Debates/ Crecimiento verde, decrecimiento y límites planetarios. [Geoff Mann]

Ernesto Herrera germain5 en chasque.net
Vie Ene 20 10:32:35 UYT 2023


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Correspondencia de Prensa

20 de enero 2023

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Debates



Crecimiento verde, decrecimiento y límites planetarios



Darle la vuelta a la ecuación



Tanto el término decrecimiento como los llamados a una economía más verde
vienen cobrando fuerza en los últimos años, frente al impacto global de
nuestra crisis civilizatoria. En el ambientalismo del Norte global, han
aparecido dos campos diferenciados y casi antagónicos en sus miradas sobre
cómo encarar estos desafíos.



Geoff Mann

Brecha, 20-1-2023

https://brecha.com.uy/

Traducción y titulación de Brecha



Es difícil saber cómo hablar de las economías modernas sin hablar de
crecimiento: de productividad, de los riesgos de emprender, y del ciclo de
expansión y acumulación impulsado por la búsqueda de ganancias. Al
crecimiento económico se lo ve como un proceso natural o automático, y su
ausencia se toma como evidencia de que algo habremos hecho mal, que nos
interpusimos en su camino. Toda gran política económica es presentada como
una cuestión de «quitar las trabas» al crecimiento, como si la economía
fuera una bestia generadora de riqueza, siempre ansiosa por avanzar, si tan
solo la dejáramos.



Por eso puede resultar sorprendente saber que el análisis del crecimiento
económico, en su sentido contemporáneo, es un desarrollo relativamente
reciente. Algunos dirán que Adam Smith fue el primer teórico del crecimiento
económico (una expresión que él nunca usó), pero incluso en una fecha tan
tardía como 1946, Evsey Domar, uno de los fundadores de la teoría moderna
del crecimiento, señalaba que la tasa de crecimiento era «un concepto que ha
sido poco usado en la teoría económica». Eso no se mantuvo así por mucho más
tiempo, a medida que economistas y políticos se enfrentaban al legado de la
Gran Depresión, los temores de estancamiento de la posguerra, y la
geopolítica de la descolonización y la Guerra Fría. Los desafíos del
crecimiento y la industrialización –los obstáculos para lograr ambos, pero
también la dislocación y desigualdad que a menudo implicaban– no eran solo
una cuestión de inversión, tecnología y productividad: también se
relacionaban, en palabras de Simon Kuznets, premio nobel de economía en
1971, con el «futuro de los países subdesarrollados dentro de la órbita del
mundo libre».



Walt Rostow, quien junto con Kuznets fue uno de los pensadores más
influyentes de ese naciente campo, entendió el crecimiento como la base del
orden mundial de posguerra. Las etapas del crecimiento económico, su obra
germinal publicada en 1960, se subtituló Un manifiesto no comunista. De
acuerdo con lo que ahora se llama el relato rostoviano, el crecimiento no
era solo la solución a la inestabilidad interna de las economías
industriales avanzadas y el remedio para el atraso de las sociedades
tradicionales (no industriales), también era el antídoto contra el
socialismo. No había necesidad de revolución: los mercados regulados del
capitalismo de posguerra entregarían –a su debido tiempo y pacíficamente–
los frutos de la modernización, una alternativa no violenta a la
expropiación y la colectivización. Sin embargo, no estaba claro cómo
responderían las sociedades tradicionales a la inevitable disrupción
asociada con su integración a la economía global. «¿Cómo debe reaccionar la
sociedad tradicional a la intrusión de un poder más avanzado: con cohesión,
prontitud y vigor, como los japoneses; haciendo de la irresponsabilidad una
virtud, como los irlandeses oprimidos del siglo XVIII; alterando lenta y de
mala gana la sociedad tradicional, como los chinos?», se preguntaba Rostow.



La intuición de Kuznets fue que, en las sociedades tradicionales, el
crecimiento económico en ancas del mercado empeoraría la desigualdad al
comienzo, pero, a largo plazo, la reduciría. (A pesar de que él mismo
reconoció que se trataba de un «95 por ciento de especulación», esta
hipótesis luego fue elevada al estatus de verdad, con la hoy famosa curva de
Kuznets) ¿Cómo podía Occidente mantener su dominio sobre el resto del mundo
durante estos sacudones iniciales? ¿Cómo podía diseñarse el proceso para
«evitar el remedio fatalmente simple de un régimen autoritario que use a la
población como carne de cañón en la lucha por el éxito económico» (Rostow
dixit)? «¿A dónde nos lleva el interés compuesto?», se preguntaba Rostow en
otra ocasión. «¿Nos está llevando al comunismo? ¿o hacia los suburbios
ricos?» «¿A la destrucción?, ¿a la Luna? ¿A dónde?». La tarea consistía en
transformar las sociedades tradicionales de manera tal que pudieran
«disfrutar de las bendiciones y de las alternativas abiertas por la marcha
del interés compuesto».



El PBI Y sus críticos



En los años transcurridos desde Kuznets y Rostow, el crecimiento económico
se ha convertido en el objetivo principal de la economía y la política
económica contemporáneas, y la tasa de aumento del producto bruto interno
(PBI) en su medida estándar. El PBI representa el valor monetario del
volumen de producción anual de un país, y, generalmente, se lo presenta
dividido per cápita. Se suele asumir que es el crecimiento –o, en todo caso,
el crecimiento compuesto– el que impulsa el milagro económico del
capitalismo moderno, por lo que un PBI en aumento se ha vuelto un objetivo
político en sí mismo. Al decir de Rostow, el punto era hacer del crecimiento
la condición normal de la economía, a medida que «el interés compuesto se
integra, por así decirlo, en sus hábitos y su estructura institucional». En
la economía global actual, el crecimiento de la renta o de la producción –en
todos los niveles: desde la empresa hasta el Estado nación– es un
determinante clave de la capacidad para atraer inversiones o préstamos en
los mercados financieros, lo que a su vez es un determinante clave para el
crecimiento futuro.



Sin embargo, aunque el PBI domina el pensamiento sobre política económica,
ha sido objeto de críticas fulminantes durante décadas, dado que
evidentemente es muy pobre como medida del bienestar humano. Todo lo
producido contribuye al PBI, no importa si se trata de educación o de
atención médica, de armamento o de petróleo extraído por fracking. No
importa tampoco si un aumento del PBI se reparte entre dos ricos o entre un
millón de pobres; si te atropella un ómnibus y salvarte (o intentarlo, sin
suerte) cuesta cientos de miles, tanto tú como el conductor del ómnibus han
hecho una contribución positiva al PBI.



Los ataques al fetiche del crecimiento y a la bancarrota moral de creer que
más es igual que mejor tienen una historia todavía más larga. John Stuart
Mill (entre otros) argumentó que los seres humanos están mejor atendidos por
una sociedad en la que «nadie es pobre, nadie desea hacerse más rico y nadie
tiene por qué temer que lo empujen hacia atrás los esfuerzos de otros para
quedar primeros». Más recientemente, la acusación ha sido que el paradigma
del crecimiento y las políticas que pergeña confunden el proceso
cuantitativo de crecimiento con el proceso cualitativo de desarrollo. Hoy
sabemos que los países con el PBI per cápita más alto, o que crecen más
rápido, no son necesariamente los más pacíficos o los más democráticos; sus
ciudadanos no viven necesariamente una vida más sana, más larga o más feliz.
A pesar de todo ello, el PBI sigue siendo la medida estándar de la actividad
económica nacional, para gran disgusto de los defensores de medidas
alternativas, como el índice de desarrollo humano o el índice de progreso
real, que, al menos, sí hacen el intento de calcular el bienestar humano.



El crecimiento Verde



El declive precipitado de la estabilidad ecológica del planeta, asociado, en
particular, con el cambio climático, ha recargado de forma inédita las
críticas al crecimiento. Se está volviendo lugar común decir que la relación
del capitalismo moderno con el planeta es cada vez más extractiva y
destructiva. Es cierto que aún hay un segmento lunático que se niega a creer
en el cambio climático y que aún no termina de ser abducido a Ganímedes,
pero los hechos y los datos ya son parte del conocimiento general aceptado
por la mayoría. Incluso organizaciones como el FMI, el Financial Times, el
Banco Central Europeo, el Deutsche Bank y el Ejército estadounidense
reconocen que el crecimiento económico moderno ha sido ecológicamente
destructivo y que es uno de los principales impulsores del cataclismo
climático en ciernes.



La pregunta es si nuestra actual concatenación de crisis es producto del
modelo actual de crecimiento económico o del crecimiento económico per se.
¿Es posible abocarse al crecimiento económico de una manera que no empeore
las cosas para el planeta y sus habitantes? ¿Podemos, como dicen algunos,
desacoplar al crecimiento de las emisiones de gases de efecto invernadero,
la disminución de la biodiversidad y la destrucción de los hábitats?



Los profetas de este desacoplamiento pertenecen a un conjunto variopinto
pero en expansión de proponentes del crecimiento verde, entre los que se
incluyen banqueros, como el exgobernador del Banco de Inglaterra Mark
Carney, economistas, como Per Espen Stoknes, de la Norwegian Business
School, y Mariana Mazzucato, de la University College de Londres, o gurús de
los negocios, como Paul Hawken (coautor, con Hunter Lovins y Amory Lovins,
de Capitalismo natural: creando la próxima revolución industrial,(1)
publicado en 1999). Su discurso es una apelación a la magia de la innovación
y la tecnología. Autodenominados tecnoptimistas, como el columnista del
Financial Times Martin Sandbu, son defensores entusiastas de políticas
climáticas basadas en el mercado (como los impuestos al carbono y los
esquemas de permisos negociables), las «economías de innovación» y las
promesas de «cero neto»: compromisos empresariales y gubernamentales con
proyectos de gran escala, que se supone que nos permitirían seguir con
nuestras actividades básicamente sin cambios, mientras compensamos nuestras
emisiones con la captura y el almacenamiento de carbono, la plantación de
árboles y otros programas de secuestro de CO2.



Este es también el mensaje que escuchamos de los impulsores del European
Green Deal (Pacto Verde Europeo) y de los empresarios de energías
renovables. Una vez que consigamos el tipo correcto de crecimiento –un
«crecimiento sano» desacoplado del sórdido historial ambiental del viejo
capitalismo–, no tendremos que preocuparnos de que haya demasiado
crecimiento. De hecho, deberíamos celebrarlo como el camino hacia un
capitalismo más inclusivo y como el medio con el que pagaremos la inminente
transición a un mundo de alta tecnología y bajo carbono. «Sí», dice Stoknes,
exdiputado por los verdes en el Parlamento noruego y con formación en
psicología, además de en economía, «la versión actual del capitalismo puede
estar causando estragos, pero no es que el capitalismo esté roto». De hecho,
«negar a la psique humana su deseo subconsciente de crecimiento» sería
desastroso, afirma.(2)



Hay un realismo duro detrás de algunas de estas esperanzas de
desacoplamiento: el capitalismo impulsado por el crecimiento es lo que hay,
no parece que vaya a desaparecer pronto, crucemos los dedos y trabajemos con
lo que tenemos. Uno tiene la sensación de que aquí es donde ha ido a parar
Carney, hoy enviado especial de la ONU para acción climática y finanzas. Ha
reunido prácticamente todas las instituciones financieras importantes del
mundo (con activos totales que suman unos 130 billones de dólares) para
formar la Alianza Financiera de Glasgow para el Cero Neto, con el fin de
movilizar recursos del sector privado en pos de una transición global hacia
el cero neto en 2050. Lo cierto es que la iniciativa parece impulsada más
por la desesperación que por la esperanza. Lo mismo podría decirse de la
exhortación de Mazzucato a «hacer un capitalismo diferente». Es como si el
tiempo fuera tan corto y la naturaleza humana tan rígida que no tuviéramos
otra opción.



Los realistas tienden a querer más participación del Estado de lo que
quisieran los emprendedores verdes, precisamente porque no confían en la
mano invisible para lograr lo necesario: un escape de mercado frente al
desastre ambiental. A veces, a esta posición se la presenta como si
estuviera por encima de lo político: independientemente de lo que uno sienta
sobre el crecimiento o las alternativas a él, la improbabilidad de que
podamos frenar el tren capitalista a tiempo obliga a desplegar medidas de
emergencia como la «movilización nacional» –análoga a la economía
planificada de la Segunda Guerra Mundial– o intervenciones planetarias, como
la gestión de la radiación solar atmosférica.



Los decrecentistas



Decrecimiento es el término hoy en boga para aquellos que argumentan que esa
promesa del crecimiento verde es, en el mejor de los casos, una distracción
y, en el peor, un anestésico cínicamente administrado [N. del E.: para una
primera aproximación al decrecimiento desde una perspectiva latinoamericana,
véase «Hay una ceguera que sigue atravesando el imaginario de nuestras
elites», Brecha, 28-10-22]. En Menos es más: cómo el decrecimiento salvará
al mundo,(3) probablemente el manifiesto decrecentista anglosajón más
conocido de estos últimos años, el antropólogo económico Jason Hickel ofrece
una respuesta tardía a Rostow: «El interés compuesto es incompatible con el
mantenimiento de la vida en un planeta viviente regido por equilibrios
delicados». No podemos recurrir a un mayor crecimiento para librarnos de
nuestro problema: a fin de cuentas, crecimiento es crecimiento. Al decir de
Tim Jackson en Poscrecimiento: la vida después del capitalismo,(4) «crecer
significa un mayor ritmo y caudal de producción», un mayor flujo, en
términos absolutos, de energía y materiales en el proceso productivo. «Eso
significa más impacto. Más impacto significa menos planeta. El crecimiento
sin fin, verde o no, solo puede terminar llevándonos a ningún crecimiento en
absoluto. No hay crecimiento en un planeta muerto», apunta este economista y
profesor británico de desarrollo sustentable en la Universidad de Surrey. La
mitología del desacoplamiento es, para él, una «forma de negación».



Los partidarios del decrecimiento piden, en cambio, una contracción
económica intencional y controlada, bajo una premisa sencilla: el
crecimiento económico está destruyendo la vida en la Tierra. En la medida en
que el tipo de crecimiento medido por el PBI ha implicado históricamente un
aumento en el consumo de materiales y energía en un planeta finito, el
argumento es incontrovertible. Pero, como reconocen los decrecentistas,
bajarle de golpe la persiana a una economía global ecológicamente desastrosa
podría resultar socialmente desastroso, y los efectos serían peores para los
más pobres. Es por eso que los modelos de decrecimiento nunca son solo
cuestión de frenar y poner marcha atrás, sino que combinan reducción
intencional con redistribución global. Dado que «es probable que la
reducción del caudal de producción conduzca a una reducción en la tasa de
crecimiento del PBI o, incluso, a una disminución del propio PBI», como dice
Hickel, «debemos estar preparados para gestionar ese resultado de una manera
segura y justa. Esto es lo que se propone hacer el decrecimiento».



Los impulsores del crecimiento verde tienen una respuesta predecible. Para
Stoknes, «la verdadera discusión no es crecimiento o decrecimiento. No es
“el capitalismo o el clima”. No es el dinero versus tu alma. La discusión
aquí no es sobre encontrarle una alternativa al capitalismo». Más bien, «se
trata de rediseñar lo que hoy tenemos para que no haga trizas nuestro hogar
terrenal». Pero, según cualquier estándar razonable de argumentación, la
carga de la prueba no debería recaer sobre los decrecentistas, sino en
quienes se aferran al crecimiento. El crecimiento económico ha llevado al
sistema planetario a sus límites, o incluso más allá, y la historia de la
humanidad no ofrece nada que sugiera que el crecimiento continuo sea
compatible con la necesaria reorientación de la economía global, una
reorientación que la ideología del crecimiento hasta ahora ha obstaculizado
y, a menudo, ha socavado activamente. Hasta que los crecentistas verdes
puedan presentar algo, lo que sea, que demuestre que su fe ha contribuido a
un cambio estructural significativo –no solo bolsas de supermercado
compostables o cargadores para autos eléctricos afuera del shopping, sino un
cambio abarcativo en la economía global– serán ellos los que tendrán que
ofrecer pruebas de la efectividad de su propuesta, no sus críticos.



Dicho esto, los decrecentistas, por supuesto, también tienen preguntas que
responder, por ejemplo: ¿cómo se supone que funciona el decrecimiento? Entre
las propuestas más comunes, suelen aparecer: una transición radical hacia el
transporte público y el no motorizado, institucionalizar la compra de
productos de segunda mano en lugar de productos nuevos, la adopción masiva
de dietas vegetarianas y veganas, y de métodos agroecológicos, mejorar la
eficiencia y reducir el uso de energía en los edificios ya existentes. Todo
eso, en verdad, haría una gran diferencia. Pero ¿cómo se implementarían las
políticas necesarias lo suficientemente rápido y en una escala lo
suficientemente grande? De hecho, es una pregunta viva si son las políticas
públicas –al menos en la forma en que el término es usado en las democracias
modernas, burocráticas y liberales– la herramienta adecuada para los cambios
radicales necesarios: el paso a una dieta basada en plantas, para tomar solo
un ejemplo. Por no hablar de los cambios institucionales más radicales que
los decrecentistas como Giorgos Kallis, Susan Paulson, Giacomo D’Alisa y
Federico Demaria piden en A favor del decrecimiento:(5) limitar el alcance
de las relaciones de propiedad privada y revivir prácticas comunales, o
distribuir tecnologías y apoyo financiero como forma de reparación por los
legados del colonialismo en el Sur global. ¿Podemos imaginar «políticas
públicas» que generen transformaciones a esta escala del orden
político-económico mundial? Esto incluso antes de considerar la cuestión de
quién o qué organismo tiene el poder político para hacer que todo eso
suceda.



La función de reducción



Uno de los componentes básicos de la economía moderna es la función de
producción, una proposición simplificada sobre el funcionamiento de los
engranajes de la economía. Establece la forma en que los insumos clave –los
factores de producción, como el capital y el trabajo (ya hace mucho que se
prescindió de las materias primas y la tierra)– se combinan para generar lo
producido por una economía. Dado que cualquier colección dada de insumos
puede usarse para una amplia variedad de propósitos, casi siempre se asume
que los detalles específicos son una función de la tecnología y las
instituciones: las contribuciones relativas del capital y la mano de obra a
la producción representan soluciones racionales a problemas técnicos
planteados por las restricciones presupuestarias, las fuerzas del mercado,
el desarrollo tecnológico, etcétera.



En los libros de texto, la función de producción es generalmente Q = f (K,
L), lo que meramente significa que la cantidad de producción (Q) es el
resultado de mezclar capital (K) y trabajo(L) según un proceso de producción
representado por una secuencia de operaciones (f). (En la práctica, la
función puede llegar a ser bastante elaborada.) El crecimiento económico,
aquí representado por un incremento de Q, generalmente se entiende como
determinado por un aumento en la productividad en la combinación de K y L.
Esa es la única forma de lograr que aumente el PBI per cápita (de lo
contrario, Q se incrementa solo porque K y L aumentan de forma
independiente, no porque los estemos combinando de manera más productiva).



La analogía es un poco tosca, pero defender el decrecimiento es algo así
como proponer una función de reducción. Si una función de producción
describe la combinación intencional de recursos para aumentar la producción,
una función de reducción describe cómo podemos usar el capital y la mano de
obra intencionalmente para disminuir la producción, para reducir y
ralentizar nuestras economías de forma cuidadosa y justa. La tarea es
retroceder frente a los precipicios que la producción orientada al
crecimiento ignora o no comprende, hacer lo que podamos para deshacer el
daño ya hecho y reconstruir las relaciones económicas entre nosotros y con
el mundo no humano.



La función de reducción, si alguna vez pudiéramos encontrarla, describiría
un conjunto extraordinariamente útil y esperanzador de relaciones
(im)productivas. Pero ¿quién la diseñará y quién implementará los planes que
a partir de ella se elaboren? Los economistas del mainstream tienden a
presentar la función de producción como una cuestión técnica: cómo usar el
capital y el trabajo de la forma más eficiente, para obtener la máxima Q a
partir de una combinación K-L. Pero, en realidad, las principales
determinantes de la función de producción son políticas, antes que técnicas.
Son las relaciones de poder las que dan forma al proceso de producción del
mundo real, en todos los niveles: desde el hogar hasta la economía global.
En los esquemas abstractos de los libros de texto de primer año, los
procesos de producción se ensamblan a sí mismos, pero, más allá de ese mundo
imaginario donde el capital y el trabajo cooperan para realizar un sueño
compartido, la condición previa para toda producción es el poder, que
permite disponer de los insumos y determinar sus cantidades relativas y
calidades necesarias.



En otras palabras, la función de producción parece identificar dos agentes,
que combinan sus energías para los fines de la producción, pero, en
realidad, hay un solo agente con el poder de decidir: el capital. Esto no es
una novedad para los economistas. En la función de producción estándar,
cualesquiera que sean las restricciones técnicas, el trabajo es un insumo
como cualquier otro y el capital lo determina. El trabajo no elige cuánto L
destinar a tal o cual proceso o sector, ni puede decidir juntarse con el
capital y negociar. Como dijo en 1890 Alfred Marshall, el padrino de la
economía moderna, son los «hombres de negocios» quienes «reúnen el capital y
el trabajo necesario para producir; organizan o “diseñan” el plan general y
supervisan sus detalles menores». Todo se basa en el supuesto de que el
capital decide y el trabajo hace lo que le ordenan.



En contraste con las funciones de producción ortodoxas, en las que lo
político es oscurecido por una fachada de racionalidad objetiva, en una
función de reducción lo político sería, idealmente, mucho más explícito.
Prácticamente todos los defensores del decrecimiento enfatizan la terrible
injusticia del sistema actual, así como la base democrática del proyecto de
decrecimiento, y la equidad y transparencia que este promete. Hickel habla
en nombre de todo el movimiento cuando señala que, «si nuestra lucha por una
economía más ecológica tiene éxito, debemos buscar expandir la democracia
donde sea posible»: a instituciones internacionales como el FMI, a la banca
central, la gobernanza empresarial, la gestión de los recursos comunes, los
medios de comunicación y el sistema de financiamiento electoral.



¿Cómo decrecer?



Sin embargo, incluso para quienes están de acuerdo en que la búsqueda del
crecimiento perpetuo es desastrosa como premisa sobre la que construir
nuestro futuro colectivo, es difícil dejar de lado la preocupación de que el
decrecimiento terminará siendo un proceso de arriba hacia abajo, impulsado
por una elite. ¿Cómo darle la vuelta al tren de carga de la economía global?
No se puede simplemente apagar la locomotora y dejar que cada vagón se
organice por sí solo. El plan del decrecimiento es una reducción de tamaño
de la economía global, conseguida no a través de la austeridad o de una
recesión voluntaria, sino, se nos dice, a través de una planificación
cuidadosa, con un énfasis particular en la reducción del consumo
extraordinario del Norte global, a través de la reestructuración económica y
la redistribución internacional.



Cualquier plan de este tipo debe contemplar un programa mundial rápido y
altamente coordinado de desmantelamiento. Nuestro actual régimen orientado
al crecimiento ha puesto la mayor parte del poder y los recursos en muy
pocas manos, pero eso no significa que liberarnos de la «tiranía del
crecimiento» implique necesariamente una redemocratización, y es difícil
imaginar que una tarea de esta escala pueda ser abordada únicamente por
liderazgos locales. ¿Cómo será coordinada y por quién?



Dependiendo de con quién hables, las respuestas pueden ir por cualquier
lado: desde la autorreflexión meditativa hasta la revolución social. En sus
variaciones más metafísicas, el decrecimiento tiene un desafortunado dejo a
autoayuda; en Explorando el decrecimiento: una guía crítica, (6) el
ingeniero francés Vincent Liegey y la investigadora en urbanismo de la
Universidad de Melbourne Anitra Nelson nos dicen que la «filosofía profunda»
del decrecimiento puede «descolonizar nuestros imaginarios crecentistas»,
mientras que Jackson nos insta a descubrir su «fluir virtuoso». Hay una
fijación, en esta versión del debate, con la segunda ley de la
termodinámica, según la cual la entropía o desorden de un sistema físico y
su entorno tiene necesariamente que aumentar con el tiempo. («Una biblioteca
que no está ordenada se desordena», al decir del escritor Georges Perec.) En
palabras de Jackson, «el estado más probable del mundo es el caos», un
sentimiento que sustenta mucho de lo que se afirma acerca de la capacidad
del decrecimiento para restaurar el «equilibrio» en la relación humana con
el mundo no humano.



Al igual que muchos análisis de tipo new age sobre los problemas globales,
esta versión del decrecimiento enfatiza lo bueno del mundo que tenemos y
sugiere que a través de actos de voluntarismo virtuoso se puede reinventar
ese mundo. (Quizás esta es la razón por la que Jackson elige el término
poscrecimiento en lugar de decrecimiento: pos- es agnóstico sobre lo que
viene después, pero retiene la sospecha de que será algo mejor.) Es difícil
decir si este tipo de enfoque es una ayuda o un obstáculo. El énfasis en el
crecimiento personal, los diagramas de «tensiones en la psique humana» y la
reflexión sobre nuestros «valores» ciertamente combinan con el
individualismo de nuestra época. En principio, no hay razón para que este
enfoque individualizado sea incompatible con un cambio social y político más
amplio, incluso uno revolucionario.



Pero la insistencia de Hickel en que «el decrecimiento es parte de un
movimiento ecosocialista más amplio» no cuenta con apoyo unánime. Si bien
todos los decrecentistas rechazan la afirmación de que su propuesta sea
simplemente un rebobinado histórico –una nostálgica marcha atrás a un
capitalismo de posguerra supuestamente más amable–, es difícil no detectar
un poco de eso en el libro de Jackson, que comienza con una larga elegía a
Robert F. Kennedy, demuestra poca simpatía hacia una eventual alternativa
socialista y se apoya fuertemente en el liberalismo crítico de Hannah Arendt
(ciertamente, no una socialista). Para Hickel, sin embargo, la tradición del
socialismo democrático (redistribución radical, propiedad pública,
desmercantilización y descolonización) proporciona, al menos, una respuesta
provisoria a las cuestiones de poder y coordinación que Jackson, por lo
general, evita.



Decrecimiento, elites y democracia



En su Sexto informe de evaluación (Grupo de Trabajo II), publicado en
febrero, el Panel Intergubernamental sobre el Cambio Climático (IPCC, por
sus siglas en inglés) consideró el análisis decrecentista por primera vez:
«Vincular el desarrollo a los modelos pasados y actuales de crecimiento
económico crea desafíos significativos para un desarrollo resiliente al
clima, ya que implica que los mismos procesos que han contribuido a los
desafíos climáticos actuales –incluido el crecimiento económico, y el uso de
recursos y regímenes energéticos de los que este depende– son adoptados como
el camino para mejorar el bienestar humano». Puede que el término
decrecimiento aún no aparezca en el Resumen para responsables de políticas,
publicado por el IPCC –notoriamente diluido en su proceso de aprobación a
manos de los gobiernos parte [véase «Paños fríos», Brecha, 12-IV-22]–, pero
es claro que se está produciendo un cambio en la gama de ideas que circulan
en los pasillos de las instituciones poderosas, y no solo en el IPCC. ¿Esto
evidencia la difusión de una sensibilidad decrecentista? ¿O es una prueba de
lo que algunos críticos socialistas del decrecimiento vienen diciendo desde
hace tiempo: que el decrecimiento es un programa elitista impulsado por una
ansiedad clasemediera ante el exceso de consumo?



En ese sentido, existe el peligro de que el decrecimiento quede atrapado, a
pesar de las intenciones de sus defensores, en los surcos políticos trazados
por los debates sobre el desarrollo a mediados del siglo XX. Economistas
como Rostow y Kuznets ayudaron a dar forma a estos debates. Como comenté
previamente, se les acusó de confundir crecimiento con desarrollo, pero esa
crítica es demasiado simple. Al decir del economista austríaco Joseph
Schumpeter en 1934, el desarrollo, a diferencia del «mero crecimiento», «es
ese tipo de transformaciones que surgen del propio sistema, que desplazan en
tal forma su punto de equilibrio que no puede alcanzarse el nuevo desde el
antiguo por alteraciones infinitesimales. Agreguemos sucesivamente todas las
diligencias que queramos, no formarán nunca un ferrocarril». El desarrollo,
como el decrecimiento, nombraba un proceso mediante el cual la sociedad se
convertía en algo diferente a lo que había sido, y en el proceso se volvía
un modelo que otros proyectos políticos podían emular.



Pero presentar el decrecimiento como la versión del siglo XXI del desarrollo
conlleva riesgos significativos. El desarrollo, aunque tuvo algunos momentos
populares, fue impulsado en gran medida por elites nacionales y globales, y
dependía del reclutamiento masivo para un programa, cuyos fines, y muchas
veces sus medios, ya estaban determinados. Los decrecentistas también
deberían evitar pensar en sí mismos como si hubieran identificado un imán
civilizatorio hacia el que se orientan todas las buenas políticas. Puede que
ese barco ya haya zarpado: muchos decrecentistas creen que están salvando la
civilización humana (echemos un vistazo al subtítulo de Menos es más). En un
momento histórico de tanta precariedad, su «racionalidad» puede parecer el
único camino a seguir, y la política puede aparecer como un obstáculo. El
problema es que las misiones de rescate de este tipo casi siempre están
impulsadas por una elite, precisamente porque una de las cosas que define a
una elite es su autopercepción nunca cuestionada de que ella es la
responsable por el futuro civilizatorio.



Sin embargo, a diferencia de muchos de sus predecesores tecnocráticos,
algunos defensores del decrecimiento –y, en este caso, estamos hablando en
su mayoría de miembros de la elite del Norte global– reconocen este defecto.
Es por eso que Hickel y otros están tan ansiosos por vincularlo a otras
luchas (junto con colegas como Kallis y Paulson, Hickel describe con
frecuencia el decrecimiento como «una demanda de descolonización»). Este
sector está comprometido con un esfuerzo por transformar el decrecimiento en
un movimiento popular, por construir una base política de masas para un
programa diseñado, en su mayor parte, sin tener en cuenta la política.



Los esfuerzos de este tipo tienden a ser batallas cuesta arriba. Se podría
decir que el movimiento ambientalista ha estado intentando algo así durante
el último medio siglo, y, aunque ha tenido éxitos significativos en diversos
lugares, aún no se ha materializado una base de masas sostenida y diversa a
nivel internacional. Los defensores más destacados del decrecimiento en el
Norte global actúan con demasiada frecuencia como si ya tuvieran las
respuestas a todas las preguntas, incluso antes de que se hayan formulado.
Kallis y sus coautores citan investigaciones que muestran que, en partes del
Sur global, «el término decrecimiento no resulta atractivo y no coincide con
las demandas populares». Eso no ha prevenido a los decrecentistas del Norte
de presentarse como compañeros del movimiento Vía Campesina o de quienes
mantienen los piquetes indígenas en Standing Rock. Aunque afirman que estas
alusiones son actos serios de solidaridad, lo cierto es que tales vínculos
deben forjarse desde ambos lados. Eso puede requerir más política, tal vez
menos programa y mucha humildad.



(Publicado originalmente en London Review of Books:
https://www.lrb.co.uk/the-paper/v44/n16/geoff-mann/reversing-the-freight-tra
in)



Notas



1. Natural Capitalism: The Next Industrial Revolution, por Paul Hawken,
Amory B. Lovins y L. Hunter Lovins. Little, Brown & Company, 1999.

2. Tomorrow’s Economy: A Guide to Creating Healthy Green Growth, por Per
Espen Stoknes. MIT, 2022.

3. Less Is More: How Degrowth Will Save the World, por  Jason Hickel.
Penguin, 2020.

4. Post Growth: Life after Capitalism, por Tim Jackson. Polity, 2021.

5. The Case for Degrowth, por Giorgos Kallis, Susan Paulson, Giacomo D’Alisa
y Federico Demaria, Polity, 2020. Hay traducción al español: A favor del
decrecimiento, Icaria Editorial, 2022.

6. Exploring Degrowth. A Critical Guide por Vincent Liegey y Anitra Nelson.
Pluto Press, 2020.

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