Argentina/ El falso neodesarrollismo y su cruzada contra los reclamos ambientales. [Esteban Mercatante]

Ernesto Herrera germain5 en chasque.net
Lun Sep 6 12:39:40 UYT 2021


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Correspondencia de Prensa

6 de septiembre 2021

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Argentina



El falso neodesarrollismo y su cruzada contra los reclamos ambientales



Para la política del gobierno de aumentar a como de lugar las exportaciones
de commodities para conseguir algunos dólares –que siempre se van por la
canaleta de la deuda y la fuga de capitales– los reclamos ambientales
aparecen como una amenaza. El supuesto antagonismo entre desarrollo
económico y protección ambiental, se convirtió en un debate de cierta
notoriedad en este contexto.



Esteban Mercatante

Ideas de Izquierda, 5-9-2021

https://www.laizquierdadiario.com/



El gobierno de Alberto Fernández suele ser presentado por sectores de la
oposición de JxC o desde algunos ámbitos empresariales como hostil al
desarrollo de las exportaciones. Pero por el contrario, si bien AF ha tomado
decisiones puntuales como el cierre de las exportaciones de carnes, desde
que asumió viene mostrando un afán por aumentar los dólares logrados con el
comercio exterior a como dé lugar. Los caminos para lograrlo, al igual que
en el gobierno de Macri que lo precedió o en los de Cristina Fernández y
Néstor Kirchner –en esto no hay grieta– pasaron ante todo por estimular el
aprovechamiento de los recursos naturales para exportar commodities, ya sea
ampliando el agronegocio –lo que incluye la novedosa incursión en los trigos
transgénicos–, nuevos proyectos de megaminería, aumentar los estímulos
fiscales para el fracking, favorecer la extracción de litio, y apostar a las
megagranjas porcinas. Si bien el agropower avanza sin barreras a pesar de
todos los daños, bien documentados, que produce el uso indiscriminado de
herbicidas, y también ocurre lo mismo con la extracción de hidrocarburos,
otras iniciativas se toparon con resistencia y en algunos casos debieron ser
archivadas. Desde que asumió Fernández dos proyectos de megaminería que
contaban con su apoyo, los impulsados por Mendoza y Chubut, se chocaron con
un extendido rechazo popular en ambas jurisdicciones. Y hace unos meses, la
legislatura de Tierra del Fuego prohibió la cría de salmones en cautiverio
en la jurisdicción de la provincia, tras un año de fuerte resistencia
comunitaria a la instalación de salmoneras en el Canal Beagle.



Como resultado de estos reveses, un cierto número de académicos afines al
gobierno, algunos de ellos con despacho en ministerios como el de Desarrollo
Productivo comandado por Matías Kulfas y otros simplemente entusiastas que
intervienen en el debate por vocación y ad honorem (aunque el honor de esta
tarea sea bastante dudoso), viene apuntando vehementemente contra lo que han
dado en llamar un ecologismo o ambientalismo “bobo”, o “trucho”, término
este último que utilizó el secretario de Industria, Ariel Schale, el jueves
pasado al participar en el acto organizado por la UIA [1]. En una caritacura
grotesta, los reclamos ambientales son presentados como el gran problema de
la Argentina por las trabas que imponen al despliegue exportador. Los
movimientos ambientalistas y todas las comunidades que se movilizan en
rechazo a la megaminería, al fracking, a la producción salmonera, a las
granjas porcinas, y otras tantas actividades, serían los responsables de la
perpetuación del atraso nacional.



No se trata de un contrapunto que se plantee hoy en términos muy originales.
De hecho, esta manera de responder a las demandas ambientales por parte de
los gobiernos llamados posneoliberales estuvo presente durante los últimos
20 años ante numerosos conflictos que suscitaron varios proyectos de alto
impacto. Lo novedoso es el grado de virulencia que adquirió el debate en
algunos ámbitos, y la manera, verdaderamente bochornosa, en la que se
escamotea el destino que verdaderamente tendrán las divisas que esperan
conseguir de un aumento de las exportaciones, el cual no tiene nada que ver
con ningún desarrollo.



El fervor de las diatribas va en proporción inversa a los comentarios que
merecen las muestras que da este gobierno –con el que estos vociferantes se
identifican cuando no son directamente funcionarios– de amoldarse a las
restricciones que sí explican de manera directa y sin lugar a dudas la
perpetuación del atraso y la decadencia nacional: los dictados del FMI, las
demandas de los acreedores de la deuda eterna, las prerrogativas de los
empresarios vaciadores y los privilegios del capital imperialista. Los
antagonistas de los reclamos ambientales no hacen sobre esto ningún
comentario; se trata, parece, de un dato de la realidad que no parece
posible cuestionar ni aspirar a modificar. A lo sumo se puede volver más
soportable gracias al salto exportador. Esta aspiración que solo resulta
impedida por la “irracional” pretensión de algunas comunidades de no ser
fumigadas desde aviones con agrotóxicos o de no soportar los movimientos
sísmicos que genera el fracking. Por eso contra estas se descarga la furia
twittera de la heterodoxia económica afín al oficialismo, devenida adalid de
un neoextractivismo que se quiere hacer pasar por desarrollismo.



¿Exportar para qué?



A la hora de hacer suyo el mandato exportador, la “heterodoxia” económica
resulta difícil de distinguir en sus planteos de los postulados
tradicionalmente asociados al liberalismo económico. Ideas como las de que
si no se exporta no se puede crecer ni por lo tanto redistribuir
progresivamente, parecen sacadas de las obras de Pablo Gerchunoff, que se
autopercibe “liberal de izquierda”, y bajo este posicionamiento hizo
digeribles para un público “progresista” nociones arraigadas en una lógica
económica del mainstream ortodoxo liberal, más allá de los adornos
argumentales que lo acompañen.



Los caminos a través de los cuales se aspira a cumplir este mandato
exportador reproducen, de manera exacerbada, los patrones del comercio
exterior de los países dependientes, más allá de los cambios registrados en
los socios comerciales, con China hoy como principal comprador en casi todos
los rubros. El imperativo de incrementar los saldos exportables, y el
dominio de las cadenas de valor de la mayoría de los rubros por grandes
empresas multinacionales que dominan la tecnología aplicada y determinan
cómo y cuánto se produce con fines que nada tienen que ver con los
requerimientos productivos de los países donde operan, conduce a la primacía
de procesos extractivos que adquieren características insustentables, en el
sentido de que destrozan ecosistemas que deberían ser legados a generaciones
venideras.



Esta insustentabilidad está presente en varias actividades muy gravitantes
en el país, como lo muestra incluso un paneo superficial. Empezando por la
agricultura comercial, un pilar histórico del capitalismo dependiente
argentino, que se revigorizó durante las últimas décadas gracias los
paquetes tecnológicos que ampliaron las posibilidades de siembra de soja y
maíz, estimulando el desmonte de bosques y el desplazamiento de otras
actividades en favor de privilegiar unos pocos cultivos que ofrecen elevados
márgenes. Estos cultivos se basan en el uso de potentes herbicidas que han
ido perdiendo efectividad con el paso del tiempo, como consecuencia de las
resistencias que las malezas fueron desarrollando a su fórmula. Esto llevó a
los productores a usarlos en cada vez mayor volumen para hacer frente a
súpermalezas, haciendo que el resultado sea cada vez menor en proporción a
la cantidad de agroquímico utilizado. En la actualidad el glifosato empieza
a ser reemplazado por el glufosinato de amonio, de toxicidad aún mayor, con
la novedad de que en las nuevas especies transgénicas disponibles en el país
resistentes a esta nueva línea de herbicidas se incluirá el trigo, que hasta
el momento no contaba con variedades genéticamente modificadas [2]. A la
minería convencional, cuya viabilidad se reduce con el agotamiento de los
yacimientos, la sustituye la megaminería, que consume ingente agua y utiliza
materiales altamente contaminantes para extraer el mineral diseminado en la
roca. La extracción de litio, que por su rol en el desarrollo de energías
que reemplazan a los combustibles fósiles es presentada como parte de
modelos sustentables, se basa en mecanismos que exigen un elevado consumo de
agua en regiones áridas, además de que, como observa Bárbara Göbel, los
espacios concesionados “se solapan con tierras de pastoreo, territorios
indígenas y reservas naturales” [3]. El fracking, también basado en un
elevado consumo de agua que involucra los métodos para extraer petróleo de
esquisto, ha sido denunciado también por el incremento de actividad sísmica
asociado a las fracturas. A contramano del reconocimiento de las
problemáticas ambientales que se ha vuelto cotidiano en los foros globales
dirigidos por los países imperialistas y donde participan los CEO de las
firmas globales más renombradas, la pulsión del capitalismo que empuja a las
firmas a maximizar ingresos, minimizar costos y multiplicar la escala de
producción para amasar mayores ganancias, lleva a que esas mismas firmas que
se dicen preocupadas por el medio ambiente participen de manera directa o
indirecta (por los insumos que utilizan) en la profundización de estas
actividades extractivas, sin miramiento de los límites que imponen los
ciclos de la naturaleza y produciendo desechos en niveles crecientes. El
proyecto de exportar más implica que se lleve a cabo en el país más de todo
esto, estimulando la radicación de actividades que los países y empresas
imperialistas “tercerizan” en las economías dependientes para desplazar a
estos territorios las consecuencias indeseadas de las mismas. La idea de que
esto pueda justificarse por la necesidad de exportar más, y que las
consecuencias ambientales que genere podrán ser una preocupación del futuro,
resulta sumamente peligrosa. Ya hoy observamos las huellas que deja la
profundización de la rapacidad extractivista, en los efectos de la
contaminación de agrotóxicos y otros químicos vertidos por empresas mineras
en personas y animales, en las inundaciones agravadas por los desmontes, en
las sequías cada vez más devastadoras, en los incendios forestales, y un
largo etcétera.



Igual de peligrosa, por falaz, es la idea de que el problema no está en este
tipo de emprendimientos sino en la manera en que se llevan a cabo, por lo
cual la cuestión no estaría en rechazarlas o prohibirlas sino en asegurar un
control adecuado del Estado. Esta pretensión de que un control adecuado
puede limitar los efectos ambientales negativos de la deriva extractivista,
carece de asidero cuando los efectos son intrínsecos a las técnicas
utilizadas o a las escalas que requiere hacer rentable la explotación
capitalista de los recursos naturales.



Obviamente, en un país capitalista dependiente como la Argentina, que desde
mediados del siglo XX encontró sus ciclos económicos determinados por la
disponibilidad de dólares para importar insumos productivos, es casi
tautológico afirmar que si las exportaciones no crecen o se estancan, habrá
un límite al crecimiento o al desarrollo. Pero esta obviedad se evidencia
como un planteo falso si miramos más en detalle lo que viene ocurriendo con
las cuentas externas del país. La insuficiencia de dólares no viene en la
actualidad determinada por los requerimientos de importación que no llegan a
satisfacerse, como ocurría durante los ciclos pare siga [4] tal como estos
se sucedieron en el país desde mediados del siglo XX hasta la crisis que
desembocó en el Rodrigazo. Durante ese período se trataba de una estrechez
divisas que estrangulaba la producción, y que surgía de desbalances
comerciales crónicos que venían determinados por la configuración de la
estructura productiva. No es lo que ocurre en la actualidad. Si durante la
última década el desenvolvimiento –casi estancado– del capitalismo argentino
estuvo signado por una insuficiencia de dólares, esta no se debió a un saldo
comercial deficitario; excepto en los años 2015, 2017 y 2018, las
exportaciones superaron a las importaciones. Las primeras medidas de
restricción cambiaria durante el último mandato de CFK se dieron en dos
años, 2011 y 2012, durante los cuales el país registró el mayor nivel de
exportaciones de su historia, amasando un superávit comercial de USD 9.000
millones y 12.000 millones, respectivamente. Entre 2003 y 2014, el país
amasó por superávit comercial la friolera de USD 165.000 millones, lo que
equivalía a casi un tercio del tamaño de la economía en cuando terminó el
gobierno de CFK en 2015. Un superávit comercial abultado y sostenido en el
tiempo es algo que no tenía precedentes en el país hacía décadas. Así y
todo, no alcanzaron para solventar la sangría de divisas. El problema, como
se ve, no es solamente conseguir dólares, sino que estos no se escurran de
las manos del Banco Central. Ningún cambio significativo vendrá en materia
de desarrollo si se lograra aumentar el peso de las exportaciones como
porcentaje del PBI, si en igual medida aumenta la pérdida de divisas por
distintas vías, que es lo que ocurrió durante la “década ganada”.



La “restricción externa” con la que se chocó el capitalismo argentino en la
última década, y que está en las raíz del estancamiento económico que arrojó
la evolución promedio del PBI en este período, no se debió a desequilibrios
surgidos de la estructura productiva, sino a las demandas que impuso sobre
los dólares comerciales el resto de los componentes deficitarios de la
balanza de pagos: los pagos de servicios de deuda, las remesas de utilidades
de las empresas extranjeras y de otras regalías que imponen por el uso de
tecnología, y la fuga de capitales. Por supuesto, la desarticulación de la
estructura productiva, rasgo que se profundizó en el período que va desde la
dictadura de 1976 hasta el final de la Convertibilidad y no se revirtió,
configura una economía que funciona con una alta propensión a importar a
medida que crece la economía. Industrias como la automotriz o la electrónica
son básicamente armadurías que importan 60 % o más de sus componentes, y a
medida que crecen aumentan el déficit comercial. Incluso durante los últimos
años del gobierno de CFK se agravaron cuestiones como el déficit comercial
energético. También hay que considerar la debilidad de la inversión
productiva durante estos años como un elemento que puso límites al rojo
comercial; más inversión habría significado más importaciones, y menos
superávit. Pero, aún con estos considerandos, el dato es que el superávit
comercial fue relativamente sostenido durante estos años. Lo que llevó a la
restricción externa fue que el saldo favorable del comercio exterior dejó de
alcanzar para toda la sangría producida por los otros factores mencionados.
Eso determinó, primero, la imposición de medidas que buscaron cuidar los
dólares imponiendo restricciones, al precio del crecimiento de la economía.
Después, con Macri, se anuló este cepo y se buscó atraer capitales armando
una bicicleta financiera y recurriendo al endeudamiento “serial” en moneda
extranjera. Cuando esto estalló, volvieron otra vez las restricciones.



En toda esta parábola, lo que nunca se alteró, más allá de las variaciones
cuantitativas, es el lastre que estas sangrías imponen sobre la economía
argentina y las divisas que generan las exportaciones, lo que estuvo
determinado por cómo la burguesía argentina y el imperialismo hicieron y
hacen uso del excedente. Sin poner en cuestión esto, lo cual exige atacar
las posiciones del gran capital y el imperialismo en los resortes de la
economía nacional, poniendo en movimiento la fuerza de la clase trabajadora
para tomar medidas fundamentales como el monopolio del comercio exterior, la
nacionalización de los bancos, o la expropiación de la gran propiedad
agraria, cualquier “salto exportador” solo aumentará, en primera instancia,
los dólares disponibles para que se embolsen los saqueadores. Solo en
segunda instancia, las migajas que queden de este jugoso banquete podrán
quedar disponibles para estimular el crecimiento o el desarrollo. Sobre
estas cuestiones, que no se interroga el consenso exportador de commodities
que hoy no conoce grieta, ponía el dedo en la llaga el investigador Gustavo
Burachik cuando se preguntaba, “exportar más, ¿para qué?”. También lo
hicieron más recientemente Francisco Cantamutto y Martín Schorr en un
artículo de Nueva Sociedad en el que cuestionaban el “fetiche de las
exportaciones como fuente de desarrollo”. Además de analizar las formas de
especialización que caracterizaron a las exportaciones de América Latina en
las últimas décadas (cuyos pilares son, en importancia variable según el
país, la extracción en gran escala de recursos naturales con métodos cada
vez más destructivos, la maquila industrial y el turismo internacional),
“estuvieron centradas en el desmantelamiento de las estructuras productivas
interna” y que no respondieron “a necesidades nacionales o a programas de
desarrollo, sino a la crisis y la necesidad de obtener recursos externos y
fiscales para pagar deuda”, que se ha convertido en el gran organizador de
la producción y es lo que domina la apropiación de las divisas generadas por
el comercio exterior en el conjunto de la región. Los grandes proyectos
exportadores recientes no fueron puestos en marcha para sostener ni al
consumo ni la inversión; en muchos casos no generan una demanda
significativa de fuerza de trabajo (aunque ese suele ser uno de los
argumentos con los cuales los gobiernos nacionales o provinciales los
justifican) además de que muchas veces impactan negativamente sobre otras
actividades y por lo tanto destruyen puestos de trabajo. Además, algunas
exportaciones dependen de remunerar mal a la fuerza de trabajo, para poder
“competir” internacionalmente. “No parecen ser promesas de desarrollo
atractivas”, concluyen los autores.



¿El fin justifica los medios?



El mandato exportador fundamenta la legitimidad de todos los trastornos
ambientales que puedan generar las actividades impulsadas, desde los
impactos locales sobre ríos o ecosistemas hasta la contribución a agravar
problemas globales como el calentamiento global, en un “derecho al
desarrollo”. Ya sea que se plantee de manera explícita o implícita, el
planteo básico es que un país de ingresos medios, y que viene mostrando una
tendencia declinante como la Argentina, no puede darse el lujo de
desaprovechar sus recursos. Debe usarlos para elevar su nivel de ingresos,
aunque sea al precio de agravar la huella ambiental. El argumento, que
podría ser a priori debatible en abstracto, se transforma en falacia cuando
es invocado para continuar en un círculo vicioso que deja huellas
ambientales en todo el territorio sin contribuir en lo más mínimo al
pretendido desarrollo.



La cuestión de fondo, retaceada cuando se plantea este antagonismo entre
desarrollo y protección ambiental en pos de privilegiar al primer término en
detrimento del segundo, es que esta meta se ha convertido en una quimera
para los países dependientes como la Argentina. Como hemos discutido en otra
oportunidad, ni siquiera entre los casos de países “exitosos” en lograr una
industrialización exportadora durante la reestructuración productiva que
realizó el capital imperialista durante las últimas décadas, hay muchos que
pueda decirse que traspasaron un umbral de desarrollo que los ponga en
niveles comparables con los países imperialistas. Mucho menos en el caso de
países como la Argentina, condenada a participar de la división
internacional del trabajo que caracteriza hoy al sistema mundial capitalista
como proveedor de commodities. Por eso, la ideología del desarrollo
(capitalista), ya sea en sus variantes más neoliberales basadas en la
inversión extranjera o en las “nacionales y populares”, es en la Argentina
actual una quimera. La clase capitalista tiene como única aspiración
realizar los negocios más jugosos que estén al alcance de su mano, sin
preocuparse por la perpetuación del carácter dependiente y con rasgos
semicoloniales del capitalismo argentino. No tiene razón de ser, en términos
capitalistas, otro patrón que el de la (sub)acumulación que viene
caracterizando a la economía nacional. La perspectiva del desarrollo le
sirve a los pocos sectores de la clase dominante argentina que apelan a este
imaginario, como una zanahoria, una promesa de una futura compensación para
las penurias que esta clase social impone a los trabajadores y sectores
populares, que se vienen agravando en las últimas décadas al calor de una
oleada de crisis.



Romper este círculo vicioso del (no) desarrollo capitalista que es una
máquina de producir pobreza, desigualdad y daños ambientales es clave para
poder encarar un camino que pueda plantearse seriamente aumentar la
capacidad de generación de riqueza –necesaria para mejorar las condiciones
de vida del pueblo trabajador y reducir el tiempo del día que debe ser
dedicado al trabajo– y establecer una relación racional y sostenible con la
naturaleza, dimensiones ambas negadas por la deriva extractivista. Lograr
esto requiere crear una alianza social del conjunto del pueblo pobre, que
articule las demandas de todas las comunidades movilizadas por los reclamos
ambientales que se enfrentan a las empresas y gobiernos provinciales y
nacional, e integre a los movimientos ambientalistas que apuntan contra la
lógica capitalista como principal motor de destrucción ambiental,
hegemonizada por la clase trabajadora. Esto es fundamental para cortar las
ataduras con el imperialismo y sus aliados locales, imponiendo un gobierno
de trabajadores que se proponga reorganizar toda la producción en función de
las necesidades sociales y privilegiando una relación armónica con el
ambiente.



Ecología y desarrollo: respuestas de otra clase



Entre las medidas fundamentales que desde la izquierda anticapitalista y
socialista planteamos para cortar el círculo vicioso del atraso y la
dependencia, están la nacionalización de los bancos para conformar una banca
estatal única, y el establecimiento de un monopolio estatal del comercio
exterior, junto con la nacionalización y estatización de las empresas
imperialistas que controlan resortes estratégicos de la economía. Estas
medidas no solo son fundamentales para cortar con el atraso y la
dependencia. Son también la base para iniciar una transición hacia un
metabolismo sostenible con la naturaleza, que resulta imposible en el
capitalismo.



Lo que los “neodesarrollistas” devenidos neoextrativistas dicen querer
resolver mediante un aumento de las exportaciones –que no es lo mismo que lo
que efectivamente ocurre con los dólares del superávit comercial–, es decir,
obtener divisas para realizar inversiones fundamentales, no requiere en
realidad embarcarse en un incremento del volumen exportado. Como vimos,
bastaría con parar la sangría de divisas que tiene lugar de manera crónica.
La fuga de capitales, los servicios de la deuda, las remesas de ganancias de
las empresas multinacionales que operan en el país a sus casas matrices, y
las rentas como la agraria apropiadas por el agropower, muestran que el
problema no es la falta de recursos potencialmente disponibles para realizar
las inversiones más urgentes. Si cortamos con estas vías de vaciamiento es
posible disponer de medios para invertir en incrementar la capacidad de
crear riqueza, mejorando o creando infraestructuras clave, a la construcción
de viviendas, escuelas, hospitales, a la modernización de los transportes, a
garantizar el acceso a la cultura y el esparcimiento.



En este conjunto de medidas está también la base para restablecer el
metabolismo entre sociedad y naturaleza roto por el capitalismo.



La expropiación de los grandes terratenientes es clave no solo para una
apropiación íntegra de la renta agraria que hoy se reparten los eslabones
del agropower, sino para replantear de manera radical el agronegocio. Esto
permitirá poner en primer lugar la satisfacción de necesidades alimentarias
de la población en vez de privilegiar la búsqueda de saldos exportables.
También hará posible estimular el desarrollo de métodos que permitan obtener
rendimientos similares con menor utilización de energía y agroquímicos.



Con estas medidas como punto de partida, un gobierno de la clase trabajadora
podría acelerar la necesaria transición energética e impulsar la soberanía
alimentaria. También podría decidir democráticamente, mediante el más amplio
debate del conjunto de la sociedad y con especial énfasis en las comunidades
y sectores potencialmente afectados, qué actividades exportadoras pueden
seguir llevándose a cabo, cuáles deben reformularse, y cuáles –como el
fracking y la megaminería– deben abandonarse completamente. Exportar dejaría
de ser un fin en sí mismo que solo sirve para solventar la salida crónica de
divisas, para convertirse simplemente en un medio para adquirir los medios
de producción e insumos importados que sean requeridos para mejorar las
condiciones de vida del pueblo trabajador. Y cuya principal condición será
que las actividades exportadoras se lleven a cabo en condiciones
verdaderamente sustentables, compatibles con la regeneración de los recursos
naturales y sin producir daños irreversibles.



El crédito público de la banca nacionalizada y los impuestos (guiados por un
criterio de reforma progresiva para gravar más a los sectores de la
población de mayor riqueza y a las empresas privadas que operen con
ganancias extraordinarias), junto al monopolio estatal del comercio
exterior, pueden convertirse en mecanismos para promover los sectores
económicos que ningún empresario se propuso ni se propone desarrollar, con
un criterio que ponga por delante el interés público (debatido
colectivamente por la clase trabajadora y el pueblo), como la agroecología
que hoy apenas prospera en los bordes del agronegocio. También podría
invertirse en el saneamiento de la contaminación urbana y rural acumulada
durante décadas, cuestión que hoy está claramente al final de las
prioridades y cuyos padecimientos recaen sobre todo en el pueblo pobre.



Una salida de este tipo, protagonizada por la clase trabajadora en alianza
con el conjunto del pueblo pobre, es la única manera de hacer compatible lo
que en el capitalismo dependiente argentino aparece como un antagonismo
irresoluble entre salir de la decadencia y el atraso y la protección del
medio ambiente. La perspectiva que planteamos puede iniciarse en los marcos
nacionales, cortando las ataduras que imponen la burguesía y el
imperialismo, pero solo puede concretarse seriamente a escala internacional.
El puntapié inicial para ello es unir lazos con los pueblos de América
Latina.



Notas



[1] Entre los que han salido a defender más entusiastamente la necesidad de
aumentar las exportaciones y apuntado contra la traba que representan los
reclamos ambientales para dicho objetivo, podemos encontrar a Claudio
Scaletta, Eduardo Crespo, José Natanson, y a Daniel Schteingart. Este último
dirige el Centro de Estudios para la Producción, que está dentro del
organigrama del ministerio de Desarrollo Productivo comandado por Matías
Kulfas.

[2] El caso del trigo es presentado como un logro del desarrollo tecnológico
nacional, ya que las variedades de transgénicas fueron inscriptas por
Bioceres, empresa semillera que es resultado de la colaboración entre el
sector público y firmas privadas, que tiene entre sus accionistas a Gustavo
Grobocopatel y Hugo Sigman, y FlorimondDesprez de Francia.

[3] Göbel, Barbara, “La minería del litio en la Puna de Atacama:
interdependencias transregionales y disputas locales”, Iberoamericana, año
XIII, N.º 49, marzo 2013.

[4] Sobre esta dinámica de ciclos pare siga, puede consultarse el artículo
“El poder económico en la historia argentina".

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