Fronteras/ El odio como política migratoria. [Sarah Babiker]

Ernesto Herrera germain5 en chasque.net
Mar Sep 19 00:54:10 UYT 2023


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Correspondencia de Prensa

19 de septiembre 2023

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Fronteras



El odio como política migratoria



El domingo 17 en Lampedusa, la presidenta de la Comisión Europea y la
primera ministra italiana aparentaban diferencias en los matices sin salirse
de una misma visión de las migraciones como un riesgo para la seguridad y la
identidad europeas.



Sarah Babiker

El Salto, 18-9-2023

https://www.elsaltodiario.com/



Miles de personas han llegado a Lampedusa. En unos días, esta isla de menos
de 7.000 habitantes ha recibido más de 10.000 personas que dejaron atrás su
tierra. Si lo hicieron, es porque tuvieron más miedo a quedarse que a
arriesgar la vida en el camino. Hay mucha gente que siente miedo ante la
llegada de tantas personas migrantes, entre ellos, el legítimo miedo de
quienes habitan en la isla y conocen los planes de Giorgia Meloni, centros
de detención donde las personas migrantes podrán pasar hasta 18 meses
retenidas hasta que se gestione su deportación.



En Lampedusa no quieren ser como Lesbos. Más de 10.000 personas son muchas
para una isla pequeña. ¿Pero lo son para un país de casi 60 millones de
personas? ¿Para los 450 millones de habitantes que tiene la Unión Europea?
Claramente estas 10.000 personas son solo una parte de las que llegan a
Europa. Pero también es claro que para el discurso de la crisis y la
emergencia que agita sin parar la primera ministra italiana para justificar
su agenda anti migración dejar que su sistema de recepción (por no llamarlo
acogida) entre en crisis, mostrar saturación y desborde, y en definitiva un
montón de cuerpos negros apilados al aire libre, como exceso imposible de
“gestionar” es su mejor baza propagandística. Encerrar a la gente en una
isla tiene una evidente motivación política: sembrar más miedo.



El miedo lleva al odio: Las caras serias que el domingo 17 de septiembre
lucían la presidenta de la Comisión Europea Ursula Van der Leyen y Giorgia
Meloni, habilitaban ese tránsito. Performaban una ventana de Overton donde
Van der Leyen era la “progresista” hablando de vías legales y seguras y
Meloni era la realista, hablando de deportaciones y misiones militares.
Aparentaban diferencias en los matices sin salirse de una misma visión de
las migraciones: como un riesgo para la seguridad y la identidad europeas. Y
una vez más, ponían el foco en las redes de tráfico de personas para evadir
señalar al elefante en la habitación, que la gente pone su vida en riesgo no
porque haya mafias sino porque necesitan irse de dónde están y no hay vías
legales para hacerlo. Pero ver al elefante implica reconocer que la gente no
va a dejar de migrar, tus políticas migratorias solo causan muerte y
sufrimiento, y es eso seguramente lo que quieres causar, a modo disuasivo.
Muerte y sufrimiento son tu gestión migratoria, así que necesitas que la
gente odie a quienes vas a dejar morir o retendrás durante meses en
circunstancias de gran sufrimiento.



Van bien, mientras Von der Leyen y Meloni daban su paseo institucional por
la isla, muchos internautas las calificaban de tibias. En las redes sociales
se podía leer tuits señalando la llegada de personas migrantes como
evidencia de que se acerca el fin de Europa, apuntando a que quienes llegan
son varones en edad militar. Un ejército de africanos invadiendo el jardín
europeo, ese es el imaginario que alienta la respuesta que Meloni quiere y
que excita a los conspiranoicos del gran reemplazo, a los supremacistas sin
tapujos, a los estrategas curtidos en guerras de videojuegos que quieren
eclipsar sus miserias jaleando una gran ofensiva contra el otro. Todos ellos
comandados por discipulitos de Goebbels que sacan su jornal de difundir
odio, a coste cero, acariciados por los algoritmos.



Donde no hay derecho habrá fascismo



Año 2000, en el patio de la casa de mi familia en Jartum había una fiesta.
Un grupo de viejos amigos bebía y charlaba, el más joven de ellos tomó su
Oud y empezó a cantar. “Quiero ser un pájaro, atravesar las fronteras sin
pasaporte”, decía el estribillo. Ebrios de alcohol casero y de añoranzas,
aquellos hombres enormes con sus yelavías blancas, se levantaron a bailar
mientras se secaban las lágrimas. Algunos habían migrado y vuelto, otros no
habían salido jamás, pero cantaban con esa hermandad compartida de quien
conoce la sombra de las fronteras, la huella de las distancias. Dos décadas
después, la casa de la familia ha sido saqueada en una guerra que ha
arrasado la ciudad. Las personas que migran siguen sin ser pájaros, lo pagan
con su muerte en el mar o en el desierto. O en Melilla, donde decenas fueron
asesinadas hace poco más de un año.



Cada vez hay menos lugares seguros. El mapa mundi siempre fue un espacio
doliente, quién no recuerda a Mafalda queriendo curar a su globo terráqueo,
siempre aquejado de mil males. Siempre ha habido poblaciones expuestas a la
guerra o al expolio. Pero ser conscientes de esta constante no debería
servir para normalizarla u olvidarla, tampoco para ignorar lo que está
sucediendo: mientras que cada vez hay menos lugares seguros, la guerra
contra las personas migrantes se intensifica. Una correlación que solo puede
causar miles de muertes, deshumanización y ruina moral para quienes lo
ignoran, lo permiten o lo alientan.



Solo con el odio se puede criminalizar la pulsión de vida, provocar esa
miopía interesada que no ve más allá de las fronteras, que nada quiere saber
de las razones por las que la gente se va, del marco estructural, pasado y
presente que les expulsa de los lugares donde nacieron, que los desarraiga
condenándoles a batallar por un lugar en el mundo donde existir o progresar.



El derecho a la movilidad universal —comprendido en la Declaración de
Derechos Humanos Emergentes de Monterrey de 2007— reconoce el derecho de
toda persona a migrar y establecer su residencia en el lugar de su elección.
Habría que preguntarse por qué está fuera de todo debate, de todo proyecto
político, del sentido común dominante, imaginar incluso la concreción de
este derecho. Y sobre todo ponderar las consecuencias. La ilusión
racionalista de gestionar el movimiento humano como si las personas no
tuvieran agencia, necesidades o determinaciones no se resiste a la realidad
del mundo. Si migrar no es un derecho, la única forma de detener a quienes
migran será el fascismo.



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