Capitalismo/ ¿Por qué no se rebelan los trabajadores? [Sam Gindin]

Ernesto Herrera germain5 en chasque.net
Dom Jul 4 16:12:12 UYT 2021


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Correspondencia de Prensa

4 de julio 2021

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Capitalismo



¿Por qué no se rebelan los trabajadores?



Este texto es una reseña de “Persistent Inequalities: Wage Disparity Under
Capitalist Competition”, de Howard Botwinick (Haymarket Books, 2018).



Sam Gindin *

Jacobin, 14-6-2021

https://jacobinmag.com/

Sin Permiso, 3-7-2021

https://www.sinpermiso.info/

Traducción de Àlex Rosell



La clase obrera en el capitalismo no es una clase coherente, sino una clase
fragmentada –una amalgama de individuos intentando sobrevivir–. Será
necesaria la política para cambiarlo.



¿Por qué ha sido tan difícil para los trabajadores – la clase mayoritaria en
el capitalismo e indispensable para su funcionamiento – unirse y desafiar al
sistema que los explota?



En 1993, Howard Botwinick, un activista laboral de larga trayectoria,
exploró un aspecto crucial sobre esta pregunta en el recientemente reimpreso
Persistent Inequalities: Wage Disparity Under Capitalist Competition. Miró
más allá de las desigualdades entre capital y trabajadores y argumentó que
las persistentes desigualdades dentro de la clase obrera eran también
“escollos clave en el desarrollo de un movimiento obrero en los Estados
Unidos.”



Enfrentarse a esto significó darle la vuelta a la opinión popular sobre la
relación histórica entre la competición y la monopolización. En vez de la
trayectoria capitalista que socavaba la competición y la substituía por
monopolización, Botwinick argumentó que la actual fase del capitalismo
estaba caracterizada por una competición intensificada. Es esta competición
capitalista la que principalmente estructura y reproduce la fragmentación de
la clase obrera. Esto, junto con la presión de los trabajadores sin empleo
desesperados por trabajar, enmarca una economía política de los mercados
laborales capitalistas.



A medida que Botwinick llega a la conclusión de su detallado trabajo, entra
en el diálogo de un dilema de nuestra actualidad. “¿Cómo”, se pregunta,
“reconstruimos tanto a la izquierda como al movimiento obrero para que
puedan trabajar en tándem para reconstruir esos [sindicatos militantes] y
otras instituciones de clase que finalmente nos permitan reagruparnos para
superar definitivamente el capitalismo?”



Para muchos activistas, centrarse en la “economía política de los mercados
laborales” parecería un duro y técnico sendero. Pero, como apuntó Karl Marx
sobre la izquierda radical de su tiempo, este tipo de sensibilidades pueden
ser debilitantes. Un corolario indispensable de la acción revolucionaria,
como Marx escribió en su prefacio a la edición de 1872 del Capital, era el
estudio duro, señalando concretamente que “No hay un camino fácil a la
ciencia y sólo aquellos que no sucumben a la fatigosa escalada de su
empinado sendero tienen una posibilidad de coronar sus luminosas cumbres.”



Más allá del mercado dual



Los socialistas han afirmado durante largo tiempo que no había grandes
misterios en las desigualdades del mercado laboral. Es el desigual
desarrollo del capitalismo el que lleva a dos mercados laborales
diferenciados. El mercado primario está formado por trabajos relativamente
estables que requieren más educación y entrenamiento y ofrecen una mayor
remuneración y mejores condiciones laborales. Este tendería a estar asociado
a grandes empresas intensivas en capital con poder de monopolio y cierto
nivel de sindicación.



El mercado secundario – con su sobrerrepresentación femenina y de minorías
raciales – consiste en precarios trabajos a tiempo parcial realizados por
trabajadores relativamente poco cualificados que se enfrentan a condiciones
opresivas y a menudo tienen otro trabajo de las mismas características. Se
suele dar en empresas más pequeñas, intensivas en trabajo y muy competitivas
que están, en general, libres de sindicatos.



No parecería muy necesario entrar a analizar mucho más en detalle. Pero
Botwinick insiste que, sea cual sea la validez de esas narrativas, tienen
serias deficiencias. Las corporaciones normalmente nombradas “monopolios”,
como Amazon o Walmart, no necesariamente pagan mayores salarios. Y algunos
sectores con pequeñas empresas muy competitivas, como el de la construcción,
la estiba y, durante algún tiempo, la industria textil, tienen salarios por
encima de la media.



Esta aparente anomalía tampoco se explicaría por la ausencia de sindicatos.
Incluso los monopolios con sindicatos no parece que encajen en el esquema
antes descrito. Los salarios de los trabajadores de la industria del
automóvil, por ejemplo, no solamente se han estancado durante más de una
década; ahora sus convenios colectivos incluyen a sisters and brothers[1]
del sindicato a los que se les paga menos por el mismo trabajo realizado y
son excluidos de los planes de pensiones de prestación definida.



En contra de los planteamientos de la teoría del mercado dual, no hay un
muro que separe los peldaños superiores e inferiores del mercado laboral –
aquellos que se encuentran en los peldaños superiores hoy podrían
encontrarse en el mercado laboral secundario mañana. Las condiciones de la
clase se describen mejor como gradaciones de una precariedad general de la
clase obrera.



Lo que aquí se está tratando es algo mucho más complejo que un mercado
laboral dual, defiende Botwinick, y la clave se encuentra en una mayor
comprensión de dos características centrales del capitalismo: la competencia
generalizada y los grupos de trabajadores desempleados.



Destrucción creativa



En un rompedor artículo de 1977 en la Cambridge Journal of Economics, Jim
Clifton desafió la noción que se tenía del capitalismo temprano como
caracterizado por una intensa competición, con una “monopolización” que
solamente se habría dado posteriormente, a través de procesos de
concentración (la expansión de las unidades de capital en tamaño) y de
centralización (menos unidades de capital en cada sector). De hecho, Clifton
afirmó, la cosa se dio al revés. La competición inicial fue en gran medida
localizada y la competencia total entre empresas, sectores y regiones sólo
se materializó con el posterior desarrollo del capitalismo.



El problema no era la realidad de la concentración y centralización del
capital y la consiguiente creación de instituciones corporativas con gran
poder económico, social y político. Botwinick denominó a estas corporaciones
"capitales reguladores" por su influencia en las normas sectoriales de
productividad, precios y salarios. Pero, al igual que Clifton, vio que este
desarrollo intensificaba, en vez de erosionar, la competencia capitalista.



La competencia capitalista – la consecuencia de estructuras socioeconómicas
que mueven al capital a innovar, a buscar condiciones más favorables para la
acumulación e incrementar su parte del beneficio global – se basa en la
fluidez y movilidad del capital, no en el número de empresas en una
industria. A medida que las empresas crecen, también lo hacen sus
capacidades técnicas, administrativas y financieras para reestructurar sus
propias operaciones, entrar en otras industrias y expandirse geográficamente
– esto es, para competir. La globalización universaliza esta competición. La
financiarización, al estar relativamente desvinculada de raíces físicas, la
ha acelerado aún más.



En las últimas décadas, las empresas han ido y venido a un ritmo acelerado.
De las diez mayores empresas de los Estados Unidos que figuraban en Fortune
en 1995, sólo una permanecía en 2020. Nombres que lideraban su campo hace no
mucho tiempo – Blockbuster en el alquiler de vídeos, Compaq en la
fabricación de ordenadores – se han ido, y otros antiguos gigantes como
General Electric, General Motors y/e IBM han coqueteado con la quiebra.



A través de este proceso, los límites sectoriales se difuminaron. Las
mayores empresas de la industria del aluminio competían con las grandes
siderúrgicas para obtener componentes de automoción. La supremacía de Google
en los motores de búsqueda y la de Facebook en las redes sociales no les
impidió entablar una fuerte competencia por el dinero de la publicidad. IBM,
Amazon y Microsoft pueden ser considerados "monopolios" en sus propias áreas
principales, pero son duros competidores a la hora de establecer ventajas en
la computación en nube.



Marx comprendió el proceso agresivo, interminable y en cambio constante de
esta competencia: "la vieja lucha debe volver a empezar, y es tanto más
violenta cuanto más poderosos son los medios de producción ya inventados".
De las múltiples implicaciones socioeconómicas e ideológicas de esta
violencia, la que más preocupaba a Botwinick era su relación negativa con la
formación de la clase obrera.



Dependencias asimétricas



El capitalismo hace que los trabajadores compitan entre sí. Pero lo que
fragmenta especialmente a la clase obrera es la desigualdad del desarrollo
capitalista en los lugares de trabajo y entre las regiones.



También hay una serie de circunstancias empresariales: los niveles de
tecnología y de cualificación de los trabajadores; la intensidad de la mano
de obra de la producción y los costes de una posible interrupción de ésta;
los grupos de mano de obra disponibles; la proporción de trabajadores a
tiempo parcial frente a los de tiempo completo; las especificidades del
producto; la capacidad de resistencia de los trabajadores; y las decisiones
empresariales sobre si esa resistencia exige una mayor agresividad o grados
de acomodación.



Además, aunque los trabajadores comparten una experiencia común de
explotación, su dependencia del éxito de su lugar de trabajo inclina a un
buen número de ellos a identificarse con su empleador tanto o más que con
otros trabajadores – aunque al mismo tiempo desprecien a su jefe. A esto se
suman las ambigüedades sobre quién es el enemigo: el empresario que les
exprime para obtener más beneficios, o las incesantes presiones de los
nebulosos mercados que vinculan a trabajadores y empleadores en la exigencia
de competir o morir.



Esta cuestión es importante porque la competencia lleva a muchas empresas a
la desaparición. Esto, por supuesto, oculta una asimetría crucial. El hecho
de que los capitalistas más eficaces sobrevivan y se hagan con el capital de
los más débiles fortalece a los capitalistas como clase. Para los
trabajadores, la competencia fragmenta la clase y socava su arma más
importante, la solidaridad de clase, debilitando su potencial poder de
clase.



Incorporar a los trabajadores del sector público en la ecuación añade
divisiones internas en la clase obrera. Los trabajadores del sector privado
pueden sentir resentimiento de los del público porque, al estar fuera de las
presiones directas del mercado, suelen tener mayor seguridad y mejores
condiciones laborales. Al fin y al cabo, son los impuestos de los
trabajadores del sector privado, a menudo peor pagados, los que ayudan a
pagar los salarios y las prestaciones del sector público.



La clase obrera que surge a partir de todo esto no es una clase coherente,
sino fragmentada – una amalgama de trabajadores individualizados o divididos
en subgrupos que tratan de sobrevivir. Aunque esto incluye la resistencia y
contradicciones también para el capital, el desafío es cómo una clase tan
moldeada y deformada por el capitalismo puede llegar a rehacerse a sí misma.



La opción pública



Una dimensión especial del impacto de la competencia en la fragmentación de
la clase obrera y el desequilibrio de poder entre capital y trabajo es el
"ejército industrial de reserva" de Marx. Estas reservas de mano de obra se
reproducen sistemáticamente por medio de despidos tanto en los lugares de
trabajo que se pierden en la carrera competitiva como en aquellos cuyo éxito
está vinculado a las mejoras de productividad que sustituyen a los
trabajadores a través de la maquinaria, la tecnología, la organización del
trabajo y la aceleración de las operaciones.



Estos trabajadores, especialmente desesperados, reducen la presión sobre los
empresarios que tienen que pujar por los trabajadores de otros puestos de
trabajo y sirven de advertencia disciplinaria a todos los trabajadores de lo
que les espera si se salen de la línea. Botwinick amplía el alcance del
ejército de reserva más allá de los desempleados e incluye a los que siguen
trabajando, pero en las condiciones más opresivas. Así, incluso cuando, el
desempleo cae a mínimos históricos como en los Estados Unidos antes de la
pandemia, la presión disciplinaria sobre los trabajadores permanece.



La persistencia de este peldaño inferior del mercado laboral se basa en que
algunos trabajadores se encuentran en especial desventaja a la hora de
competir por los puestos de trabajo, y especialmente en sectores del capital
que encuentran su nicho competitivo en la "superexplotación" de este
segmento de la mano de obra. El desproporcionado número de norteamericanos
negros y latinos en estos puestos de trabajo ha llevado a exigir que se
corrija este desequilibrio racista. Detener el racismo es un imperativo
colectivo casi obvio en la izquierda, como fin en sí mismo y como algo
fundamental para construir la unidad de clase. Sin embargo, Botwinick
subraya que la cuestión principal es acabar con las condiciones reprobables
para todos; no aspirar a que se distribuyan "de manera justa" entre los
grupos raciales.



Los reclamos para aumentar el salario mínimo son claramente un paso hacia
delante. Pero dado el extremo desequilibrio de poder existente, deja abierta
la posibilidad de que los empresarios encuentren otras formas de rebajar las
subidas de salarios concedidas: reducción de otros beneficios, aceleración,
aún mayor, de procesos o simplemente ignorar la ley porque, a falta de
sindicalización, estos trabajadores tienen poco poder para hacerla respetar.
Es mucho mejor, argumenta Botwinick, ampliar la intención del salario mínimo
– dar a todo el mundo acceso a las necesidades básicas - a necesidades mucho
más amplias y a través de programas universales como la sanidad, el acceso a
vivienda adecuada, el acceso a la educación, el cuidado de los niños, las
pensiones y la seguridad comunitaria. Esto no sólo sería especialmente
beneficioso para los más desfavorecidos, sino que también sentaría las bases
estratégicas para construir el tipo de alianzas de clase que podrían
realmente ganar programas como estos.



En este espíritu de garantizar lo esencial de la vida incluso dentro del
capitalismo sigue otra exigencia: sustituir al capital como el "empleador de
última instancia" por empleo garantizado por parte del Estado en puestos de
trabajo que proporcionen productos o servicios socialmente útiles, que estén
sindicados y que cumplan con las normas sociales y laborales. Esta
propuesta, que se remonta al llamamiento de Martin Luther King en la Marcha
de 1963 en Washington por el trabajo y la libertad y, aún más atrás, a la
Employment Act de 1946, establecería un suelo en las condiciones de trabajo,
obligando efectivamente incluso a los empleadores más inescrupulosos a
igualar al menos estas condiciones para atraer a los trabajadores.



Perspectivas de clase



Uno de los muchos puntos fuertes de Persistent Inequalities es la visión
ponderada de Botwinick respecto al sector más organizado de la clase obrera:
los sindicatos. Botwinick valora plenamente su centralidad para el cambio en
términos progresistas, pero no se esconde a la hora de examinar sus límites
actuales.



Al abordar el impasse de la clase obrera, no es una respuesta convincente
señalar a las corporaciones agresivas, los gobiernos hostiles, la
reestructuración económica o la globalización. Todo esto fue un refuerzo,
más que una causa, de la debilidad del trabajo; después de todo, fueron los
límites preexistentes del movimiento sindical los que permitieron estos
desarrollos. Como señala Botwinick, una vez que el movimiento se enfrentó a
los ataques más duros, "la democracia participativa y la solidaridad de
clase eran recuerdos lejanos, y ya no sabían cómo movilizar eficazmente a
sus miembros".



La compleja realidad es que, aunque los sindicatos surgen de la clase
obrera, no son organizaciones de clase sino particularistas; representando a
grupos específicos de trabajadores que se encuentran en el mismo lugar de
trabajo. Durante las embriagadoras décadas de la posguerra, esto era un
problema mucho menor – ya que los trabajadores podían conseguir logros por
su cuenta que inspiraban otros logros en otros lugares. Pero esa época, en
gran parte debido a su éxito y a la reacción del capital, hace tiempo que
terminó.



No es que el capital haya escapado a sus contradicciones. Las mismas
tácticas que el capital utilizó para reducir los costes han dado lugar a una
mayor perturbación de las cadenas de suministro y las redes de distribución
por parte de los trabajadores, y los trabajadores de la sanidad y la
educación representan hoy el tipo de poder estratégico que tenían los
trabajadores industriales en la década de 1930. Pero estas son sólo
aperturas potenciales. Aprovecharlas exige un cambio radical – una
transformación en los sindicatos – hacia perspectivas de clase. Es decir, no
sólo buscar aliados entre otros trabajadores, sino abordar también otras
dimensiones de la vida de los trabajadores y comprometerse con el desarrollo
más profundo de los propios miembros de los sindicatos como condición para
construir la clase.



Consideremos el hecho de que la organización inspirada en el atractivo de
las cuotas o incluso la estrecha orientación a la autodefensa no ha
revertido los lánguidos índices de densidad sindical. En los años 30, los
United Mine Workers, reconociendo los peligros de estar aislados, enviaron a
cientos de organizadores a organizar a los trabajadores del acero. Es ese
espíritu de llevar a cabo una cruzada para construir la clase, empezando por
sus propios miembros, y de superar el chovinismo intersindical haciendo lo
impensable y cooperando entre sindicatos, lo que es tan esencial para
conseguir avances espectaculares.



En la negociación en el sector público, hoy se reconoce generalmente que,
para evitar el aislamiento, los sindicatos deben estar vinculados a un
interés comunitario más amplio (que, de hecho, no son "otras" sino
diferentes dimensiones de la vida de la clase obrera). Esto no puede
limitarse a campañas de publicidad; significa reconsiderar las prioridades y
estructuras de la negociación, la asignación de fondos sindicales, la
naturaleza de la formación del personal y de los cuadros, y convencer a los
miembros de que apoyen plenamente todas estas cosas – sin las cuales siempre
existe el riesgo de un contragolpe.



Y en el sector privado, la aceptación generalizada tanto de los derechos de
propiedad de las empresas como de la hipercompetitividad restringe
poderosamente las mejoras para los trabajadores. Ningún sindicato, ni
siquiera los sindicatos en su conjunto, pueden superar esta limitación sin
una lucha política basada en una clara orientación de clase.



Más allá de la competencia



Al abordar la democracia restringida en el capitalismo, la izquierda
generalmente plantea el poder del capital, pero rara vez aborda la
naturaleza autoritaria de los mercados impulsados por la competencia
capitalista – un contexto que Botwinick sitúa en el centro de su análisis.



Por ejemplo, a pesar de todas las contribuciones políticamente valiosas en
los programas de Jeremy Corbyn y Bernie Sanders, ignoraron en gran medida la
jaula de hierro de la competitividad. En su lugar, se centraron en que los
representantes de los trabajadores obtuvieran puestos en los consejos de
administración de las empresas y que los trabajadores participaran en la
distribución de las acciones. A esto, añadieron la necesidad de romper los
"monopolios" y los bancos de mayor tamaño – esto es, para aumentar la
competencia.



A parte de malinterpretar las capas de poder en estas instituciones que los
puestos minoritarios en los consejos de administración y las acciones de los
trabajadores no superarán, la subestimación de las presiones del capitalismo
para competir también minimiza las posibilidades de invertir radicalmente el
rumbo de las empresas. Se corre el riesgo de que los trabajadores se
integren en la visión del mundo de las empresas en lugar de desafiarlas. En
cuanto a la reestructuración antimonopolio, históricamente ha amplificado
las cargas e inseguridades de los trabajadores. Y el fraccionamiento de los
bancos parece una receta para intensificar la competencia que hace poco por
los trabajadores, mientras que probablemente aumentaría la inestabilidad
económica global.



Cualquier estrategia de la clase obrera debe comenzar con la comprensión de
que la "competitividad" no es un objetivo que los trabajadores compartan con
el capital, sino más bien una restricción del mundo real que los
trabajadores deben estirar y limitar como parte del avance hacia una
sociedad que la sustituya por una planificación democrática para un uso
social igualitario. Puesto que no podemos, por ahora, eliminar la
competencia, y puesto que intentar regular los mercados que conservan los
derechos de propiedad privada ha dado, en el mejor de los casos, resultados
dispares, una alternativa estratégica para limitar el impacto debilitante de
la competencia sería luchar por asegurar ciertos espacios dentro del
capitalismo en los que los criterios no lucrativos y no mercantiles puedan
tomar el control.



Consideremos la crisis medioambiental como ejemplo. Dado que para abordarla
es necesario transformar todo lo relacionado con la forma en que trabajamos,
viajamos y vivimos, se trata de un extenso terreno en el que podemos
argumentar de forma creíble y popular que los intereses privados, que
compiten por alcanzar sus propios y estrechos objetivos, no pueden estar por
encima del alcance de la emergencia. Abordar el medio ambiente tiene que ser
algo planificado, y la planificación requiere cierto control sobre lo que se
va a organizar. Esto exige secundar las instalaciones de fabricación de los
bienes materiales necesarios para la planificación medioambiental e implica
la creación de instituciones que impidan el cierre de instalaciones
potencialmente útiles pero no rentables desde el punto de vista privado y su
reconversión a un uso social.



Junto a estas ampliaciones de los espacios que se sitúan fuera del nexo
entre la competencia y el beneficio, también deberíamos profundizar en la
desmercantilización de los espacios públicos que ya existen ostensiblemente
al margen de la economía competitiva. La hegemonía de la economía privada
limita los fondos a este sector, lo empuja a ser administrado en términos
comerciales y mantiene a las corporaciones (y a los estados) constantemente
hambrientos de privatizaciones como nuevas fuentes de acumulación. ¿No
podríamos luchar para que estos servicios se convirtieran en modelos de
administración democrática que beneficien tanto a los trabajadores
implicados como a los que reciben los servicios, demostrando en el proceso
que hay alternativas a la propiedad privada y que éstas deberían ampliarse?



Estos intentos de ir más allá de la competitividad son inseparables de la
limitación del control disciplinario que los mercados financieros tienen
sobre la economía. Aunque todavía no estamos en condiciones de socializar
las finanzas, se han hecho llamamientos para que los bancos públicos no sólo
se ocupen del medio ambiente, sino que reconstruyan las infraestructuras
erosionadas. Pero para que esto también escape a la lógica dominante de la
competencia, estos bancos no pueden ser llevados a competir con el resto del
sistema financiero. Necesitarán un mandato social inequívoco y una fuente de
financiación independiente para cumplirlo. Una fuente obvia de tal
financiación sería una tasa sobre cada institución financiera; una
devolución parcial de las riquezas que el público ha otorgado a estas
instituciones.



Estas no son, en sí mismas, demandas revolucionarias. Más bien, pretenden
aprovechar la importancia estratégica del énfasis de Botwinick sobre la
centralidad de la competencia capitalista para limitar el avance de la clase
obrera. Pretenden vincular las necesidades inmediatas con el cambio del
contexto en el que tienen lugar las luchas de los trabajadores, y a través
de ese proceso, proponen insinuaciones de una alternativa socialista.



La vieja lucha, vuelta a empezar



En su epílogo, Botwinick vuelve a su principal preocupación: superar la
brecha material y cultural estructurada entre los trabajadores y construir
una clase obrera confiada, coherente y solidaria con la capacidad analítica
y estratégica para liderar la transformación de la sociedad. Sabe que los
sindicatos son inadecuados para esta tarea, aunque, en el mejor de los
casos, pueden adoptar una perspectiva de clase y educar a sus miembros sobre
el funcionamiento del capitalismo, abriendo quizás las puertas a algunos
debates sobre el socialismo.



Para ir más allá sería necesario un partido socialista, una organización
centrada específicamente en la tarea de generar esa clase. Botwinick
reconoce el estancamiento de la izquierda en este sentido; tal partido no
puede ser simplemente "anunciado". Sin embargo, la urgencia de la crisis
medioambiental le ha convencido de la necesidad inmediata de una
organización no especificada que pueda empezar a asumir los atributos de
dicho partido.



Hay dos razones para secundar la insistencia de Botwinick. En primer lugar,
a menos que los socialistas puedan penetrar en la clase obrera, con un pie
dentro y otro fuera de los sindicatos, es difícil imaginar un renacimiento
de los sindicatos como las instituciones enraizadas y orientadas a la clase
que anhelamos. En segundo lugar, en el paso de la protesta a la política de
las últimas décadas, y especialmente en el auge de Momentum y de los
Socialistas Democráticos de América, se ha producido un emocionante revival
de las ideas socialistas. Sin embargo, sin una organización de masas de la
clase, estos logros serán efímeros.



No podemos elaborar una estrategia sin un profundo entendimiento de contra
qué luchamos, y no podemos ganar sin la creación de una fuerza social y una
agencia que lidere la lucha. Persistent Inequalitites no intenta explicarlo
todo ni trazar el camino inequívoco hacia las "cumbres luminosas". Pero para
cualquiera que vea al capitalismo como el enemigo y crea que la clase obrera
tiene un papel indispensable en la "fatigosa escalada" para acabar con él y
construir algo nuevo, este impresionante libro lleno de matices ofrece
pistas y perspectivas cruciales.



* Sam Gindin, trabajó como investigador y economista de los sindicatos del
automóvil canadienses. Veterano colaborador de Panitch, es coautor con él de
The Making of Global Capitalism: The Political Economy of American Empire
(Verso).



Nota



[1] Fórmula que se utiliza entre militantes de sindicatos anglosajones,
parecida a “compañeros/as”.

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