RE: [Laredviene] Fwd: Profunda reflexión
Elizabeth Ferreras
elizabeth_ferreras en hotmail.com
Jue Dic 8 03:37:10 UYST 2011
Gracias Patricia por compartir tan interesante artículo. Es para pensar, reflexionar y actuar. Un abrazo Elizabeth
From: psjaramillog en unal.edu.co
Date: Wed, 7 Dec 2011 09:34:14 -0500
To: laredviene en listas.chasque.net
Subject: [Laredviene] Fwd: Profunda reflexión
---------- Mensaje reenviado ----------
De: MartaElena Andrade-Perez <martaeandrade en yahoo.es>
Fecha: 7 de diciembre de 2011 09:20
Asunto: Profunda reflexión
Para: Andrade MartaElena <martaeandrade en yahoo.es>
¿Por qué odiamos?
Por: Umberto Eco
En años recientes he
escrito acerca de racismo, la construcción psicológica del enemigo y la función
política de expresar odio hacia el “otro” o desprecio por el concepto de
diversidad.
Pensaba que ya había
dicho todo lo que tenía que decir acerca del tema, pero en una conversación
reciente con mi amigo Thomas Stauder emergieron nuevos puntos -o, al menos,
nuevos para mí-. Esta fue una de esas discusiones después de las cuales uno no
puede recordar quién dijo esto o quién dijo aquello, pero nuestras conclusiones
coincidieron.
La gente tiende, con
una tontería más bien presocrática, a ver el amor y el odio como alternativas
necesarias y simétricas entre sí. O sea, que si no amamos algo debemos odiarlo,
y viceversa. Obviamente, sin embargo, hay un número infinito de matices entre
ambos polos. Incluso si empleamos metafísicamente los términos, el hecho de que
yo ame las pizzas no quiere decir que odie el sushi —simplemente, me gusta
menos que la pizza—. El hecho de que ame a alguien no significa que odie a
todos los demás; lo opuesto del amor fácilmente podría ser la indiferencia. Yo
amo a mis hijos y soy indiferente al conductor de taxi que me recogió hace un
par de horas.
Pero el punto real es
que algunos tipos de amor son aislantes, exclusivos. Si estoy enamorado
locamente de una mujer, espero que ella me ame a mí y no a otros (al menos, no
en la misma forma). En forma similar, una madre siente un amor apasionado por
sus hijos y desea que ellos la amen en una forma especial, y nunca se sentiría
obligada a amar a los hijos de otra gente con la misma intensidad. El amor,
entonces, en su propia forma es egoísta, selectivo y posesivo.
Por supuesto, está el
mandamiento que nos dice que “amemos” a nuestros vecinos —a los 7 mil millones
de ellos— como nos amamos a nosotros mismos. En la práctica, no obstante, este
mandamiento nos exhorta a no odiar a nadie; no espera de nosotros que amemos a
un desconocido en la misma forma que amamos a nuestros padres o nietos.
Yo amo a mi nieto más
que, digamos, a un cazador de focas a quien nunca he conocido. Esto no quiere
decir que no me importaría en absoluto si un hombre al otro lado del mundo
pereciera, pero siempre me sentiré más conmovido por la muerte de mi abuela que
por la de un extraño.
El odio, por otra
parte, puede ser colectivo; de hecho, bajo regímenes colectivos en particular,
debe ser colectivo. Cuando yo era niño, el Partido Fascista me pidió que odiara
a todos los hijos de Albión, y, cada noche, Mario Appelius recitaba por la
radio su ritual “Que Dios maldiga a los ingleses”. Eso es lo que dictadores y
populistas desean —y también las religiones, entre sus facciones
fundamentalistas— porque el odio hacia un enemigo común une a la gente y la
hace arder con el mismo fuego.
El amor calienta el
corazón sólo hacia unas cuantas personas selectas; el odio calienta los
corazones de todos los que están en tu bando, y puede movilizar a un grupo a
discriminar a millones de seres: una nación, un grupo étnico, personas cuya
piel tiene un color diferente al tuyo o gente que habla un idioma diferente. Un
italiano racista puede odiar a todos los albanos o rumanos o gitanos. Umberto
Bossi, líder del Partido de la Liga del Norte en Italia, odia a todos los
italianos del sur (y, dado que su salario es pagado parcialmente con los
impuestos de los sureños, se trata de una obra maestra de malevolencia, al unir
el odio con el placer de añadir insulto a la herida). Cuando era primer
ministro, Silvio Berlusconi dejó en claro que odiaba a los jueces y pidió al
pueblo que hiciera otro tanto, y que también odiara a los comunistas, aunque
eso pudiera significar conjurar visiones de ellos donde ya no existían.
El odio, en
consecuencia, no es individualista sino generoso e inclusivo, acogiendo a
muchedumbres con un solo aliento. Sólo en las novelas se nos dice que es
hermoso morir por amor; y usualmente el héroe más digno de ser emulado es aquel
que encuentra su fin al derrotar al villano —el odiado enemigo—.
La historia de
nuestra especie ha estado marcada más por el odio, las guerras y las matanzas
que por actos de amor, que son inherentemente menos cómodos y también bastante
fatigosos si se extienden más allá del círculo inmediato de nuestro egoísmo.
Nuestra atracción por los deleites del odio es tan natural que los líderes
manipuladores no tienen el menor problema para cultivarlo; mientras tanto, en
ocasiones parece que somos alentados a amar sólo por personajes ficticios nada
atractivos que tienen el hábito desconcertante de besar a leprosos.
* Novelista y semiólogo italiano.
© 2011 - Umberto Eco/L’Espresso
--
Patricia Jaramillo G
Directora
Departamento de Sociologìa
Facultad de Ciencias Humanas
Ciudad Universitaria - Edificio Orlando Fals Borda (205) oficina 230
Telefax (571) 3165634
depsociolog_bog en unal.edu.co, psjaramillog en unal.edu.co
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