Nicaragua/ El precio de la perpetuación de Daniel Ortega. [Salvador Martí i Puig/Mateo Jarquín]

Ernesto Herrera germain5 en chasque.net
Mie Jun 16 20:28:48 UYT 2021


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Correspondencia de Prensa

16 de junio 2021

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Nicaragua



El precio de la perpetuación de Daniel Ortega



Las protestas en Nicaragua han erosionado la alianza entre el gobierno, el
gran empresariado y las iglesias. Entretanto, la represión alentada por
Daniel Ortega y Rosario Murillo aumenta y las elecciones de noviembre de
2021 están lejos de ser competitivas. Las fuerzas contrarias al régimen se
encuentran disgregadas y las detenciones de potenciales candidatos se han
vuelto cotidianas.



Salvador Martí i PuigMateo Jarquín

Nueva Sociedad, junio 2021

https://nuso.org/



Tomás Borge fue un guerrillero fundador del Frente Sandinista de Liberación
Nacional (FSLN) y miembro de su dirección nacional durante el gobierno que
siguió a la Revolución Nicaragüense (1979-1990). Antes de su muerte en 2012,
y tras el retorno del FSLN al poder por la vía electoral seis años antes,
dijo sobre la política del país centroamericano: «Todo puede pasar aquí,
menos que el Frente Sandinista pierda el poder (…) Me es inconcebible la
posibilidad del retorno de la derecha en este país. Yo le decía a Daniel
Ortega: 'hombre, podemos pagar cualquier precio, digan lo que digan, lo
único que no podemos es perder el poder'. Digan lo que digan, hagamos lo que
tenemos que hacer, el precio más elevado sería perder el poder. Habrá Frente
Sandinista hoy, mañana y siempre».



La entrevista ayuda a entender dos cosas. Primero, la naturaleza del régimen
de Ortega desde 2007, que se ha empeñado en cooptar (y cuando fuese
necesario, desmantelar) las instituciones democráticas del país, y que
también se ha dispuesto a vaciar el contenido ideológico del FSLN,
abandonando la promesa de redistribución de la riqueza y de progresismo
social con el fin de tomar y preservar el poder. En otras palabras, Ortega
ha preferido convertir al FSLN en una fuerza de derecha antes que permitir
el retorno de «la derecha». Durante más de una década, esta mentalidad ha
permitido que la familia Ortega -él es presidente y su esposa Rosario
Murillo, la vicepresidenta- construyera un fuerte consenso autoritario en
Nicaragua, con el apoyo tácito de los antiguos enemigos
«contrarrevolucionarios» de los años 80.



Pero en 2018 una explosión de indignación popular –así como la sangrienta
represión posterior– pulverizó el consenso autoritario y desequilibró al
régimen. En segundo lugar, las palabras del comandante Borge ayudan a
explicar por qué, a pesar del enorme deterioro socioeconómico y aislamiento
internacional que acompañó el estallido de 2018, es probable que Ortega y
Murillo se perpetúen en el poder este año. Bajo su mandato, el gobierno de
Nicaragua ha desarrollado una especial voluntad y capacidad represiva, en
proporciones que no hemos visto en América Latina desde la caída de las
dictaduras anticomunistas de los años 60 y 70.



Desde la crisis de 2018, muchas cosas han cambiado en Nicaragua, pero otras
permanecen igual. De cara a las elecciones programadas para noviembre de
2021, la previsible victoria de Ortega será fruto de unas «elecciones
autoritarias» en las que el régimen controlará las reglas del juego.
Buscando evitar el más mínimo riesgo, o quizás con el propósito de desafiar
a la comunidad internacional, el orteguismo ya ha inhibido, enjuiciado y
encarcelado a los principales aspirantes opositores a la Presidencia. Ante
la problemática nacional y su probable prolongación, ¿por qué no ha podido
la oposición nicaragüense crear una alternativa y contrapeso al FSLN, ahora
hegemonizado completamente por la familia Ortega-Murillo? Esta última
cuestión es la que se debate en este artículo, en el que primero se
contextualizará la naturaleza del régimen y su «reconsolidación» después de
la crisis política de 2018; posteriormente se señalará la naturaleza de la
oposición, con los pasivos y errores que arrastra y, finalmente, se expondrá
cuál es el escenario que se prevé para el día después de las elecciones de
noviembre de 2021.



El orteguismo (2007-2018): del consenso a la crisis



Desde 2007 hasta 2018, Daniel Ortega articuló un régimen que –a pesar de su
retórica revolucionaria– combinaba una alianza informal con las elites
económicas –el Consejo Superior de la Empresa Privada (COSEP)– y las elites
religiosas –iglesias católica y evangélicas–, a la par que impulsó políticas
sociales focalizadas para paliar la situación de pobreza extrema –sin
combatirla sustancialmente– en la que está sumida la mayor parte de la
población del país, sobre todo en el ámbito rural. Apoyado en esta triple
alianza y con el control absoluto sobre el FSLN, Ortega rápidamente cooptó
las instituciones del país, incluyendo todos los poderes del Estado y
también las fuerzas de seguridad, especialmente la Policía Nacional.



El trueque autoritario del orteguismo –promesa de estabilidad a cambio de
control político– se extendió también al ámbito internacional. Frente a sus
antiguos oponentes en Washington, Ortega se vendió como un estable y
efectivo socio –en especial en comparación con sus caóticos vecinos en el
llamado Triángulo Norte– en la lucha contra el narcotráfico y la migración
en dirección al Norte.



Respecto de la alianza con la gran empresa, cabe destacar que el gobierno no
cambió el modelo productivo heredado de tres lustros de desarrollo
neoliberal, ni en el agro ni en los servicios. Cuando Ortega fue elegido
presidente en 2006, el gran capital del país temía una restructuración al
estilo Chávez. Por el contrario, gracias a la inserción del país en la
Alianza Bolivariana para los Pueblos de Nuestra América (Alba) en 2007, los
grupos económicos más poderosos pudieron usufructuar créditos blandos y
expandir sus mercados durante más de una década. En cuanto a la entente con
las iglesias, se destacó el discurso que Ortega repitió desde la campaña de
2006, que calificaba a Nicaragua como «cristiana, socialista y solidaria».
Pero esta posición no fue solo discursiva, sino que el mismo régimen ayudó a
impulsar una de las legislaciones sobre el aborto más retrógradas del
continente (criminaliza incluso el aborto terapéutico, derecho protegido no
solo por la Revolución Sandinista, sino también por la anterior dictadura de
los Somoza).



En lo que atañe al apoyo de los sectores populares, cosa difícil de medir en
un contexto autoritario, el gobierno creó una amplia red clientelar a través
de programas de transferencias (generalmente en especies) gestionados desde
el aparato partidario del FSLN, que se solapó con la administración del
Estado. Este aparato, en un inicio, se organizó en todo el territorio a
través de los Consejos de Poder Ciudadano (CPC), que tenían un claro
componente político-partidario y posteriormente se transformaron en los
Gabinetes de Familia (GF) y adquirieron un perfil más institucional. Con
todo, tanto los CPC como los GF han sido órganos que suponían, además del
último eslabón en la implementación de políticas de asistencia social, un
mecanismo de control partidario de naturaleza clientelar y movilizadora a lo
largo de todo el territorio nicaragüense.



El régimen gozó de una notable estabilidad durante más de una década. Con el
tiempo, las arbitrariedades (incluido un fallo judicial para permitir la
reelección inconstitucional de Ortega en 2011) fueron creciendo. Pero a
pesar de ello, las alianzas del FSLN con partidos de oposición –en especial,
el Partido Liberal Constitucionalista del ex-presidente Arnoldo Alemán–, la
empresa privada y las instituciones eclesiásticas se fueron cristalizando. Y
aunque las sucesivos gobiernos estadounidenses recortaron las ayudas,
mostraron poco interés en agitar las aguas en Nicaragua. Por su combinación
de prudencia macroeconómica y programas paliativos, Ortega se convirtió en
consentido del Fondo Monetario Internacional y del Banco Mundial, cuyos
funcionarios no se preguntaron si el crecimiento económico conllevaba además
el acoso a los disidentes, el desmantelamiento de las instituciones o la
articulación de un proyecto dinástico.



La sociedad nicaragüense, sin embargo, pasó la factura en 2018, cuando miles
de jóvenes salieron a las calles a protestar.



Al inicio, las movilizaciones se centraron en la denuncia del malestar que
provocaban las reformas del sistema de pensiones y la mala gestión
gubernamental ante los incendios en la reserva de biosfera de Indio Maíz,
pero rápidamente se sumaron diversos colectivos que impugnaron al régimen en
su totalidad, por su carácter arbitrario, represivo y corrupto. Con ello,
las elites que habían pactado con Ortega ignorar la gobernanza democrática a
cambio de estabilidad vieron cómo el sueño de la paz social tocaba a su fin.
Al final, la estabilidad que se compró fue muy volátil y se pagó muy cara,
con la erosión de las instituciones y las normas necesarias para garantizar
la paz a largo plazo.



La crisis de 2018 puso a prueba la estabilidad del régimen y sacudió la base
histórica del Frente Sandinista. En lugar de gestionarla mediante
concesiones o un auténtico proceso de diálogo con los nuevos grupos, el
gobierno la empeoró, optando por la estrategia de represión. La «operación
limpieza» –término prestado de la época de los Somoza– funcionó, en el
sentido de que se eliminaron los tranques y barricadas. Pero además del
terrible costo humano –más de 300 muertos, según el conteo de la Comisión
Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), centenares de presos políticos y
miles de exiliados, la mayoría a Costa Rica–, la recuperación del control
territorial implicó un costo político para el régimen. Fue este el contexto
en el que se rompió la coalición informal entre el gobierno, las elites
económicas y las iglesias, que se posicionaron en contra de la reacción
violenta, que ya no podía seguir presentándose como garante de la
estabilidad y de la paz.



Sin embargo, la crisis no supuso la caída del FSLN. Muchos esperaban que
Ortega se fuera, tal como ocurrió con 15 presidentes en nueve países de la
región entre 1992 y 2016. Pero si bien en la crisis de 2018 existieron
algunos factores presentes en otros episodios de caídas presidenciales –la
recesión económica, escándalos de corrupción, manifestaciones masivas,
etc.–, el alto grado de control de la institucionalidad por parte de las
fuerzas gobernantes contuvo el colapso del sistema. En este caso, el control
se materializó en el uso (y abuso) de la fuerza por parte de la Policía
Nacional –además de grupos parapoliciales– para eliminar las protestas de
forma violenta. Otro elemento central en la crisis fue el papel del
Ejército, que si bien se negó a participar directamente en la represión,
cedió el espacio a esos grupos.



Otro elemento explicativo de las caídas presidenciales es la actitud del
Ejecutivo ante las protestas. En este caso, el presidente, el FSLN y sus
organizaciones afines nunca cedieron. Así, los medios oficialistas acusaron
de vándalos y terroristas a quienes habían salido a las calles y anunciaron
que la crisis sería el comienzo de la «tercera fase» de la revolución
popular sandinista, a partir de la participación de las bases leales, la
depuración de los arribistas y la cancelación de las alianzas tácticas con
las jerarquías eclesiásticas y empresariales. Con el argumento de que las
protestas eran parte de un «golpe de Estado encubierto» de la derecha y
Estados Unidos, el gobierno ignoró el clamor opositor por elecciones
anticipadas.



Con el tiempo, el gobierno logró repeler esta y otras demandas de apertura
democrática. Mientras el orteguismo reagrupaba a su base, la coalición
opositora de 2018 se desarticulaba. La crisis sanitaria del covid-19 reforzó
ambas tendencias, pues el gobierno aprovechó para implementar nuevas leyes
represivas, y el antiorteguismo desaprovechó una oportunidad para
configurarse como alternativa responsable –y cohesionada– a las políticas
negacionistas y erráticas de las autoridades. Ese es el contexto para el
actual proceso preelectoral que se está dando de cara al voto programado
para el 7 de noviembre.



¿Quién se opone al FSLN?



Queda claro que el régimen de Ortega resistió el embate opositor gracias a
su control de las instituciones y al uso de la fuerza. Pero su permanencia
también se debió en parte a la naturaleza de la oposición y a las decisiones
que tomó su fragmentada dirigencia. Los antiorteguistas no han podido (por
la feroz represión) ni sabido (por su propias limitaciones) crear un
contrapeso a la dictadura.



Primero, porque la oposición que surgió a raíz de la crisis de 2018 fue una
coalición negativa amplia pero poco cohesionada. Las manifestaciones,
autoconvocadas al margen de liderazgos u organizaciones existentes, dieron
cuenta de una gran pluralidad de sensibilidades ideológicas e intereses
sectoriales. Aunque los universitarios de Managua detonaron la explosión
social, en pocos días se sumaron jóvenes de todos los estratos, sociedad
civil, movimientos sociales y organizaciones campesinas. La Iglesia católica
y los empresarios del sector privado también apoyaron el reclamo de apertura
democrática, que juntó a un sandinismo disidente, que veía a Ortega como
traidor a la causa, con un antisandinismo que siempre concibió la Revolución
de 1979 como una tragedia nacional.



El desdén y el descrédito compartido por el régimen permitió que se
suprimieran diferencias ideológicas y conflictos de interés, pero con el
tiempo, las exigencias de la crisis social –sumada a la crisis sanitaria por
la pandemia– atentaron contra la cohesión de esa coalición informal,
multiclasista y plurisectorial. En cualquier caso, una cosa es la protesta
en la calle y otra muy diferente la competencia en la arena electoral. Las
dos principales organizaciones surgidas a raíz del estallido –Alianza Cívica
(AC) y Unidad Nacional Azul y Blanco (UNAB)– no lograron convertir la
energía callejera en moneda para negociar reformas claves, ni pudieron
convertirse en vehículo electoral o fuerza política.



Este fracaso también se explica en gran medida por la propia naturaleza de
la oposición, cuya capacidad para convertirse en alternativa de gobierno
siempre ha sido condicionada por los mismos procesos de desdemocratización
que aferraron a Ortega al poder. El debilitamiento del sistema de partidos
políticos creado a partir de la transición de los años 90 sigue jugando un
papel central. Al ser absolutamente controlado por la familia gobernante, el
Consejo Supremo Electoral le permite al orteguismo elegir quién puede
participar en la competencia electoral y quién no. Esto, a su vez, le da
poder de veto sobre los procesos de unidad en la oposición, pues el gobierno
amenaza con cancelarle la personería jurídica a cualquier partido político
que decide tensionar las reglas del juego.



También el peso desproporcionado de la empresa privada en el entorno
opositor es un factor importante de su inoperancia. Antes de 2018, eran los
grandes empresarios los principales interlocutores con el FSLN y el resto de
organizaciones políticas y de la sociedad civil. Posteriormente, a pesar de
que este «modelo de diálogo y consenso» quedó caduco, la lógica no ha
cambiado: la empresa continúa teniendo una relación privilegiada, siendo
para todos los efectos la única fuerza que ha sido invitada a mesas de
diálogo con el gobierno desde la crisis. En los últimos tres años, las
fuerzas opositoras más cercanas a la sociedad civil y a los movimientos
sociales han acusado al sector privado de estar más interesado en mantener
esa posición preeminente que en formar parte de un único y robusto bloque
opositor en favor de la democracia. Lo expuesto también da cuenta de la
paradoja de que los grandes empresarios y los partidos políticos legales que
exigieran un cambio de régimen en 2018 estuviesen dispuestos a aceptar
condiciones electorales vergonzantes a inicios de 2021.



Tampoco ha ayudado la falta de una oferta política lúcida por parte del
universo antiorteguista. Yuxtaponiéndose con el autoritarismo de Ortega,
casi todos los grupos de la fragmentada oposición enarbolan la promesa de un
«retorno» a la democracia liberal, un reclamo con poco calado en un país que
nunca ha tenido un sistema democrático duradero ni una cultura política
cívica, y donde casi ninguno de los derechos que aparecen en la Constitución
son efectivos.



A pesar de ello, la oposición recurre con cierta nostalgia al intento de
construcción de un sistema democrático-liberal que se dio en 1990 después de
las elecciones que finiquitaron la Revolución Popular Sandinista. Cristiana
Chamorro, quien se había perfilado como la candidata con mayores capacidades
para unificar a la oposición –hasta que el gobierno le dictara prisión
preventiva por supuesto «lavado de dinero» en la ONG que dirige– ha hecho
uso efectivo de la memoria de su madre, Violeta Barrios de Chamorro,
vencedora de Ortega en aquella ocasión. El valor de este recurso es
evidente: en 1990, la democracia electoral sirvió como herramienta para
poner fin a una espantosa guerra civil apoyada desde el exterior. Pero es un
arma de doble filo. Con la democracia representativa y expandidas libertades
individuales se impulsaron duras políticas de austeridad y ajuste que
borraron varios derechos económicos y sociales defendidos durante la década
revolucionaria. Tampoco se atendieron los traumas rezagados del conflicto
armado.



Los resultados socioeconómicos de las tres administraciones
posrevolucionarias (1990-2006) supusieron un crecimiento con desigualdad y
estratificación, a la vez que introdujeron un imaginario de ostentación
privada y consumismo opuesto al relato igualitarista y estatista de la
década sandinista. Al obviar las condiciones socioeconómicas que acompañaron
la transición de los años 90, la oposición ignora que esa misma
institucionalidad liberal sirvió como caldo de cultivo para la oferta
autoritaria del orteguismo.



La propuesta debe ir más allá de la defensa de la democracia, pero también
brilla por su ausencia un mensaje socioeconómico coherente por parte de la
oposición, con el que pueda sintonizar la mayoría de los ciudadanos y
ciudadanas nicaragüenses que viven en la pobreza o que dependen de
instituciones estatales. Es indispensable, pero insuficiente, reclamar
justicia por los crímenes perpetrados durante la represión, ya que las
encuestas demuestran que el desempleo y la inseguridad son las
preocupaciones centrales de la población nicaragüense. Ningún nicaragüense
sabe cómo una alternativa democrática a Ortega gestionaría las ganancias del
crecimiento económico de manera diferente, pues el mismo liderazgo
empresarial que ahora forma parte de la oposición fue arquitecto y gestor de
la política macroeconómica bajo el sistema autoritario de la última década.



Mientras tanto, la propaganda orteguista insinúa que con el retorno de la
«derecha» se cancelarían las políticas sociales focalizadas existentes que,
a pesar de ser mejorables y clientelistas, representan una ayuda
significativa para centenares de miles de nicaragüenses. Aquí, la memoria de
la transición democrática coadyuva con el discurso oficial: el recuerdo de
las privatizaciones, los despidos de trabajadores públicos, la jibarización
de la inversión pública durante las administraciones de Arnoldo Alemán y
Enrique Bolaños y la retirada del Estado en zonas rurales y periféricas es
aún traumática para muchos.



En general, el gran problema de la oposición antiorteguista es que no ha
sido capaz de apelar a una identidad común en función de un proyecto
positivo. Al contrario, algunos sectores de la oposición han intentado
movilizar a la población a partir de un antisandinismo instintivo y
visceral, y a menudo torpe, ya que buena parte de la insurrección cívica de
2018 procedió de nicaragüenses con raíces o incluso historia de militancia
en el sandinismo de los 80, e incluyó también a orteguistas que abandonaron
el régimen a raíz de su carácter represivo. En este sentido, es complicado
armar un discurso mayoritario si se criminaliza (y no integra) la identidad
«sandinista» que, de lejos, es la más extendida del país. Además, el
discurso antisandinista furibundo reditúa a Ortega porque, al posicionarlo
como referente único del sandinismo, favorece su consolidación dentro del
partido, en vez de fraccionarlo. La polarización (alimentada por el
revanchismo) favorece a Ortega y confirma su discurso.



La oposición se ha mostrado, además, excesivamente dependiente de la
comunidad internacional. Los gobiernos extranjeros y las organizaciones
internacionales pueden presionar a Ortega, dar oxígeno a la sociedad civil y
aminorar hasta cierto punto el clima de represión, pero no pueden resolver
los problemas de fondo ya descritos. Un creciente régimen de sanciones
liderado por Estados Unidos y la Unión Europea ha sofocado algunas vías de
financiamiento internacional del gobierno, pero no ha resultado en
concesiones democráticas o efectos positivos para los ciudadanos. Y cuando
la oposición celebró las sanciones, el discurso orteguista ha podido
alimentar su apelación a la soberanía nacional y al orgullo patrio.



Así, mientras el antiorteguismo se atomiza en múltiples rencillas, Ortega
vuelve a componer su base política a partir de un relato «articulado» de lo
sucedido en 2018, apelando a la tesis de un «golpe blando». Con ello la
propaganda del FSLN proyecta una visión trágica y caótica de lo que
sucedería si fuera despojado del poder y enarbola un discurso
anti-antisandinista, a la par que apela a una supuesta «reconciliación y paz
social» y al nacionalismo antiimperialista. Así las cosas, según la última
encuesta realizada por CID-Gallup, el FSLN mantiene un apoyo de 25% de los
votantes, mientras que ninguna formación opositora llega ni a 5%. La mayoría
de la población, desilusionada o enfocada en sobrevivir, no simpatiza con
ningún partido político.



Las elecciones de noviembre: ¿perpetuación en el poder?



Con todo y la debilidad de la oposición, la dictadura de Ortega ha estado a
la ofensiva. A inicios de 2021, el antiorteguismo estaba dividido en dos
bloques: la Alianza Ciudadana, cercana al llamado «gran capital»
nicaragüense, y la Coalición Nacional, más cercana a la sociedad civil y
compuesta por una extraña amalgama de partidos políticos, movimientos
sociales y agrupaciones opositoras surgidas en 2018. Entre los dos había al
menos diez aspirantes a la Presidencia. Mientras los grupos opositores se
atacaban entre sí, la Asamblea Nacional (bajo el control del FSLN) impulsó
una serie de reformas, que además de suponer un mayor control del gobierno
sobre las elecciones, criminaliza a la disidencia y a la sociedad civil bajo
diversos delitos, entre ellos «traición a la patria» y «lavado de dinero». A
medida que se han ido acercando las elecciones, el nuevo marco legal ha
sustentado una verdadera cacería de disidentes. Ahora los cuatro candidatos
más visibles de la fragmentada oposición –Cristiana Chamorro, Juan Sebastián
Chamorro, Arturo Cruz y Félix Maradiaga– están detenidos, junto con otros
dirigentes del empresariado y la sociedad civil. Sumada a la reacción
violenta contra las manifestaciones de 2018, se trata de la oleada represiva
más grave en América Latina desde las transiciones a la democracia de hace
tres décadas.



El contexto para la crisis nicaragüense no puede ser más favorable a los
intereses de Ortega, ya que coincide con una regresión autoritaria en la
región, especialmente en Centroamérica. Muestra de ello es el desprecio del
presidente nicaragüense a varios organismos internacionales –entre ellos la
Organización de Estados Americanos y la Oficina del Alto Comisionado para
los Derechos Humanos de Naciones Unidas– que han exigido la liberación de
los presos políticos. Las discrepancias internas dentro del sistema
interamericano, evidenciada en la reacción a la crisis boliviana de hace un
año, tampoco hace fácil un esfuerzo multilateral para encontrar una salida
negociada.



«¿Se puede hablar de elecciones justas, libres y transparentes en
Nicaragua?», se pregunta recientemente Sergio Ramírez. «Los hechos lo
niegan», responde. El problema de las democracias imperfectas de
Latinoamérica es que, aunque los votos se cuenten de manera transparente,
los problemas socioeconómicos de fondo siguen sin resolverse. Por eso, en
parte, las instituciones van perdiendo credibilidad. Pero en Nicaragua es
peor, pues los votos no se cuentan y los electores no tienen la capacidad,
como en otros países, de «corregir el rumbo».



En Nicaragua no existe la posibilidad de competir por el poder a través de
las urnas, pero eso no significa que sea irrelevante el proceso electoral de
las elecciones de noviembre. Lo que está en juego es la legitimidad de las
gobernanzas autoritarias y democráticas, así como el imaginario de las
opciones políticas en liza. La perpetuación de Ortega va a suponer la
impunidad por los «crímenes de lesa humanidad» identificados por la Comisión
Interamericana de Derechos Humanos en la crisis de 2018 y la certeza de
nuevas violaciones a los derechos humanos. Queda por ver si en su probable
cuarto mandato consecutivo Ortega logrará transitar hacia un nuevo modelo de
estabilidad autoritaria, reforzando un sistema político sin ningún tipo de
rendición de cuentas. Por otra parte, es imposible saber si a corto plazo se
generarán renovadas condiciones para otro estallido social aunque, como nos
demuestra la historia, las dictaduras dinásticas siempre terminan
desembocando en un callejón sin salida.



* Salvador Martí i Puig, es catedrático de Ciencia Política en la
Universidad de Girona e investigador asociado de la Fundación
CIDOB-Barcelona. Entre sus libros se incluye Ciencia política. Un manual.
Nueva edición actualizada (en coautoría con Josep María Vallès, Ariel,
Madrid, 2015). Mateo Jarquín, doctor en Historia por la Universidad de
Harvard. Actualmente es profesor de la Universidad Chapman (Orange,
California). Su obra de investigación analiza el impacto de las revoluciones
del siglo XX –especialmente la Revolución Sandinista (1979-1990)– en debates
mundiales sobre desarrollo, democratización y relaciones internacionales.

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