Economía/ América Latina y el mandato exportador. [Francisco Cantamutto/Martín Schorr]

Ernesto Herrera germain5 en chasque.net
Mie Jul 28 16:52:25 UYT 2021


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Correspondencia de Prensa

28 de julio 2021

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Economía



América Latina y el mandato exportador



Economistas ortodoxos y neodesarrollistas tienen un punto de acuerdo:
América Latina debe exportar. Pero el fetiche de las exportaciones como
fuente de desarrollo se basa en la omisión de una serie de condiciones
asociadas al pago de las deudas, a la explotación de la fuerza de trabajo y
a conflictos sociales y ecológicos existentes en toda la región.



Francisco Cantamutto/Martín Schorr *

Nueva Sociedad, julio 2021

https://nuso.org/



El desarrollo de las fuerzas productivas orientadas por el impulso de la
demanda externa forma parte de América Latina y el Caribe desde su
integración a la economía mundial. En ese origen, las necesidades
metropolitanas se imponían sobre las locales a la hora de ordenar qué se
produce y cómo se lo hace, lo cual implicó una trayectoria de más de
trescientos que fue definiendo qué negocios privilegiar y generó estructuras
productivas, actores sociales e imaginarios, todos ellos factores que pesan
a la hora de pensar alternativas de desarrollo.



La modalidad primario-exportadora fue la privilegiada a la hora de
establecer la inserción de la región en el mundo decimonónico, bajo el peso
privilegiado no solo de los mercados externos sino de los capitales
extranjeros en las economías recientemente nacionales. Las incipientes
burguesías locales crecieron asociadas a este impulso. No es de extrañar
entonces que aparecieran tan mezcladas las ideas de independencia nacional y
la sociedad con los capitales extranjeros.



Esta fusión fue puesta en duda en todo el continente en las vísperas de los
centenarios de las revoluciones independentistas, y fermentó en un clima con
rasgos antiimperialistas más o menos generalizados. Este ánimo fue usado, a
su vez, por muchos gobiernos de la época para renovar sus esfuerzos de
nacionalización de la cultura, persecución de extranjeros «indeseables» y
represión de la protesta social. Este reverdecer nacionalista se combinó con
el estallido de la Primera Guerra Mundial, que fue un primer traspié para el
hasta entonces motor de la acumulación, que terminó de desbaratarse durante
el interregno abierto entre la crisis de la década de 1930 y la finalización
de la Segunda Guerra Mundial.



Ese período abrió la oportunidad al desarrollo de industrias locales ante la
interrupción del abastecimiento externo. Con dudas y reticencias de las
elites locales, fueron décadas en las que la acumulación debió reorientarse
ante la destrucción masiva de las economías centrales europeas y su
desplazamiento por Estados Unidos. Fueron los años de la llamada
industrialización por sustitución de impoertaciones, apoyada en la amplia
red de talleres desarrollada en las márgenes durante la etapa previa. Casi
todas las economías de la región atravesaron cierto impulso industrializador
en esas décadas.



Sin embargo, a partir del final de la guerra, con la presión por volver a
los negocios «como siempre» de las multinacionales, la continuidad del
proceso se restringió a las economías de mayor tamaño relativo, cuyos
Estados tuvieron un rol protagónico. Muchos de los proyectos iniciados en
esos años madurarían décadas más tarde, dando lugar a «anómalas»
producciones de alto valor agregado o composición tecnológica. Durante estas
décadas, los flujos de intercambio externo jugaron un rol menos
significativo que en el pasado, sin por ello dejar de tener importancia.



La deuda como organizadora de la producción



Esa desconexión relativa empezó a quebrarse en la década de 1970. Operó
entonces una reconfiguración de la acumulación a nivel mundial. El ascenso
neoconservador en Estados Unidos y Gran Bretaña pondría fin no solo a los
arreglos internos en torno a los Estados de Bienestar, sino a los acuerdos
monetario-financieros de Bretton Woods, que moldearon los intercambios
internacionales por tres décadas. El inicio de las reformas de apertura en
China se conjugó en este escenario, para facilitar la incipiente
reestructuración de la producción, en forma de cadenas globales de valor y
el despliegue de un vigoroso proceso de financiarización. En este momento
crítico de quiebre, se inició lo que luego se conocería como neoliberalismo.




Vale resaltar que en un gran número de países de la región —incluidas las
poderosas economías argentina y brasileña— la adaptación a estos cambios se
dio de la mano de sangrientas dictaduras. No sería preciso suponer que se
contaba con un modelo claro de antemano. Por supuesto, existían grupos de
presión en el campo de las ideas, donde la ortodoxia neoliberal había ganado
presencia con think tanks, becas, publicaciones y cuadros técnicos, todo en
estrecho vínculo con las empresas de mayor porte. Pero también existían al
interior de estas mismas dictaduras quienes daban relevancia a la industria
y a ciertos sectores estratégicos por un problema de soberanía militar. La
confluencia se encontraba en la orientación represiva, excluyente y
contraria a la organización de las mayorías sociales.



La llave del cambio vino por un canal financiero. La acumulación de dólares
excedentes en los sistemas financieros de los países centrales fue reciclada
en forma de préstamos casi compulsivos a los países latinoamericanos.
Pautados a tasas bajas, pero variables, renegociados anualmente, sin destino
específico, sirvieron para responder al impacto de la suba de precios del
petróleo como para financiar el terrorismo de Estado. En muy pocos casos los
préstamos se canalizaron a la inversión productiva. También fueron a
empresas estatales que no precisaban de esos fondos, pero luego deberían
pagarlos, lo que reducía su capacidad operativa. Esta abundancia de fondos
se vio abruptamente interrumpida a inicios de los años 80, tras la suba de
las tasas de referencia en Estados Unidos. Los fondos se retiraron de la
región de manera súbita, dirigiéndose a los países centrales. Así, como
castillo de naipes, casi todos los países de la región entraron en problemas
de pagos. Tanto la entrada masiva de capitales como su salida en estampida
fueron definidas por prioridades y arreglos en los países centrales. Pero la
crisis recayó sobre la periferia.



¿Por qué es importante remarcar esto? Porque la gestión de la crisis de la
deuda en la década de 1980 terminó de dar forma al giro en torno al
desarrollo de la región. A pesar de los intentos de organizar clubes de
deudores, la presión de los acreedores se impuso. Durante la llamada «década
perdida» la región prácticamente no creció, lidió con severos problemas de
inflación y una regresividad manifiesta, debió ajustar sus presupuestos,
enfrentó términos de intercambio desfavorables, pero al mismo tiempo
transfirió valor en forma de pagos. Aun así, su deuda creció. Poco importó
el origen de dudosa legalidad y legitimidad, las violaciones de derechos
humanos de los gobiernos que recibían los fondos ni la corresponsabilidad de
los acreedores.



La cesación de pagos generalizada ponía en crisis los balances contables en
las casas matrices, lo cual podía hacer tambalear las economías centrales.
Por eso, los Estados intervinieron de manera oficial, negociando durante una
década hasta dar forma, tras el hito del plan Baker, al plan Brady, que
permitió a inicios de la década de 1990 canjear la deuda en mora por nueva
deuda en regla, a cambio de la aplicación de una serie de «recomendaciones»
que ya se conocían como Consenso de Washington. Si durante la década de 1980
maduraron proyectos puestos en marcha por el Estado en décadas previas, y se
aceleró el proceso de reconversión productiva para obtener divisas, en la de
1990 esto se terminó de organizar con la quita de mecanismos de regulación
estatal, privatizaciones, «desregulación» de una multiplicidad de mercados
(incluido el laboral), firma de tratados de inversión y de libre comercio, y
apertura comercial. La mayor parte de estos cambios se sostuvieron en la
región hasta el presente.



¿Qué exportaciones?



La nueva orientación exportadora se forjó no para sostener los niveles
internos de consumo ni el desmanejo fiscal, sino para pagar deuda. Con
matices, la región se consolidó como exportadora de materias primas, sobre
todo de productos agropecuarios, piscícolas, forestales, metalíferos y
mineros así como su procesamiento básico. Para ello ha sido clave la falta
de estándares ambientales. Algunos pocos países lo combinaron con la
exportación de hidrocarburos, en ciertos casos, con muy bajo grado de
procesamiento (por ejemplo, México exporta crudo para luego comprar
gasolinas procesadas).



Esto es lo que se suele llamar «extractivismo», a saber la explotación a
gran escala de recursos naturales o comunes, con alto grado de
estandarización, intensivos en capital, para obtener productos de bajo valor
agregado normalmente destinados a la exportación. O «neoextractivismo»,
cuando se combina con captura parcial de la renta asociada por parte del
Estado, a través de impuestos o mediante su participación en la producción.
Esto no quita que, en algunos casos, en estas producciones se paguen
salarios relativamente altos. Pero se hace a costa de segmentar el mercado
de trabajo, estableciendo una creciente heterogeneidad entre sectores
económicos, que terminan por obstruir cualquier otra actividad productiva:
¿qué otras producciones son compatibles con esta especialización? A esto se
suma además del grado de precarización y menor remuneración de las
actividades conexas en la cadena de valor, mayormente subcontratadas en
condiciones más pauperizadas. Los salarios de estos sectores son
relativamente altos respecto de una media social precisamente desvalorizada
para garantizar cierto nivel de competitividad externa.



Es habitual que las comunidades ubicadas en torno a los grandes proyectos no
sean consultadas. Se trata de un derecho reconocido internacionalmente en el
caso de comunidades originarias. Incluso cuando tentadas por posibles
puestos de trabajo las comunidades saben que los empleos vienen de la mano
de la destrucción de fuentes alternativas (¿cuántas granjas ha arruinado la
explotación petrolera por fractura hidráulica, por ejemplo?) y la afectación
directa de la salud de las poblaciones vecinas a los emprendimientos
extractivos. Las economías regionales devastadas por el huracán neoliberal
hoy son presentadas así como zonas de sacrificio.



Muchas de estas críticas son descartadas, consideradas fatuas no solo por
partidarios de visiones ortodoxas de la economía, sino por quienes se
consideran neodesarrollistas. No se ha reparado lo suficiente en esta
llamativa coincidencia en la veneración a las ventajas comparativas —basadas
en la dotación dada de factores o recursos con que cuentan las naciones,
como «dones» naturales—. Lo que la ortodoxia abraza como mandato, el
neodesarrollismo parece aceptarlo como resignación. Aunque siempre se afirma
la necesidad de agregar valor y crear empleo sobre estas ventajas, no se
cuestiona la preeminencia de esta fuente de acceso a divisas por la vía
exportable.



En algunos países, la especialización primaria se combinó con la provisión
de fuerza de trabajo barata, a través del emplazamiento de industrias bajo
el modelo de maquilas. Se trata centralmente de la industria textil, la
electrónica y la del transporte, orientadas a la exportación a Estados
Unidos, como ocurre en Centroamérica y México. Este conjunto de economías se
especializa en el uso de fuerza de trabajo mal remunerada para la
especialización orientada a la exportación. A este fenómeno Ruy Mauro Marini
lo llamó superexplotación de la fuerza de trabajo. Menos teorizado se lo
puede entender como el caso de quienes tienen empleos que no les permiten
salir de la pobreza. Debe añadirse que en este caso que la desigualdad de
género es particularmente explotada como fuente de ganancias: mujeres peor
pagas y con peores condiciones laborales como motor de desarrollo.



Finalmente, el turismo es el único servicio en que la región obtiene
superávit en el comercio exterior. Esto habilita a múltiples proyectos de
inversión que aprovechan la belleza paisajística y la fuerza de trabajo
relativamente barata. Al igual que la maquila, se distinguen de la
explotación de recursos por ser más demandantes de trabajo,
predominantemente mujeres, y en muchos casos con niveles de calificación
relativamente bajos. Debe anotarse que, en materia de especializaciones en
la provisión de divisas, se pueden anotar dos variaciones más: el envío de
remesas por parte de migrantes que debieron irse de su país de origen por
falta de oportunidades, y remiten fondos a sus familiares, y las economías
que funcionan como guaridas fiscales, lo que les provee cierto excedente de
divisas. Aquí, claro, la ventaja está en la baja tributación y escaso
control de las operaciones financieras. Ninguno de estos casos parece poder
proponerse de forma explícita como proyecto de desarrollo, de modo que se
evita resaltarlos en la agenda económica.



Ahora bien, las tres primeras especializaciones señaladas (extractivismo,
maquila industrial y turismo internacional) estuvieron centradas en el
desmantelamiento de las estructuras productivas internas. No respondieron a
necesidades nacionales o a programas de desarrollo, sino a la crisis y la
necesidad de obtener recursos externos y fiscales para pagar deuda. Es
decir, no fueron puestas en marcha para sostener el consumo ni la inversión.
En algunos casos, las exportaciones tienen baja demanda de fuerza de trabajo
y en otras dependen de remunerar mal a la misma. No parecen ser promesas de
desarrollo atractivas.



Un fetiche de exportación



Las especializaciones productivas de exportación en la región no se
fundamentan en programas de desarrollo nacional, ni en el objetivo de
superar las barreras impuestas por la escala de mercado, ni en prioridades
internas de consumo o inversión, ni siquiera de recaudación. Tampoco se
sostienen sobre mecanismos de integración de segmentos clave de las cadenas
de valor, ni en la aplicación de conocimientos generados en la región. Se
justifican en la urgencia de obtener divisas, como mandato ante la aparente
escasez que limita el crecimiento. Sin embargo, la tracción importadora
asociada al crecimiento está basada en la propia apertura temprana de las
economías latinoamericanas, que desmanteló actividades que bien podrían
realizarse localmente.



Más aún, la región no muestra una situación de déficit sistemático en su
comercio exterior, ni tampoco los superavits y déficits están asociados a
fases de crecimiento o crisis. Mientras que el saldo agregado tiene cierta
variabilidad, la salida de divisas por el pago de intereses y de utilidades
es sistemático. El saldo negativo de estas rentas se multiplicó por siete en
las últimas cuatro décadas, permaneciendo en torno a 3% del PBI desde 1990.
Esta brecha debe cubrirse de alguna manera, y es allí donde las
exportaciones juegan el rol crucial, tanto para la ortodoxia como para parte
de la heterodoxia, que no cuestionan la dinámica de la deuda o el rol del
capital extranjero en general.



La inversión extranjera directa, muchas veces asociada a grandes proyectos
de desarrollo, se muestra en las últimas décadas como una suerte de pinza,
en la que cada vez se necesita más inversión para dejar un mismo aporte de
divisas, descontando lo que se va en materia de utilidades remitidas al
exterior. En la última década (2011-2020), esta inversión dejó un aporte
neto de divisas similar a la fase 1994-2003, pero con un nivel de inversión
dos veces y media mayor (lo que representa un menor aporte en el PBI total).
Es decir, el esfuerzo para atraer inversiones es cada vez mayor. No en vano,
la mayor parte de la región ha sostenido su adhesión a la institucionalidad
de los tratados de inversión (con las excepciones de Brasil, Bolivia,
Ecuador y Venezuela). América Latina y el Caribe es la región con más
demandada por inversores ante tribunales internacionales y 70% de
resoluciones fueron favorables a sus intereses. Acumula 21.807 millones de
dólares en arreglos desfavorables, lo que es equivalente a toda la inversión
extranjera neta de 2020.



El fetiche de las exportaciones como fuente de desarrollo se basa en la
omisión de esta clase de consideraciones. Por supuesto, para la ortodoxia
económica y los defensores de las grandes corporaciones, esto no constituye
un problema. Para una gran parte de la heterodoxia, que no ignora el
problema, se trata de un mandato de realpolitik. Incluso cuando no ocupan
cargos de gobierno. Esto es extraño, porque al mismo tiempo que reconoce la
necesidad de incrementar exportaciones para pagar estas salidas de divisas,
elude cualquier consideración respecto de la capacidad de lobby y el peso
estructural que adquieren los actores asociados. Su promoción no parece
compatible con posteriores controles o regulaciones, a menos que se tenga
una idea precaria de las dinámicas de poder o ilusiones respecto de la
capacidad de los Estados (en especial, los subnacionales) de eludir la
captura por parte de estos actores poderosos. ¿Por qué motivo los actores
económicos especializados en actividades tal como existen hoy cederían
recursos económicos y políticos para su propio debilitamiento?



Ante la insuficiencia de argumentos para responder estas dudas, no pocas
veces hemos visto la reacción conservadora, incluso agresiva, por parte de
ortodoxos y heterodoxos que demandan exportar más, ahora mismo, relegando la
distribución del ingreso a un «futuro promisorio» si se logra primero
consolidar un modelo de crecimiento traccionado por exportaciones. La
urgencia se basa en la imposibilidad de cambiar las relaciones externas o
discutir procesos de largo alcance. Y al hacerlo, suelen ridiculizar las
objeciones de ambientalistas, comunidades locales o incluso sindicatos. Está
claro, nadie a esta altura supone que una economía puede sobrevivir aislada
del intercambio con el mundo. La propuesta no es aislacionismo y
primitivismo, sino desarrollo basado en las necesidades locales, en
garantizar niveles de vida decentes para toda la población. Y en esto, la
orientación exportadora de las últimas décadas, bajo gobiernos de diferentes
ideologías, tiene un número elevado de cuentas pendientes.



* Francisco Cantamutto es doctor en Investigación en Ciencias Sociales con
mención en Sociología por la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales
(FLACSO). Es Licenciado en Economía e integrante de la Sociedad de Economía
Crítica (SEC) de Argentina y Uruguay. Martín Schorr, es doctor en Ciencias
Sociales por la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales, licenciado en
Sociología por la Universidad de Buenos Aires y magíster en Sociología
Económica por la Universidad Nacional de San Martín.

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