Ciencias/ ¿Nos salvará la ciencia de las fake news? [Samuel Johsua]

Ernesto Herrera germain5 en chasque.net
Mie Dic 14 22:55:28 UYT 2022


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Correspondencia de Prensa

14 de diciembre 2022

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Ciencias



¿Nos salvará la ciencia de las fake news?



Samuel Johsua

Viento Sur, 14-12-2022

https://vientosur.info/nos-salvara-la-ciencia-de-las-fake-news/

Traducción de Viento Sur



E pur se muove (Y, sin embargo, gira; atribuido a Galileo)



En una obra que se inscribe en la evolución del trabajo de Hubert Krivine,
cuyo propósito es defender la necesidad de un marco racional para tratar los
asuntos humanos y los de la naturaleza; el autor no podía dejar de prestar
atención a la multitud de fake news que aturden a la gente a través de los
medios de comunicación y las redes sociales. Como es habitual en él, lo hace
de forma accesible a los lectores legos en la especialización propia de los
círculos eruditos y sin que ello comprometa el rigor de sus observaciones.



Define la fake news de manera general “como una afirmación engañosa que
evita introducir el relato o las intenciones de quien lo difunde ya que el
efecto no depende mucho de ello”. Entre ellas destaca, aunque no sólo, la
posverdad, que como dice Treiner en el epílogo, es “un estado que pretende
estar más allá de lo verdadero y de lo falso, que suprime esta distinción”.



Aunque obviamente aborda las polémicas aún vigentes que acompañaron la
emergencia de la epidemia de la covid, su punto de vista es más amplio:



“El campo de las fake news es, sin embargo, inagotable: abarca desde la la
propagación persistente de los antiguos mitos, cuando se aceptan
literalmente, hasta la fabricación deliberada de rumores falsos con fines
políticos”.



Entonces, ¿recurrir a la ciencia es una panacea? Krivine viene a demostrar
que eso sería ignorar dos hechos relevantes: por un lado, que las noticias
falsas son una característica propia de la historia de la ciencia; por otro,
que las condiciones para confiar en los fundamentos de la ciencia, incluso
cuando están bien orientados, son cualquier cosa menos fáciles. A ello se
añade con demasiada frecuencia, y con razón, la cuestión habitual de la
falta de confianza en las autoridades, sean quienes sean, y aquí radica
buena parte del problema.



El libro no evalúa todas las fake news, sería imposible; se limita a lo que
el autor conoce mejor por su profesión (es físico) y/o considera
particularmente tóxico.



Una de las particularidades del enfoque de Krivine en este libro es que
trata por igual todas las creencias, sean de las fuentes que sean, y ello
incluye “el peligro real de interpretar literalmente los textos sagrados”,
con la pretensión, por ejemplo, de regular el lugar de la mujer y sus
derechos, o justificar “la colonización israelí de Palestina en nombre de la
Torá”.



Aunque no sea ese el núcleo del libro, el autor nos recuerda que abandonar
el mito tiene un precio, antes de recordar, siguiendo la reflexión de
François Jacob sobre las aportaciones respectivas del mito y la ciencia,
que:



“Las preguntas generales sólo se respondían de forma limitada, pero las
preguntas concretas daban lugar a respuestas cada vez más generales”.



Sin duda, nunca lo suficiente, ya que, como decía Pascal, “el corazón tiene
razones que la razón no entiende”. Y, además, las religiones ateas –me viene
a la mente el estalinismo– pueden tener efectos igualmente espantosos, nos
recuerda Krivine.



Así pues, Hubert Krivine nos viene a mostrar que la cuestión debatida es tan
antigua como la historia de la humanidad. Pero es cierto que, como la
imprenta en su momento, la aparición de internet ha alterado el alcance de
la cuestión. Así, hace notar que “si se busca información sobre la
auriculoterapia –una especie de acupuntura aplicada en la oreja porque evoca
la forma del feto– se encontrarán más de 20mil webs, y casi ninguna dirá que
es ineficaz”.



Sigue a ello una larga historia de la que el autor cita muchos ejemplos y
que cuenta con su parte de fake news sociales y de puras mentiras (como las
famosas y falsas armas de destrucción masiva supuestamente a disposición de
Sadam Husein). Y lo mismo en el ámbito científico, tanto más turbadoras
cuanto que adoptan la apariencia de elaboraciones “reales” so pena de perder
toda credibilidad. En este caso pueden darse desde simples y descaradas
falsedades hasta hipótesis totalmente refutadas pero cuyos autores siguen
defendiendo a muerte. Salvo que los mecanismos para dotar de credibilidad a
estos casos científicos pueden ser sofisticados, lo que hace la cuestión aún
más delicada. En resumen: que la increíble indulgencia de los medios de
comunicación para con los hermanos Bogdanov [1] escapa a toda sutileza, más
o menos.



En estos casos científicos u otros, ¿cuáles son las razones para que
triunfen? Porque, si queremos ir más allá de las puras y simples mentiras de
Estado, tiene que haberlas. El autor nos propone una lista para la
reflexión:



-La apuesta de Pascal [2] (puede ser poco probable, pero si fuera verdad,
¡qué bueno sería!)



-El sesgo de la confirmación (nos inclinamos a seleccionar datos que
confirman lo que queremos creer)



-El retorno a la normalidad (por ejemplo, confirmar la eficacia de las
oraciones para que llueva, algo que acabará ocurriendo al cabo de un tiempo)




-El argumento de autoridad, incluida su forma sofisticada de oponer la
llamada ciencia proletaria a la ciencia burguesa.



-El conocido efecto placebo



-El efecto fantasmagórico del secreto militar (que supuestamente oculta la
llegada de platillos volantes, por ejemplo).



La ciencia como antídoto, a pesar de todo



Sin ocultar sus limitaciones, ya que no existen recetas milagrosas para
evitar estos errores. Paradójicamente, parafraseando al antiguo responsable
de la guerra estadounidense en Irak, Donald Rumsfeld, Treiner da en su
epílogo la siguiente definición de conocimiento científico: “Hay cosas que
sabemos bien, cosas que sabemos menos bien, cosas que ignoramos y cosas que
no sabemos que ignoramos”.



Luego Krivine nos recuerda algunos elementos de la buena práctica científica
que deberían servir de ayuda: la capacidad de predicción, la universalidad
de los resultados, la reproducibilidad, la refutabilidad, la coherencia (ya
sea interna a una línea de razonamiento o externa, es decir, en relación con
el conjunto de los conocimientos aceptados), etc.



¿El Corán y la Biblia contra la ciencia, o a su lado?



El autor entiende que uno pueda sorprenderse (o hasta escandalizarse en el
caso de los creyentes) de que esta cuestión se aborde bajo el epígrafe de
fake news. Y es que en este asunto hay que distinguir dos actitudes:



“Lo que los científicos creen cierto hoy es falso y será refutado mañana”.
La ciencia es parcial, frágil y fluctuante, a diferencia de la verdad
revelada.

El Libro Sagrado contiene la verdad, por supuesto, pero está oculta y
debemos aprender a leerla”.



Sólo la segunda actitud es compatible con el reconocimiento de un campo
autónomo del desarrollo del conocimiento científico. Pero Krivine nos
recuerda que se pasa demasiado fácilmente por alto que hay miles de millones
de personas que hacen una lectura literal de los Libros Sagrados. Y que la
segunda actitud es el resultado de una dura batalla que no puede decirse que
haya concluido totalmente. En 1992, tras una investigación que duró 13 años,
una comisión del Vaticano concluyó que en el caso Galileo [3]... los errores
fueron compartidos. Y la batalla con los creacionistas se libra en todo el
planeta.



Así pues, Krivine hace bien al volver detenidamente sobre una cuestión que
se creía zanjada en la pequeña minoría secularizada, la de abrir a los
creyentes la posibilidad de una relectura compatible con los datos
científicos.



No hace falta ser ateo para ello, esa es otra cuestión. El propio Galileo no
lo era. Es cierto que dio un paso decisivo al afirmar que “el gigantesco
libro (…) del universo (...) está escrito en lenguaje matemático” (y, por lo
tanto, no bíblico). Pero no rechaza el Libro. Simplemente afirma (por
supuesto, provocando un escándalo en su momento) que:



“La intención del Espíritu Santo es enseñarnos cómo ir al Cielo, no cómo va
el Cielo”.



Compárese con la orgullosa respuesta de Laplace a Napoleón:



“Monsieur de Laplace, no encuentro ninguna mención a Dios en su sistema.

Señor, no necesitaba esa hipótesis”.



A la inversa, como dice Lecointre en su preámbulo:



“Acudir a la ciencia para probar a Dios es un planteamiento cientificista,
en el sentido de que le gustaría que la ciencia respondiera a la totalidad
de las cuestiones del conocimiento y a los problemas concretos que se
plantea el ser humano”.



Dos ámbitos separados que deben seguir estándolo.



¿A quién creer?



Entonces, ¿viva la ciencia? Por desgracia, es más complicado. Como nos
recuerda Lecointre,



“(...) Nuestros científicos no son colectivamente prescriptores en materia
de valores, filosofía o política, ni son responsables de la toma de
decisiones”.



Una terrible cita de Hannah Arendt nos recuerda una parte crucial del
problema:



“Cuando todo el mundo miente todo el tiempo, el resultado no es que te creas
las mentiras, sino que ya nadie se cree nada. Un pueblo que ya no puede
creer en nada no puede formarse una opinión. Se le priva no sólo de su
capacidad de actuar, sino también de su capacidad de pensar y juzgar. Y con
gente así, se puede hacer lo que se quiera”.



Un gran problema, por supuesto. No hace falta ser un conspiracionista para
sospechar permanentemente de los de arriba. También está, evidentemente, la
cuestión de perseguir el beneficio por encima de todo: ¿cómo no desconfiar
per se de las afirmaciones de Big Pharma [4]? Y en lo que toca a la parte
conspirativa del problema existe, además, un hecho muy estudiado por los
sociólogos y que Krivine también aborda: el poder de los débiles que creen
hacerse fuertes porque guardan una verdad oculta sólo accesible a los
iniciados. Así que, ¿qué importa que no nos demos cuenta de los verdaderos
complots de los poderosos, que son quienes realmente no dejan de conspirar?



De ello se puede extraer una conclusión: mientras no se elimine la búsqueda
del beneficio como norma, mientras no se imponga la democracia más abierta,
la venganza de los débiles (que ya no creen en nada) será inevitable. Lo que
no quiere decir que no haya que combatirla a pies juntillas (como hace
Hubert Krivine con cada libro) pues en realidad sirve para fortalecer a los
poderosos al desviar el rechazo a un callejón sin salida, a veces mortal en
el sentido original, como ocurre con ciertas manifestaciones de racismo de
masas.



Pero entonces, la ciencia, ¿es frágil y sólida al mismo tiempo? En Un mundo
feliz, Aldous Huxley avanzó una máxima tantas veces reiterada:



“La filosofía nos enseña a dudar de lo que nos parece evidente. La
propaganda, en cambio, nos enseña a aceptar como evidente lo que sería
razonable poner en duda”.



Y, por tanto, ¿dudar también de la ciencia aún a riesgo de caer en la
propaganda? Por cierto, ¿no dudan constantemente los propios científicos?
Muchos se refieren a un falso modelo galileano como al de un sabio aislado
aún teniendo razón frente el orden establecido. Error. Sí, existía un orden
establecido contra él, pero no, no estaba solo; la mayor parte de la Europa
culta de la época estaba más o menos abierta a la hipótesis de Copérnico.



Más allá de eso, sin embargo, nos enfrentamos aquí a un problema de inmensa
complejidad. La duda científica –indiscutible– no es una duda generalizada.
Si nos remitimos al Don Juan de Molière y su famoso “Creo que dos y dos son
cuatro y cuatro y cuatro, ocho”, ¿todo va bien? Pero si hablamos de la
teoría de conjuntos, resulta que uno más uno puede ser... uno. Aunque esta
duda no anula la fórmula de Don Juan; la completa, incluso la supone. Y he
aquí el problema. Dada la inmensa e inevitable especialización de la
producción científica, la duda queda circunscrita sobre todo a la comunidad
científica y, por así decirlo, prohibida al exterior (salvo que tenga una
deriva peligrosa).



Ello supone una gran dificultad para quienquiera que luche por la
emancipación de los pueblos y la generalización de la democracia. Lo indicó
en su época el helenista Jean-Pierre Vernant. Señaló la concordancia de
apariencia entre la democracia ateniense y su ágora con la de la
demostración matemática. Siendo esta última, afirmaba, un antídoto
indispensable contra el posible poder de los demagogos. Puedo ser el único
que sostenga esto con el teorema de Pitágoras, si alguien me sigue en mi
demostración soy yo el que tiene razón si lo demuestro. O, como solía
decirles a mis alumnos de didáctica de las ciencias: la verdad de un teorema
matemático no se decide en clase por votación.



No es que el pueblo sea siempre incompetente. El ejemplo reciente de la
Convención sobre el Clima demuestra lo contrario. Personas seleccionadas por
sorteo convenientemente expuestas durante mucho tiempo a explicaciones
posiblemente contradictorias de los científicos, llegaron a conclusiones muy
bien argumentadas y bastante radicales, además. Pero he aquí la cuestión:
mientras estas personas convencionales ganaban en competencia, la masa del
pueblo permanecía en el mismo punto. Y habría que hacer el mismo esfuerzo
para todas las cuestiones científicas, en todas las disciplinas, lo cual es
imposible, lo que lleva, por tanto, a una cuestión inquietante sobre la
naturaleza de la democracia.



Hacer lo mejor requeriría poner fin al menosprecio cultural de la ciencia
que señala Krivine. En la buena sociedad, no saber nada acerca del bosón de
Higg s[5] carece de importancia. Pero no diferenciar entre los periodos azul
y rosa de Picasso es un signo de ser menos que nada. Sin embargo, aunque la
relación con la ciencia mejorara, como muestra Krivine, no se puede evitar
una parte importante de la delegación en los científicos. Que sea lo más
medida y controlada posible –para salvaguardar las contradicciones de los
propios científicos–, está bien. Pero es inevitable.



Por ello, generar confianza es una cuestión clave. Con dos armas: por un
lado, el avance general de la cultura científica, porque, como dice
Lecointre:



“Explicar de forma didáctica los criterios del conocimiento y cientificidad
es una forma de frustrar la instrumentalización o el mal uso de la ciencia y
evitar en buena parte de la desconfianza de nuestros conciudadanos hacia
ella”.



Y por otra, dejar de lado la búsqueda del beneficio –el capitalismo, para
decirlo abiertamente–. Pero sigue siendo difícil evitar la contradicción
señalada por Vernant. A menos que, antes incluso de llegar a esos límites
inevitables, deshacerse de los callejones sin salida de las fake news sea
una cuestión de salud pública. Porque, como dice Treiner, “un mito, como
toda obra literaria, tiene vocación de unir... (pero) los hechos
alternativos... portan la violencia y la muerte”.



Y en esta tarea, es imprescindible poner el libro de Hubert Krivine en manos
de todo el mundo.



(Publicado en Contratemps, 11-12-2022:
https://www.contretemps.eu/sciences-fake-news-hubert-krivine/?fbclid=IwAR3zT
FQRtXkrCKNuRmRY1WPiWHyDmd4sjFBKw8ivvVrzl25wszqweeH16wk)



Notas de la traducción



[1] https://es.wikipedia.org/wiki/Escándalo_Bogdanov

[2] https://es.wikipedia.org/wiki/Apuesta_de_Pascal

[3] https://es.wikipedia.org/wiki/Caso_Galileo

[4] Se conoce por Big Pharma a las teorías de la conspiración que sostienen
que la comunidad médica en general y las empresas farmacéuticas en
particular, especialmente las grandes corporaciones, operan con fines
siniestros y en contra del bien público ocultando tratamientos eficaces, o
incluso causando muchas enfermedades con fines de rentabilidad económica u
otras razones,  https://en.wikipedia.org/wiki/Big_Pharma_conspiracy_theories


[5] https://es.wikipedia.org/wiki/Bosón_de_Higgs

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