Lecturas/ Raymond Chandler en Los Ángeles. [Fredric Jameson]

Ernesto Herrera germain5 en chasque.net
Lun Jul 17 14:44:03 UYT 2023


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Correspondencia de Prensa

18 de julio  2023

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Lecturas




Raymond Chandler en Los Ángeles



Fredric Jameson *

Lento/Review, junio 2023

https://ladiaria.com.uy/lento/

Traducción de Virginia Higa



En un texto de 1976 publicado en la revista Crisis número 30 y luego
recogido en Crítica y ficción (1986), Ricardo Piglia afirmaba que “el único
enigma que proponen —y nunca resuelven— las novelas de la serie negra es el
de las relaciones capitalistas”. Es por dinero que se mata, pero también es
por dinero que se investiga.



Esa transparencia de los motivos facilita un tipo de ficción fragmentaria
constituida por escenas que sólo se conectan mediante la figura del
investigador. Los Ángeles, por su parte, es el microcosmos que prefigura,
dice Jameson, “el país como un todo: una nueva ciudad sin centro, donde las
diferentes clases han perdido el contacto mutuo, porque cada una está
aislada en su compartimiento geográfico”. En este trabajo, que forma parte
de un libro dedicado a Raymond Chandler aún no traducido al español, el
crítico estadounidense examina el lenguaje literario del creador de Philip
Marlowe —su uso particular del slang— y postula un paralelismo con la
existencia en una nación que no está del todo presente en ninguna de sus
partes.



1.



“Hace mucho tiempo, cuando escribía para las revistas pulp, incluí en un
cuento una línea de este estilo: ‘Salió del auto y caminó por la vereda
soleada hasta que la sombra de la marquesina sobre la entrada le cubrió la
cara como una caricia de agua fresca’. Cuando publicaron el cuento, la
sacaron. Los lectores no apreciaban esta clase de cosas, que sólo demoraban
la acción. Me propuse demostrar que se equivocaban. Según mi teoría, los
lectores creían que sólo les importaba la acción, pero en realidad, aunque
no lo supieran, lo que les importaba, y lo que me importaba a mí, era la
creación de emociones a través del diálogo y la descripción”.



Que para Raymond Chandler el relato policial era algo más que un mero
producto comercial creado para brindar entretenimiento popular se ve en el
hecho de que llegó a él tardíamente, luego de una larga y exitosa carrera
como hombre de negocios. Publicó su primera y mejor novela, El sueño eterno,
en 1939, cuando tenía 50 años y llevaba casi una década estudiando el
género. Los cuentos que escribió durante ese período son, en su mayoría,
bocetos de las novelas, episodios que más tarde usaría textualmente como
capítulos en sus formatos más largos; y desarrolló su técnica imitando y
reelaborando modelos creados por otros escritores de policiales: un
aprendizaje deliberado y consciente en una etapa de la vida en la que la
mayoría de los escritores ya se han encontrado a sí mismos.



Hay dos aspectos de sus experiencias tempranas que parecen explicar el tono
personal de sus libros. Antes de que la Gran Depresión lo sacara del
negocio, vivió en Los Ángeles durante 15 años como ejecutivo de una empresa
petrolera, tiempo suficiente como para percibir lo que la atmósfera de la
ciudad tenía de único, en una posición que le permitió observar el poder y
las formas que tomaba. Y, a pesar de haber nacido en Estados Unidos, cursó
sus estudios en Inglaterra desde los ocho años y tuvo una educación inglesa
de public school.



Pues Chandler se consideraba a sí mismo, antes que nada, un estilista, y su
distancia con la lengua norteamericana le dio la oportunidad de usarla de la
manera en que lo hizo. En ese sentido, su situación no fue diferente de la
de Nabokov: el escritor que adopta una lengua ya es una especie de estilista
por fuerza de las circunstancias. Para él, el lenguaje ya nunca podrá ser
natural, las palabras nunca podrán ser otra cosa que problemáticas. La
actitud ingenua e irreflexiva hacia la expresión literaria, por lo tanto,
queda inhabilitada, y el escritor siente en su lenguaje una especie de
densidad y resistencia material: incluso los clichés y los lugares comunes,
que para un hablante nativo no son en realidad palabras sino comunicación
instantánea, adquieren una resonancia extraña en sus labios, se usan entre
comillas, como especímenes interesantes que se exhiben con delicadeza: sus
oraciones son collages de materiales heterogéneos, de extraños retazos
lingüísticos, expresiones, coloquialismos, nombres de lugares y dichos
locales, unidos laboriosamente en una ilusión de discurso continuo. En este
sentido, la situación experimentada por el escritor en una lengua prestada
resulta emblemática de la situación de un escritor moderno en general, ya
que, para él, las palabras se han convertido en objetos. El relato policial,
como forma sin contenido ideológico, sin un sentido político o filosófico
evidente, permite esa clase de experimentación estilística pura.



Pero además ofrece otras ventajas, y no es casual que los principales
representantes de la doctrina del “arte por el arte” en la novela moderna,
Nabokov y Robbe-Grillet, organicen casi siempre sus obras en torno a un
asesinato: pensemos en El mirón y La casa de citas; pensemos en Lolita y en
Pálido fuego. Estos escritores y sus contemporáneos en el arte encarnan una
especie de segunda ola del impulso formalista moderno que produjo los
grandes modernismos de las primeras dos décadas del siglo XX. Pero en sus
obras tempranas, el modernismo fue una reacción contra la narración, contra
la trama; aquí, el suceso vacío, decorativo, del asesinato sirve como modo
de organizar un material esencialmente carente de trama en una ilusión de
movimiento, en los arabescos formalmente satisfactorios de un rompecabezas
que se resuelve. Sin embargo, el contenido real de estos libros es casi
pictórico: los hoteles y los pueblos universitarios del paisaje
norteamericano en Lolita, la isla de El mirón, las anodinas ciudades de
provincia de La doble muerte del profesor Dupont o En el laberinto.



De igual manera se puede considerar a Chandler como pintor de la vida
norteamericana: no como creador de esos modelos a gran escala de la
experiencia estadounidense que ofrece la gran literatura, sino más bien de
imágenes fragmentarias de escenarios y lugares, percepciones fragmentarias
que resultan de algún modo, a causa de cierta paradoja formal, inaccesibles
para la literatura seria.



Tomemos, por ejemplo, alguna experiencia cotidiana insignificante, como el
encuentro fortuito de dos personas en el recibidor de un edificio. Encuentro
a mi vecino abriendo su buzón; nunca lo he visto antes, nuestras miradas se
cruzan por un instante, él me da la espalda mientras forcejea con las
gruesas revistas que están adentro. Un instante como ese expresa, en su
naturaleza fragmentaria, una verdad profunda sobre la vida norteamericana,
en su percepción de las alfombras manchadas, los escupideros llenos de
arena, las puertas de vidrio que no cierran bien, todo lo que evidencia el
anonimato deslucido de los lugares de paso entre las lujosas vidas privadas
que yacen una junto a la otra como mónadas cerradas tras las puertas de los
departamentos privados: la monotonía de las salas de espera y las terminales
de ómnibus, de los lugares desatendidos de la vida colectiva que llenan los
espacios entre los compartimientos privilegiados de la vida de clase media.
Esa percepción, a mi entender, depende en su misma estructura de la suerte y
el anonimato, de la vaga mirada al pasar, como desde la ventanilla de un
ómnibus, cuando la mente está concentrada en preocupaciones más inmediatas:
su misma esencia es ser superflua. Por eso elude el aparato de registro de
la gran literatura: conviértanla en una epifanía joyceana y el lector se
verá obligado a tomar ese momento como el centro de su mundo, como algo
directamente cargado de sentido simbólico; y, en seguida, la cualidad más
frágil y valiosa de la percepción se daña irremediablemente, su levedad se
pierde, ya no puede ser entrevista a medias, desestimada a medias: se le
asigna un significado arbitrario a lo que no significa nada.



Ahora bien, pongan esa experiencia en el marco de un relato policial y todo
cambia. Me entero de que el hombre que vi ni siquiera vive en mi edificio y
de que en realidad estaba abriendo el buzón de la mujer asesinada, no el
suyo, y de golpe mi atención vuelve hacia la percepción que había pasado por
alto y la ve de una forma nueva, intensificada, sin dañar su estructura. En
efecto, es como si hubiera algunos momentos de la vida a los que sólo se
accede a costa de eliminar cierto enfoque intelectual: como objetos en el
borde de mi campo visual que desaparecen cuando giro para mirarlos de
frente. Proust sentía esto profundamente, y toda su estética presuponía un
antagonismo absoluto entre la espontaneidad y la inhibición. Para Proust,
sólo podemos estar seguros de haber vivido, de haber percibido, luego del
hecho mismo de la experiencia; para él, el proyecto deliberado y voluntario
de enfrentarse cara a cara con la experiencia en el presente está siempre
condenado al fracaso. De un modo más sutil, la estructura temporal
específica de los mejores policiales también es un pretexto, un marco
organizativo para esa misma percepción aislada.



En este contexto debe entenderse la conocida distinción entre la atmósfera
del policial norteamericano y la del inglés. Gertrude Stein, en sus
conferencias publicadas en 1935 como Lectures in America, sostiene que el
rasgo principal de la literatura inglesa es la incansable descripción de la
“vida cotidiana”, de la rutina vivida y de la continuidad, en la cual las
posesiones se cuentan y se evalúan día a día y la estructura básica consiste
en ciclo y repetición. La vida norteamericana, el contenido norteamericano,
por otra parte, no tiene forma, siempre se reinventa, como una tierra
indómita e inexplorada donde la noción misma de experiencia se pone en
cuestión y se revisa constantemente, donde el tiempo es una sucesión
indeterminada en la que resaltan, como válvulas de escape, algunos instantes
decisivos, explosivos, irrevocables. Es por eso que el asesinato en un
plácido pueblo inglés o en un club londinense rodeado de niebla se lee como
el signo de una interrupción escandalosa en una continuidad pacífica;
mientras que la violencia pandillera de la gran ciudad norteamericana se
percibe como un destino secreto, una especie de némesis que acecha bajo la
superficie de fortunas repentinas, crecimiento urbano anárquico y vidas
privadas efímeras. Sin embargo, el momento de violencia, que parece central
en ambas, no es más que una distracción: la función real de un asesinato en
un pueblo tranquilo es hacer que el orden se sienta con más fuerza, mientras
que el principal efecto de la violencia en el policial norteamericano es
permitir que se la experimente en retrospectiva, en el puro pensamiento, sin
riesgos, como un espectáculo contemplativo que no ofrece tanto una ilusión
de vida como la ilusión de que la vida ya ha sido vivida, de que ya hemos
tenido contacto con las fuentes arcaicas de esa Experiencia que los
estadounidenses siempre han fetichizado.



2.



“Nos miramos con los ojos puros, inocentes, de una pareja de vendedores de
autos usados”. La ventana alta



La literatura europea es metafísica o formalista porque da por sentada la
naturaleza de la sociedad, de la nación, y trabaja más allá de ellas. La
literatura norteamericana parece nunca ir más allá de la definición de su
punto de partida: cualquier retrato de Estados Unidos está envuelto en
interrogantes y presuposiciones acerca de la naturaleza de la realidad
norteamericana. La literatura europea puede elegir sus temas y el ancho de
la lente; la literatura norteamericana se siente obligada a incluirlo todo,
a sabiendas de que la exclusión también es parte del proceso de definición y
de que puede ser juzgada tanto por lo que calla como por lo que dice.



El último gran período de la literatura norteamericana, que fue más o menos
de una guerra mundial a la otra, exploró y definió a Estados Unidos de un
modo geográfico como una suma de localismos separados, como una unidad
acumulativa cuyos límites exteriores encerraban una totalidad ideal. Pero
desde la Segunda Guerra Mundial, las diferencias orgánicas entre regiones se
fueron borrando cada vez más a causa de la estandarización, y la unidad
social orgánica de cada región se fue fragmentando y volviendo más abstracta
a causa del nuevo encapsulamiento de las vidas en unidades familiares
individuales, del colapso de las ciudades y de la deshumanización del
transporte y los medios, que van de una mónada a otra. En esta nueva
sociedad la comunicación es ascendente, sube a través de enlaces conectores
abstractos y luego vuelve a bajar. A las unidades aisladas las persigue la
sensación de que el centro de las cosas, de la vida, del control está en
otro lado, más allá de la experiencia vivida inmediata. Las principales
imágenes de interrelación en esta nueva sociedad son yuxtaposiciones
mecánicas: las casas prefabricadas idénticas de las planificaciones
urbanísticas amontonadas en las colinas; las autopistas de cuatro carriles
repletas de autos y observadas desde arriba, como una abstracción, por un
helicóptero de tránsito. Si existe una crisis en la literatura
norteamericana actual, debería entendérsela en el marco de este material
social ingrato, en el que sólo los artificios producen ilusión de vida.



Chandler está en algún punto intermedio entre estas dos situaciones
literarias. Su trasfondo completo, su modo de pensar y de ver las cosas
proviene del período de entreguerras. Pero a causa de su ubicación fortuita,
su contenido social anticipa la realidad de los cincuenta y los sesenta.
Porque Los Ángeles ya es una especie de microcosmos y prefiguración del país
como un todo: una nueva ciudad sin centro, donde las diferentes clases han
perdido el contacto mutuo, porque cada una está aislada en su compartimiento
geográfico. Si el símbolo de la coherencia y la inteligibilidad social se
manifestó en el edificio de departamentos parisino del siglo XIX
(dramatizado en Miseria humana de Zola), con una tienda en la planta baja,
los habitantes ricos en el segundo y el tercer piso, más arriba los pequeños
burgueses y, en las últimas plantas, las habitaciones de obreros, criadas y
sirvientes, Los Ángeles es lo contrario: una dispersión horizontal, una
diseminación de los elementos de la estructura social.



Dado que ya no existe una experiencia privilegiada en la que pueda
aprehenderse la estructura social completa, debe inventarse una figura que
pueda superponerse a la sociedad como un todo, cuya rutina y patrón de vida
sirvan de algún modo para unir sus partes separadas y aisladas. El
equivalente es la novela picaresca, en la que un solo personaje se mueve de
un contexto a otro, uniendo episodios “pintorescos” que, sin embargo, no
están intrínsecamente conectados. Al hacer esto, de alguna manera el
detective cumple la función del conocimiento antes que la función de la
experiencia vivida: a través de él somos capaces de ver, de conocer la
sociedad como un todo, pero él no reemplaza realmente a la experiencia
genuina. Claro que el origen del detective literario se encuentra en la
creación de la policía profesional, cuya organización puede atribuirse no
tanto al deseo de prevenir el crimen en general, sino a la voluntad, por
parte de los gobiernos modernos, de conocer y, por ende, controlar los
diversos aspectos de sus áreas administrativas. Los grandes detectives
continentales (Lecoq, Maigret) son en general policías, pero en los países
anglosajones, donde el control gubernamental sobre los ciudadanos es mucho
más ligero, el detective privado, de Holmes al Philip Marlowe de Chandler,
tomó el lugar del funcionario de gobierno hasta el regreso del policial
procesal en la posguerra.



Como explorador involuntario de la sociedad, Philip Marlowe visita tanto los
lugares que no miramos como los que no podemos mirar: los anónimos o los
ricos y reservados. Ambos tienen algo de la extrañeza con la que Chandler
caracteriza la estación de policía: “Un periodista de policiales de Nueva
York escribió una vez que al traspasar las luces verdes de la comisaría, uno
sale de este mundo para entrar en un lugar que está más allá de la ley” (La
dama del lago). Por un lado, están esas partes del escenario norteamericano
que son tan impersonales y sórdidas como las salas de espera públicas:
edificios de oficinas en ruinas, ascensores con escupidero y un ascensorista
sentado en una banqueta a su lado; oficinas lóbregas, en especial la del
mismo Marlowe, vistas a cualquier hora del día, a esas horas en que
olvidamos que existe la oficina, al caer la noche, cuando el resto de las
oficinas están a oscuras, o temprano en la mañana, antes de que empiece el
tránsito; comisarías; habitaciones y vestíbulos de hotel, con sus típicas
palmeras en macetas y sillones mullidos; casas de huéspedes con encargados
que además manejan negocios ilegales. Todos estos lugares se caracterizan
por pertenecer al lado masivo, colectivo de nuestra sociedad; lugares
ocupados por gente sin rostro, que no dejan detrás de sí ninguna marca de su
personalidad; en definitiva, la dimensión de lo intercambiable, lo
inauténtico:



De los edificios de departamentos salen mujeres que deberían ser jóvenes,
pero que tienen la cara como la cerveza rancia; hombres con sombreros
calados hasta muy abajo y miradas rápidas que inspeccionan la calle, ocultos
detrás de la mano ahuecada que protege la llama del fósforo; intelectuales
consumidos, con tos de fumador y sin dinero en el banco; detectives secretos
con rostros de granito y ojos resueltos, cocainómanos y traficantes de
cocaína; gente que no tiene pinta de nada en particular y lo sabe, y, cada
tanto, hasta algún hombre que va a trabajar. Pero salen temprano, cuando las
veredas agrietadas están vacías y todavía tienen rocío. La ventana alta



La presentación de esta clase de materia social es mucho más frecuente en el
arte europeo que en el estadounidense: como si de alguna manera estuviéramos
dispuestos a saber cualquier cosa acerca de nosotros, el peor secreto,
siempre y cuando no sea este anonimato sin nombre y sin rostro. Pero basta
con comparar los rostros de los actores y los extras de cualquier película
europea con los de las películas norteamericanas para notar, en los
nuestros, la falta de densidad en la lente y la diferencia entre la
representación visual y los rasgos de la gente que nos rodea en la calle. Lo
que hace que esto sea más difícil de observar es que, por supuesto, nuestra
visión de la vida está condicionada por el arte que conocemos, que no nos ha
entrenado para ver la textura de las caras de la gente común, sino más bien
para impregnarlas de glamur fotográfico.



La otra parte de la vida norteamericana con la que Marlowe tiene contacto es
el reverso de lo anterior: la gran propiedad, con su séquito de sirvientes,
choferes y secretarias; y, a su alrededor, las instituciones varias que
están al servicio de la riqueza y protegen su discreción: los clubes
privados, ubicados sobre caminos privados en las montañas y patrullados por
policía privada que sólo deja entrar a los miembros; las clínicas donde hay
acceso a drogas; los cultos religiosos privados; los hoteles de lujo con su
personal de seguridad; los barcos de juego privados, anclados más allá del
límite de las tres millas marinas; y un poco más lejos, la policía local
corrupta, que maneja un distrito en nombre de un hombre o de una familia y
protege las variadas actividades ilegales que surgen para satisfacer al
dinero y sus necesidades.



Pero el retrato que Chandler ofrece de Norteamérica también tiene un
contenido intelectual: es el reverso, la realidad oscura y concreta de una
ilusión intelectual abstracta sobre Estados Unidos. El sistema federal y la
arcaica Constitución federal desarrollaron en los norteamericanos una doble
imagen de la realidad política de su país, un sistema dual de pensamiento
político cuyas partes nunca confluyen. Por un lado, una política nacional
glamorosa cuyos líderes distantes están investidos de carisma, una cualidad
irreal, distinguida, que obedece a sus actividades en política exterior y
cuyos programas económicos aparentan tener sustento dentro de las apropiadas
ideologías del liberalismo o el conservadurismo. Por otro lado, la política
local, con su odio, su corrupción omnipresente, sus acuerdos y su constante
preocupación por cuestiones pedestres, materialistas, como la eliminación de
la basura, las zonificaciones, los impuestos a la propiedad, etcétera. Los
gobernadores están a mitad de camino entre los dos mundos, pero, por
ejemplo, para que un alcalde se convierta en senador hace falta una
metamorfosis completa, una transformación de una especie en otra. De hecho,
las cualidades que se perciben en el macrocosmos político son sólo
ilusorias, la proyección del opuesto dialéctico de las cualidades reales del
microcosmos: todos están convencidos de lo turbio de la política y de los
políticos en el nivel local, y cuando todo se plantea en términos de
interés, la ausencia de codicia se convierte en un rasgo cautivante. Como el
padre cuyos defectos son invisibles para sus hijos, los políticos nacionales
(con algunas excepciones sorprendentes) parecen estar más allá del interés
personal, y esto confiere un prestigio automático a sus asuntos
profesionales, los eleva a otro nivel retórico completamente diferente.



En el plano del pensamiento abstracto, la permanencia predestinada de la
Constitución tiene el efecto de entorpecer el desarrollo de cualquier
teorización política especulativa y de reemplazarla por el pragmatismo
dentro del sistema, el cálculo de contrainfluencias y las posibilidades de
hacer concesiones. Hay una suerte de veneración ligada a lo abstracto y un
cinismo desencantado ligado a lo concreto. Como en ciertos tipos de
obsesiones y disociaciones mentales, los norteamericanos son capaces de
observar la injusticia local, el racismo, la corrupción y la incompetencia
educativa con ojo entrenado, a la vez que siguen manteniendo un optimismo
sin límites en lo que respecta a la grandeza del país entendido como un
todo.



En los libros de Chandler la acción tiene lugar dentro del microcosmos, en
la oscuridad de un mundo local y sin el amparo de la Constitución federal,
como en un mundo sin Dios. El impacto literario depende del hábito de la
doble vara en cuestiones políticas alojado en la mente del lector: sólo
porque estamos acostumbrados a pensar en la nación como un todo en términos
de justicia es que estas imágenes de gente atrapada en la red de poder de un
municipio local nos impactan tanto como si estuvieran en un país extranjero.
En esta otra cara del federalismo, el aparato de poder local está más allá
del reclamo; la ley de la fuerza bruta y el dinero es total y no se oculta
detrás de ningún ornamento de la teoría. En una ilusión óptica
escalofriante, la jungla reaparece en los suburbios.



En este sentido, la honestidad del detective puede entenderse como un órgano
de percepción, una membrana que, al irritarse, sirve para mostrar con su
reacción la naturaleza del mundo que la rodea. Porque si el detective es
deshonesto, su trabajo se reduce al problema técnico de cómo tener éxito en
un encargo pago. Si es honesto, es capaz de sentir la resistencia de las
cosas, de permitir una visión intelectual de lo que atraviesa en el plano de
la acción. Y el sentimentalismo de Chandler, que se contagia a ciertos
personajes honestos en sus primeros libros pero que quizás resulta más
fuerte en El largo adiós, es el reverso y el complemento de esta visión, un
alivio momentáneo, una compensación para su desolación sin remedio.



El periplo del detective es episódico a causa de la naturaleza fragmentaria,
atomizada, de la sociedad en la que se mueve. En los países europeos, aun la
gente más solitaria sigue involucrada de algún modo en la materia social; su
misma soledad es social; su identidad está inextricablemente unida a la de
los otros por medio de un claro sistema de clases, por una lengua nacional,
en lo que Heidegger describe como el Mitsein, el ser-con-otros.



Pero la forma de los libros de Chandler refleja una separación
norteamericana primordial entre las personas y su necesidad de estar unidas
por una fuerza externa (en este caso, el detective), si es que en algún
momento van a formar parte del mismo rompecabezas. Y esta separación se
proyecta en el espacio mismo: no importa cuán poblada esté la calle en
cuestión, las varias soledades nunca se unen realmente en una experiencia
colectiva, siempre hay distancia entre ellas. Cada oficina sórdida está
separada de la siguiente; cada habitación en la pensión, separada de la
contigua; cada morada, separada de la vereda que tiene enfrente. Es por eso
que el leitmotiv más característico de los libros de Chandler es el de la
figura parada en un mundo, mirando distraída o atentamente hacia otro:



Al otro lado de la calle había una funeraria italiana, pulcra, silenciosa y
discreta, con ladrillo pintado de blanco hasta el nivel de la vereda. Casa
Funeraria Pietro Palermo. La fina caligrafía verde de un cartel de neón
atravesaba la fachada con un aire recatado. Un hombre alto de traje oscuro
salió por la puerta principal y se apoyó en la pared blanca. Parecía muy
guapo. Tenía la piel oscura y una cabeza atractiva de pelo gris acero,
peinado hacia atrás desde la frente. Sacó algo que, a la distancia, parecía
una cigarrera de plata o de platino con esmalte negro, la abrió
lánguidamente con dos dedos largos y morenos y eligió un cigarrillo de
filtro dorado. Guardó la cigarrera y encendió el cigarrillo con un
encendedor de bolsillo que parecía hacer juego con el estuche. Lo guardó
también, cruzó los brazos y miró hacia la nada con los ojos semicerrados. De
la punta de su cigarrillo inmóvil salía un fino hilo de humo que ascendió
por encima de la cara, tan delgado y tan recto como el humo de una fogata
moribunda al amanecer. La ventana alta



En términos psicológicos o alegóricos, esta figura en el umbral representa a
la Sospecha, y la sospecha está en todas partes en este mundo, observando
detrás de una cortina, prohibiendo la entrada, negándose a responder,
preservando la privacidad de la mónada frente a los fisgones y los intrusos.
Sus manifestaciones típicas son los sirvientes que salen al pasillo, el
hombre que oye un ruido en el estacionamiento, el custodio de una granja
desierta que mira hacia afuera, el encargado de la pensión que echa una
mirada más al piso de arriba, el guardaespaldas que aparece en la puerta.



De ahí que el contacto principal entre el detective y la gente que conoce
sea más bien externo; se los ve brevemente en sus propias puertas, con un
propósito, y sus personalidades se manifiestan a contrapelo, vacilantes,
hostiles y necias, a medida que reaccionan a las diferentes preguntas e
intentan evadir las respuestas. Pero, vista de otro modo, la misma
superficialidad de estos encuentros con los personajes tiene una motivación
artística: porque los personajes son pretextos para su discurso, y la
naturaleza especializada de este discurso es que funciona como un indicador
externo de tipos, frases prefabricadas que rebotan hacia los extraños:



Ella bajó los ojos y luego la barbilla. Olfateó con fuerza.

—Ha estado bebiendo —dijo con frialdad.

—Me acaban de sacar una muela. Recomendación del dentista.

—No lo apruebo.

—Es malo, excepto como remedio —dije.

—Tampoco lo apruebo como remedio.

—Tal vez tenga razón —dije—. ¿Le dejó algo de dinero? ¿Su marido?

—No sabría decirle.

Su boca tenía el tamaño de una ciruela, y era igual de suave. Yo estaba en
desventaja.

Adiós, muñeca



Este tipo de diálogo también es típico del primer Faulkner y bastante
diferente del de Hemingway, que es mucho más personal y fluido, creado desde
adentro, de algún modo recreado y reexperimentado personalmente por el
autor. Aquí se les da vida a los clichés y los patrones de discurso
estereotipado a través de la presencia de cierta forma de emoción protectora
que uno puede llegar a sentir en el trato con extraños: una suerte de
beligerancia extrovertida u hostilidad, o la diversión del nativo, o la
indiferencia zumbona y servicial: una comunicación siempre teñida o matizada
por una actitud. Y cada vez que el diálogo de Chandler, que es muy bueno en
sus primeros libros, se aparta de este nivel particular hacia algo más
íntimo y expresivo, comienza a fallar, pues su fuerte es el diálogo de la
inautenticidad, de lo externo, y surge de la lógica orgánica interna de su
propio material.



Sin embargo, en el arte de los veinte y los treinta, ese diálogo tenía el
valor de un esquematismo social. Lo reforzaba un conjunto de tipos sociales
fijos, y el diálogo en sí mismo era un modo de mostrar la coherencia y la
organización peculiar de la sociedad, un modo de aprehenderla en miniatura.
Cualquiera que haya visto películas de los treinta ambientadas en Nueva York
está al tanto de hasta qué punto la caracterización lingüística alimenta una
imagen de la ciudad como un todo: el elenco étnico y profesional, el
taxista, el reportero, el policía, el playboy de la alta sociedad, la
flapper, etcétera. No hace falta decir que el ocaso de este tipo de
películas sobrevino con la desintegración de esa imagen de la ciudad, de esa
organización de la realidad. Pero en Chandler Los Ángeles ya era una ciudad
sin estructura, y allí los tipos sociales nunca son tan pronunciados. A raíz
de un accidente histórico fortuito, Chandler logró beneficiarse de la
supervivencia de un modo puramente lingüístico y tipológico para crear sus
personajes cuando el sistema que lo sustentaba comenzaba a desaparecer, un
último apoyo antes de que los contornos borrosos de la sociedad hicieran
desaparecer también estas marcas lingüísticas, enfrentando al novelista con
el problema de la ausencia de un estándar que permitiera juzgar si un
diálogo es realista o verosímil.



En Chandler, por lo tanto, el retrato de la realidad social está
problematizado directa e inmediatamente por el lenguaje. No cabe duda de que
inventó un estilo distintivo, con un humor y un imaginario propios, su
propio movimiento especial. Pero la característica más inusual de ese
lenguaje es el uso del slang, y en este punto resultan útiles los
comentarios del propio Chandler:



Tuve que aprender norteamericano como si fuera una lengua extranjera. Para
poder usarlo, tuve que estudiarlo y analizarlo. El resultado es que, cuando
uso slang, coloquialismos, lenguaje sarcástico o cualquier otro tipo de
lenguaje poco convencional, lo hago deliberadamente. El uso literario del
slang es un estudio en sí mismo. He descubierto que sólo hay dos clases de
slang que valen la pena: el slang que está establecido en el lenguaje y el
slang inventado por uno mismo. Todo lo demás pasará de moda antes de que el
libro llegue a la imprenta...



Y Chandler comenta el uso que hace O’Neill de la expresión “el sueño eterno”
en su obra Llega el hombre de hielo, “creyendo que era una expresión
aceptada del bajofondo. Si es así, me gustaría saber de dónde viene, porque
yo la inventé”.



Pero la naturaleza del slang es eminentemente serial e impersonal: existe de
un modo tan objetivo como una broma que pasa de mano en mano, que siempre
está en otra parte y nunca es por completo propiedad de su usuario. En este
sentido, el problema literario del slang forma un paralelismo en el
microcosmos del estilo con el problema del retrato de la misma sociedad
serial, que nunca está del todo presente en ninguna de sus manifestaciones,
carece de un centro privilegiado y ofrece la alternativa imposible entre un
conocimiento léxico objetivo y abstracto de sí misma como un todo y una
experiencia vivida y concreta de sus componentes inútiles.



* Fredric Jameson es crítico y teórico literario. Es profesor en la Cátedra
William A. Lane de Literatura Comparada y Estudios Romances en la
Universidad de Duke. Muchos de sus libros han sido traducidos al español,
entre ellos los ensayos El posmodernismo o la lógica cultural del
capitalismo avanzado (Paidós, 1991), Las ideologías de la teoría (Eterna
Cadencia, 2014), Las variaciones de Hegel. Sobre la fenomenología del
espíritu (Akal, 2015) y Los estudios culturales (Godot, 2016). Su libro
Raymond Chandler: The Detections of Totality (Verso, 2016), del que este
texto forma parte, aún no ha sido publicado en español. La traducción que
ofrecemos a los lectores de Lento, así como el texto de José Fernández Vega
que la acompaña, se publicaron en Review. Revista de libros y son parte del
acuerdo de intercambio firmado por la diaria con Clave Intelectual, de
Argentina.



****



Un crítico singular



José Fernández Vega



Surgido originalmente en los debates estéticos, el término posmodernismo fue
amplificado por Jean-François Lyotard en 1979 hasta convertirlo en la
descripción de una época. A partir de entonces comenzó a emplearse para
nombrar a una sociedad posindustrial y fragmentada que había perdido toda
confianza en las narrativas abarcadoras provenientes de la ciencia o de la
historia y, específicamente, en el relato marxista de la revolución. De modo
paradójico, fue un declarado marxista como Fredric Jameson quien acabaría
publicando, en 1991, el libro más ambicioso sobre el tema: El posmodernismo
o la lógica cultural del capitalismo avanzado.



Allí se explica que la explosión tecnológica y la hegemonía de las finanzas,
los servicios y los medios de comunicación habían configurado un paisaje
social cuyos efectos alteraban no sólo el entero espectro de las artes, sino
también las subjetividades y las perspectivas políticas heredadas de los
modernos. La cultura se había vuelto otra rama de la economía pero, al mismo
tiempo, se convirtió en una segunda naturaleza para los seres humanos a
escala global. Se trataba de una cultura colonizada y de la que el
capitalismo ya no podía prescindir porque constituía el alma de sus
productos de consumo. La ironía, según Jameson, fue que el posmodernismo
ofrecía en realidad un gran relato que postulaba el fin de todos los grandes
relatos anteriores.



La vigencia de su estudio sobre el posmodernismo quizá encuentra su
fundamento en el método modernista que aplica. Este es otro curioso logro de
Jameson. Precisamente cuando el historicismo ya empezaba a ofrecer tímidos
signos de declive en todas las ramas de las humanidades y las ciencias
sociales, Jameson, ya en 1981, lanzó una contraofensiva bajo la consigna
“hay que historizar siempre”. Una colección de artículos bajo el título
Valencias de la dialéctica ofrece una buena introducción al método que
Jameson ha venido elaborando a lo largo de su carrera, en el que se conjugan
el legado de Hegel (la dialéctica, por cierto, pero también su esencial
categoría de totalidad), el psicoanálisis y la crítica literaria. El
pensamiento de Karl Marx ha sido, por supuesto, un hilo conductor en su
trayectoria. En Representar El capital, Jameson se dedica a una relectura
del primer tomo del clásico tratado de Marx sobre el tema que la crisis
global iniciada en 2008 reubicó de pronto en un primer plano.



Jameson recibió la influencia del pensamiento europeo, francés y alemán en
primer lugar; sin embargo, ha dirigido su curiosidad crítica a producciones
provenientes de todo el mundo y a todos los géneros. Su ambición teórica
escapa a las usuales compartimentaciones que imponen los medios
universitarios. Su radicalismo político y su complejo estilo literario han
despertado rechazos en su país. En contraste, el teórico inglés Terry
Eagleton escribió que Jameson era “uno de los más soberbios estilistas
críticos en una era que en gran medida carece de estilo”. Sus textos
—prosigue Eagleton— reúnen “la inmediatez sensorial y la reflexión
conceptual” en una “montaña rusa sintáctica”. Esta última característica
aparece contenida en su ensayo sobre Raymond Chandler, un anglófilo que
impulsó la emergente narrativa policial estadounidense, diferenciándola de
sus antecedentes británicos y llevándola a una cumbre literaria.

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