Trabajo/ La (re)formación de la clase obrera. [Beverly J Silver]

Ernesto Herrera germain5 en chasque.net
Sab Nov 13 12:41:31 UYT 2021


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Correspondencia de Prensa

13 de noviembre 2021

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Trabajo



La (re)formación de la clase obrera



Los teóricos de la globalización escribieron innumerables obituarios para la
clase obrera, pero ignoraron el hecho de que el capitalismo crea
sucesivamente nuevas clases obreras con nuevas fuentes de poder,
padecimientos y reivindicaciones.



Beverly J Silver *

Jacobin, 8-11-2021

https://jacobinlat.com/

Traducción de Valentín Huarte



Cuando los especialistas en ciencias sociales se refieren al período
2019-2021, destacan tres signos de crisis sistémica profunda: en primer
lugar, la incapacidad de la mayoría de los Estados para responder
adecuadamente a la pandemia de COVID-19, ese gran revelador de las falencias
sociales y gubernamentales. En segundo lugar, la aceptación de Estados
Unidos del fracaso de la guerra en Afganistán, que dejó en claro que la
«guerra contra el terrorismo» no logró revertir la pérdida de poder de
Estados Unidos a nivel mundial. Por último, pero no menos importante, el
tsunami de protestas sociales a nivel mundial, que empezó en 2010-2011 —como
consecuencia de la crisis financiera de 2008— y no dejó de crecer hasta
2019.



Si ponemos la mirada en el futuro, está claro que cualquier estrategia
obrera y socialista deberá tener en cuenta el terreno en el que se
despliegan las luchas, es decir, la inestabilidad hegemónica de Estados
Unidos en el marco de una crisis capitalista mundial sin parangón luego de
los años 1930. Como sucedió durante la primera mitad del siglo veinte, la
crisis actual del capitalismo global adopta la forma de una enorme crisis de
legitimidad: la consigna «socialismo o barbarie» vuelve a plantearse con
urgencia.



La creación, destrucción y reconstrucción de la clase obrera mundial



¿Qué pueden hacer las movilizaciones clasistas para frenar el deslizamiento
del presente hacia la «barbarie»? Hasta hace algunos años, la respuesta de
los teóricos de la globalización, de izquierda y de derecha, era unánime:
«No mucho». La tesis de la «carrera hacia el abismo» plantea que la
globalización creó barreras insuperables para la movilización de la clase
obrera. Desde los años 1980, los partidarios de esta perspectiva escribieron
innumerables obituarios para la clase y el movimiento obreros, centrados en
el debilitamiento y la destrucción de las clases obreras existentes, sobre
todo —y esto es significativo— las ocupadas en la producción industrial de
los países centrales. Pero ignoraron las formas en que el capitalismo —por
medio de transformaciones recurrentes de la organización productiva mundial—
crea nuevas clases obreras con nuevas fuentes de poder, padecimientos y
reivindicaciones.

Este enfoque alternativo pone el eje en la creación y reconstrucción de las
clases obreras, que responden a su vez a los costados creativos y
destructivos del proceso de acumulación de capital. En efecto, la ola
mundial de movilizaciones de los años 2010-2011 estuvo marcada por las
protestas de nuevas clases en proceso de formación y clases existentes que
luchaban para conservar los derechos conquistados en ciclos anteriores. El
espectro abarcó huelgas de obreros industriales en China, huelgas ilegales
en las minas de platino de Sudáfrica, jóvenes desempleados y subempleados
que se lanzaron a ocupar las plazas en todo el mundo y protestas contra la
austeridad que se extendieron desde África del Norte hasta los Estados
Unidos. El proceso terminó siendo solo el preludio a un tsunami de protestas
de clase que duró más de una década y estuvo compuesto tanto por huelgas
obreras como por luchas callejeras.



Hay quienes piensan que la lección de los años 2010-2011 es que las luchas
de clase se desplazaron desde los lugares de producción hacia las calles.
Con todo, aunque no deberíamos menospreciar el significado de las «luchas
callejeras», sería un grave error subestimar las huelgas en los lugares de
trabajo, pues son las fuentes de poder que operan detrás de esos
movimientos. Así, por ejemplo, aunque la historia estándar de los
levantamientos egipcios de 2011 se centra en la ocupación de la plaza
Tahrir, la verdad es que Mubarak renunció a su cargo solo cuando los obreros
del canal de Suez —sitio fundamental para el comercio internacional y
nacional— hicieron huelga.



Desde los años 1980, la adopción generalizada de la producción «Just in
time» —la provisión de inputs se mantiene en niveles mínimos con la
perspectiva de recortar costos distribuyéndolos «justo a tiempo»— incrementó
la vulnerabilidad de las fábricas situadas más abajo en la cadena a las
huelgas que se desarrollan en los sitios de los proveedores. Este es el caso
aun si la fábrica que para está en la misma provincia, como sucedió, por
ejemplo, cuando la huelga de una autopartista forzó a Honda a cerrar todas
sus plantas de ensamblado en China.



La pandemia y el bloqueo del canal de Suez de marzo de 2020 dejaron en claro
que las cadenas de suministro globales son vulnerables a múltiples formas de
interrupción, entre ellas, las huelgas obreras. Hasta cierto punto, esto no
es nada nuevo. En el siglo veinte, los trabajadores del transporte disponían
de mucho poder en virtud de su localización estratégica en las cadenas de
suministro globales y nacionales. De ahí el rol central que jugaron en el
movimiento obrero en general. No cabe duda de que las cadenas de suministro
globales serán distintas a mediados del siglo XXI —de hecho, la pandemia y
las tensiones geopolíticas están forzando a reestructurarlas—, pero es muy
probable que los trabajadores del transporte, los almacenes y la
comunicación sigan teniendo poder (y tal vez cobren más relevancia), dada su
localización estratégica en los procesos de acumulación de capital.



Del mismo modo, sería insensato descartar la importancia futura de las
huelgas de los obreros industriales, pues la diseminación mundial de la
producción a gran escala, puesta en marcha durante el siglo veinte, tuvo
como consecuencia la formación de nuevas clases obreras y oleadas sucesivas
de conflictos de clase. A comienzos del siglo veinte, cuando el epicentro de
la producción industrial a gran escala se desplazó al continente asiático,
también lo hizo la lucha obrera: se confirmó la tesis de que donde hay
capital, hay conflicto.



Esa frase tiene un sentido geográfico, pues el capital, al ser relocalizado
en busca de mano de obra dócil y barata, termina creando clases obreras y
conflictos nuevos en sus lugares de destino. Pero también tiene un sentido
intersectorial, pues a medida que el capital se desplaza a nuevos sectores
de la economía, se crean nuevas clases obreras y emergen conflictos
originales.



Una perspectiva obrera hegemónica



¿En qué sectores debemos centrarnos hoy? Sin duda, uno muy importante es la
«industria de la educación» que, según la UNESCO, pasó de contar 8 millones
de docentes a nivel mundial en 1950 a 62 millones en 2000, y creció otro 50%
en 2019, hasta alcanzar un total de 94 millones de docentes. Más allá del
crecimiento meteórico de los números, existen otros motivos para pensar que
los docentes están jugando un rol fundamental en el movimiento obrero a
nivel mundial, análogo al que jugaron los obreros de la industria textil en
el siglo XIX y los obreros de las automotrices en el siglo XX.

La tendencia al conflicto obrero en la «industria de la educación» se
convirtió en un dato incuestionable a fines del siglo XX, pero las
movilizaciones de la última década marcaron un punto de inflexión. En
Estados Unidos, este punto correspondió a la emergencia de la organización
Caucus of Rank-and-File Educators (CORE) que, con amplio consenso social,
dirigió a los docentes de Chicago a través de su exitosa huelga de 2012. El
conflicto logró instalar la idea de que los docentes no solo luchaban por
sus propios intereses, sino por los de los estudiantes y las familias. La
huelga de Chicago fue seguida de una oleada nacional de paros y
movilizaciones en todo el país, especialmente en los distritos escolares
localizados en estados con una fuerte política antisindical.



En Chile, los docentes de las escuelas públicas que fueron a la huelga bajo
dirección del Colegio de Profesores de Chile (CPC) —con apoyo de
estudiantes, vecinos y otros trabajadores— jugaron un rol central en el
ciclo de protestas nacionales que reivindicó el acceso universal a la
educación y el abandono de la constitución neoliberal heredada de la época
de Pinochet. Se observaron acciones similares en Costa Rica, Honduras y
Colombia y, en Perú, el presidente de izquierda Pedro Castillo llegó al
poder con apoyo del sindicato docente.



Esta nueva oleada de militancia docente responde a una serie de reclamos
fundados en un claro proceso de proletarización, que incluye la
intensificación del trabajo, el deterioro de las condiciones laborales y la
pérdida de autonomía y control sobre el proceso de trabajo en las aulas. En
parte, las huelgas docentes son exitosas debido a que sus reivindicaciones
se complementan con un fuerte poder de negociación en sus lugares de
trabajo. Es posible argumentar que la «industria de la educación» suministra
los bienes de capital más importantes del siglo XXI, es decir, esos obreros
educados que luego deben insertarse en una «economía de la información». A
diferencia de la mayoría de las actividades manufactureras, es imposible
presionar a los docentes mediante la amenaza de relocalizar la producción
(más allá de los experimentos virtuales a partir de la pandemia, la
enseñanza debe realizarse donde están los estudiantes). Del mismo modo, la
«industria de la educación» parece resistir a la automatización (reemplazar
a los docentes por robots no es algo que aparezca en el horizonte).



Además, los docentes ocupan un lugar estratégico en la división del trabajo
social concebida en términos más amplios. Si los docentes hacen huelga,
generan un efecto dominó que afecta toda la división social del trabajo:
interrumpen la rutina de las familias y dificultan el trabajo de los padres.
En ese sentido, el poder estratégico de los docentes, aunque en última
instancia está fundado en su capacidad de interrumpir la economía, es
bastante singular, pues depende especialmente de la centralidad que tiene su
actividad en la sociedad. Sin embargo, a menos que este poder se ejerza en
el marco de una perspectiva hegemónica más amplia, los docentes quedan
expuestos a que el Estado y el capital los utilicen como chivos expiatorios
y los sometan a la represión. En efecto, la crisis cada vez más grave del
capitalismo conlleva también la ampliación y la profundización de las formas
coercitivas del poder.



Como sea, las huelgas más grandes de la última década muestran que los
docentes tienen el potencial de formular dicha perspectiva, es decir, de
mostrar que sus luchas particulares implican la defensa de los intereses de
toda la sociedad. Su propia labor hace que entren en contacto cotidiano con
círculos mucho más amplios de la clase obrera, pues son testigos de todos
los problemas que enfrentan los estudiantes y sus familias. Entonces, basta
con que difundan la idea de que, aun si sus reivindicaciones buscan un
beneficio que los afecta específicamente como docentes, también promueven
los intereses de los estudiantes, sus familias, sus barrios y sus ciudades.
Por supuesto, este potencial hegemónico, fundado en condiciones
estructurales, debe realizarse a través de una agencia política que vincule
las luchas particulares de los docentes —y de los trabajadores— con luchas
más amplias por la dignidad humana y la supervivencia planetaria.



Solidaridad forever



La automatización que promueve la Inteligencia Artificial llevó a muchos
intelectuales a sugerir que estaríamos llegando al «fin del trabajo» y que,
en consecuencia, se terminarán los conflictos laborales. Con todo, la
prescindencia completa del trabajo humano en los procesos de producción
continúa siendo una fantasía esquiva, y no deberíamos subestimar la
importancia que siguen teniendo las luchas obreras en los sitios de
producción.



Sería un error también subestimar las movilizaciones callejeras. En efecto,
es posible derivar el entrelazamiento esencial de estos dos sitios de lucha
—el lugar de trabajo y la calle— a partir del Tomo I de El capital. Por un
lado, llegando a la mitad —donde describe el conflicto ininterrumpido entre
el capital y el trabajo por la duración, la intensidad y el ritmo de la
actividad—, Marx se refiere a lo que sucede en la «oculta sede de la
producción». Por otro lado, en el capítulo 25, Marx aclara que la lógica del
desarrollo capitalista, no solo lleva a constantes luchas en los lugares de
trabajo, sino también a conflictos más amplios a nivel social, pues la
acumulación de capital avanza de la mano de la «acumulación de miseria»,
especialmente bajo la forma de la expansión de un ejército industrial de
reserva de trabajadores desempleados, subempleados y precarios.



En este sentido, la historia del capitalismo se caracteriza, no solo por el
proceso cíclico de destrucción creativa en el punto de la producción, sino
también por la tendencia de largo plazo a destruir los modos de vida
existentes a un ritmo más veloz del que define la creación de otros nuevos.
Esto conlleva la necesidad de conceptualizar tres tipos de conflictos
obreros: (1) las protestas de las clases obreras en proceso de formación;
(2) las protestas de las clases obreras existentes que están siendo
destruidas y (3) las protestas de esos trabajadores que el capital ignora y
excluye, es decir, los miembros de la clase obrera que, aunque dependen
exclusivamente de ello para sobrevivir, es probable que nunca logren vender
su fuerza de trabajo.



Los tres tipos de conflictos obreros son manifestaciones distintas de un
proceso de desarrollo capitalista único. Los tres son visibles en las luchas
actuales. El destino de cada uno está íntimamente entrelazado con el de los
otros. Una estrategia socialista debe abarcarlos a todos. En efecto, la
perspectiva estratégica de Marx y Engels —articulada en el Manifiesto del
Partido Comunista y en otras obras—, convocaba a los sindicatos a organizar
a estos tres segmentos de la clase obrera mundial en un proyecto común.



No hace falta decir que se trata de una tarea inmensa. Pero además, sin
dejar del todo de pecar de cierto optimismo, Marx asumía que estos tres
tipos de trabajadores —los que son incorporados como asalariados durante las
últimas fases de expansión material, los que son expulsados durante la
última ronda de reestructuraciones y los que son excedentes desde el punto
de vista del capital— habitaban los mismos hogares y barrios obreros. Vivían
juntos y luchaban juntos.



En otros términos, las distinciones al interior de la clase obrera —entre
trabajadores empleados y desempleados, activos y en reserva, capaces de
imponer pérdidas costosas al capital y capaces solo de manifestarse en las
calles— no se solapaban con diferencias de ciudadanía, raza, etnicidad o
género. Entonces, los trabajadores que encarnaban cualquiera de esos tres
tipos conformaban una sola clase obrera con mismo poder y las mismas
demandas, y con la capacidad de generar una perspectiva poscapitalista sobre
la emancipación de la clase en su conjunto.



Sin embargo, en términos históricos, el capitalismo se desarrolló junto al
colonialismo, al racismo y al patriarcado, es decir, dividió a la clase
obrera en función de su condición y limó sus capacidades para generar una
visión común de la emancipación. En períodos de grandes crisis capitalistas,
como la que estamos viviendo, estas divisiones tienden a endurecerse. El
capitalismo en crisis empodera directa e indirectamente a los «monstruos»
del «interregnum» gramsciano (movimientos neofascistas, racistas,
patriarcales, antinmigrantes y xenófobos). Entonces se despliegan formas
coercitivas de control social y militarismo contra un movimiento socialista
que es a la vez «demasiado fuerte» como para ser ignorado (por el capital) y
«demasiado débil» (hasta ahora) como para salvar a la humanidad de una larga
época de caos sistémico.



Con todo, también asistimos a un recrudecimiento de las luchas obreras sin
precedente a nivel histórico en cuanto a su escala y a su alcance. Si bien
la magnitud del desafío que plantea la crisis del capitalismo global para la
humanidad tampoco tiene antecedentes, estos nuevos movimientos están
construyendo puentes y, en algunos casos, son capaces de solidarizar a los
protagonistas de los tres segmentos de la clase obrera a los que nos
referimos. Es en estas luchas —y a través de ellas— que surgirá un proyecto
emancipatorio capaz de guiarnos fuera de este capitalismo destructivo, hacia
un mundo donde la dignidad humana valga más que las ganancias.



* Beverly J Silver, profesora de sociología, directora del Arrighi Center
for Global Studies de la Universidad Johns Hopkins y autora de Fuerzas de
trabajo (Akal, 2005).

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