Ciencia/ La metamorfosis de Bruno Latour. [Alyssa Battistoni]

Ernesto Herrera germain5 en chasque.net
Mar Mayo 2 23:02:40 UYT 2023


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Correspondencia de Prensa

2 de mayo 2023

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Ciencia



La metamorfosis de Bruno Latour



Durante décadas, Bruno Latour disfrutó provocando a la izquierda, mientras
que muchos izquierdistas amaron odiar al polifacético científico. Sin
embargo, en los últimos años de vida de Latour se produjo un cambio en esa
relación.



Alyssa Battistoni *

Nueva Sociedad, abril 2023

https://nuso.org/

Traducción de Elena Odriozola



Cuando en octubre del año pasado murió el polifacético estudioso de la
ciencia Bruno Latour a la edad de 75 años, llovieron a raudales los
homenajes desde todos los rincones del mundo académico, así como también
desde muchos otros ámbitos. En la primera década de los años 2000, Latour
había sido una referencia ubicua, situado junto a Judith Butler y Michel
Foucault en la lista de académicos más citados en campos que iban de la
geografía a la historia del arte. Tras alcanzar notoriedad por las «guerras
de la ciencia» de los años 1990, se reinventó como estudioso del cambio
climático e intelectual público en las dos últimas décadas de su vida. No
obstante, en medio de las expresiones de reconocimiento y pesar, desde la
izquierda, muchos se limitaron a encogerse de hombros. La relación de Latour
con la izquierda había sido tensa, si no por completo insatisfactoria para
ambas partes, desde hacía largo tiempo. Latour disfrutaba de provocar el
antagonismo de la izquierda; a su vez, a numerosos izquierdistas les
encantaba odiar a Latour. Para muchos, su ascendiente en los años
políticamente sombríos de inicios del siglo XXI fue condenatorio. Y sin
embargo, cuando en sus últimos años buscó dar respuesta al desafío político
del cambio climático, eligió considerar –en su propio y profundamente
idiosincrásico estilo– cuestiones vinculadas con la producción y la clase,
la transformación y la lucha.



Latour era sincero acerca de sus orígenes: reconocía sin reparos que
provenía de la «típica burguesía francesa provinciana». Nacido en 1947 en
Beaune, fue el octavo hijo de una conocida familia católica,
vitivinicultora, propietaria de la Maison Louis Latour, famosa por sus
borgoña Grand Cru. Cuando ya se había establecido que su hermano mayor se
haría cargo del negocio familiar, Latour fue enviado al Liceo
Saint-Louis-de-Gonzague, una escuela privada de elite dirigida por
sacerdotes jesuitas situada en París. Obtuvo un primer lugar en el orden de
mérito de la agrégation, lo cual llevó a un doctorado en Teología de la
Universidad de Tours. A los 21 años, en 1968, Latour no estaba en las calles
de París sino en los salones de clase de Dijón, donde estudiaba exégesis
bíblica con el erudito y ex-sacerdote católico André Malet. Escribió su
tesis de doctorado, que versó acerca de Charles Péguy, mientras trabajaba en
la administración pública francesa en Abidjan, en ese entonces capital de
Costa de Marfil. Allí se le encomendó la tarea de llevar a cabo un
relevamiento sobre la «ideología de la competencia» para una agencia de
desarrollo francesa que procuraba entender el porqué de la ausencia de
marfileños en puestos gerenciales; mientras tanto, leía El Anti-Edipo por
las noches («Llevo a Deleuze en la sangre», diría más tarde). El informe
presentado por Latour sostenía que las actitudes racistas constituían una
barrera obvia al progreso de los marfileños. Pero esas actitudes, a su vez,
producían otros efectos, fenómeno que Latour describió como la «creación de
incompetencia»: los marfileños eran colocados en puestos en los que tenían
escasa oportunidad de familiarizarse con tecnologías claves. «¿De qué manera
funciona, en realidad, esta fábrica o esta escuela si se examina la
circulación de información, de poder y de dinero?», se preguntó Latour.



Tras los pasos de la «epistemología histórica» de Gaston Bachelard y Georges
Canguilhem, los filósofos franceses de la posguerra, desde Louis Althusser
hasta Foucault, se interesaron fuertemente por el estatus de la ciencia y la
verdad. Si bien Latour compartía este interés temático amplio, consideraba
que la epistemología histórica no prestaba suficiente atención a la práctica
científica real. En consecuencia, su hogar intelectual de origen no se halló
entre los philosophes, sino en el expósito campo anglófono de los «estudios
sociales de la ciencia». Este campo surgió en los departamentos de
sociología británicos en la década de 1970 y extendió rápidamente su
influencia hacia Estados Unidos. Su cometido básico consistía en completar
el proyecto durkheimiano de una sociología del conocimiento explicando
incluso el esotérico contenido de la ciencia misma mediante el escrutinio de
las prácticas sociales prosaicas a través de las cuales era producido. En
contraste con los esfuerzos de los epistemólogos franceses orientados a
identificar las condiciones de la «verdadera ciencia», el principio rector
del «programa fuerte» –el método central desarrollado en Edimburgo– era la
simetría: tanto las ideas científicas exitosas como las fallidas debían
estudiarse aplicando los mismos métodos. Fueron las rutinas ordinarias,
concretas de lo que Thomas Kuhn había llamado «ciencia normal» las que
Latour describió en su primer libro, La vida en el laboratorio (1979),
escrito en coautoría con el sociólogo británico Steve Woolgar; allí retrató
el trabajo de los científicos del Instituto Salk, el laboratorio privado de
ciencias biológicas de La Jolla, California. Sirviéndose de su experiencia
etnográfica en Abidján, Latour pasó dos años, de 1975 a 1977, como aspirante
a antropólogo observando el laboratorio de Roger Guillemin, un
neurocientífico francés que Latour había conocido en Dijón y que ganaría en
1977 el Premio Nobel de Medicina por su trabajo en el campo de las hormonas.



Latour sostendría más tarde que ir de las «leyes de la ciencia» al
laboratorio es como ir de los libros de derecho al Parlamento. Esa
transición no revela un ámbito de comprensión racional sino de debate
acalorado, controversia, desorden, errores: de conocimiento producido por
seres humanos antes que por mentes incorpóreas. En consonancia con ello, el
libro se inicia in media res, sumergiendo al lector en el laboratorio
narrado a través de las notas de un observador. En La vida en el
laboratorio, Latour emprende un análisis material del laboratorio no
rastreando sus fuentes de financiamiento ni la utilidad de sus hallazgos
para la industria, sino trazando un mapa del espacio físico real del
laboratorio, elaborando un inventario de sus equipos, detallando la labor de
los técnicos. La formación exegética adquirida por Latour en Dijón también
sentó las bases de este estudio, donde sostuvo que lo que el laboratorio
producía eran, en realidad, textos. Los científicos estaban continuamente
elaborando e interpretando inscripciones: tomando notas de mediciones,
registrando resultados. Después de todo, era a través de los artículos
científicos como las ideas circulaban entre laboratorios y adquirían
legitimidad. Al igual que el tema sobre el que versa, La vida en el
laboratorio puede resultar tedioso en algunos momentos. Pero si bien su tono
irónico y sus observaciones prosaicas desinflaron las narrativas
grandilocuentes del científico heroico, la intención del libro no fue la
denuncia. Muy por el contrario, Latour y Woolgar insistieron en que «nuestra
‘irreverencia’ o ‘falta de respeto’ por la ciencia no pretende ser un ataque
a la actividad científica». Jonas Salk mismo señaló que el libro «era
coherente con el ethos científico» en una introducción.



El trabajo siguiente de Latour, Ciencia en acción, publicado en inglés en
1987, fue definido como un manual de campo para los estudios de la ciencia
en general, con la mirada puesta más allá del laboratorio en los modos en
que la ciencia adquirió poder en todo el mundo. La verdad científica
aseguraba estar respaldada por la autoridad de la naturaleza misma, un ideal
del cual Galileo aparecía como figura icónica: el disidente solitario
reivindicado por la realidad. Sin importar cuán grande fuera la autoridad
religiosa de la Iglesia, el hecho de que la Tierra se moviera la superó.
Desde entonces, todo disidente se ha imaginado a sí mismo como un Galileo,
manteniendo firme su postura frente a los poderes corruptos. Pero Latour
observó que no siempre está tan claro de qué lado se encuentra la
naturaleza. La naturaleza no habla sencillamente por «sí misma» sino que lo
hace a través de voceros: se trata de quienes miden e interpretan el mundo
físico. Hasta que no se construyen los laboratorios, se publican los
estudios, se leen los artículos, la naturaleza no dice nada en absoluto.
Construir un dato –por ejemplo, mostrar que la Tierra se mueve alrededor del
sol– es una tarea difícil que implica un conjunto exigente de prácticas. El
resultado es que los «disidentes» científicos no pueden mantener sus
posturas en soledad, sino que solo pueden lograr sus objetivos reclutando a
muchos otros: investigadores, financistas, públicos.



Latour desarrolló este tema de forma más directa en Pasteur: guerra y paz de
los microbios (publicado en francés en 1984 como Les microbes: guerre et
paix, pero difundido con amplitud en la versión en inglés sustancialmente
revisada que se publicó en 1988), que reinterpretó el legado de otro gran
hombre de ciencia, Louis Pasteur, el biólogo francés que revolucionó la
higiene y la salud al desacreditar las teorías de la generación espontánea y
sentar las bases de la teoría de los microbios. El texto de Latour fue, en
parte, un cuestionamiento de Canguilhem, quien había identificado a Pasteur
como figura crucial en el establecimiento de la medicina como ciencia
moderna, y para quien la teoría de los microbios constituía una ruptura
epistemológica con las ideas precientíficas. Latour, en contraste, argumentó
que los científicos no producían revoluciones del pensamiento solo a fuerza
de ideas brillantes. Por el contrario, comparando a Pasteur con Napoleón vía
Tolstoi, aseveró que Pasteur había empleado con éxito una serie de
demostraciones teatrales para reunir una potente red de seguidores, que a su
vez conformaron el laboratorio mismo como un sitio de autoridad social. Pero
también cuestionó a los sociólogos de la escuela anglosajona, que, a su
juicio, habían otorgado un peso excesivo a los factores sociales. Su
principio de la «simetría» debía extenderse más aún e incluir a los no
humanos a la par de los humanos como agentes por propio derecho. Las redes
de Pasteur, en otras palabras, no comprendían solo a higienistas y
agricultores, sino también a los microbios mismos.



El cuestionamiento de Latour dirigido a todos los rincones del campo de los
estudios de la ciencia recibió duras respuestas. El filósofo David Bloor
acusó a Latour de tergiversar la filosofía de la ciencia sin dejar, al mismo
tiempo, de adherir fuertemente a su método, disfrazando ideas ya conocidas
con aseveraciones metafísicas grandilocuentes acerca de la «construcción» de
la naturaleza y la sociedad; a la vez, las innovaciones genuinas de Latour
–según Bloor– constituían un «retroceso» hacia un empirismo acrítico. El
historiador Simon Schaffer sostuvo que Latour había apuntalado el estatus de
«gran hombre» de Pasteur más que socavarlo, y que su énfasis en el rol
desempeñado por los microbios no hacía más que marginar la importancia de la
experimentación en tanto método. No obstante, estas críticas sirvieron para
posicionar a Latour en el centro del campo, de tal modo que responder a su
trabajo se volvió una obligación cada vez más indeclinable.



A principios de la década de 1990, los estudios de la ciencia habían
adquirido una importancia suficiente como para atraer su propia cohorte de
críticos externos al campo. Latour fue encasillado en las categorías de
«constructivista social» y «relativista», términos típicamente empleados a
modo de insulto por quienes participaban desde posiciones extremas en las
Guerras de la Ciencia de este periodo. Así, un nombramiento en el Instituto
de Estudios Avanzados de Princeton fue bloqueado por médicos y matemáticos
de esa casa de estudios. No obstante, Latour aseguraba que las Guerras de la
Ciencia, que describía como «una montaña hecha de un grano de arena», lo
tenían sin cuidado. Sin embargo, lo sorprendió enterarse de que había
quienes pensaban que él no creía en el conocimiento científico o, incluso,
en la realidad. Le interesaba el modo en que los datos «se construían», pero
había rechazado de forma explícita lo que consideraba el constructivismo
totalmente social defendido por otros teóricos que trabajaban en el campo.
Para Latour, construir datos era similar a construir un edificio: no era
posible hacerlo empleando solo relaciones sociales. Y ese era precisamente
el motivo por el que consideraba imperativo prestar atención a las prácticas
materiales de investigación y al mundo no humano investigado por los
científicos. La ironía fue que, entre los pioneros angloestadounidenses de
los estudios de la ciencia, como Bloor, Latour fue considerado a menudo un
realista, tal vez, incluso, ingenuo, cuyo método tomaba demasiado
literalmente la actividad de los microbios y los electrones.



Antes que usar el análisis social para deconstruir la ciencia, en otras
palabras, fueron la categoría de «sociedad» y las pretensiones de los
teóricos sociales de contar con un conocimiento superior lo que Latour
procuró desmantelar más enérgicamente. Desarrolló las ideas presentadas en
Ciencia en acción y Pasteur en una serie de trabajos aun más teóricos –
Nunca fuimos modernos (1991), La esperanza de Pandora (1999), Políticas de
la naturaleza (1999), Rearmar lo social (2005)–, que delinearon su crítica
metodológica de las ciencias sociales y su programa alternativo. Si la
controversia en torno de Pasteur puso a Latour en el centro de las disputas
en el campo de los estudios de la ciencia, Nunca fuimos modernos, un
recorrido breve y polémico por la filosofía moderna occidental, lo situó en
el mapa académico más amplio. Latour aseguraba que «los modernos» habían
ejecutado un doble movimiento que los había vuelto todopoderosos. Habían
expuesto las creencias «premodernas» como meras supersticiones, mostrando,
por ejemplo, que un terremoto no era un acto de Dios sino un evento físico.
Al mismo tiempo, revelaron que ciertos fenómenos en apariencia naturales
eran, en realidad, sociales: que las diferencias de género, por ejemplo, no
eran innatas sino construidas. No había nada que ese doble movimiento no
pudiera explicar. Sin embargo, sostuvo, la incapacidad de los modernos para
reconocer, mucho menos resolver, las contradicciones entre esos dos
movimientos dio origen a una cantidad de disfunciones. Latour situó
explícitamente su indagación como respuesta a la caída del Muro de Berlín y
la declinación del socialismo; declaró 1989 como «el año de los milagros».
No obstante, sostuvo que el triunfalismo occidental estaba fuera de lugar en
vista de la creciente crisis ecológica global: Occidente, aseveró, «abandona
a la Tierra y a su gente a la muerte».



A diferencia de muchos otros intelectuales liberales franceses, Latour no
fue un anticomunista desde el punto de vista ideológico. Fue un crítico
sólido del marxismo, pero principalmente por cuestiones metodológicas. Las
agresivas acotaciones de Latour respecto del marxismo solían estar en
realidad dirigidas a Althusser, a cuyo trabajo acusaba de reproducir las
fallas de la epistemología histórica francesa en un nivel más amplio: a
saber, un cientificismo acrítico y la preeminencia de los principios
filosóficos por sobre las prácticas concretas de los científicos. El
marxismo althusseriano, en su aspiración al conocimiento total, era para
Latour el más modernista de todos los proyectos, lo cual no era en su visión
un halago. Se mostraba más favorable al contingente marxista de la primera
generación de los estudios de la ciencia anglosajones, que se había
desarrollado siguiendo un recorrido de formación diferente: con base en el
Radical Science Journal británico, conectado con los movimientos antinuclear
y antibélico e influido por trabajos que iban de la historia social
británica al estudio del proceso laboral de Harry Braverman. No obstante,
Latour sugirió que incluso esa tradición había caído presa de la tendencia
sociológica a explicar todo con referencia exclusiva a factores sociales.



Por su parte, Latour no pasó por alto las cuestiones económicas: señaló que
costaba 60.000 dólares producir cada artículo publicado por el laboratorio
de Guillemin; que el éxito de la tecnología de celdas de combustible no
dependía solo de la física sino además de si era posible convencer a un
inversionista de comprometerse en el proyecto; que el diseño del motor
diésel no solo debía funcionar sino también competir en el mercado. Pero se
rehusó en forma categórica al intento de identificar un factor determinante,
así fuera solo en la instancia final. La escasamente leída segunda mitad de
Pasteur, «Irreducciones», contiene un sorprendente pasaje filosófico: Latour
describe su viaje de Dijón a Gray en 1972, durante el cual se siente tan
acuciado por lo que denominó una «sobredosis de reduccionismo» que se ve
obligado a detener la marcha. Observando el invernal cielo azul, como el
Roquentin de Sartre miró el castaño, «vi por primera vez en mi vida las
cosas sin reducir y liberadas». La lección que extrae es sencilla: «nada
puede reducirse a nada, nada puede deducirse de ninguna otra cosa, todo
puede aliarse a todo lo demás».



El colapso de la ciencia social marxista que siguió a la caída de la Unión
Soviética dejó un vacío en el campo de los estudios sociales que la
ambigüedad del programa «irreduccionista» de Latour estaba en condiciones de
llenar. La actividad se centró en la formidable unidad de estudios de la
ciencia que construyó junto con su colaborador de larga data Michel Callon
en la Escuela Nacional Superior de Minas de París. Latour y Callon
sostuvieron que en lugar de tratar «lo social» como una categoría
preexistente o de imponer sus marcos teóricos sobre el mundo, los
científicos sociales deberían limitarse a seguir las conexiones entre
agentes –humanos y no humanos por igual– sin hacer suposiciones sobre ellos
por adelantado. En Pasteur, Latour señaló: «No solo hay relaciones
‘sociales’, relaciones entre hombre y hombre. La sociedad no está
constituida solo por hombres, pues en todas partes los microbios intervienen
y actúan». La teoría del actor-red (ANT, por sus siglas en inglés), el
método que desarrolló con Callon, formalizó esa postura. La teoría hacía un
llamamiento a abandonar las categorías explicativas y los marcos ya
conocidos, o más bien, el proyecto de explicar en su totalidad, en favor de
un nuevo enfoque: solo describir.



Muchas de sus intervenciones parecieron tener como objetivo deliberado
provocar a los sociólogos, en particular, a los de izquierda. En Ciencia en
acción, Latour comparó a un representante sindical hablando en favor de los
trabajadores con un científico hablando en favor de los neutrinos; en
Reensamblar lo social, declaró que la famosa proclama de Margaret Thatcher
respecto de que «la sociedad no existe» podría servir como eslogan para la
teoría ANT, aunque con una intención diferente. Abogó por el idiosincrásico
y poco conocido sociólogo francés Gabriel Tarde como alternativa preferible
a sus notablemente más conocidos contemporáneos Durkheim y Marx: «Imaginen
cómo podrían haber resultado las cosas si nadie jamás le hubiera prestado
atención a Das Kapital» era la frase con que se iniciaba su libro de 2009
sobre Tarde, escrito en coautoría con el sociólogo Vincent Antonin Lépinay.
(Los esfuerzos de Latour orientados a poner en marcha un regreso de Tarde
atrajeron pocos aliados). La enemistad era mutua. Pierre Bourdieu se ganó un
particular enemigo en Latour al desairarlo, según dicen, en el Collège de
France y en otros ámbitos prestigiosos de la academia francesa. Latour, a su
vez, no perdía oportunidad de provocar a Bourdieu; en un momento, comparó la
teoría social bourdieusiana con una interpretación conspirativa del 11-S.
(Es difícil leer Reensamblar lo social como otra cosa que una extendida
polémica contra el establishment bourdieusiano de París). En consecuencia,
Latour permaneció la mayor parte de su carrera en la Escuela de Minas, y no
se trasladó a Sciences Po –la más orientada a la esfera anglosajona entre
las instituciones académicas de elite parisinas– hasta 2007. Fue, no
obstante, bajo esta apariencia de teórico antisocial, decidido a mostrar que
«lo social» no existe en realidad, como la mayor parte de los académicos
tomó contacto con su labor. Fue interpelado por una variedad asombrosa de
estudiosos y teóricos: posestructuralistas y nuevos materialistas;
historiadores del arte interesados en culturas materiales y filósofos
interesados en ontología; teóricos de los medios de comunicación que
investigaban las redes y sociólogos económicos estudiando estadística;
geógrafos, antropólogos e historiadores cuyo interés en la relación entre
naturaleza y sociedad se encontraba motivado por cuestiones ecológicas.



De hecho, la cuidadosa atención que Latour prestó a las tareas involucradas
en la construcción de redes y el enlistamiento de aliados podría leerse como
un manual para seguir su propia carrera. En particular, su habilidad para
transcribir su postura dentro del mundo relativamente pequeño de los
estudios de la ciencia en un registro filosófico jocoso ayudó a la difusión
de sus ideas. El abordaje que adoptó en materia de estilo reflejó una de sus
afirmaciones subyacentes: mientras que la tradición anglosajona de la
filosofía analítica temía que el poder de la retórica ofuscara la verdad,
Latour sostuvo que los elementos retóricos y sociales de la práctica
científica –el uso del teatro por parte de Pasteur, por ejemplo– no
socavaban su veracidad. Encontró especial inspiración en el estilo denso y
alusivo del filósofo Michel Serres. Sin embargo, mientras que la prosa de
Serres era notablemente difícil de traducir y poco leída fuera de Francia,
las traducciones de Latour alcanzaron inmensa popularidad. Se nutrió de
estrategias retóricas de numerosas disciplinas: de la filosofía, tomó los
diálogos; de la literatura, la narración y las metáforas; y de la ciencia
misma, los diagramas, que a menudo oscurecían tanto como aclaraban. Tenía un
don para idear frases que se convertían en –para usar una de ellas– «móviles
inmutables» que circulaban con libertad de un campo a otro. Tal vez, por
sobre todo, era divertido leer a Latour. Sazonaba sus afirmaciones audaces,
a veces escandalosas, con bromas, y las ilustraba con ejemplos memorables.
Latour era, en todo caso, demasiadp fácil de leer, tanto como pasible de ser
mal interpretado por sus seguidores y sus detractores por igual.



A medida que crecían su fama y su popularidad, aumentaba la preocupación de
Latour por el cambio climático, ampliamente concebido entonces solo a través
de las lentes de la creencia o la negación. En ese contexto, su influyente
ensayo «¿Por qué se ha quedado la crítica sin energía?», publicado por
Critical Inquiry en 2004, constituyó un hito, considerado con frecuencia una
divisoria de aguas en su propia carrera y un ajuste de cuentas descarnado
con los estudios de la ciencia. Famoso por comparar los estudios de la
ciencia con la negación del calentamiento global, se lo suele interpretar
como un trabajo de autocrítica. No es, sin embargo, un mea culpa, sino un
j’accuse, uno entre tantos otros acápites en la crítica de la crítica de
Bruno Latour, de ya larga data. «Cierta forma de espíritu crítico nos ha
llevado por el sendero equivocado», sugirió, pero esa aparente autocondena
era en sí un movimiento retórico. Con «nosotros» se refería, en realidad, a
otros: aquellos para quienes criticar significaba desacreditar, arrancar el
velo de la mistificación para revelar la percepción superior del teórico
crítico. Latour sostuvo que la crítica era una «droga euforizante potente»
para académicos satisfechos de sí mismos: «¡Siempre tienen la razón!». La
paradoja era que el ensayo sugería, por muy sutilmente que lo hiciera, que
Latour siempre había tenido la razón. Si la antipatía hacia la petulancia
intelectual a menudo lo impulsó a pensar en forma más creativa que la que
permitían los estrechos canales de la academia francesa, sus frecuentes
llamamientos a la humildad podrían ocultar su propia ambición y confianza en
sí mismo. Un interlocutor generoso en persona, según se dice, en la letra
escrita era proclive a hacer lecturas tendenciosas de los trabajos ajenos, y
aun cuando se convirtió en uno de los académicos más famosos del mundo,
siguió presentándose como un forastero.



La mayor modificación, cuando Latour dirigió su atención al cambio
climático, no se operó tanto en su postura respecto de la ciencia como en su
relación con las ciencias sociales. En lugar de criticar a la crítica,
procuró revitalizar el proyecto de la construcción, que empezó a describir
como «composición». Latour adoptó un nuevo rol: dejó de ser el enfant
terrible para convertirse en persona respetada. En esta modalidad, repitió
los compases de proyectos anteriores en un registro más formal. En lugar de
seguir a los neurobiólogos en sus laboratorios, siguió a los científicos del
sistema de la Tierra que investigaban la Zona Crítica, esa delgada franja
del planeta que sostiene la vida. Retomó a Galileo al afirmar que la teoría
de Gaia de James Lovelock y Lynn Margulis había trastocado la comprensión
que tenemos del planeta que nos alberga de una manera similar a como lo
hiciera el astrónomo italiano. Se volcó más aún a la experimentación
estilística, y recurrió a exhibiciones artísticas y representaciones
teatrales cuya finalidad residía no solo en transmitirles ideas a públicos
no académicos, sino también en incluirlos como participantes. Para sorpresa
de muchos, se deslizó hacia la izquierda. Después de todo, era difícil
describir el mundo con precisión sin admitir que era el capital el que hacía
que las cosas se movieran, sin percibir el desmesurado impacto material de
los pudientes o de sus ambiciones de escapar de la Tierra. Su panfleto de
2019 Los pies sobre la Tierra formuló la polémica sugerencia de que el
cambio climático era una forma de lucha de clases librada por la clase
dirigente; su último libro, Mémo sur la nouvelle classe écologique
[Memorando sobre la nueva clase ecológica], escrito en coautoría con Nikolaj
Schultz y publicado en 2022, argumenta que es necesario conformar una nueva
«clase ecológica» para reemplazar a la clase trabajadora productivista de
los imaginarios socialistas del pasado.



Para el momento cuando el covid-19 se esparció por el mundo entero, hacía ya
largo tiempo que Latour había dejado atrás los microbios. La pandemia, sin
embargo, ilustró uno de los elementos más convincentes de su pensamiento:
que las ideas científicas requieren de alianzas para volverse poderosas. Las
vacunas podrán haber sido desarrolladas a velocidades récord y los estudios
podrán haber demostrado su eficacia, pero eso solo no bastó para garantizar
su adopción. Médicos, científicos y especialistas en salud pública revelaron
el desorden de la ciencia en acción especulando y discutiendo en las redes
sociales, acumulando mientras tanto seguidores. Los aspirantes a Galileo se
multiplicaron, y en un mundo donde los movimientos antivacunas y la
desconfianza de los grandes laboratorios farmacéuticos se habían venido
acumulando durante décadas, esos disidentes a menudo se volvieron
sorprendentemente poderosos. En lugar de aceptar el caos de los datos en
construcción, sin embargo, los autodeclarados defensores de la ciencia
recurrieron a la clase de mensajes simplistas que durante tanto tiempo
Latour procuró poner en cuestión: «La ciencia es real», adoptado como
artículo de fe.



Si estos habían sido alguna vez los temas centrales de Latour, no obstante,
ya no estaba interesado en diagnosticarlos. Su anteúltimo libro, ¿Dónde
estoy? Una guía para habitar el planeta (2021), no se ocupa de la política
de los hechos sino de las posibilidades de transformación tras la
disrupción, exploradas principalmente mediante una extensa metáfora
construida a partir de La metamorfosis, de Kafka. ¿Podría imaginar la vida
como un insecto gigante ayudarnos a concebir un modo de vida diferente en el
planeta Tierra? En particular, Latour abrigaba la esperanza de que el cierre
de la economía pudiera ayudar a descentrar la atención depositada en la
producción en favor del «engendramiento», las relaciones y actividades,
tanto humanas como no humanas, que hacen posible nuestra existencia
sostenida. El engendramiento, en otras palabras, evoca los antiguos análisis
de la reproducción por parte de las feministas socialistas, con los que tal
vez se haya puesto en contacto a través de Donna Haraway, frecuente
interlocutora de Latour en el curso de los años, surgida del ámbito del
Radical Science Journal en su momento de auge. El engendramiento también
ocupa un lugar central en la teorización de la «clase ecológica» elaborada
por Latour, quien la concibe determinada no por la posición del individuo
respecto de los medios de producción, sino de su ubicación en un conjunto de
interdependencias relativas a la Tierra. Si bien Latour siguió formulando
críticas mecánicas respecto de la insuficiencia del análisis marxista, sus
propios argumentos tendieron a reformular posturas de la izquierda ya
conocidas en su propio idioma, o bien, inversamente, a usar lenguaje
marxiano para hablar de otras cuestiones no relacionadas.



Si el giro político tardío de Latour lo vio explorando terreno desconocido,
entonces, también reveló los límites de sus herramientas analíticas. Tras
décadas dedicadas a cuestionar tradiciones venerables del pensamiento
social, pareció incapaz de reconocer lo que habían comprendido
correctamente. Latour argumentó en forma reiterada que la ciencia, a pesar
de su desorden y sus luchas de poder, estaba tratando de entender algo real
acerca del mundo. Pero él no pareció aceptar que no hubiera otra cosa que
juegos de lenguaje operando tras invocaciones como «sociedad» o «la
economía», mucho menos el capitalismo; que esas relaciones sociales que las
descripciones empíricas no podían revelar con inmediatez podrían, de todos
modos, ser agenciales y poderosas.



Resulta sorprendente que muchos de los críticos más acérrimos de Latour en
años recientes –más notoriamente los ecomarxistas Andreas Malm y Jason W.
Moore– se hayan apoyado en líneas de pensamiento de influencia latouriana en
mayor medida de lo que les gusta reconocer. Parte del fenómeno es
sencillamente un artefacto de la historia: la influencia de Latour es casi
imposible de evitar en el trabajo teórico reciente y de las ciencias
sociales sobre la naturaleza y la ecología. Pero Latour también estaba en lo
cierto respecto de que los marxistas habían prestado en general más atención
a las relaciones sociales que a las de los microbios y las moléculas de
carbono. (El difunto Mike Davis es una excepción notable). Antes que verse
desmedrada por la asociación, la vitalidad de los trabajos de esos marxistas
proviene de la síntesis de las fortalezas del pensamiento marxiano y los
aportes recogidos en otros ámbitos, una síntesis que Latour mismo solo
tardíamente y a regañadientes emprendió en la dirección inversa.



* Alyssa Battistoni es doctoranda en Ciencias Políticas en la Universidad de
Yale y editora de la revista Jacobin.



(La versión original de este artículo, en inglés, se publicó en Sidecar/New
Left Review, 20/1/2023:
https://newleftreview.org/sidecar/posts/latours-metamorphosis)

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