Haití/ Entre vientos de cambio y ruido de botas. [Sabine Manigat]

Ernesto Herrera germain5 en chasque.net
Mie Jun 30 16:09:11 UYT 2021


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Correspondencia de Prensa

30 de junio 2021

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Haití



Entre vientos de cambio y ruido de botas



Las protestas ciudadanas contra el gobierno autoritario de Jovenel Moïse se
combinan con una política errática de las potencias que mantienen su
influencia sobre el país. A la luz de la crisis actual, producto de la
transición trunca hacia la democracia, es necesario reconsiderar la
aplicación de las clásicas soluciones interventoras en un país considerado
siempre y únicamente como revoltoso, violento y miserable.



Sabine Manigat *

Nueva Sociedad, junio 2021

https://nuso.org/



La crisis que sacude a Haití dista mucho de ser nueva. Estalló abiertamente
en julio de 2018, bajo la forma de una protesta por el alza del precio de la
gasolina, pero también por el aumento de la canasta básica y por la
devaluación de la moneda nacional. La desaparición y el despilfarro de los
fondos del programa Petrocaribe –un plan de ayuda al desarrollo que
Venezuela ofreció a varios países del Caribe bajo la forma de préstamos
preferenciales en hidrocarburos– fue la chispa que logró aglutinar a amplios
sectores de la sociedad contra el gobierno. En los tres últimos años, esta
crisis se ha agudizado y ha derivado rápidamente en un cuestionamiento
directo y permanente al gobierno que preside Jovenel Moïse.



La situación actual no puede explicarse por un solo factor. Hoy parece estar
quedando claro que el gobierno adopta rasgos propios de una dictadura. Pero,
analizado históricamente, este momento parece ser el de la crisis y el
derrumbe del régimen político instalado tras la caída de la dictadura de los
Duvalier. A fin de cuentas, lo que vive Haití es el ocaso de un sistema
varias veces remendado pero que ya no puede sobreponerse por su propio
agotamiento.



En febrero del 2017, Moïse –un súbdito de su predecesor, el cantante Michel
Martelly– llegó a la presidencia de Haití después de un tortuoso proceso
electoral que empezó en el verano de 2016 y duró más de un año. La llegada
de Moïse pretendía inaugurar un control duradero del poder por parte de la
corriente neoduvalierista que se reconoce en Martelly. Basada en la
captación sistemática de los recursos estatales e iniciada en un ambiente
crispado, la dispendiosa e ineficiente gestión de Moïse exacerbó rápidamente
la crisis económica y social que se iba profundizando desde el terremoto y
las elecciones de 2010-2011. El estallido de julio del 2018 condensó todos
esos elementos. La cerrazón sistemática de la presidencia a atender los
reclamos populares provocó un rechazo social casi unánime. Buena parte de la
población parecía rechazar el régimen y exigía un «cambio de sistema». Tras
haber ignorado el calendario electoral que prescribía elecciones
legislativas y locales en 2019, en junio de 2020 el Ejecutivo se quedó solo
con las riendas del poder. El Parlamento bicameral había quedado reducido a
10 senadores y todos los poderes locales –consejos municipales y de
secciones comunales– fueron revocados en junio.



El gobierno de Moïse emprendió entonces la construcción sistemática de una
dictadura unipersonal, con la emisión de decretos liberticidas,
nombramientos de allegados en puestos claves –como el de jueces en la Corte
Suprema o del jefe de la policía– y una serie de políticas para, como él
mismo dijo, «cazar criminales», dándole abierta participación a las Fuerzas
Armadas.



En ese marco, se produjeron asesinatos que aún no han quedado claros, como
el del presidente del Colegio de Abogados, el constitucionalista Monferrier
Dorval. El contexto de violencia era, ciertamente, grave. Y se acrecentó
cuando una agencia gubernamental quedó a cargo del «desmantelamiento» de las
pandillas armadas que dominan parte del país y que reciben todo tipo de
financiamiento. El terror fue la consecuencia lógica de esta política.
Primero, se apoderó de numerosos barrios del área metropolitana de Puerto
Príncipe y, progresivamente, fue estallando también en otras regiones del
país. Aún hoy, miles de ciudadanos se encuentran en situación de desplazados
internos debido a los enfrentamientos. No contentos con ello, los
funcionarios siguen echando leña al fuego. Recientemente, el jefe de la
Policía llamó al pueblo a «reaccionar» frente a las pandillas que actúan
sobre la salida sur de Puerto Príncipe.



Las iniciativas de Moïse en el plano institucional son destructivas y no
dejan lugar a dudas sobre sus intenciones. El sistema de justicia quedó
huérfano con el bloqueo de los nombramientos de jueces por parte del Poder
Ejecutivo. Ya el 5 de enero del 2021, un decreto dispuso la organización de
un referéndum para aprobar una nueva Constitución –algo que, de hecho, está
formalmente prohibido por la Constitución vigente–. El mandatario mantuvo su
agenda aun después de haber suspendido la realización del referéndum el 8 de
junio, e esencialmente bajo la presión internacional y la declarada
oposición estadounidense. Después de haber aplicado a los poderes
legislativos y locales una disposición constitucional que acorta el tiempo
efectivo de su mandato, llegada la fecha de caducidad del suyo propio el
pasado 7 de febrero, Moïse se aferró al poder.



Hay que subrayar que, a pesar del miedo, la ciudadanía organizada, los
partidos políticos, los movimientos sociales y las organizaciones de
derechos humanos continúan manteniendo una línea de protesta ciudadana
pacífica y permanente. La violencia destructiva del Estado enfrenta una
protesta social en la que predomina la madurez, lo cual obliga a
reconsiderar la aplicación de las clásicas soluciones interventoras en un
país considerado siempre y únicamente como revoltoso, violento y miserable.



Antecedentes históricos



Claramente, la crisis institucional y constitucional no es nueva en el país.
En realidad, es el resultado de un déficit de enraizamiento de los
principales atributos del Estado de derecho. Aunque a partir de 1986, Haití
comenzó un período de cambio en el que buscó la consolidación de las
instituciones, de las prácticas jurídicas y económicas, y de ejercicios
electorales acordes con un régimen de democracia liberal, los resultados no
siempre fueron buenos. Tras treinta años de dictadura duvalierista, el
ímpetu popular empujó hacia la adopción formal de una serie de
instituciones, de principios jurídicos y de leyes que simbolizan conquistas
y o anhelos largamente reprimidos, pero la implementación de este nuevo
sistema se topó rápidamente con las limitadas capacidades (por
inexperiencia, por falta de recursos) de quienes abogaban por un cambio
sustantivo. Por otra parte, ni las principales instituciones que detentaban
el poder –como el Ejército y el aparato administrativo– ni los grupos
sociales mejor provistos –como el empresariado, el gran comercio, los altos
ejecutivos y los sectores medios acomodados– asumieron un papel en la
construcción de ese nuevo orden. Así, la Constitución de 1987 nunca fue
implementada a cabalidad y fue objeto de manipulaciones y violaciones
incesantes. Al igual que los otros aspectos de la democracia representativa,
la Carta Magna nunca ha sido integrada como marco y brújula del ordenamiento
social y de las reglas del juego político.



La vida política haitiana ha transcurrido entre la instrumentalición de la
justicia, las derivaciones y las manipulaciones de los principios del Estado
de derecho, la desnaturalización de las libertades individuales y, sobre
todo, el saqueo de los recursos públicos. Además, la corrupción ha
convertido la gestión gubernamental en un verdadero sistema de connivencia
entre los representantes políticos y un sector privado monopolista con
extensiones mafiosas. El resultado ha sido una caricatura del sistema
democrático montada sobre los resortes del viejo sistema
autocrático-clientelista.



El desarrollo de este proceso de manipulación del régimen
democrático-liberal se produjo bajo la alta vigilancia y la influencia
decisiva de Estados Unidos. Como supervisor de la salida del dictador Jean
Claude Duvalier el 7 de febrero de 1986, Estados Unidos fue también el
encargado de dictar la adopción y el rechazo de leyes y reglamentos, así
como de plantear las políticas públicas que conformaron al nuevo régimen. La
apertura arancelaria total (desde 1987 las tasas más altas aplicadas a las
importaciones no sobrepasan el 10%), la absoluta desprotección de la
economía agrícola y las restricciones al desarrollo y a la
profesionalización de la Policía, son algunos de los resultados del
monitoreo estadounidense. La historia electoral desde la década de 1990 es,
sin duda, la que mejor ilustra la responsabilidad externa en el desplome del
sistema político del país.



El 28 de noviembre de 1987, durante las primeras elecciones tras la salida
de Duvalier, se produjo una verdadera masacre. Apenas pocas horas después de
iniciarse la votación, grupos duvalieristas y militares dispararon a sangre
fría contra filas de electores que esperaban su turno para votar. Recién en
1990, y gracia a las demandas de la ciudadanía organizada, se realizaron
elecciones libres con una participación de más de 70% de los votantes. Jean
Bertrand Aristide, ex-sacerdote católico y promotor de la Teología de la
Liberación, llegó a la presidencia haitiana.



El mandato de Aristide duró solo nueve meses. Un golpe militar derrumbó al
gobierno del movimiento Lavalas e inauguró un período de control y tutela de
la democracia haitiana por parte de instituciones regionales e
internacionales vinculados con Estados Unidos. Las Organización de las
Naciones Unidas (ONU) y la Organización de Estados Americanos (OEA) se
transformaron en verdaderos «aparatos de certificación electoral» de la
democracia haitiana, en dictaminadores de ganadores y perdedores de los
mandatarios de un país que se pretendía soberano.



Así, las elecciones de 1996 recibieron el sello de validez de la «comunidad
internacional» pero las del año 2000 (en las que ganó Aristide con un
amplísimo porcentaje, pero con poca afluencia electoral) fueron consideradas
inválidas por estas mismas instituciones. Finalmente, y tras la salida de
Aristide por segunda vez del poder, acaba instalándose la Misión de
Estabilización de las Naciones Unidas en Haití (Minustah). En rigor, se
trataba de una misión militar de 10.000 soldados y unos cuantos miles de
policías en un país agitado por disturbios sociales y una delincuencia
politizada, pero de ninguna manera un país en guerra. El despliegue de la
Minustah marcó un hito en el tutelaje internacional sobre Haití. El
terremoto de enero de 2010 reforzó este control y aumentó el involucramiento
estadounidense a través de Bill y Hillary Clinton, quienes integraron la
Comisión Internacional de Reconstrucción de Haití. Desde 2004 no ha habido
ninguna elección sin una abierta intervención externa. Mientras que en 2006
la elección de René Préval fue «confirmada» rápidamente, en 2010 la primera
vuelta electoral fue «rectificada» por la OEA, favoreciendo a Michel
Martelly, el candidato de Estados Unidos, quien es finalmente proclamado
presidente en una muy dudosa segunda vuelta.



La elección y la presidencia de Jovenel Moïse son el capítulo más reciente
de este proceso. Entre otros resultados, la participación del electorado
pasó de más de 70% en 1990 a menos de 15% en 2016-2017.



Una situación descontrolada



El proceso de intervención extranjera a través de los organismos
internacionales, el descrédito de un Estado de derecho que nunca logró
establecerse definitivamente tras la dictadura duvalierista y una serie de
factores políticos propios del país han conducido a Haití a un profundo
proceso de polarización política. En la actualidad, esto se expresa en una
serie de cuestiones inmediatas. La primera de ellas es la de la fecha y las
condiciones de salida del poder de Moïse. Hoy, la gran mayoría del país
considera que el mandato de Moïse efectivamente ha caducado, pero no hay un
entendimiento acerca de la necesidad de negociar su salida o de pactar una
cohabitación.



A esto se suma una segunda cuestión: el contenido y la duración de la
inevitable transición que permitirá recomponer un sistema político
mínimamente confiable, condición sine qua non para la organización de
elecciones transparentes e inclusivas. La sociedad civil organizada está
solicitando un período transicional que permita iniciar acciones que
conduzcan a la normalización de las instituciones y de la vida nacional y no
solamente elegir un equipo para un traspaso de poder. En ello se juega el
tercer término de esta ecuación, referente a las modalidades y al peso de la
participación ciudadana en ese proceso transicional. Al contrario de lo que
anticipan los políticos, las organizaciones ciudadanas consideran que es
necesaria una entidad para negociar los intereses de la sociedad civil como
un actor en el escenario político, no para ejercer el poder, sino para
controlarlo.



En la solución a estos desafíos, el peso de las potencias de tutela
lideradas por Estados Unidos es, sin duda, determinante. A las recientes
declaraciones de la misión de la ONU presente en el país en favor de
elecciones rápidas, se suman las del llamado Core Group, un club de países y
organismos internacionales que monitorea la política interna de Haití desde
2013 y que está integrado por Alemania, Brasil, Canadá, España, Estados
Unidos, Francia, la Unión Europea, la OEA y la propia misión de la ONU. La
misión de la OEA –que visitó el país del 8 al 10 de junio pasado– hizo,
además, su propio llamamiento a que se convoque a elecciones rápidamente,
considerándolo el único mecanismo de legitimación del poder político, a
pesar de reconocer las peligrosas condiciones de seguridad que imperan hoy a
lo largo del territorio nacional. El Parlamento Europeo emitió una posición
mucho más crítica sobre la responsabilidad de las actuales autoridades en la
situación actual. Sin embargo, la declaración del Parlamento Europeo dista
mucho de tener el mismo peso que las posiciones estadounidenses y la de los
actores cercanos a ellas.



El aparente empate que se mantiene entre un país alzado pacíficamente contra
la arbitrariedad y una dictadura unipersonal que se despliega
desenfrenadamente contra la ciudadanía ha conseguido llamar la atención
internacional. Y hay tres factores que explican que los actores globales no
hayan hecho la vista gorda. El primero, y sin lugar a dudas el más
espectacular, es la utilización de Moïse de métodos que hacen caso omiso de
los acuerdos y las formas más elementales de gobernabilidad vigentes en el
mundo contemporáneo y, en particular, en los espacios políticos y
diplomáticos de la región. A esto se suma el reciente cambio de
administración en Estados Unidos. La llegada de Joe Biden al poder propició
la movilización de amplios sectores de la migración haitiana.



Finalmente, el impulso solidario de sectores progresistas de diversos países
de la región y del mundo también consiguieron que se haga foco en la crisis
haitiana. Por primera vez desde el terremoto de 2010, estas voces
progresistas han conseguido sacar a Haití de un silencio que cobijó durante
más de un decenio el socavamiento sistemático de las conquistas democráticas
conseguidas en 1986 y los permanentes intentos de restauración
neoduvalieristas. Queda por ver cuán consistente y duradera resultará esta
solidaridad, y queda por evaluar lo que puede conseguir la movilización y la
fuerza ciudadana contra un Estado que se ha transformado en verdugo de su
propia población.



* Sabine Manigat, es socióloga y politóloga. Es profesora e investigadora en
la Universidad Quisqueya de Haití.

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