Cuba/Debates/ Los espectros de la Revolución Cubana y la izquierda latinoamericana. [Haroldo Dilla Alfonso]

Ernesto Herrera germain5 en chasque.net
Mie Abr 19 15:31:35 UYT 2023


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Correspondencia de Prensa

19 de abril 2023

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Cuba/Debates



Los espectros de la Revolución Cubana y la izquierda latinoamericana



La relación de la izquierda regional con la Revolución Cubana ha sido
siempre muy compleja. Sin duda, las agresiones imperiales le han dado al
proceso nacido en 1959 una sobrevida épica que no provee el resultado del
sistema posrevolucionario. Pero la izquierda socialista democrática está
obligada encontrar un camino que deje atrás el pesado manto de penitente de
la gesta cubana.



Haroldo Dilla Alfonso *

Nueva Sociedad, marzo-abril 2023

https://nuso.org/

Es algo aceptado reconocer que la Revolución Cubana fue un hecho
trascendental del siglo xx latinoamericano. Aún hoy, casi siete décadas
después de su irrupción, sigue siendo recordada como un factor presente.
Esto ocurre con frecuencia con las revoluciones, pues poseen tal atractivo
emocional que siguen siendo invocadas como amuletos ideológicos, en
particular por los políticos, incluso cuando estos encabezan procesos
subsiguientes que niegan la propia motivación revolucionaria. En México
–donde ocurrió la otra gran revolución latinoamericana del siglo xx
(1910-1917)–, las clases políticas posrevolucionarias legitimaron sus actos
con su marca, con notable éxito, durante más de 60 años. Y en Cuba, donde
aún merodean algunos espectros de los fundadores, se continúa hablando de la
actualidad de la Revolución. Se hace contra toda evidencia, para consumo de
las franjas de apoyo incondicional, disminuidas drásticamente desde la
década de 1990, cuando comenzó la crisis sempiterna denominada «Periodo
Especial». Pero la imagen es efectiva para mostrar cierto consenso social a
su favor siempre que, como sucede, las franjas críticas y opositoras sean
contenidas mediante la represión y la invisibilización.



En este artículo trataré de discutir las razones de la relación cambiante
entre la Revolución Cubana (y la posrevolución subsiguiente) y los sectores
de la izquierda latinoamericana, donde aún existen bolsones significativos
de apoyo, si bien por razones y con intensidades diferentes. A trazos
gruesos, este apoyo puede remitirse a dos posicionamientos. Por un lado,
existe una franja de apoyo minoritaria, pero de alta visibilidad
publicitaria, constituida por los condottieri que nutren los comités de
solidaridad y actúan como verdaderos fasci di combattimento que buscan
intervenir con violencia contra cualquier manifestación de oposición al
gobierno cubano. Es un apoyo emocional, por ende irracional, para el que
algunos viven y del que otros viven, que no admite argumentos y que, en lo
fundamental, asume a Cuba como el paradigma exclusivo del cambio social en
el continente. Pero, sobre todo, existe un sector de la izquierda que asume
la Revolución Cubana como lastre oneroso pero inevitable, y anda su camino
cubriéndola con un manto de condescendencia vergonzante, sea mirándola de
soslayo o simplemente no mirándola. Hacen como aconsejaba Jorge Luis Borges:
olvidan como forma de perdón.



Un funcionario cubano que tuvo a su cargo, durante dos décadas, la
representación del Partido Comunista de Cuba (es decir, del Estado cubano)
en el Foro de San Pablo ha confesado en una serie de artículos su «disgusto»
ante lo que considera un «reflujo de la izquierda latinoamericana». Aun en
desacuerdo con el dictamen, habría que apreciar la sinceridad del autor: «La
solidaridad con la Revolución Cubana», afirma, «nunca estuvo en duda, pero
por esos años surgió la noción de ‘defensa del derecho de Cuba de construir
su propio proyecto’, como fórmula ambigua que permitía tanto mantener una
postura solidaria con Cuba frente a la hostilidad imperialista, como tomar
distancia del proyecto cubano de construcción del socialismo». Y luego
confiesa su desvelo:



En cada encuentro del Foro, reunión del grupo de trabajo, seminario, taller,
intercambio con fuerzas sociales o políticas de otras regiones y demás
actividades, había que librar duras batallas políticas e ideológicas: había
choque, enfrentamiento, disgusto, tensión, desgaste. Había que defender a
Cuba, rechazar que el capitalismo se hubiese democratizado, demostrar que
las fuerzas populares eran quienes habían conquistado espacios
democráticos.(1)



Sin intentar sacar al autor de su laberinto, vale la pena preguntarse qué
sucedía con los miembros del Foro de San Pablo cuando preferían mirar a un
lado y refugiarse en el argumento westfaliano de la autodeterminación. ¿Por
qué?



Exportar la revolución



Los años 60 albergaron un collage planetario incitante que asumía por igual
los procesos de descolonización en África, los avances económicos y técnicos
del llamado «campo socialista», los movimientos políticos y culturales de
1968, la guerra de Vietnam y sus reacciones antibélicas, la Revolución
Cultural china y la emergencia de un pensamiento contestatario que atacaba
con igual furia al capitalismo que al saber domesticado por años de
conciliación fordista. En América Latina, ello se expresó como una erosión
de la hegemonía estadounidense y la emergencia de proyectos reformistas que
tomaban nota de la inquietud social, pero que –golpeados por la derecha y
por la izquierda– terminaron generando más frustraciones que logros
perdurables. Una señal temprana pero estruendosa del clima que viviría la
región ocurrió en 1958, cuando el entonces vicepresidente Richard Nixon
intentó una gira de «buena voluntad» por varios países de América Latina y
casi termina linchado en una calle de Caracas.



La Revolución Cubana es inseparable de esa efervescencia de «nuestros años
60». Se inició con la implantación, a fines de 1956, de grupos guerrilleros
en las modestas montañas orientales de Cuba, que en solo dos años lograron
derrotar a una dictadura impopular que había cerrado el camino a todo
arreglo cívico. Sus líderes eran jóvenes carismáticos cuyo máximo dirigente,
Fidel Castro, tenía la edad de Cristo, y no faltaban los ministros
veinteañeros. Un argentino con un largo recorrido latinoamericanista e
imagen cinematográfica, Ernesto «Che» Guevara, se encargó de informar al
mundo de los percances de la Revolución para devenir mito de una nueva época
a ser construida por hombres también nuevos, desmercantilizados y movidos
por la moral y la solidaridad.



En cuanto revolución –es decir, como proceso de cambios radicales en función
de una meta definida como socialismo por sus líderes–, el proceso cubano
había terminado hacia 1965. Por entonces se había producido la estatización
de la economía, se habían generado cambios sustanciales de alto valor
social, la población había sido encuadrada en un sistema de organizaciones
partisanas, los grupos opositores habían sido derrotados militar y
políticamente, y tanto la burguesía como la clase media habían emigrado
masivamente a Florida, donde gastarían las próximas décadas planificando una
vendetta versallesca que nunca tuvo lugar contra el régimen de la isla. En
ese mismo 1965 se fundó el Partido Comunista de Cuba (pcc) (2) –núcleo
organizativo de la nueva elite política– y se anunció la intención de
redactar una nueva Constitución, que en definitiva no vio la luz hasta una
década más tarde y bajo otros signos. El quinquenio siguiente fue una
primera etapa posrevolucionaria en la que persistieron los afanes autóctonos
y una fuerte vocación tercermundista –en particular, latinoamericanista–,
inspirada en aquella invitación del «Che» Guevara: hacer tantos Vietnam como
el imperialismo no pudiera soportar. El sello determinante fue el
voluntarismo, tanto en el plano interno –con el fallido Gran Salto Adelante
caribeño de la «zafra de los 10 millones»– como en el externo –con el
fomento de los focos guerrilleros en el subcontinente–.



Fue en este decenio cuando la Revolución Cubana consiguió cautivar a América
Latina. Al decir de John Halcro Fergurson –un periodista británico liberal–,
la imaginación latinoamericana fue conmovida como nunca antes desde los días
de las revoluciones independentistas, al poner sobre la mesa la posibilidad
de retar la hegemonía norteamericana en su Mare Nostrum y emprender un
camino propio de desarrollo, que luego sería sistematizado, desde ópticas
diferentes, en la vigorosa «teoría de la dependencia» (3). Su principal
interlocutor fue una nueva izquierda –hastiada de la parsimonia de los
partidos comunistas y otros grupos de la izquierda tradicional– que canalizó
sus energías políticas en heroicos ejercicios de impaciencia.



La Revolución Cubana ofrecía a esta generación política justo lo que estaba
buscando: un algoritmo comprobado de que era posible alcanzar el poder sin
esperar la generación de un capitalismo moderno por parte de una burguesía
nacional que, por lo demás, no existía. El «Che» Guevara sintetizó esta
propuesta en varios principios: era posible ganar una guerra al ejército, la
guerra debería ser librada mediante guerrillas en el campo y, lo que era más
importante, para hacerlo no era necesario contar con la mayoría desde el
principio, pues la propia lucha revolucionaria iría generando la adhesión de
las masas. Esto último constituía la médula del asunto y llevaba a un
extremo la propuesta bolchevique de la vanguardia como generadora desde
afuera de una conciencia de la que la clase carecía. Solo que mientras Lenin
tuvo el cuidado de hacer descansar la estrategia en el rol educativo y
organizativo del partido en plazos medianos, y el vietnamita Ho Chi Minh
apuntó a la propaganda armada con cierta paciencia, en el caso del
guevarismo se trató de un ejercicio voluntarista, en ocasiones suicida, que
convocaba al pueblo, a veces sin las más mínimas condiciones, desde un
núcleo guerrillero de vanguardia. Todo un nuevo guisado neodogmático que
animó la práctica y la producción ideológica de esa izquierda, sostenido en
el éxito de una experiencia cubana en la cual el relato oficial exaltó el
papel de los «barbudos», al tiempo que se invisibilizó la lucha de masas
urbana en los estertores de la dictadura de Fulgencio Batista.



Un libro, Revolución en la Revolución, de Régis Debray, devino la biblia de
los nuevos tiempos. Y una serie de reuniones y eventos fueron organizando el
guion. Una de estas reuniones –la conferencia de la Organización
Latinoamericana de Solidaridad (olas)– tuvo lugar en La Habana en 1967 y
planteó una declaración general de 19 puntos que reiteraba que «el contenido
esencial de la revolución en América Latina está dado por su enfrentamiento
al imperialismo y a las oligarquías de burgueses y terratenientes». De ahí
que «el carácter de la revolución es el de la lucha por la independencia
nacional, la emancipación de las oligarquías y el camino socialista para su
pleno desarrollo económico y social», guiada por el marxismo-leninismo,
basada en la lucha armada y garantizada por lo que llamaba «la existencia
del mando unificado político y militar como garantía para su éxito». No
dejaba espacio para el reformismo ni para «otras formas de lucha», que solo
eran consideradas legítimas mientras se subordinaran y tributaran al
operativo guerrillero. Y Cuba devenía una «rica fuente de experiencias (…)
una imagen optimista del futuro» (4). Con ello, la Revolución Cubana
alimentó un esquema de amigo/enemigo que fue crucial para la estructuración
del mapa político e ideológico del siglo xx latinoamericano (5).



Los fusiles, las urnas y todo lo demás



Apenas tres años después de aquella jornada de entusiasmo revolucionario, la
situación comenzó a cambiar drásticamente. Todos los focos revolucionarios
alimentados por La Habana fueron reprimidos con el apoyo estadounidense y
sus líderes fueron asesinados o encarcelados. En cambio, los únicos intentos
de cambio social progresista que llegaron a ser gobierno en el continente
aparecieron de la mano de circunstancias que nada tenían que ver con la
línea de la olas: proyectos reformistas animados por la Alianza para el
Progreso, como la Revolución en Libertad de la Democracia Cristiana en
Chile, el nacionalismo militar revolucionario (Perú, Bolivia y Panamá) y el
triunfo electoral de la coalición izquierdista liderada por Salvador Allende
en Chile, con la que Fidel Castro mantuvo siempre una distancia inflexible
en el ámbito ideológico, como ha sido detalladamente discutido por Rafael
Pedemonte (6). Pero tampoco estas experiencias fueron perdurables, y si algo
caracterizó los años 70 y la década siguiente fue la estrategia
contrainsurgente coordinada por eeuu, que ensombreció el continente y lo
sumió en un clima de represión sin precedentes.



Aunque podía suponerse que esto abriría una nueva oportunidad revolucionaria
–de hecho, brotaron algunos intentos insurgentes sin impactos políticos
significativos–, ya Cuba no estaba en condiciones de reanimar su activismo
revolucionario. Tras años de voluntarismo irresponsable de sus dirigentes,
la economía cubana llegó a un punto de agotamiento que solo era posible
revertir desde una alianza más estrecha con el bloque soviético. Para
conseguirla, la elite posrevolucionaria tuvo que renunciar a muchas cosas, y
entre ellas, a su mística de crear «muchos Vietnam». Aunque se mantuvo
alguna retórica latinoamericanista, se congelaron los apoyos a los grupos
armados remanentes (7) y los pocos líderes revolucionarios que quedaron en
la isla se vieron obligados a desistir o a marchar hacia verdaderas
inmolaciones, como fue el caso de Francisco Caamaño en República Dominicana
en 1973.



En adelante, el «internacionalismo» cubano se produjo fundamentalmente como
acción de Estado tanto en operaciones militares –principalmente en África–
como en misiones humanitarias. La revolución latinoamericana –si hacemos la
excepción del recatado apoyo a la lucha armada en Centroamérica– ya no era
una prioridad de la política exterior cubana. La imagen heroica de la isla
resistiendo no solo al imperialismo norteamericano, sino también al
hegemonismo soviético, se derrumbó al calor de los subsidios, y su política
exterior se escoró, fundamentalmente, en función de los intereses de la
Unión Soviética. Y aunque este alineamiento podía producir hechos de alto
significado positivo para la izquierda –por ejemplo, la intervención militar
cubana en el cono sur africano–, también conllevó complicidades frustrantes,
como la connivencia con la horrible dictadura militar en Argentina entre
1976 y 1983 (8)



En el plano interno, Cuba dejó de ser el laboratorio de una nueva sociedad
apoyada en el mito guevarista del hombre nuevo, donde se ensayaba un tipo de
democracia supuestamente superior al orden liberal. El acceso privilegiado
al mercado soviético y la afluencia de ingentes subsidios dieron a los
dirigentes cubanos un respiro y les permitieron la construcción definitiva
de un entramado político totalitario, que ya asomaba desde los años 60. Al
mismo tiempo, se desarrollaron políticas sociales de alta calidad que
permitieron la movilidad ascendente de las mayorías, principalmente a través
de la educación, y el acceso equitativo a un consumo discreto pero
suficiente para evitar la irradiación de la pobreza y la marginalidad, como
sucedía en el resto del continente como resultado de la crisis de los
modelos desarrollistas y de la implementación de políticas de ajustes
monetaristas.



Se trataba de un cuadro complejo, en el que la izquierda guardaba distancia
de lo que era evidentemente una dictadura represiva que condenaba a sus
críticos a la prisión o la emigración, pero al mismo tiempo producía un
sistema de bienestar social que había dotado a la sociedad insular de
niveles de equidad y prosperidad compartida como nunca antes en su historia.
O, trasladándonos a la política exterior, que se alineaba medularmente con
las políticas hegemonistas soviéticas, pero al mismo tiempo generaba
impulsos tercermundistas que indicaban cierto grado de autonomía. La
solución que la izquierda dio a este dilema fue sencillamente mirar a un
lado, dejar a Cuba como una suerte de pie de página y referirse a ella,
cuando resultaba inevitable, desde el ángulo en que algo quedaba de la
Revolución Cubana y donde posiblemente se había producido el principal
aporte de esta a la historia continental: la geopolítica y, en particular,
la condena al bloqueo/embargo y otras acciones hostiles del gobierno
estadounidense hacia Cuba. Justamente el punto que causaba tantos desvelos
al representante cubano en el Foro de San Pablo.



El distanciamiento relativo de Cuba y la mayor parte de la izquierda
continental no solo se vinculaba a lo que sucedía en la isla, sino a la
forma en que la izquierda iba asumiendo sus compromisos políticos. Como
antes anotaba, la brutal represión de las dictaduras militares desmanteló
gran parte de la institucionalidad que había sustentado la proyección
político-cultural de la izquierda en el continente –partidos, organizaciones
sociales, grupos de pensamiento–, y sus dirigentes y activistas fueron
encarcelados, asesinados u obligados a tomar el camino del exilio. De los
escombros surgió una autocrítica que abarcó tanto a los sobrevivientes como
a la nueva generación. Y ello implicaba muchas novedades que los dirigentes
cubanos veían como retrocesos políticos. Dos de ellas merecen ser
destacadas.



La primera fue la revalidación de una gran ausente de todo el movimiento
generado en torno de la Revolución Cubana: la democracia. Como mencioné
antes, la Revolución Cubana se sintió impelida a actuar no solo contra una
dictadura, sino también contra una democracia «agotada» que había funcionado
en Cuba entre 1940 y 1952. La idea de la democracia siempre aparecía en este
discurso como la crítica a un dominio de clases y por ello debía ser
superada junto con este dominio. En su lugar, aparecía un vago desiderátum
que remitía más al caudillismo plebiscitario que a la democracia política, y
más al involucramiento amorfo que a la participación autónoma de la
sociedad. Nuevamente, el «Che» Guevara –ideólogo de primer orden de esta
etapa– dejó varias imágenes altamente ilustrativas. Según Guevara, «huyendo
al máximo de los lugares comunes de la democracia burguesa» se trataba de
liberar al hombre mediante «nuevas» prácticas desalienantes:



A la cabeza de la inmensa columna –no nos avergüenza ni nos intimida
decirlo– va Fidel, después, los mejores cuadros del Partido, e
inmediatamente, tan cerca que se siente su enorme fuerza, va el pueblo en su
conjunto, sólida armazón de individualidades que caminan hacia un fin común;
individuos que han alcanzado la conciencia de lo que es necesario hacer;
hombres que luchan por salir del reino de la necesidad y entrar al de la
libertad. (9)



Leer este documento, y en general la obra de Ernesto Guevara, siempre
conmueve por la pasión de una prosa, por lo demás, de alta calidad
literaria. Pero no puede olvidarse que la marcha que estaba describiendo era
en realidad la construcción de un orden que, como ha demostrado Samuel
Farber, resultaba más autoritario que el pasado dictatorial que proclamaba
negar (10). Más aún, hoy Cuba es el país más autoritario de América Latina,
que siente de cerca la porfía de las otras dos experiencias
«revolucionarias»: Venezuela y Nicaragua. Esta experiencia, y en general
toda la experiencia de los llamados «socialismos realmente existentes»,
estuvo en la base de una nueva aprehensión de la democracia como valor
indispensable de una nueva sociedad, o como medio por el cual era posible
conseguir esa transformación. En términos de Erik Olin Wright, la izquierda
comenzó a pensar el futuro deseable como una «habilitación social» mediante
transformaciones «simbióticas» y/o «intersticiales» en las que predominaba
la noción del compromiso positivo y de los pequeños logros hacia una
«metamorfosis emancipadora», en detrimento de las estrategias rupturistas de
asalto al poder que habían constituido la raison d’être de la izquierda
revolucionaria a lo largo de los años 60 (11)



Una segunda cuestión estaba referida a los sujetos del cambio social. La
Revolución Cubana nunca se aferró al dogma obrerista que imperaba en la
cultura de los partidos comunistas sovietizantes. Tampoco arropó la idea,
muy cara al maoísmo, del campesino pobre como motor de la revolución. En su
lugar movió la figura de «pueblo» (una herencia del populismo
latinoamericano), que ya había estado presente y había sido definida con
cierto detalle en el programa revolucionario inicial. Pero era un concepto
que arrastraba dos pesadas mochilas. Una era su inspiración
clasista/ocupacional, en la medida en que se percibía como compuesta por
estudiantes, profesionales, obreros, campesinos, desempleados, etc., todos
los cuales tenían en común la explotación capitalista. Luego, que el pueblo,
frente al poder revolucionario (aun cuando se lo proclamaba protagonista),
se convertía en una masa amorfa, no solo subordinada, sino realizada en
relación con la vanguardia. Era una diversidad acotada que no dejaba espacio
al reconocimiento de otras identidades e identificaciones sociales, y por
ello Cuba resulta hoy una de las sociedades latinoamericanas donde menos han
avanzado los derechos y los enfoques particulares que constituyen esa
diversidad. Ello resultaba totalmente disfuncional para una izquierda
obligada –por razones éticas, pero también sociológicas y políticas– a dar
cuenta de la diversidad y la autonomía de los sujetos, clases, pero también
géneros, orientaciones sexuales, generaciones, así como distinciones
culturales, ambientales, locales y étnicas.



La dudosa solidaridad con los escombros de la Revolución



El mundo de la Revolución Cubana y la insurgencia de los años 60 fue uno de
los últimos aldabonazos de una «modernidad sólida» que ya no existe.
Siguiendo a Zygmunt Bauman, hoy experimentamos un mundo de flujos, líquido,
plagado de incertidumbres y escenarios cambiantes (12), que obligó a la
izquierda a variar sus paradigmas en la misma medida en que la fortaleza de
la Revolución Cubana se derrumbaba. Hasta dónde ésta mudanza ha implicado el
abandono por parte de sectores políticos y personalidades de compromisos
sociales y políticos definitorios de la izquierda, o hasta dónde se trata de
una variación de métodos y estilos en la búsqueda de un mundo realmente
superior y perdurable, es un tema relevante, pero que sale de nuestro
objetivo en este artículo. Lo que me interesa es destacar que, en cualquier
circunstancia, la mirada esquiva de la izquierda continental hacia Cuba
constituye una complicidad vergonzante y éticamente cuestionable.



Hace mucho tiempo que el sistema cubano no ofrece oportunidades reales de
movilidad social, algo que los cubanos comunes buscan emigrando por
cualquier vía. La crisis sempiterna está despoblando la isla, que pierde
habitantes en términos absolutos. Y ninguna de estas calamidades –una
economía que no crece, servicios sociales empobrecidos, escasez alarmante de
viviendas, salarios irrisorios e insuficientes– puede ser explicada por el
bloqueo/embargo estadounidense, un dato ciertamente lesivo para la comunidad
nacional que merece ser condenado, pero que ha sido manipulado ad nauseam
por la clase política cubana para poder presentarse como un último bastión
de resistencia y justificar sus alianzas y posiciones internacionales
francamente deplorables.



La izquierda socialista democrática está obligada a encontrar un camino, y
no puede lograrlo con el pesado manto de penitente de la Revolución Cubana,
ni de otras experiencias autoritarias erigidas en nombre del socialismo. Lo
recordaba Marx a los revolucionarios del siglo xix, cuando les pedía
liberarse del peso de las generaciones muertas: «dejar a los muertos
enterrar a sus muertos para realizar su propio objeto». Entonces podremos
mirar la epopeya cubana de 1959 con admiración, evaluar sus logros y
fracasos con total objetividad y dejar que quienes murieron en ella o bajo
su inspiración nos hablen sin los apremios de las coyunturas.



* Haroldo Dilla Alfonso, sociólogo cubano-dominicano residente en Chile. Es
profesor titular del Instituto de Estudios Internacionales de la Universidad
Arturo Prat (Santiago de Chile).



Notas



1).Roberto Regalado: «Reflujo de la izquierda latinoamericana (I)» en La
Tizza, 18/5/2021.

2).El viejo partido prosoviético se llamaba Partido Socialista Popular (PSP)
desde 1944.

3).J. Halcro Ferguson: «The Cuban Revolution and Latin America» en
International Affairs vol. 37 No 3, 7/1961; Claudio Katz: La teoría de la
dependencia. Cincuenta años después, Batalla de Ideas, Buenos Aires, 2018.

4.)OLAS: «Conferencia de la Organización Latinoamericana de Solidaridad.
Documentos» en Casa de las Américas No 45, 11-12/1967, disponible en
http://laventana.casa.cult.cu/....

5).Norbert Lechner: «Los nuevos perfiles de la política» en Nueva Sociedad
No 130, 3-4/1994, disponible en nuso.org.

6).R. Pedemonte: «La Revolución cubana de cara al desafío ideológico de la
‘vía chilena al socialismo’ (1959-1973)» en Revista de Indias vol. LXXXII No
286, 2022.

7).Tanya Harmer: «Two, Three, Many Revolutions? Cuba and the Prospects for
Revolutionary Change in Latin America, 1967-1975» en Journal of Latin
American Studies vol. 45 No 1, 2/2013.

8).Gabriel C. Salvia: «Para un dictador no hay nada mejor que otro dictador»
en El País, 26/11/2014. Sobre la dictadura argentina y sus vínculos con la
urss, v. Andrey Schelchkov: «El Partido Comunista de la Unión Soviética, el
Partido Comunista argentino y la dictadura militar, 1976-1983» en Revista
Izquierdas No 51, 2022.

9).Che Guevara: «El socialismo y el hombre en Cuba», 1965, en Marxists.org,
www.marxists.org/espanol/guevara/65-socyh.htm.

10).S. Farber: Cuba Since the Revolution of 1959, Haymarket, Chicago, 2011.

11).E.O. Wright: Construyendo utopías reales, Akal, Madrid, 2014.

12).Z. Bauman: Modernidad líquida, FCE, Ciudad de México, 2001.

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