Refugiados/ Fantaucrania. [Santiago Alba Rico]

Ernesto Herrera germain5 en chasque.net
Vie Mar 25 14:58:22 UYT 2022


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Correspondencia de Prensa

25 de marzo 2022

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Refugiados



Fantaucrania



Los ucranianos, se ha dicho, “se parecen a nosotros” y por eso nos ayudan a
volver a nuestros cuerpos y a empezar de nuevo desde ellos. Ahora debemos
seguir imaginando para llegar hasta el cuerpo de los palestinos, los
yemeníes o los saharauis.



Santiago Alba Rico *

Ctxt, 25-3-2022

https://ctxt.es/es/



Si paso al lado de un hombre que duerme entre cartones en el cajero de un
banco pueden ocurrirme tres cosas. “Ocurrir” es la palabra adecuada, pues mi
reacción, por mucha historia trasera que recoja, ocurrirá de manera tan
espontánea, tan al margen de la razón, como una función fisiológica. Podría
volver la cabeza y seguir mi camino sin inmutarme. Podría contemplar al
desgraciado como un objeto lejano, con la seguridad de estar protegido de un
destino similar. O podría ponerme dolorosamente en su pellejo, sintiendo en
mí toda la vulnerabilidad de ese cuerpo privado de hogar y de dignidad. La
primera reacción es una no reacción y se llama indiferencia, la más
ancestral de todas: la aceptación del mundo tal y como nos viene dado,
compuesto de carriles paralelos por los que los humanos discurren sin
reconocerse ni interpelarse. La segunda se llama “fantasía”, una extraña
facultad en virtud de la cual –en este caso– nos sentimos completamente
seguros dentro de los límites de nuestro cuerpo, y ello hasta el punto de
que el cuerpo del otro, en su desnudez desvalida, comparece ante nuestros
ojos como garantía de disimilitud: la existencia de ese hombre roto me
demuestra que yo, al contrario que él, voy por buen camino y que mi vida
está regida por leyes diferentes que aseguran mi indemnidad futura. La
tercera reacción, en fin, se llama “imaginación”, esa extravagante
capacidad, potencialmente universal, que me permite ponerme en el lugar del
otro: es decir, imaginar un futuro posible en el que yo mismo podría estar
durmiendo también entre cartones.



Otras veces he explorado la diferencia entre fantasía e imaginación. Todos
fantaseamos a ratos, en espacios –si se quiere– de neutralidad
antropológica, en la grieta inofensiva entre una cita amorosa y un trabajo
alienante; podemos, por ejemplo, entregarnos a fantasías de violencia que no
se corresponden con nuestro carácter pacífico o a fantasías sexuales que nos
repugnaría llevar a la práctica; se trata de fantasías compensatorias que
desactivan el termostato de nuestra tensión y nos permiten seguir siendo
buenos, razonables y dóciles. Cuando fantaseamos, en todo caso, lo hacemos
con total impunidad, sin ninguna consideración al otro, puro medio de
satisfacción onanista. La fantasía, en efecto, no encuentra obstáculos ni
opacidades, porque se define precisamente como ausencia de resistencias:
puede volar sin necesidad de alas. Ahora bien, por eso mismo, cuando esta
“ausencia de obstáculos” pasa del ámbito privado al social se vuelve
peligrosa. Este pasaje puede consumarse a través de grandes personajes que
catalizan las pasiones colectivas o de sistemas reglados que conforman en
silencio las espontaneidades humanas. Hitler, por ejemplo, era un gran
fantasioso que unió a buena parte del pueblo alemán en torno a la fantasía
de la supremacía aria y la jerarquía racial. Por su parte el capitalismo es
también una gran fantasía que trata a la naturaleza como si fuese una
cornucopia mágica de recursos ilimitados y que llama “progreso” a la
degradación permanente de las condiciones de la supervivencia humana. Cuando
las grandes fantasías, provistas de grandes medios, intervienen en el mundo,
producen hombres sin imaginación y descomunales catástrofes. La fantasía por
excelencia, resumen y colofón de todas las fantasías, es la de la
inmortalidad, que el reich nazi y la producción capitalista comparten con
anteriores sueños imperiales y quimeras de conquista. En este sentido, la
reacción fantasiosa del hombre que, al pasar junto al cajero del banco, ve
confirmada su indemnidad por la desgracia del prójimo que duerme entre
cartones tiene mucho que ver con una sociedad que fantasea, a través del
consumo y la tecnología, con la inmortalidad individual.



La fantasía nazi y la fantasía capitalista pasan por encima de los cuerpos,
de los que se sirven como puros medios de satisfacción imperial o
crematística: vuelan. La imaginación, al contrario, trabaja, y ello hasta el
punto de que cuando un imaginativo se representa volando se imagina cogiendo
un avión o fabricándose, como Dédalo, unas alas de cera. Lo importante, de
cualquier modo, es que la imaginación avanza trabajosamente a ras de tierra
y de cuerpo en cuerpo, y en ella los cuerpos mismos operan como
catalizadores o transmisores: como transmigradores, si se quiere, de
sensibilidades contiguas. La imaginación es horizontal, concreta, terrestre;
necesita un apoyo pequeño y próximo para empezar, pero desde él, de objeto
en objeto, de piedra en piedra, de piedra en rosa, puede alcanzar los
límites del universo: una universalidad horizontal de guijarros bien
contados, un inventario completo de intemperies vivas. Su impulso, en todo
caso, no es la generosidad ni la abstracción. La imaginación, en efecto, no
puede auparse sobre el “género humano” ni identificarse en un contexto de
peligro con el conjunto de la especie. Necesita, por así decirlo, un objeto
“interesante”, un objeto que le interese personalmente. Por ejemplo, un
niño. El niño cumple esta función de catalizador universal porque todos,
incluso los que no tienen hijos, conocen de cerca a algún niño por el que
sienten cariño y cuyo destino les importa. Un niño es una vulnerabilidad
concreta fuera del propio cuerpo. Podemos sentirnos, sí, muy seguros dentro
de nosotros mismos, pero a nuestro hijo siempre lo percibimos amenazado. De
esta manera, si vemos a un niño desconocido llorando entre las ruinas, deja
al instante de ser un desconocido: “podría ser nuestro hijo”, nos decimos, y
el dolor de ese niño se instala así en nuestro cuerpo como una metonimia
lacerante. Empezamos en ese niño –o en un guisante– y vamos enhebrando un
dolor tras otro, como en un collar compuesto de tantas cuentas como niños
existen en el mundo. Si ese niño puede ser el mío, es que el mío podría ser
cualquier otro. Al margen de la razón, al margen del concepto de humanidad,
del modo más egoísta e interesado, meto en mi cuerpo cualquier otro cuerpo
que sufra como el de mi hijo, cualquier cuerpo que sufra porque podría ser
el de mi hijo.



El niño es un catalizador. Pero también lo es aquello que más me importa y
más me interesa: yo mismo, a condición –claro– de que la fantasía no se haya
apoderado enteramente de mí; es decir, a condición de que siga
reconociéndome a mí mismo entre el número de los condenados a muerte. El
hombre que pasa junto al desgraciado que duerme entre cartones y se dice
“podría ser yo” –el imaginativo– es capaz de reconstruir con la imaginación
su pasado –el paro, el divorcio, la enfermedad, las últimas vacaciones
tristes en Benidorm– y convertirlo en su propio futuro. O lo que es lo
mismo: es capaz de imaginarse a sí mismo como cualquier otro, falible y
roído por la contingencia; es capaz de representarse, en este coito mental
entre dos cuerpos desiguales, la igualdad misma. En las últimas páginas de
su impresionante Barcos de esclavos, nos habla el historiador Marcus Rediker
de la inesperada reacción de los negros esclavizados ante los marineros
abandonados en los puertos americanos, ya inútiles para el capitán y el
armero una vez acabada la travesía atlántica y que, enfermos y hambrientos,
mendigaban en los muelles. Pues bien –nos relata Rediker– mientras que los
blancos pasaban por delante de ellos sin mirarlos ni socorrerlos, esos
mismos negros que habían sido sus víctimas durante el viaje les daban ahora
de comer y de beber, les curaban las heridas y recogían sus cadáveres,
cuando morían, para darles cristiana sepultura. Los negros, digamos, eran
mucho más imaginativos que los blancos, entregados a la fantasía de la
esclavitud, y no porque fueran racialmente más nobles sino porque su cuerpo
estaba ya lleno de dolor y de muerte: porque habían hecho un curso intensivo
de mortalidad. Se podían representar desde su dolor la igualdad de esos
mismos marineros, ahora desdichados, que los habían encadenado y azotado
durante meses a bordo del barco negrero.



Marx se burlaba con razón de los burgueses bienintencionados que negaban la
lucha de clases so pretexto de que “todos somos hombres”. Decía: eso tiene
tanto valor explicativo como proclamar que “todos somos cuerpos”. Es verdad.
Pero tener cuerpo –ser un cuerpo– es más importante de lo que parece en una
sociedad que fantasea sin parar con la descorporización, que se fantasea
aérea y desanclada, y en la que los cuerpos –en las vallas melillenses y los
campos de refugiados– aparecen siempre y solo como amenazadores: es por eso
que el filósofo camerunés Achille Mbembe ha podido hablar, más allá del
racismo, del cuerpo mismo del africano como frontera. Lo cierto es que todos
poseemos, junto a la facultad de fantasear, la capacidad de imaginar, pero
tanto su activación como su alcance dependen de las condiciones sociales de
su desempeño. En una sociedad presidida por la fantasía de la independencia
y la inmortalidad, es más fácil ser indiferente o fantasioso que
imaginativo; y es más fácil también que la imaginación, cuando inicia su
travesía horizontal, se vea enseguida interrumpida por un reguero de
fantasías. O por esa forma política de la fantasía que llamamos “ideología”.



Digo todo esto pensando con ambiguo malestar en los refugiados ucranianos.
No me voy a sumar, no, al reproche –tan frecuente en estos días– del agravio
comparativo, que suena un poco a invitación guillotinesca: la de abandonar
también, por despecho, a los beneficiarios selectivos de nuestra
filantropía. Es verdad que Vox ha comparado del modo más despiadado y
racista a los refugiados ucranianos y a los afganos (unos huyen, otros
invaden) y televisiones y periódicos han prodigado comentarios muy
desafortunados sobre las diferencias entre unos y otros. Los ucranianos, se
ha dicho, “se parecen a nosotros”. Incluso en un informativo de no sé qué
televisión, el periodista, sinceramente conmovido, se ha lanzado a esta
brutal empatía clasista: “Son como tú y como yo. He visto bolsos de
Dolce&Gabana y ropa de Louis Vuitton. Podrían estar en Madrid”. Este
“podrían estar en Madrid”, donde no hay pobres, como sabemos, y donde todos
llevan bolsos de Dolce&Gabana y ropa de Vuitton, expresa en realidad una
autorización a franquearles el paso: “estos sí pueden venir a Madrid”. Ahora
bien, me atrevería a sugerir, en el aura del relato de Rediker, que en
Madrid son precisamente los pobres “invisibles”, y no los que compran ropa
de lujo, los que sienten más en su cuerpo el dolor de esas familias rotas,
como si esa desgracia ya les hubiera ocurrido a ellos o como si pudiese
llegar a ocurrirles en el futuro. El refugiado ucraniano que traslada entre
sus poco enseres un bolso de Dolce&Gabana traslada consigo el fósil de una
fantasía desaparecida, lo que para una imaginación mediana es un motivo más
de empatía y compasión. En este sentido, hay que subrayar en la misma línea
la reacción de muchos sirios, tanto en la propia Siria como en las ciudades
europeas, los cuales no solo se han solidarizado con los ucranianos
–bombardeados, como ellos, por aviones rusos– sino que se han felicitado de
que la política europea de acogida haya sido mucho menos cicatera de lo que
lo fue en su caso.



Lo cierto es que nos indigna hasta tal punto el trato desigual recibido por
unos y otros refugiados que no reparamos en la potencialidad del impulso, en
el rescoldo humano enterrado bajo esta aparente hipocresía. Nos quedamos en
la denuncia de ese hiriente “se parecen a nosotros”, como si no fuese
justamente este “parecido” el que –servidumbre de la imaginación– convierte
a los ucranianos en privilegiados catalizadores de sensibilidades contiguas;
y, por lo tanto, en provisionales neutralizadores de la fantasía y sus
peligros. Como he dicho, la imaginación se activa de cerca e
interesadamente: está interesada, valga decir, en lo propio o en lo
semejante y solo desde ahí, paradójicamente, puede pasar a otro cuerpo y a
otro y luego a otro; para enhebrar sucesivamente todos los cuerpos del
mundo. Si es que no la detienen antes, por supuesto, la fantasía o la
ideología, que es lo que suele ocurrir.



Necesitamos, en todo caso, una “semejanza” para empezar. Pensemos, por
ejemplo, en los judíos. Durante siglos fueron los otros de Europa hasta que
Israel, a costa de otro pueblo y lejos del continente, los convirtió en
europeos. A partir de ese momento nos es más fácil imaginar la vida de un
israelí que la de un palestino, y ello hasta el punto de que –he escrito
muchas veces al respecto– las víctimas de un atentado palestino siempre
tienen cara y nombre mientras que las mucho más numerosas de los bombardeos
israelíes son mencionadas de manera genérica, como víctimas de sí mismas, y
desprovistas de imagen individual (“mueren tres niños palestinos a
continuación de un tiroteo”). Los palestinos son hoy nuestros judíos,
precisamente porque no catalizan nuestra imaginación y quedan así
extramuros, vulnerables y desnudos. Israel, claro, explota
propagandísticamente la imaginación occidental en favor de su fantasía
despiadada de un Estado judío étnicamente puro, pero nadie puede decir que
haya nada malo o inmoral en sentirse conmovido ante la imagen de un niño que
sufre, de un niño que sangra o de un niño muerto. Cuando confundimos la
fantasía de los poderosos con la imaginación de los cautivos –la
construcción abstracta del ideólogo con el dolor pasivo del espectador
común– estamos renunciando a un instrumento poderosísimo de comunicación
entre zózobres, por citar un neologismo reciente. (Véase:
https://ctxt.es/es/20220101/Firmas/38458/zozobra-naufragio-santiago-alba-ric
o-robinson-crusoe.htm)



Hay que reivindicar, pues, la imaginación frente a esa sociedad fantasiosa
que la reprime. No se trata de despreciarla como sensiblería sino de
emanciparla del cepo capitalista y eurocéntrico para expandirla más allá de
los límites que le impone la fantasía ideológica de los que quieren
interrumpir su trayecto en la primera estación: en la de la propia familia,
la propia nación o la propia “raza”. Hoy, es cierto, nos encontramos con los
refugiados ucranianos y con algunos comentarios racistas; y nos sublevamos
con ese doble rasero. Pero es normal, y no es condenable, que a un español
le resulte más fácil imaginarse el dolor de un ucraniano que el de un
afgano, por muy injusto que sea. Podemos reconstruir mejor su vida y por eso
mismo llegar antes a la conclusión luminosa y terrible (lo que no nos ocurre
frente a un afgano) de que eso que le está pasando a él podría pasarnos
también a nosotros. Necesitamos siempre, insisto, un catalizador próximo,
reconocible, reconstruible, para tomar conciencia de nuestra propia
fragilidad. Los ucranianos nos la recuerdan; los afganos o los sirios o los
africanos no. ¿Es culpa de la imaginación? De ninguna manera. El problema es
que, invirtiendo la relación original y saludable, hemos colectivizado la
fantasía y hemos privatizado la imaginación: fantaseamos socialmente,
imaginamos individualmente. Es culpa, desde luego, de los que la frenan –la
imaginación– con fantasías capitalistas o racistas –traducidas en leyes,
policías y vallas– y de los que no utilizan los medios a su alcance
–periodistas y políticos sobre todo– para extender más allá estos
“parecidos” mediante los que alcanzamos a imaginar por fin la “igualdad” de
los cuerpos. La razón, fundamental para combatir la sinrazón, no sirve
contra la fantasía, que es tranquilizadora y activa. Necesitamos la
imaginación, intranquilizadora y, si se la deja, también performativa. Los
ucranianos nos ayudan a volver a nuestros cuerpos y a empezar de nuevo desde
ellos. Ahora de lo que se trata es de seguir imaginando e imaginando para
llegar asimismo hasta el cuerpo de los palestinos, los yemeníes, los
saharauís, etc. No es imposible. A algunos ya les “ocurre”. Pienso, por
ejemplo, en Helena Maleno o en Carola Rackete, sobre la que escribí no hace
mucho en este mismo medio. Pero no hace falta dar nombres. Tampoco sufrir
previamente la experiencia de un bombardeo o una fuga entre harapos. Hay
millones y millones de personas a las que les “ocurre” todos los días. El
problema es que la mayor parte de ellas, cuando sienten la fragilidad del
otro en su propio cuerpo, están delante de la televisión y luego no saben
qué hacer con esa “ocurrencia”.



Porque también la imaginación necesita un cuerpo social –una estructura
colectiva– para convertirse en pandemia.



* Santiago Alba Rico, es filósofo y escritor. Nacido en 1960 en Madrid, vive
desde hace cerca de dos décadas en Túnez, donde ha desarrollado gran parte
de su obra. Sus últimos dos libros son "Ser o no ser (un cuerpo), Seix
Barral, 2017

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