Argentina/ Los grandes empresarios, las recetas rancias y el fantasma del comunismo. [Esteban Mercatante]

Ernesto Herrera germain5 en chasque.net
Dom Jun 12 22:14:27 UYT 2022


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Correspondencia de Prensa

12 de junio 2022

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Argentina



La Asociación Empresaria Argentina, las recetas rancias y el fantasma del
comunismo



Esta semana la Asociación Empresaria Argentina (AEA), entidad que nuclea a
algunos de los dueños de las empresas más grandes de la Argentina,
escenificó en su cumbre las miradas de este selecto club sobre el país que
aspiran construir.



Esteban Mercatante

Ideas de Izquierda, 12-6-2022

https://www.laizquierdadiario.com/



La reunión dejó algunos momentos dignos de meme, dos de ellos protagonizados
por el dueño de La Anónima, Federico Braun. Primero, el supermercadista
comentó en “chiste”, respondiendo a una pregunta del Editor de Clarín,
Ricardo Kirschbaum, que su acción ante la inflación cada vez más desbordada
es lanzarse a una diaria remarcación de precios, tras lo cual soltó una
carcajada imitada por el público, siempre tan atento a mostrar sensibilidad
a las problemáticas de las grandes mayorías del pueblo trabajador (solo
faltó un tono de risa más parecida a la de Sr. Burns de Los Simpsons). En
otro pasaje destacado, Braun sostuvo que la Argentina tenía que terminar de
definirse entre el capitalismo y el “comunismo”, este último supuestamente
encarnado por el kirchnerismo y su inclinación a “estatizar” (sic) los
medios de producción, definición esta última de comunismo que el poco
versado empresario atribuyó a Karl Marx. Más allá de estos y otros momentos
que pintan de cuerpo entero a la clase dominante Argentina, la reunión dejó
entrever el desencanto sobre el panorama actual del país –sobre lo cual, si
le creemos a estos dueños, ellos no tienen casi ninguna responsabilidad–
pero también la idea de que rondan algunas oportunidades para ilusionarse,
empezando por Vaca Muerta a pesar de la empantanada obra del gasoducto.



El lema con el que se convocó el cónclave de esta semana era “El sector
privado es el factor clave para el desarrollo”. El subtexto, reflejado en
varias de las intervenciones, fue que el Estado tiene que “dejar de ahogar”,
así este puede realizar este papel protagónico que el empresariado está
llamado a desempeñar para que el país pueda salir de la senda de deterioro
económico. Esta imagen de ahogo se vio reflejada en muchas de las
intervenciones: desde Héctor Magnetto de Clarín planteando que el impuesto a
la renta inesperada, de aprobarse, llevaría al sistema impositivo de
“distorsivo” a “confiscatorio”, hasta Martín Migoya de Globant –radicado en
Uruguay para pagar menos impuestos, igual que Gustavo Grobocopatel y Marcos
Galperín– reclamando que “dejen el arco quieto, no hagan nada si no saben
qué hacer y no sigan empecinándose en redistribuir aunque no puedan o no
quieran mejorar las cosas”.



Pareciera que los rasgos decadentes del capitalismo argentino fueran
completamente ajenos al accionar de los grandes capitalistas, cuando en
realidad está ampliamente documentado su protagonismo en el vaciamiento
sistemático de la riqueza producida en el país. El relato de la necesidad de
“liberar” al sector privado para que este despliegue una acumulación de
capital más potente, construye en retrato que deja afuera un rasgo
fundamental de los sectores más poderosos de la clase capitalista que opera
en la Argentina: su enriquecimiento se debe en una medida considerable a su
acceso privilegiado a los resortes del apoyo estatal. Incluso los más
descarnados exponentes del discurso meritocrático entre los presentes en el
cónclave, como Globant, se vieron beneficiados de estímulos fiscales
dirigidos especialmente a favorecer su actividad. Esto, que caracteriza al
conjunto del gran empresariado nacional, pero particularmente a la mayoría
de los socios de AEA, es convenientemente dejado de lado a la hora de
plantear sus “soluciones” para el país.



Veinte años con las ideas fijas



La novedad de esta cumbre, entonces, es que no hay nada nuevo en la mirada
de los empresarios top. Lo expuesto esta semana repite lo que vienen
planteando desde hace dos décadas. AEA fue fundada en 2002, en medio del
terremoto político producido por las jornadas del diciembre caliente del año
anterior. El objetivo inicial, podríamos decir, fue batallar por la defensa
de intereses comunes –en medio del reseteo general de la economía que
sobrevino tras el colapso del régimen de la convertibilidad– de aquella
parte del sector corporativo más concentrado, de capital de origen nacional
pero también extranjero, que se asoció a la entidad. Después de años de
divisiones en la cúpula económica entre dolarizadores y devaluadores que se
remontaban al final del gobierno de Carlos Menem y que se agudizaron bajo el
gobierno de De la Rúa, las cuáles habían perdido sentido tras el default, el
corralito y la posterior megadevaluación, AEA se proponía dar vuelta de
página y crear un ámbito que articulara en primera persona a los titulares
del gran poder económico –de casi todos los sectores de la industria, el
agronegocio, la energía, el comercio, las finanzas y otros servicios– para
marcar el paso en la agenda nacional.



En el clima pos jornadas de 2001, la pretensión de este nucleamiento de
ganar influencia sobre sectores amplios de la sociedad venía condenada al
fracaso. Después del derrumbe del proyecto de reestructuración económica que
modernizó algunos sectores y desmanteló muchos otros en medio de una
regresión social generalizada, ocasionado por desequilibrios de fondo solo
ocultables mientras entraban capitales o se mantenía abierto el grifo del
endeudamiento externo, hundió en el desprestigio al conjunto del
empresariado. Si bien los objetivos más visibles de escarnio fueron los
bancos y las prestadoras privadas de servicios públicos, ninguno quedó
indemne. Además, mientras la pobreza llegaba a afectar a más de la mitad de
la población como resultado de la megadevaluación de la moneda, en las filas
de este nucleamiento estaban algunos de los grandes ganadores de esta salida
devaluacionista. Otros, como los dueños de Clarín, se concentraban en salvar
su participación accionaria amenazada por el festival de endeudamiento en el
que habían incurrido, para lo cual terminarían consiguiendo una ley de
bienes culturales que impedía que sus acreedores extranjeros coparan la
empresa. Todo un festival de salvataje individual que daba poco margen para
crear una entidad que apareciera como hegemónica. En sus primeros años de
existencia, AEA se mantuvo en un discreto segundo plano.



AEA articularía su programa casi desde el comienzo, en contraposición de las
políticas estatales, que eran identificadas como poco amigables, o hasta
hostiles, al empresariado, aunque esto no se ajustaba a la realidad. La
economía política kirchnerista, con su leit motiv de “crecimiento con
inclusión social”, no renegaba de que los empresarios la “juntaran con
pala”, sino que se ofrecía como garante de la continuidad de las políticas
que habían permitido ese resultado –algo que se fue haciendo cada vez más
difícil desde 2008 en adelante a medida que se deterioraba el contexto
internacional y los objetivos económicos se volvían más difíciles de
compatibilizar por la inflación y el agotamiento de los superávit
“gemelos”–. El precio de las políticas –moderadamente– redistribucionistas,
que la clase capitalista aceptó a regañadientes en los primeros momentos de
la posconvertibilidad ante la magnitud de la crisis social y política, se
fue volviendo cada vez menos soportable a medida que se ralentizó el
crecimiento y se agudizaban los conflictos por el reparto de una torta cada
vez más raleada. Esto abrió más el juego para planteos alternativos.



Como señalan Emiliano López y Francisco Cantamutto en uno de los capítulos
del libro colectivo Entre la década ganada y la década perdida,



AEA centraba, por un lado, sus demandas en el plano económico-corporativo:
la necesaria reducción de costos salariales, una reforma tributaria que
reduzca la presión fiscal sobre las empresas y un mayor acceso al crédito.
Por otro lado, abonaba a la construcción de una alternativa liberal [1]



No sorprende que en 2015 la mayor parte de los miembros de AEA celebraran la
llegada al gobierno de Cambiemos, que llevó adelante una política económica
que en sus lineamientos centrales sintonizaba con lo que la entidad venía
reclamando desde hace un largo tiempo. Como si la crisis de 2018-2019 no
hubiera tenido lugar, lo que hoy piden este selecto club de dueños es un
“segundo tiempo” de política económica como la de Cambiemos.



Martín Schorr, autor de numerosos libros sobre la cúpula de empresas más
grandes del país, reflexionaba ante la consulta de Ideas de Izquierda:



La reunión de AEA puso en evidencia dos cosas. La primera remite a la
confianza plena del poder económico local respecto del arribo, en 2023, de
un nuevo experimento neoliberal en la Argentina. La segunda remite al
planteo, una vez más, de una serie de cuestiones estratégicas para los
intereses más concentrados que también aparecen en los programas o las
propuestas de los diferentes candidatos de la derecha. Solo por mencionar
los principales destacamos el avanzar de modo decidido en materia de
flexibilización laboral, en una fuerte apertura económica (comercial y
financiera), en una reforma impositiva que procure centralmente abaratar
impuestos para los ricos, en la desregulación de ciertos aspectos “críticos”
(sector externo, tipo de cambio, precios, etc.). En suma, siempre lo mismo:
más reprimarización, más desigualdad y regresividad y dejar todo librado lo
más posible al arbitrio de los “mercados”, es decir, a ellos mismos.



Escuchando a los magnates que expusieron en los distintos paneles sus
reclamos para “liberar” la iniciativa del sector privado y así poder aportar
soluciones para el país, parecería ser que los balances de sus empresas se
caracterizaron durante estos años por mostrar números negativos, en línea
con la situación de decadencia del país que se expresó en varias de las
intervenciones. Pero si algo definió a la cúpula económica durante este
tiempo, es su capacidad para disociar el desenvolvimiento de sus negocios de
la trayectoria declinante del capitalismo argentino. Esta clase supo
prosperar, tanto en tiempos de crecimiento como de crisis, aprovechando cada
oportunidad que hubo para flexibilizar y abaratar a la fuerza de trabajo,
apelando a todos los resortes del apoyo estatal a su disposición (subsidios,
protección, financiamiento público, seguros de cambio explícitos o
encubiertos), aprovechando masivamente el recurso del endeudamiento externo
cuando este fue barato para financiar actividades y girar capitales al
exterior (que hoy suman más de un PBI fugado), y reclamando medidas para
socializar sus pérdidas cada vez que se produjo un descalabro. Acorde con
esta trayectoria, su “solución para los problemas argentinos”, apunta en
primer lugar a tomar medidas que mejore sus balances, con la promesa de un
“derrame” que traiga prosperidad para toda la nación.



¿Capitalismo regulado?



Si la cúpula económica desmiente con su accionar que pueda ser un “factor
clave para el desarrollo”, como promete el lema de la cumbre de AEA, tampoco
se verifica la pretensión de que sus falencias puedan ser sustituidas por la
intervención del Estado, como pretenden desde sectores del peronismo,
empezando por la vicepresidenta, quien afirmó hace poco que “el capitalismo
se ha demostrado como el sistema más eficiente y eficaz para la producción
de bienes y servicios”. De lo que se trataría, en esta mirada, es de
regularlo para beneficio del conjunto social.



La pretensión de que el Estado puede ubicarse por afuera y por arriba de las
contradicciones del capitalismo dependiente argentino, en vez de ser parte
integrante y arrastrado por las mismas, no resistió la prueba de los hechos
en el ciclo que fue de 2003 a 2015, a pesar de que el período inició con las
condiciones más propicias gracias al boom de las commodities y la herencia
del ajuste duhaldista. Aunque los relatos sobre el período busquen
ocultarlo, como analizaba el recientemente eyectado ministro Matías Kulfas
en su libro Los tres kirchnerismos, durante esos años no hubo ningún cambio
estructural. A pesar de los repetidos discursos por parte de diversos
funcionarios sobre las transformaciones que estaban teniendo lugar durante
esos años, especialmente en lo referente a la industria, señalábamos en La
economía argentina en su laberinto que



el tipo de industria que se mantuvo durante la década kirchnerista es
cualitativamente igual al legado de los años noventa. Es decir, una
industria concentrada en las etapas finales de elaboración de las
manufacturas, en muchos casos solamente su armado, con porcentajes muy bajos
de integración de piezas nacionales. Esto significa que se trata de una
industria con muy baja agregación de valor y demandante en grado elevado de
insumos, piezas y medios de producción importados [2].



Como analizamos en ese trabajo, la acumulación de capital, determinante
central del crecimiento económico, estuvo por detrás de las posibilidades
creadas por el aumento en la rentabilidad extraordinaria que caracterizó al
período de la posconvertibilidad [3]. No hubo “regulación” estatal que fuera
capaz de torcer esta “reticencia inversora” que caracterizó al empresariado
nacional.



La actual administración, en la cual no hay siquiera unidad de propósitos
sobre el alcance y sentido que debe tener esta “regulación”, las impotencias
de cualquier intento en ese sentido se manifiestan de manera exacerbada.
Desde la intervención de Vicentin que no fue, hasta los sucesivos fracasos
en sostener un mínimo control de precios ante risueños remarcadores seriales
como Federico Braun.



El propio Kulfas mostró en los lineamientos que le dio a su gestión, el
limitado alcance que pueden tener los objetivos de “cambio estructural” en
las condiciones del capitalismo dependiente argentino, más aún bajo los
efectos de la herencia macrista que incluyen nada menos que al FMI auditando
la economía y una hipoteca que inhibe cualquier acceso a financiamiento para
inversión de largo plazo. A pesar del contraste que desde el día uno buscó
mostrar el ministerio de Desarrollo productivo albertista con la
administración de Macri, cuya dudosa receta “productiva” para buena parte de
las empresas del país era cerrar plantas y “recorvertirse” en importadoras,
lo más saliente de la administración de Kulfas ha sido lanzar una “batalla
cultural” contra el ambientalismo para impulsar la instalación de
megagranjas porcinas (que algún funcionario llegó a elogiar sin sonrojarse
como modelo de la industria moderna de avanzada), el avance de la minería y
megaminería, y la defensa de la cría de salmones en Tierra del Fuego. Nada
que se proponga ahora tampoco un “cambio estructural”, sino la
profundización de los rasgos que caracterizan una economía cada vez más
basada en la explotación de commodities. No sorprende; este es el lugar que
tiene asignado el capitalismo argentino en las cadenas globales de valor, en
las que apenas se ubica como un proveedor de mercancías de bajo valor
agregado.



Salidas de otra clase



Ni la variante de los “dueños” y los proyectos (neo)liberales –o las
variantes libertarianas más recientes– ni la del estatalismo, despejan el
camino bloqueado para el desarrollo. Administraciones de uno y otro signo se
vienen sucediendo en un círculo vicioso que alimenta la decadencia. Lejos de
proponerse revertir las condiciones que configuran al capitalismo
dependiente argentino –que por el contrario para muchos grandes empresarios
son las que determinan los negocios que producen sus ganancias– en todo caso
el planteo apunta a distintas estrategias que dan por sentada la continuidad
de este carácter subordinado de la formación económicosocial argentina, con
todo lo que eso implica, en primer lugar que continúe la degradación de las
condiciones de vida de la clase trabajadora y el pueblo oprimido que, con
altibajos, se viene profundizando hace décadas.



Para romper este círculo es necesario poner fin al gobierno de una burguesía
integrada por mil lazos al imperialismo. La fuga de capitales, los onerosos
pagos de la deuda, las remesas de ganancias de las empresas multinacionales
que operan en el país a sus casas matrices, y la renta agraria, muestran la
existencia de recursos potencialmente disponibles para realizar las
inversiones más urgentes que permitan elevar el desarrollo de las fuerzas
productivas. El problema está en cómo los actores que concentran la
apropiación del excedente, hacen uso de él. Si cortamos con el vaciamiento
nacional que producen los acreedores de la deuda, las grandes empresas y el
agropower, podrán surgir los medios para incrementar la capacidad de crear
riqueza, para destinarse a mejorar o desarrollar las infraestructuras
fundamentales, a la construcción de viviendas, escuelas, hospitales, a la
modernización de los transportes, y a garantizar el acceso a la cultura y el
esparcimiento. Al mismo tiempo, a través del monopolio del comercio exterior
y un sistema financiero nacionalizado podríamos apuntar a estimular los
desembolsos requeridos para el desarrollo o adquisición de los medios de
producción que resulten prioritarios. Los recursos que hoy se fugan en esta
sangría podrían concentrarse en el objetivo de reducir la jornada laboral,
para trabajar menos y repartir el trabajo entre todas las manos disponibles,
sin reducir el salario y garantizando siempre un piso acorde a la canasta
familiar. La fuerza social para llevar adelante este programa existe: la
clase trabajadora ocupada y desocupada, junto a la pequeña burguesía pobre
que es su aliada natural, representan casi ocho de cada diez habitantes del
país. Si estas fuerzas sociales se ponen en movimiento hegemonizadas por la
clase trabajadora se puede derrotar al imperialismo y sus aliados, y abrir
el camino para planificar democráticamente la economía; que la clase
trabajadora discuta colectivamente qué se va a producir y cómo, a través de
organismos mil veces más democráticos que los de la democracia
representativa. Esto permitiría terminar con la irracionalidad de que se
construyen viviendas vacías para quien no va a vivir en vez de que puedan
tener vivienda las cuatro millones de familias que viven en emergencia
habitacional. O que algunos trabajen doce horas y otros no trabajen, (lo que
se terminaría) repartiendo y dividiendo el tiempo de trabajo entre ocupados
y desocupados. Permitiría, entre otras cuestiones, tener una relación
amigable con el ambiente y no el desastre climático y destrucción del medio
ambiente. Para imponer esta perspectiva es clave fortalecer una alternativa
de izquierda que batalle por una perspectiva anticapitalista,
antiimperialista y socialista internacionalista.



Notas



[1] Emiliano López y Francisco J. Cantamutto, “El orden social kirchnerista
entre la economía y la política”, en Martín Schorr (coordinador), Entre la
década ganada y la década perdida. La Argentina kirchnerista. Estudios de
economía política, Buenos Aires, Batalla de Ideas, 2017, p. 31.

[2] Esteban Mercatante, La economía argentina en su laberinto. Lo que dejan
doce años de kirchnerismo, Buenos Aires, Ediciones IPS, 2015.

[3] Ver el capítulo 6 de Esteban Mercatante, ob. cit., pp. 159-191.

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