Sociedad selfie/ Maquillar el espejo. [Santiago Alba Rico]

Ernesto Herrera germain5 en chasque.net
Mar Nov 30 00:10:12 UYT 2021



Correspondencia de Prensa

30 de noviembre 2021

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Sociedad selfie



Maquillar el espejo



La realidad, agotada en la red, se ha emancipado de la verdad y del mundo.



Santiago Alba Rico *

Ctxt, 26-11-2021

https://ctxt.es/



Decía Walter Benjamin en su Libro de los Pasajes que “el vínculo de las
conquistas técnicas con la naturaleza no se produce en el aura de la novedad
sino en el de la costumbre”. Eso quiere decir, en suma, que estamos mucho
más acostumbrados a los artefactos tecnológicos que a los objetos
naturales; mucho más acostumbrados a los artefactos tecnológicos que a las
costumbres mismas. Un niño considera normal que los aviones vuelen, pero no
que el gallo cacaree o que el pez nade en el agua. Un incendio o un volcán
constituyen una novedad, un cohete espacial o el último modelo
automovilístico no. O más radicalmente: integramos en la percepción como
algo esperado la última generación de iphone mientras que nos parece una
novedad inaudita la repetición del amor. Ahora bien, si esto es así,
entonces hay que concluir, de manera paradójica, que en un mundo cuya regla
es precisamente el cambio tecnológico, y lo real nuestra absorción en su
interior, la experiencia de la costumbre –que no es realmente una
experiencia– domina sobre la experiencia de la novedad. Por más extraño que
parezca, y si aceptamos el principio benjaminiano, una sociedad que produce
sin interrupción imágenes nuevas es una sociedad que ha abolido de raíz la
novedad y, por lo tanto, la sorpresa y el asombro. Vivimos en la rutinaria
inmanencia de la continuidad tecnológica como un oxiuro en el intestino
grueso de un niño enfermo.



Me atreveré a dividir la experiencia en tres instancias o compartimentos
vitales: el mundo, la realidad y la verdad. El mundo son los árboles. La
realidad es internet. La verdad es el amor y la muerte. O de otra manera: el
mundo es el lugar donde tengo mi cuerpo; la realidad es lo que la mayor
parte de la gente ve la mayor parte del día; la verdad es lo que nos iguala
a todos. Durante un largo período de la historia –no necesariamente mejor–
estas tres instancias se han cruzado y, sin ceder su jurisdicción, han
enredado sus tramas: la realidad, donde reside el yo, siempre un poco
atontado, tenía filtraciones, como un tejado con grietas: en ella se colaban
a menudo los árboles y los dolores. En nuestra época –necesariamente peor–
estas tres instancias se han separado; la realidad se ha cerrado y al mismo
tiempo ensanchado, dejando cada vez menos espacio para el mundo y para la
verdad, que no encuentran ya fisuras por las que penetrar. Nos queda poco
mundo; nos queda poca verdad. Y ello se debe a que, por primera vez, la
realidad, siempre un poco irreal, se ha “irrealizado” del todo bajo el
dominio tecnológico. El ego en la época de su reproductibilidad técnica –en
una fórmula que forjé hace años evocando un famoso título del propio
Benjamin– vive desenganchado del cuerpo y completamente descuidado de su
muerte. En las valvas de internet, realidad e irrealidad coinciden
completamente por primera vez en la historia de la humanidad. O están a
punto de coincidir. En ese “a punto de”, casi invisible, casi invivible,
casi ya clausurado, tenemos que proteger los árboles y proteger nuestra
propia supervivencia, como la de un árbol más entre los árboles.



Podría empezar por los espejos. Un amigo carnicero de mi edad me hacía el
pasado verano una interesante observación. Me decía –mientras troceaba un
morcillo sobre el tajo– que en el espejo siempre se veía igual a sí mismo,
inmune al paso del tiempo, y necesitaba ver una fotografía para darse
cuenta, de pronto y con horror, de cuánto había envejecido. Es verdad. Al
contrario de lo que pretendía Borges, el espejo no multiplica los cuerpos:
no es más que la prolongación del yo que ha capturado para siempre ese
primer momento lacaniano en que nos reconocimos, siendo niños, en uno de
ellos; en el espejo nos vemos, por así decirlo, desde nosotros mismos, no
desde el mundo; nos vemos, aún más, desde la infancia; desde nuestra alma
infantil inalterable, que no se corresponde con nuestro cuerpo, en
permanente transformación. El espejo va por un lado y nuestro cuerpo por
otro, sin encontrarse jamás. No maduramos nunca; solo envejecemos.



El espejo, pues, no está en el mundo: tampoco en la verdad. Es pura
realidad. Así que la fotografía –podría pensarse– supuso un salto hacia
adelante, un impulso de exosomatización de la existencia que colocó nuestro
cuerpo un poco más en el mundo y un poco más en la verdad. Podría pensarse.
La fotografía generó una ilusión de transparencia, inmediatez y fidelidad
que no proporcionaba la pintura y de hecho jubiló o recicló a decenas de
pintores mediocres que se quedaron sin empleo. Lo que ocurría ante la cámara
–ahora sí– era verdad. Lo que recogía la cámara era por fin la verdad. Hasta
el siglo XIX, los pintores trabajaban con elaboradas, fatigosas analogías
que convertían la mirada –la del artista y la del espectador– en un campo de
batalla; mirar era, en efecto, un trabajo y, si se alcanzaba a veces el
mundo y la verdad, era a través de un esfuerzo que podía descodificarse en
el interior del cuadro. Los fotógrafos, de pronto, se limitaban a recibir el
mundo y la verdad en sus aparatos; se pasaba de la analogía, con todos sus
desajustes mundanos y sus rugosidades verdaderas, a la identidad: no había
ninguna diferencia, no, entre el original y la copia. El retrato
fotográfico, digamos, identificabaal retratado. Contra esta ilusión de
transparencia e inmediatez se soliviantaron enseguida los buenos fotógrafos,
a sabiendas de que en la imagen “real” se perdía precisamente aquello que se
quería capturar; y que para llegar al mundo y a la verdad había que utilizar
la cámara como si fuera un pincel y no como si fuera un ojo. Mientras las
cámaras fueron analógicas –es decir, corpóreas– fue fácil y hasta inevitable
la rasgadura; con la digitalización, a la que se siguen resistiendo los
fotógrafos profesionales, se ahondó, en cambio, la distancia entre el
artista y el turista, transformado por esta ilusión de transparencia en un
angustiado maníaco: la vida se ha convertido por entero en una obsesiva
visita turística a la propia cama, al propio desayuno, a la propia boda, a
la propia fiesta de cumpleaños, a la propia casa de campo y hasta al propio
entierro. ¿Para qué hacer el esfuerzo de vivir si puedo recoger mi vida, sin
fatiga ni veladuras, en su identidad manifiesta? (¿Pero qué estamos
fotografiando –eh– si solo estamos fotografiando?).



Ahora bien, el problema es que la identidad –entre la copia y el original–
es muy molesta. El espejo nos tranquiliza; la fotografía, como decía mi
amigo Quique, nos asusta. Así que, empujados por el curso del tiempo, hemos
pasado de maquillarnos en el espejo a maquillar el espejo mismo. Es muy
importante recordar que el salto del espejo a la fotografía es el salto de
la identidad subjetiva a la identidad objetiva y que la identidad objetiva
es el resultado, a su vez, de la intervención de una tecnología que
garantiza, como antes el sello del rey, la fidelidad del retrato. Puesto que
la fotografía no es un espejo, donde se refleja mi alma infantil, sino el
ojo de otro, la fotografía refleja mi verdadero rostro en el mundo. Ahora
bien, nuestro verdadero rostro en el mundo no puede gustarnos o solo puede
gustarnos un minuto, el de ese presente azaroso y fugitivo que congela esta
imagen, desplazada enseguida por otra imagen –y otra y otra– igualmente
eterna e inobjetable. Por eso, desde el principio, la fotografía, que es la
verdad, induce y permite la manipulación; y lo más crucial: asegura la
permanencia de la subcopia en la identidad; es decir, en la verdad misma.
Una fotografía manipulada no es menos verdadera que la fotografía primera,
la cual, a su vez, nos dice la verdad del objeto. Así que –en perfecto
silogismo– la fotografía manipulada es la verdad del objeto. Trotsky dejó de
existir porque Stalin lo retiró de todas las fotografías; y nadie pudo negar
la existencia de las hadas desde que se las fotografió en 1917 en compañía
de las hermanas Elsie. Hoy, como sabemos, hace falta un permanente trabajo
de deconstrucción para que no nos entre por el ojo un fake fotográfico: la
ilusión de transparencia determina que de entrada nos creamos el contenido
de cualquier imagen manufacturada que se pose en nuestra pantalla. Por mucho
que sepamos que la fotografía es manipulable –e incluso si nosotros mismos
utilizamos el photoshop– la visión artefacta conserva el prestigio natural
del mundo verdadero. Me parece que se ha reflexionado poco sobre esta vía
tecnológica a la post-verdad, la cual no es otra cosa que la verdad
inmanente del recinto de las imágenes, emancipado del mundo antiguo,
analógico, impreciso y doloroso de los cuerpos vivos.



El problema es que la identidad, sí, al revés que la analogía, prescinde del
objeto; es decir, del cuerpo. Apenas es tecnológicamente posible, nuestra
sed de copias busca el selfie, que es lo contrario del espejo. Y lo es no
solo porque invierte –reajustando– la relación entre la derecha y la
izquierda, inasible para nuestra mirada, sino porque consuma ese proceso de
emancipación en virtud del cual nuestra imagen, manipulada y por lo tanto
verdadera, ha suplantado por completo el lugar de nuestro cuerpo. En
realidad, esa suplantación había comenzado ya en el ámbito criminal. Es una
experiencia que todos hemos tenido alguna vez. En una aduana, en la cuneta
de una carretera, un policía nos pide nuestro carnet y compara la fotografía
con nuestro rostro; y espera que nuestro rostro –y no al revés– se parezca a
nuestra fotografía, que en términos policiales es el verdadero original o,
si se prefiere, el verdadero ciudadano, de tal manera que cualquier pequeña
diferencia nos hace sospechosos de impostura. El policía no dice: ¡cuán tú
pareces en esta fotografía! Dice: tú eres el de la fotografía. Durante el
siglo XX, y al margen del ámbito securitario, esta suplantación sólo había
hecho daño a las estrellas de Hollywood: pensemos, por ejemplo, en los
trabajos quirúrgicos de Rita Hayworth o Marilyn Monroe, obligadas a vivirse
siempre en el exterior, desde fuera, y a parecerse a los fotogramas de sus
películas. Hoy el selfie, pensado para ser volcado en las redes, reclamado
por las redes, ha suprimido los espejos y nos ha convertido a todos en
trágicas estrellas de cine en decadencia. Todos somos ya Gloria Swanson en
El crepúsculo de los dioses de Billy Wilder, salvo porque, de alguna manera,
obligados a elegir entre la imagen y el cuerpo, hemos abandonado a su suerte
a nuestro cuerpo, en el que nos reconocemos tan poco como en los árboles y
en la muerte del otro. El fotógrafo italiano Ferdinando Scianna cuenta la
anécdota de una madre joven a la que elogió la belleza de su hijo, conducido
en un carrito: “¡Y eso que no lo ha visto usted en fotografía!”, le
respondió. Le dijo –es decir–: ¡Y eso que no ha visto usted todavía a mi
verdadero hijo!



En esta sucesión de suplantaciones el narcisismo ingenuo y “moderno” del
espejo deja paso a una negación mucho más radical, mucho más “real”, del
mundo y de la verdad. El selfie es el motor de una angustia narcisista sin
precedentes porque en él no contemplamos nuestra infancia en el espejo sino
esa “manipulación verdadera” a la altura de la cual nunca podremos estar:
nuestro cuerpo no se parece lo bastante a nuestra foto y, por lo tanto,
dejamos a un lado nuestro cuerpo y pasamos a vivir fuera de nosotros, en
efecto, pero no en el mundo, donde tendríamos que cargar a nuestras espaldas
nuestras propias espaldas, sino en la realidad, ceñida ahora por la ansiedad
comparativa, emulativa, superativa, de instagram y las otras redes sociales.
Hemos ido demasiado lejos sin ningún esfuerzo, deslizándonos como oxiuros
por el intestino grueso de internet. La imagen manufacturada nos dio la
oportunidad de romper la atadura narcisista del espejo, pero acabó
cuestionando, a través de la identidad entre las copias, la atadura con el
mundo y con la verdad. El cine de fantasía del siglo pasado tenía que
recurrir aún a material corporal para elaborar sus cutres fantasmas
visuales: la nave, el monstruo, el duende. Luego las imágenes empezaron a
sacarse de otras imágenes y enseguida incluso ex nihilo. El colofón son las
redes neuronales antagónicas, capaces de generar “personas” totalmente
reales sin cuerpo; es decir, despojadas de verdad y de mundo, pero que
pueblan la realidad con los mismos derechos y la misma credibilidad que los
adolescentes que suben su selfiepost-coitum desde un minúsculo cuarto de
Carabanchel. El metaverso de Zuckerberg, como cierre categorial, propone la
liberación definitiva de los cuerpos al igual que la fantasía de Bezos
propone la liberación definitiva de la tierra; a los cuerpos, a la tierra,
volveremos de paso, “de turismo”, como al polvoriento desván donde guardamos
los trastos viejos. No sé si somos capaces de medir la relación que existe
entre estas fantasías, realizables o no, y el descuido de la salud, de las
instituciones públicas, del medio ambiente.



Nos hemos metido en un buen atolladero. Hace unos meses leía un artículo muy
inquietante sobre los deepfake, la manipulación de imágenes de famosas con
el propósito de incluirlas en películas pornográficas. Si es terrible
descubrir que un novio o un amigo ha subido a la red, sin tu autorización,
fotos tuyas de carácter sexual, mucho más terrible es pensar que, al abrir
el ordenador y conectarte a internet, puedes tropezar de pronto con un vídeo
en el que estás haciendo una felación que no has hecho a un hombre que no
conoces. Más terrible aún –según la información del artículo– es la
indefensión de las víctimas ante estos atropellos. No hay forma de evitarlo,
ni con leyes ni con represión informática, y es necesario explicar por qué:
porque la realidad, agotada en la red, se ha emancipado de la verdad y del
mundo. La mujer que dice “esa no soy yo” ante un deepfake pornográfico se
aferra a la superstición de la identidad entre cuerpo e imagen. Si soy mi
cuerpo, piensa, ésa no soy yo. Pero ocurre que ahora la identidad se da
entre imágenes: yo soy mi imagen. Y si yo soy mi imagen puedo estar haciendo
por ahí lo que mi imagen quiera o lo que otros quieran hacer con mi imagen
sin que mi cuerpo pueda reclamar ninguna anterioridad, originalidad o
“autoría”. El ser es la imagen y aquí ya no hay esencia y apariencia,
realidad y ficción, verdad o falsedad. Sencillamente la imagen
manufacturada, puesta en circulación por nosotros mismos, ha dejado de
servir para establecer esas diferencias: verum index sui et falsi. No es eso
lo peor: lo peor es que, no sirviendo para esa elemental distinción
antropológica, ha sustituido cualquier otro mundo posible en el que esa
diferencia pudiera tener aún algún valor. Si no hay más que imágenes en la
red, si nuestra identidad es fotográfica, si aceptamos que es ahí donde se
decide nuestra vida, es absurdo protestar o reclamar protección. La sola
cosa que podríamos hacer es practicar una iconoclastia activa, una retirada
total del mundo de las imágenes, lo que materialmente no es nada fácil, pues
la “realidad” está en estos momentos habitada por la misma economía
capitalista que ha devorado el “mundo” y destruido la “verdad”. Los únicos
que pueden retirarse son precisamente los ricos y poderosos que nos han
metido en este lío, un lío que –no lo olvidemos– cuesta la vida a muchos
jóvenes sélficos incapaces al mismo tiempo de encajar en la “realidad” y de
salir de nuevo al “mundo”. Como sabemos, el suicidio es ya la primera causa
de muerte entre los adolescentes.



Se dirá que soy viejo y tecnófobo. No lo creo. No me preocupa la tecnología.
A veces me es útil y a veces me proporciona placer; y en todo caso acepto
que habrá que dar también ahí la batalla. Pero no nos engañemos. Nada puede
ser útil si nos arrebata el mundo y la verdad; y nada puede ser placentero
si nos arrebata el mundo y la verdad. Me preocupa, pues, que la tecnología
se apodere de la realidad y deje fuera el mundo y la verdad, sin
filtraciones posibles entre las tres instancias. Me preocupa una sociedad
sin novedades y sin asombro –sin peces y sin gallos, sin la portentosa
repetición del amor– y en la que los árboles queden desprotegidos; y en la
que nosotros, árboles entre otros árboles, no seamos capaces de afrontar la
muerte con esperanza y con dignidad.



* Santiago Alba Rico, filósofo y escritor. Nacido en 1960 en Madrid, vive
desde hace cerca de dos décadas en Túnez, donde ha desarrollado gran parte
de su obra. Sus últimos dos libros son "Ser o no ser (un cuerpo).

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