Literatura/ Marcel Proust: El infinito en una taza de té. [Ángeles Blanco]

Ernesto Herrera germain5 en chasque.net
Vie Nov 18 23:27:28 UYT 2022


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Correspondencia de Prensa

18 de noviembre 2022

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Literatura



Marcel Proust: El infinito en una taza de té



Ángeles Blanco

La Diaria, 18-11-2022

https://ladiaria.com.uy/libros/



En 1971, la pequeña localidad de Illiers, cercana a Chartres, sufrió un
cambio significativo en su nomenclatura. A partir de entonces, y al
conmemorar un siglo del nacimiento de Marcel Proust, pasaría a denominarse
Illiers-Combray, en alusión, este último añadido, al escenario campestre y
ficticio creado por el autor para ambientar la deliciosa infancia del
narrador de su obra cumbre, A la búsqueda del tiempo perdido, inspirada en
sus propias estadías veraniegas en Illiers. Una rápida indagación en la web
con la indicación “Illiers-Combray” devuelve postales que la imaginación del
lector no tarda en asociar con algunos lugares emblemáticos de la Recherche,
desde la cúpula de la iglesia de Saint Hilaire que responde al nombre real
de Saint-Jacques y que parece estar siempre perforando un poco el cielo, a
los camalotes que reposan suavemente sobre el Vivonne (río Loira). Desde
luego, la estrategia de marketing turístico parece evidente, y seguramente
haya rendido sus jugosos frutos. Pero, de algún modo también, la maniobra
resulta elocuente para ilustrar ese poder sublimador de la literatura capaz
de convertir un conjunto de construcciones y coordenadas geográficas en
alimento del imaginario colectivo y, finalmente, en símbolo.



Hoy, a 100 años exactos de la muerte del demiurgo de Combray, ocurrida un 18
de noviembre de 1922, parece buen momento para volver tras los pasos de
aquel muchacho que, de impecable mostacho, mirada evocativa y flor en el
ojal, tal como lo revela el sepia de la fotografía, concibió una de las
grandes cumbres de la literatura universal: una proeza inclasificable,
fascinante y tan sobrecogedora y eterna como esas catedrales que, irisado su
interior por la luz caleidoscópica del vitral, tanto supo admirar.



Impresionista y snob



Tras el fin de la Gran Guerra, cuando los alegres twenties imprimían su
vértigo de jazz y electricidad, un Proust reconocido tras la publicación de
Por el camino de Swann, primero de los siete tomos de la Recherche, temía
que ya no hubiera lectores para su obra. En efecto, aquella exquisita
cadencia destilada en cada página de su libro, macerada en unos salones de
la belle époque que cultivaban el arte de la conversación y miraban de
reojo, desde el pedestal de su nobleza rancia, el ascenso social de una
burguesía deseosa de dar lustre a sus millones, poco o nada tenían ahora que
ver con esta nueva sensibilidad desprejuiciada y arrebatadora. Le había
costado publicar su primer libro: nadie parecía tomar en serio aquellas
páginas iniciales que, tras uno de los comienzos más célebres de la historia
de la literatura (“Hace tiempo que me estoy acostando temprano”), se daban
el lujo de dedicar líneas interminables a las idas y venidas de su
protagonista para conciliar el sueño. Muy pronto se corrió la voz de que
aquella era la obra de un snob, un epíteto que el propio Proust se había
ganado con su incansable peregrinaje por las reuniones de la alta sociedad.
Ni el lúcido André Gide se dio cuenta, entonces, del valor de aquella pieza
inicial de un engranaje mayor, siendo el suyo, así, uno de los
arrepentimientos literarios más célebres de la historia.



Pero el libro se publicó, y lo que siguió es ya conocido: el reconocimiento
de una obra transgresora cuya innovación narrativa, presente en ese fluir de
conciencia que renovaría la narrativa del siglo XX junto con los nombres de
James Joyce, Franz Kafka o Virginia Woolf, rompería para siempre la
linealidad de la novela realista que había reinado durante la segunda mitad
del siglo XIX. Frente a la pretensión de objetividad del realismo y su
vocación descriptiva, Proust propone el impresionismo narrativo, la realidad
fragmentaria y subjetiva, tal como es percibida por el ojo humano. Aceptar
el viaje que supone la lectura de la Recherche es, de algún modo, entrar en
un cuadro impresionista, atravesar el paisaje de una tarde de picnic en un
Surat o contemplar los nenúfares alilados de un Monet desde la perspectiva
de un pequeño puente.



En aquellos albores del siglo XX en que la cámara fotográfica primitiva era
ya capaz de captar con fidelidad la realidad, la pintura debía encontrar
otros caminos expresivos, y ese cambio de sensibilidad, que también abonaría
la experiencia de los primeros quinetoscopios y esa reproductibilidad
técnica en el arte que tan bien sabría explorar Walter Benjamin, parece ya
manifiesta en la Recherche. Y es por eso, por ejemplo, que los ojos de
Gilberta, hija del matrimonio inconveniente entre el exquisito Charles Swann
y la cocotte del demi monde Odette de Crécy, pueden ser negros o azules en
ese primer encuentro con el narrador en uno de los caminos de Combray. Todo
dependerá del recuerdo de Marcel, el efecto de la luz o la distancia que se
acorta entre ambos caminantes.



Siete libros que a falta de mejor denominación componen una sola novela (Por
el camino de Swann, A la sombra de las muchachas en flor, El mundo de
Guermantes, Sodoma y Gomorra, La prisionera, La fugitiva, El tiempo
recobrado); tres mil quinientas páginas; más de un millón de palabras
(cifras que pueden variar según el idioma de traducción); unos doscientos
personajes, y una paleta de temas que involucran la reflexión sobre el arte,
el tiempo y el recuerdo (notablemente influido, esto último, por la
filosofía de Henri Bergson); más una estructura narrativa sin trama
definida, son datos que pueden intimidar al lector deseoso de lanzarse a la
aventura. Pero transitar esa espesura, animarse al viaje que supone la
inmersión en una novela oceánica, puede ser también una experiencia
transformadora, como suele ocurrir con los clásicos. Antes de iniciar el
viaje, no obstante, conviene saber que, siendo el narrador un escritor de
nombre Marcel, que procura un método para llevar adelante su obra y guarda
enormes similitudes con el Marcel de carne y hueso, no es esta una novela
autobiográfica. Y una novela que, por lo demás, resulta un libro dentro de
un libro: el texto que sostiene en sus manos el lector es, curiosamente, ese
que el narrador planea escribir al final de los siete tomos.



Al igual que el Marcel narrador, Proust había nacido en un hogar acomodado
de la alta burguesía parisina. Fue el primer hijo de un matrimonio compuesto
por Adrien Proust, un prestigioso médico epidemiólogo que no tuvo más
remedio que resignarse al ocio creativo y desmedido de su hijo mayor, y por
Jeanne Weil, una madre cultísima de origen ilustre, acomodado y judío.
Asmático a temprana edad, debilucho de nacimiento, Marcel fue mimado por esa
madre amorosa que supo cincelar su interés por el arte y la cultura, y que
llegó a asistirlo, incluso, en la considerable tarea de traducir a John
Ruskin, autor de La Biblia de Amiens, de probable influencia en el
pensamiento proustiano. Para entonces, el joven aspirante a escritor ya
había publicado Los placeres y los días (1896), una miscelánea de textos que
cimentó su fama pertinaz de snob, y se habría embarcado en la escritura de
una novela que sólo vio la luz de forma fragmentaria y póstuma: Jean
Santeuil, una suerte de borrador de la Recherche, en la que ya despunta ese
hecho de singular impacto social que fue el caso Dreyfus. Habiendo sido
Proust un defensor de primera hora de la inocencia del capitán Alfred
Dreyfus, injustamente acusado de espionaje, no debió haber sido poco su
estremecimiento ante la actitud abiertamente antisemita de esa nobleza que,
desde entonces, ya no volvería a ver de la misma manera. Fue una inevitable
toma de conciencia de esa mitad judía de su herencia familiar y el motivo
seguro de su desencantado retiro de los grandes salones.



Dos caminos y una magdalena



La muerte de su madre, en 1905, hundió a Proust en una depresión que decidió
transitar en solitario hasta su reclusión voluntaria en su apartamento
parisino, donde solía llevar un régimen extravagante de sueño diurno y
trabajo nocturno, matizado este con sus cenas en el Ritz. La irrupción de
Alfred Agostinelli en 1907, su chofer, secretario y una de las relaciones
importantes en la vida de Marcel luego del pianista de origen venezolano
Reynaldo Hahn, supuso un bálsamo para salir del duelo. La historia de amor
acabó con un accidente fatal en 1914, preludiando el comienzo de esa Gran
Guerra en la que Proust quiso y no pudo participar (había hecho el servicio
militar con entusiasmo), pero sirvió de sustrato para la historia de amor
entre Marcel y Albertina. El amor homosexual, de hecho, destila en la
Recherche ya desde el primer volumen, cuando el narrador observa
accidentalmente a la hija del viudo compositor Vinteuil junto a otra chica,
siendo evidente en la construcción del Barón de Charlus, quintaesencia de la
fauna aristocrática que moriría con el fin de siècle.



El amor de pareja, en definitiva, sea cual sea su orientación, es uno de los
grandes temas del libro, y uno que ya nada tiene que ver con la construcción
romántica de un siglo atrás. De los tres grandes amores que aparecen en la
novela, es decir, el de los ya referidos Swann y Odette, y los de Marcel con
Gilberta primero y con Albertina después, el de Swann y Odette, cuyo
tratamiento mereció uno de los tres apartados del primer volumen, resulta
paradigmático para explorar la subjetividad intrínseca a la experiencia
amorosa. Cuando Swann conoce a Odette no se entusiasma particularmente, si
bien reconoce su belleza. Pero es recién al identificar en su rostro cierta
fisonomía que la acerca a la representación de Séfora en un cuadro de
Botticelli, cuando cae irremediablemente enamorado. El amor, pues, no es
para Proust más que una construcción puramente subjetiva, un concepto
rompedor para una época que recién estaba descubriendo, en las teorías
freudianas, la poderosa influencia del inconsciente en nuestras afinidades y
elecciones.



Por el camino de Swann, primero de los siete tomos, presenta ya la gran
metáfora que estructurará la novela, esos dos caminos por los que la familia
de Marcel decidía realizar sus paseos en Combray. Uno, el que pasaba por
Tansonville, la mansión de Charles Swann, amigo de la familia de origen
judío, mercader de arte e integrante insospechado (para la familia del
narrador) del gran mundo social parisino. El otro, el de Guermantes, la
poderosa familia aristócrata con ascendencia merovingia, idealizada
especialmente en esa duquesa que el narrador niño sabe descendiente de la
mismísima Genoveva de Bravante, personaje que preludia la llegada del sueño
desde la linterna mágica de su dormitorio. Ambos caminos resultan,
claramente, irreconciliables, la representación más gráfica posible de esos
dos universos que sólo podrán entrelazarse una vez concluida la Gran Guerra,
cuando el mundo sea otro muy distinto. Es entonces cuando, ya hacia el final
de la novela, ocurre lo impensado, esa síntesis nueva que surge de los
matrimonios entre madame Verdurin (la nueva rica en cuyo salón ocurren
algunos de los pasajes más humorísticos de la novela) y el viudo duque de
Guermantes, y entre Gilberta y Robert de Saint-Loup, sobrino de los
Guermantes, es decir, entre el nuevo y el viejo orden social, la burguesía
avasallante y los últimos estertores de la vieja aristocracia.



Ninguna nota sobre Proust, por modesta que sea, podría obviar una mínima
referencia a Gustave Flaubert en la incidencia de esa fluidez característica
de la prosa proustiana, del mismo modo que tampoco podría ignorar ese pasaje
epifánico por excelencia que es el de la célebre magdalena mojada en té. Un
trozo del famoso bizcocho, tan característico de la pâtisserie francesa,
embebido en la infusión que la madre le ofrece al narrador, obra en su
contacto con el paladar un efecto revelador que, a la postre, indicará un
camino imprevisto para la creación artística. “Dejé de sentirme mediocre,
contingente y mortal”, explica el narrador ante la emoción de recuperar de
pronto, sin mediación de la voluntad y a partir de ese signo sensible que
supone el húmedo bocado, todo su pasado en Combray. “¿De dónde podría
venirme aquella alegría tan fuerte?”, se pregunta en medio del éxtasis, para
constatar lo infructífero que resulta repetir la operación, porque la
memoria involuntaria obra así, fuera de las leyes de la lógica, a merced del
más estricto azar.



Ya en El tiempo recobrado, cuando tome nota de otros signos sensibles que
despiertan reminiscencias –el tropiezo con una baldosa en la entrada del
palacio de Guermantes que le trae a la memoria el baptisterio de San Marcos
en sus viajes a Venecia; la servilleta con forma de cola de pavo real que lo
remite a las olas del balneario de Balbec–, entenderá que allí reside la
clave para la ansiada construcción de esa novela que se ha propuesto
largamente escribir, el código definitivo para recuperar el tiempo que
ahora, por fin, parece haber recobrado. Y es allí también, en esos destellos
de eternidad donde el pasado y el presente conviven sin conflicto, donde el
lector ha entendido por fin de qué ha ido el viaje: de que lo
extraordinario, trascendente e inmortal de una catedral gótica irisada de
vitrales puede ser también una potencialidad muy humana, tan singular y
única como una pieza de arte exquisita.

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