Homeopatías/ El camino de Damasco. [Santiago Alba Rico]

Ernesto Herrera germain5 en chasque.net
Sab Sep 18 00:05:50 UYT 2021


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Correspondencia de Prensa

18 de septiembre 2021

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Homeopatías



El camino de Damasco




Las cosas pequeñas no salvan, pero sostienen. Agarran. Por eso constituyen
una garantía de supervivencia y un peligro.



Santiago Alba Rico *

CTXT, 15-9-2019

https://ctxt.es/



Como todos sabemos, Paulo de Tarso, San Pablo para los cristianos, se cayó
del caballo camino de Damasco y se convirtió así en el verdadero fundador de
la Iglesia de Cristo. ¿Pero acaso sabemos cuántos más, antes y después de
él, se cayeron en ese mismo tramo del camino? Quizás fueron decenas que no
han dejado la menor huella en la memoria. Quizás miles se cayeron, se
sacudieron la ropa y reanudaron la marcha, ignorando la llamada de Dios
porque preferían acudir a la llamada de la amada, de la taberna o del
partido de los domingos. Quizás muchos reemprendían la marcha llevando
cautelosamente el caballo de la brida, no fuera que a Dios se le ocurriera
llamarlos de nuevo. Quizás todo el mundo sabía que Dios se había instalado
precisamente en ese punto del camino de Damasco y por eso algunos elegían
una calzada alternativa y los que no tenían más remedio que pasar por allí
lo hacían a pie o en un asno lento y plebeyo, para amortiguar la costalada.
Quizás había incluso un letrero en la cuneta que advertía del riesgo, como
los que hoy en nuestras carreteras indican “curva peligrosa”; y San Pablo lo
tomó a sabiendas de lo que hacía, atraído, como era propio de él, por todas
las experiencias extremas e irregulares.



La expresión “caída de Damasco” se utiliza para referirse a esa revelación
inesperada que parte en dos una vida; al –así llamado– “momento de la
verdad” en el que se decide el curso de la existencia. Es lo que, en los
aledaños del concepto, los griegos y luego los cristianos denominaron
kayros, término traducido a menudo como “oportunidad”; y no deja de ser
curioso –o inevitable– que esta idea muy filosófica se la haya apropiado hoy
la gestión emresarial para localizar y transmitir a sus soldados el momento
“verdadero” en el que, cautivo en las redes del agente de viajes, el cliente
decide comprar el producto: la oportunidad, en definitiva, de un negocio.
Kayros era para los griegos, frente a Cronos, el tiempo corto, intenso,
decisivo, en el que el Destino, por así decirlo, aflojaba la mano; y en el
que, por tanto, el Carácter, según la reflexión de Walter Benjamin, se hacía
cargo, por unos instantes o por unos días, de la propia experiencia vital.
Para los creyentes, digamos, Dios es el Carácter del Mundo que, en el camino
de Damasco, deshace el Destino de Saulo y lo reencarrila en un nuevo fatum
ya sin retorno o, si se quiere, despojado a partir de ahora de todo Carácter
propio. Para los no creyentes, en cambio, lo que los cristianos llaman
“revelación” no es más que la manifestación más radicaldel frente al
acoplamiento rutinario a ese Destino común siempre al trote, sin caídas
estrepitosas, que preside las vidas normalas y norbuenas de los seres
humanos de a pie: el Carácter, en definitiva, que derriba el caballo llamado
Destino. Lo bonito de las hagiografías cristianas es que nos hablan de una
época maravillosa en la que la gente se “convertía”; es decir, se sustraía
de pronto, en un kayros fulminante, a su destino familiar, social y
religioso. La idea misma de “conversión”, expresión de un volteo disruptivo
y radical, nos recuerda dos cosas muy importantes: la primera, que es
posible e inevitable cambiar; la segunda, que en la vida humana son más
frecuentes (¡y no digamos bajo el capitalismo!) los accidentes que los
cambios.



En realidad, no es cierto. En realidad cambiamos sin cesar, pero no nos
damos cuenta, salvo retrospectivamente, porque los cambios no suelen ser
consecuentes a una conversión; incluso los accidentes se incorporan
blandamente a una vida cuya monótona continuidad es la centralidad del yo.
No nos damos cuenta porque después de afiliarnos a una nueva iglesia o a un
nuevo partido –valga decir– nos seguimos reconociendo en el espejo. Quizás
en el recuerdo, a los sesenta años, localizamos en nuestro pasado dos o tres
“momentos de la verdad” en los que –enseguida reparamos– intervinimos poco o
nada o intervinimos de tal modo que, en ese momento crucial, nos parecía
estar cediendo más al Destino que imponiendo nuestro Carácter. Frente a la
idea de “conversión”, que ilumina un kayros o “momento de la verdad”, las
vidas normalas y norbuenas van acumulando decisiones, si se quiere,
homeopáticas. Es verdad: en algún sentido muy radicalmente existencialista
podríamos decir, sí, que en las vidas normalas y norbuenas cada momento es
el momento de la verdad porque cada momento es el momento en el que, contra
la náusea y el cansancio, decidimos no cambiar de vida; cada momento es, aún
más, el momento de la verdad porque cada momento es el momento en que
decidimos no suicidarnos, pues es también el momento en que suena el
teléfono móvil, borbotea la olla en el fogón o queda una cerveza en la
nevera. Lo que ocurre es que, si cada momento es el momento de la verdad, no
hay en puridad ningún momento más verdadero que otro. No hay “momentos de la
verdad”. Por muy deprisa que cambien nuestras costumbres y nuestras
opiniones (¡y bajo el capitalismo altamente tecnologizado cambian casi cada
día!) ninguno de esos cambios, mientras lo vivimos, podemos fecharlo o
anclarlo en una experiencia de revelación paulina.



Nuestras vidas, por tanto, se componen de decisiones y transformaciones
homeopáticas. La homeopatía es completamente inútil para curar enfermedades,
pero provee, frente a la “conversión”, una buena metáfora para describir la
normalidad y norbonidad de la existencia humana, y ello en la medida en que
invierte el conocido adagio: “a grandes males grandes remedios”. La
homeopatía, en efecto, nos sugiere más bien lo contrario, la idea de que a
grandes males hay que oponer pequeños o pequeñísimos remedios, los cuales, a
veces, como el famoso “recuerdo del agua”, no mantienen ya ninguna relación
con el mal original. De hecho, nuestras decisiones homeopáticas discurren
casi siempre completamente en paralelo al Destino de cuya entraña surgen. Es
lo que en otro tiempo llamábamos “supersticiones” y “neurosis”: dos
fenómenos casi indiferenciados que convergen en un gesto diminuto, concreto
y reglado, que nos relaja de una tensión estructural, abstracta y
gigantesca. Pondré un ejemplo negativo y otro positivo. El negativo: un
hombre (o una mujer), abrumado por el paro y la pobreza, privado de todo
poder y que acaba de escuchar una noticia realista y apocalíptica sobre el
cambio climático, propina con alivio un bastonazo al perro que se acerca a
lamerle la rodilla. El positivo: un hombre (o una mujer), abrumado por el
paro y la pobreza, privado de todo poder y que acaba de escuchar una noticia
realista y apocalíptica sobre el cambio climático, acude a la cama donde
duerme su hijo de cuatro años (ahora que precisamente no hace frío) y lo
arropa y le ahueca la almohada para protegerlo de todo mal.



Las cosas pequeñas no salvan, pero sostienen. Agarran. Por eso constituyen
una garantía de supervivencia y un peligro. Miles de millones de personas
haciendo gestos pequeños en paralelo a la Historia que trabaja contra ellos
ofrece la imagen más tierna, esperanzadora y preocupante que cabe concebir
en un mal momento.



¿Cuáles no lo son? ¿Cuáles no lo han sido? Porque no es ya el Destino sino
la Historia la que preside, como un destino, nuestras vidas. Curiosamente,
si la vida humana, la normala y la norbuena, está compuesta de decisiones
homeopáticas sin “momentos de la verdad”, percibimos la Historia, en cambio,
cada vez que bregamos en ella, como compuesta sólo de “momentos de la
verdad” a cuya llamada sería irresponsable o criminal no responder. Pero ni
la normalidad-norbonidad es puramente reproductiva u homeopática ni la
Historia, ya totalmente absorbida en el capitalismo, es el camino de
Damasco. Podemos percibir como un peligro la normalidad y norbonidad de los
que, derribados del caballo, se sacuden el polvo y reemprenden a pie su
monótono avatar. Pero podemos percibir como no menos peligrosa la concepción
de la política que considera la Historia un permanente sobresalto de kayros
de emergencia, frágiles, apremiantes y finalmente desperdiciados. Es como si
no hubiera enlace posible entre la homeopatía humana, sin la cual la vida
social no es posible, y la intervención en la Historia, sin la cual la
salvación no es posible. Ahora bien, la única solución para la especie es
que haya alguno: que el lujo –pues es un gesto innecesario y hermoso– de
arropar a un niño cambie, y no sólo sostenga, el mundo y que cada kayros
desperdiciado se funda con la vida y no se pierda para siempre.



Pensemos en la política española de la última década.  ¿No nos queda un poco
la sensación de que hemos perdido muchas oportunidades por el temor a perder
la oportunidad irrepetible en que se decidía nuestro destino? Y esa
impaciencia, en la medida en que ha dejado fuera muchos gestos homeopáticos,
¿no ha abierto una “ventana” –aún más que la normalidad del que no atiende
la llamada– a la política del enemigo?



Los grandes remedios son también grandes males. Ni siquiera la urgencia del
cambio climático debería llevarnos a olvidar esa gran enseñanza del siglo
XX. No debemos dar bastonazos al perro; no debemos dejar de arropar al niño.




* Santiago Alba Rico, es filósofo y escritor. Nacido en 1960 en Madrid, vive
desde hace cerca de dos décadas en Túnez, donde ha desarrollado gran parte
de su obra. Sus últimos dos libros son "Ser o no ser (un cuerpo).

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