamente la influencia de las ideas de
Gramsci en el continente. Titulado Una estrategia para América Latina en los
años 1990, el informe de L. Francis Bouchey, Roger Fontaine, David C. Jordan
y Gordon Sumner argumentaba que una de las principales consecuencias de esta
influencia era el fortalecimiento de una ideología «estatista» y favorable a
la teología de la liberación que podía observarse en casi todos los países
latinoamericanos.



El informe del Comité de Santa Fe circuló ampliamente en los medios
militares de América Latina. En un contexto en el cual se debilitaba el
argumento conservador sobre una supuesta ofensiva soviética y terrorista en
la región, la subversión comunista adquiría otros contornos: por un lado, se
presentaba vinculada al tráfico de drogas; por otro, como una expansión de
la influencia de los intelectuales de izquierda inspirados por las ideas de
Gramsci, especialmente mediante una reinterpretación de los valores éticos y
religiosos. El acompañamiento sistemático de las transiciones democráticas
en el continente –influenciando la «cultura política» de los nuevos
regímenes– sería la única manera de enfrentar tales amenazas y garantizar el
sostenimiento de una estructura de Estado permanente (en los medios militar
y judicial).



Para la opinión pública estadounidense, la denuncia de esta conspiración
gramsciana a la luz del día asumió tonos estridentes a inicios de los años
1990, de la mano del locutor de radio Rush H. Lihnbaugh, autor del
bestseller The Way Things Ought to Be (1992). Según Limbaugh, Gramsci
preconizaba la necesidad de una «larga marcha dentro de las instituciones»
antes de que el «socialismo y el relativismo resulten victoriosos». El
objetivo del pensador era «transformar el modo en el que toda la sociedad
piensa sus problemas […]. Para comenzar, hay que subvertir y minar la
creencia en Dios».



El locutor de radio creía que, a pesar de que el «oscuro comunista italiano»
era desconocido, los thinks tanks de la izquierda le construían altares. A
partir de los años 2000, esas teorías conspirativas fueron reunidas bajo la
bandera del «marxismo cultural», el cual, en palabras de un especialista en
asuntos militares –el conservador William S. Lind– había logrado traducir el
marxismo «de la economía a la cultura». En esa operación, la «teoría de la
hegemonía cultural» de Gramsci defendía que la creación de un «nuevo hombre
comunista» debía desarrollarse antes de que «cualquier revolución política
fuese posible». Para esto, era necesario enfocar «los esfuerzos de los
intelectuales en los campos de la educación y la cultura».



La idea de una «larga marcha», en la cual se escuchaba el eco de la hazaña
histórica de Mao Tsé-Tung en China, parece ser recurrente. Según Raymond V.
Raehn, colaborador de Lind en la crítica de lo políticamente correcto,
«Gramsci vislumbró una larga marcha a través de las instituciones de la
sociedad, incluidos el gobierno, el poder judicial y militar, las escuelas y
los medios». La conclusión de Raehn era que el «multiculturalismo puede ser
visto como un medio para ponerle fin al control de la hegemonía cultural
tradicional de la sociedad estadounidense».



Para los conservadores estadounidenses, la única barrera entre la hegemonía
gramsciana y las conciencias de las personas era el «alma cristiana».
Destruirla era el principal objetivo de aquella.



Este acercamiento entre un discurso político conservador y un discurso
religioso de tonos fundamentalistas signó los ataques a Gramsci que se
desarrollaron en el contexto estadounidense. Las amenazas a la cultura
occidental denunciadas por los conservadores eran interpretadas, al mismo
tiempo, como amenazas al cristianismo.



El Gramsci de Olavo



La demonización de Gramsci desembarcó en Brasil algunos años más tarde. El
artífice de este movimiento fue el escritor Olavo de Carvalho, que traspuso
a Brasil, a veces de modo literal, los argumentos de Lind y Limbaugh. Desde
el primer libro de su trilogía, A nova era e a revolução cultural (1994),
Carvalho trataba a Gramsci como una mente diabólica que interpretaba y daba
sentido al mal. El texto de este volumen tiene las marcas de la prisa. El
autor había admitido conocer muy poco sobre el tema. La erudición
superficial cedía lugar al argumento fácil y a los ejemplos de política
contemporánea, con una prosa grosera y muchas veces sexista. Los errores
biográficos y los anacronismos se amontonan, y hasta llegan a ser
divertidos, como es el caso de la referencia a una supuesta «hija» de
Gramsci, quien, en realidad, fue padre de dos niños.



Carvalho afirmó que había comenzado a hablar públicamente sobre el
«gramscismo petista» en 1987. El año coincide con el 5° Encuentro Nacional
del Partido de los Trabajadores (PT), el primero en el cual se desarrolló
algún debate sobre la estrategia del partido. Los documentos del partido
hablaban de hegemonía, de sociedad civil, de bloques políticos. Los
significantes eran gramscianos, aunque no lo eran los significados. Pero
poco importa. Carvalho estaba de acuerdo con la izquierda, que a su vez
estaba convencida de que la realización de la hegemonía implicaba una «gran
marcha hacia el centro de los aparatos del Estado».



Aquí estaba la amenaza que ponía en riesgo al mundo tal como se lo había
conocido hasta entonces. El mal podría encarnar aquí o allá, pero siempre en
una fuerza que está más allá de todos y que a todos dominará: «no es solo el
PT el que sigue a Gramsci; todos los hombres de izquierda de este país lo
siguen desde hace una década sin darse cuenta».



Carvalho insistió en esta tesis. El problema no estaba en que el «número de
adeptos conscientes y declarados del gramscismo» fuese grande. Por el
contrario. Pero el «gramscismo no es un partido político, no necesita
militantes inscritos ni electores fieles». Es «un conjunto de actitudes
mentales», que están presentes en individuos que probablemente nunca oyeron
hablar de aquel «jorobado maldito», y que colaboran con una estrategia
política «sin tener la menor consciencia de lo que hacen». Gramsci sería, en
última instancia, la famosa estructura sin sujetos.



Esta amenazadora estrategia que atrae a los incautos y los pone a hacer
aquello que no saben es la hegemonía. En la versión particular de Carvalho,
la hegemonía es la aparente negación de la política: «nada de política, nada
de prédica revolucionaria». La hegemonía actuaría en un nivel prepolítico,
con el propósito de «operar un giro de 180 grados en la cosmovisión del
sentido común, transformar los sentimientos morales, las reacciones básicas
y el sentido de las proporciones». Eso es lo que sería imperdonable en
Gramsci y lo que lo convertiría en el enemigo número uno de la derecha
conservadora: haber establecido que las concepciones del mundo son un campo
en disputa, poniendo en riesgo los valores de la civilización cristiana
occidental.



A comienzos de los años 2000, en el contexto en el que estaba emergiendo el
PT como una alternativa electoral de izquierda a los sucesivos gobiernos de
agresiva orientación neoliberal que lo precedieron, la amenaza «gramsciana»
reapareció en el ambiente cultural de los intelectuales conservadores
brasileños y llegó a los medios militares. A revolução gramscista no
ocidente (2002) fue el título que le dio el general Sérgio Coutinho a un
libro que volvía a presentar los peligros que planteaba la circulación de
las ideas de Gramsci en Brasil. Para el autor, el pensamiento gramsciano
brasileño, nacido de las fracasadas tentativas terroristas de impedir el
avance de la «revolución de 1964», buscaba ahora una «vía pacífica» hacia el
poder, inspirándose en la experiencia eurocomunista.



En esta interpretación, la estrategia «gramsciana» había sido organizada por
el Partido Comunista Brasileño (PCB) desde los años 1970 como un plan para
una transición temporalmente no violenta hacia la democracia, un «interludio
democrático-burgués». Luego, las minorías comunistas activas en este proceso
habrían actuado en la disputa ideológica del proceso constituyente de los
años 1980, amedrentando a las «mayorías democráticas» y preparando el
terreno para la toma del poder.



En la interpretación del general, el florecimiento de la influencia de las
ideas gramscianas en diversos partidos brasileños de izquierda y de
centroizquierda de aquel entonces, junto a la emergencia electoral del PT
durante los años 1990, implicaban la coronación del gramscismo como
estrategia política. La amenaza gramsciana se expresaba en la difusión
rápida de la idea de un «nuevo socialismo» como elemento desencadenante de
una «guerra psicológica» que tenía como objetivo debilitar, vaciar y
ridiculizar las instituciones capitalistas, las fuerzas armadas y la
Iglesia.



De hecho, los partidos actuaban como distintos «aparatos de hegemonía [que]
adquieren funciones estatales», como las oenegés y los movimientos sociales.
Por lo tanto, frente a una amenaza de este tipo, la única manera de
enfrentar el avance del gramscismo sería la conformación de un «nuevo
centro» que fuese capaz de recuperar, de reorganizar y de devolver su debido
protagonismo a las fuerzas «reprimidas» durante el proceso de la transición
democrática brasileña.



Conservadurismo unido



A fines de los años 2010, la reconstrucción de la trayectoria de las ideas
de Gramsci entre los intelectuales conservadores alrededor de todo el mundo
ganó una importancia particular. Estas interpretaciones no tienen un valor
intrínseco en los medios académicos y en las investigaciones especializadas
y, tal vez por eso, no llamaron mucho la atención. Sin embargo, en el
ambiente político, la emergencia de liderazgos y de nuevos –y no tan nuevos–
polemistas antigramscianos parece plantear la necesidad de un análisis
detenido del papel que las ideas gramscianas cumplen en la gramática del
pensamiento político de las denominadas nuevas derechas. A fines del S. XX,
las ideas de Gramsci fueron escogidas como punto de partida para la
exploración y la presentación de un nuevo terreno de conflicto político que
ya no estaba signado por la división del mundo en dos polos nítidos. La
lucha de clases, afirmaban unánimemente los intelectuales conservadores, se
desplazaba hacia la esfera poco distinguible de la «cultura», de las «redes
de valor», de las ideologías.



A pesar de esto, hubo muchas maneras de enfrentar este enemigo común de la
«civilización europea», de los valores católicos y de la tradición militar
en América Latina (y de las «libertades» seculares en la nación
estadounidense). Para algunos, Gramsci representaba un conjunto de ideas que
debía ser desenmascarado y repudiado en sus fundamentos; para otros, su
marco teórico debía ser absorbido y transcripto en clave neoconservadora; y
hubo también quienes pensaron que era necesario vigilar las experiencias
políticas y culturales de las nuevas democracias, que supuestamente
develaban las mismas formas renovadas de subversión comunista inspiradas por
Gramsci. Sin embargo, todos los intelectuales antigramscianos creían que el
pensador y dirigente sardo representaba, sobre todo, la continuidad de una
amenaza profunda.



Las ideas de Gramsci, aun bajo los escombros de la ya escuálida experiencia
«oriental», siguieron inspirando y orientando los deseos revolucionarios.
Especialmente sus escritos y cartas de la cárcel, dejaron la marca indeleble
de la resistencia metódica y paciente en un siglo que emanaba un aroma
pestilente de triunfalismo y barbarie. Gramsci enseña, a fin de cuentas, a
pensar y a actuar en las peores condiciones materiales y subjetivas, y es
por eso que sus ideas y sus conceptos son capaces de convertirse en la
lengua franca de la resistencia de los grupos subalternos de varios países
del mundo.



La reconstrucción del pensamiento antigramsciano, en sus distintas
vertientes, puede revelar reflejos distorsionados de esa lengua, como
modulaciones antagonistas de los esfuerzos para impedir la derrota
definitiva de la utopía socialista. De esta forma, irónicamente, el
pensamiento de Gramsci forma parte del botín disponible para los arqueólogos
de un pasado de luchas sociales radicales y del reencuentro de este con
nuevas antítesis vigorosas. (Este texto fue publicado en la primera edición
especial de Jacobin Brasil (2019) sobre marxismo cultural).



* Daniela Musi es posdoctoranda en Ciencias Políticas en la Universidad de
São Paulo. Su proyecto trata sobre la historia del pensamiento político
brasileño. Álvaro Bianchi es profesor de ciencias políticas en la UNICAMP y
estudioso del pensamiento político italiano, estadounidense y
latinoamericano.

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