Brasil/ La estrategia viral del gobierno. Cómo Bolsonaro usa la pandemia a su favor. [Richard Seymour]

Ernesto Herrera germain5 en chasque.net
Vie Jun 11 12:34:14 UYT 2021


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Correspondencia de Prensa

11 de junio 2021

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Brasil



La mortandad por covid-19 como estrategia de gobierno

Cómo Bolsonaro usa la pandemia a su favor



Richard Seymour

Brecha, 11-6-2021

https://brecha.com.uy/



El contagio deliberado de la población es una estrategia política. Más de
480 mil personas han muerto por covid-19 en Brasil. Son el 13 por ciento de
las muertes a nivel mundial, en un país que representa el 3 por ciento de la
población del mundo. Menos del 10 por ciento de su población está vacunada,
a pesar de que a Brasil se le ofreció una vacuna de forma temprana. El
sistema de salud se ha derrumbado, hay escasez de oxígeno y de camas de CTI,
y pacientes que mueren en los pasillos. Por falta de anestesia, algunos
pacientes deben ser atados para poder intubarlos (Reuters, 15-IV-21).



Esto no ocurre porque Bolsonaro priorice la salud de la economía capitalista
sobre la salud de la población. Es cierto que el presidente brasileño
defiende una cierta necropolítica de pose recia y a lo macho. Cierto es
también que justifica sus medidas en un supuesto «capitalismo de los
pobres», bajo cuya óptica el distanciamiento social y el tapabocas
obligatorio son una tiranía que aplasta la capacidad de los menos
privilegiados de generar ingresos. Sin embargo, es evidente que si bien una
mortandad masiva podría beneficiar a algunas industrias puntuales, no es muy
conveniente para el crecimiento capitalista en general. Si Brasil ha evitado
una contracción económica peor aun que la que finalmente sufrió en 2020 (4,1
por ciento del PBI), se debe más que nada a las medidas de auxilio económico
impulsadas en primera instancia por la izquierda parlamentaria y presentadas
luego por Bolsonaro como regalo presidencial al pueblo.



En Brasil, lo que hay es una apuesta política y cultural al virus. Un
estudio reciente (1) de la Universidad de San Pablo y el think tank Conectas
halló que el gobierno tiene «una estrategia institucional para la
propagación del coronavirus». Tras analizar ordenanzas, leyes, disposiciones
y decretos, los investigadores encontraron que el Estado se aboca a
diseminar el virus justificándose con la idea de alcanzar una «inmunidad de
rebaño» que permitiría una rápida reanudación del crecimiento económico.



Pero ese valor que se da al crecimiento económico es una racionalización, no
es el objetivo. El contagio masivo –y el disfrute perverso que el gobierno
parece encontrar en él– está siendo usado como herramienta de movilización.
Mientras más gente muere –y mientras el gobierno o bien le resta importancia
a la muerte o bien la celebra–, más se polariza el país en torno a un eje de
guerra cultural, una guerra que, piensa Bolsonaro, lo beneficia. Las
exhortaciones del presidente a los brasileños para que «dejen de lloriquear»
y «dejen de ser un país de maricas» (Reuters, 10-XI-20) no son arrebatos de
locura o excentricidades irrelevantes para la política de Estado, sino parte
de una máquina de guerra cultural perpetua, y es en consonancia con ella que
se toman las medidas gubernamentales.



Si no fuera así, sería difícil explicar algunas de las decisiones del
gobierno sobre las que viene echando luz la Comisión de Investigación del
Congreso (CPI da Covid, en portugués), dirigida por el senador Renan
Calheiros. Uno podría atribuir la decisión de ser la sede de la Copa América
a un cierto nihilismo capitalista. De igual manera podrían entenderse los
ataques de Bolsonaro a los gobernadores estatales que implementaron medidas
de distanciamiento social. Pero ninguna estrategia de crecimiento en el
mundo requería que el gobierno federal rechazara prácticamente todas las
ofertas de vacunas que tenía por delante, ya fuera de la Organización
Mundial de la Salud, de Pfizer o de Sinovac (Folha de São Paulo, 7-VI-21)
–recientemente rechazó también la Sputnik V–, y que hiciera la plancha hasta
que el gobierno regional de San Pablo empezó a producir vacunas localmente.



Tampoco representaba una ventaja a nivel de crecimiento económico dejar que
millones de test rápidos expiraran antes de ser usados (O Estado de São
Paulo, 22-XI-20). Ni se ganaba nada en términos macroeconómicos insistiendo
con que la ivermectina o la hidroxicloroquina podían curar el covid-19 y,
menos aún, importando millones de tabletas de hidroxicloroquina –cortesía de
Donald Trump– mientras se descuidaba la vacuna. Ningún cálculo de
crecimiento del PBI necesitaba que Bolsonaro dijera que las vacunas podían
causar mutaciones peligrosas, como cuando dijo: «Si te convertís en yacaré,
es problema tuyo» (Folha de São Paulo, 18-XII-20). Lo cierto es que la
desinformación deliberada en materia de salud –como la denunciada hasta el
cansancio por científicos y médicos brasileños (Nature, 27-IV-21)– no es una
estrategia posible para lograr el crecimiento económico.



Controlar la narrativa, acosar y humillar



Algunos de estos desastres sanitarios se pueden atribuir a una mezcla de
incompetencia (en esto el exministro de salud Eduardo Pazuello parece
particularmente culpable), fijaciones geopolíticas (la negativa a recibir
una vacuna de China) y la absoluta ignorancia de los gobernantes. Sin
embargo, en Brasil, como en otros lugares, desde que comenzó la pandemia los
guerreros de la polarización han estado ensayando líneas de antagonismo y
distinciones del tipo amigo/enemigo. En esto han seguido el ejemplo de
Trump, la derecha estadounidense y la red de think tanks y lobbies
«libertarios» de derecha, financiados principalmente por los hermanos Koch y
que impulsaron la Declaración de Great Barrington y las protestas armadas
contra los lockdowns.



Los soldados brasileños de la guerra cultural miran hacia el norte no solo
en lo que respecta a promover curas falsas, mitos anticuarentena, sinofobia
y anticomunismo alucinatorio: ténganse en cuenta los métodos de intimidación
pública que la derecha anticuarentenas ya venía usando contra los
funcionarios de la salud y los políticos locales en Estados Unidos, tácticas
que se han filtrado directamente a Brasil. Los científicos que se oponen a
promover la hidroxicloroquina como cura para el covid-19 han sido amenazados
de muerte. También lo fue el alcalde de Araraquara en San Pablo tras imponer
una cuarentena general de diez días a principios de este año. Lo mismo le
sucedió al alcalde de Palmas en Tocantins. Una posible candidata al
Ministerio de Salud fue atacada y acosada cuando se supo que estaba a favor
de las medidas de distanciamiento social para contener el covid. La
intimidación no es un subproducto incidental de la retórica del gobierno,
sino que es el fruto de un odio social cultivado de manera estratégica.
Sigue el mismo patrón de persecución y acoso gubernamental contra los
departamentos universitarios, la industria de la cultura y los científicos
que estudian el clima.



Este tipo de campañas funcionan. Bolsonaro ganó las elecciones canalizando
el odio social en una guerra cultural en las redes sociales. Y el objetivo
de esa guerra cultural no fue simplemente difundir desinformación (y
provocar, al mismo tiempo, críticas y oposición progresistas y de izquierda
siempre en torno a temas decididos por la derecha). Más bien, como ha
explicado con picardía Olavo de Carvalho, el gurú intelectual de los
Bolsonaro, el objetivo también fue humillar, silenciar y privar a las
personas de sus medios de subsistencia. Si controlás la narrativa y los
temas de discusión y mantenés movilizada a la extrema derecha y aterrorizada
a la oposición, estás haciendo bien tu trabajo. Es que quienes ganaron
gracias a una guerra cultural seguirán llevando adelante esa guerra
cultural, porque eso es lo que saben hacer. Estarán permanentemente en modo
campaña, experimentando con nuevas tácticas, nuevas variaciones del mismo
repertorio, para así mantener su base (generalmente minoritaria) excitada y
movilizada.



Este ha sido, hasta ahora, el modus operandi de Bolsonaro. Aunque haya
decepcionado un poco a sus partidarios neoliberales por no haber logrado aún
todas las reformas económicas que se propone, el presidente se ha mantenido
fiel a un conjunto de significantes emocionalmente poderosos, que movilizan
fuertes apegos y odios. Ha proclamado hasta el cansancio su fascinación por
las armas largas, su veneración por la crueldad policial, el odio a lo que
sus seguidores llaman marxismo cultural, psicosis ambientales, ideología de
género, infiltración izquierdista de la cultura, la aversión a los
indígenas, las universidades, las ciencias y, últimamente, también al
Supremo Tribunal Federal. Varios de sus aliados políticos en el Congreso son
avezados matones de las guerras culturales, por ejemplo, Daniel Silveira, un
expolicía militar convertido en congresista y estrella de Youtube, cuyas
prácticas de acoso e incitación a la violencia lo llevaron a la cárcel a
comienzos de este año. Bolsonaro se ha encargado de llenar su gabinete de
militares fanfarrones y evangélicos fanáticos al tiempo que la emprende
contra las ciencias y la academia en general.



Ante la crisis, insistir



Quienes alcanzaron la victoria gracias a una guerra cultural serán
persistentes en su dedicación a esas prácticas. Desafiarán incluso los bajos
índices de aprobación, las iniciativas parlamentarias en su contra, la
antipatía de los medios y la oposición popular. Después de todo, fue con la
guerra cultural como ganaron. Han entendido la necesidad de polarizar a la
población en torno a cuestiones que son transversales a las clases sociales
y que permiten formar coaliciones mediante la misma lógica de agregación que
prevalece en las redes sociales. Han entendido que, especialmente frente a
la descomposición de los sistemas parlamentarios, les basta con el apoyo de
una minoría para tener éxito. El aventurerismo descarado es parte del arte
de gobernar en la lógica de la guerra cultural.



Bolsonaro, aunque enfrenta ahora protestas masivas (véase «En la calle para
sobrevivir», Brecha, 4-VI-21) y está herido en uno de sus flancos por la
investigación en el Congreso, ya ha superado dificultades similares. Intenta
hacer lo mismo ahora, cuando enfrenta un fuerte desafío de Lula da Silva de
cara a las elecciones del año que viene. Véase cómo él y los suyos manejan
la investigación del Congreso: le quitan importancia siempre que se pueda e
intentan ahogarla vaciándola de participación, cuando no envían al hijo de
Bolsonaro a gritar e insultar a los congresistas, causando la máxima
disrupción posible y provocando que se suspendan sesiones (O Globo,
12-V-21). Véase cómo en sus frecuentes actos de masas, carentes de
precauciones sanitarias, el propio presidente, sus seguidores y sus aliados
ignoran o violan la ley de manera performativa y repetida. Esperan superar
esta crisis, dejar que una minoría enojada y movilizada los mantenga en el
poder y, con fuerza renovada, profundizar la guerra cultural contra la
izquierda y lo que quede de las instituciones democráticas.



En Brasil, la oposición acusa a Bolsonaro de genocidio. Los carteles en las
protestas suelen llevar la expresión «Bolsonaro genocida». La acusación
tiene algo de justicia porque, incluso si las muertes son una especie de
daño colateral de la guerra cultural, la evidencia es que son intencionales.
Se espera que los propios cadáveres brinden un beneficio político, como
sucedió en partes de Estados Unidos: recuérdese que el voto a Trump aumentó
fuertemente de una elección a otra en aquellos condados donde se registró el
mayor número de muertes por covid-19. Elegí a Brasil como un ejemplo extremo
de lo que estamos viviendo, pero esta estrategia de guerra cultural se está
desarrollando en todo el mundo. (La versión original de este texto, en
inglés, fue publicada en Patreon.com, bajo el título «Strategic virality».
Traducción de Brecha.)



Nota



1) . Incluido en Direitos na Pandemia. Boletim N.º 10. Disponible en
portugués en Conectas.org

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