Historia/ ser la hija de Stalin [Andrés Alsina]

Ernesto Herrera germain5 en chasque.net
Dom Abr 27 22:35:04 UYT 2014


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Correspondencia de Prensa

boletín informativo – 27 de abril 2014

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A l’encontre – La Breche

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Historia



Ser la hija de Stalin





Andrés Alsina

Brecha, Montevideo, 25-4-2014

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Ella murió hace tres años, tras 20 de vivir en un hospicio de un pueblito de
Wisconsin, Estados Unidos, pero sus pasos siguen siendo estudiados. Es que
ella es –a los efectos de estas inquietudes, el tiempo presente es el
adecuado– la hija de Stalin. La actualidad del tema encuentra causa en la
aparición de la correspondencia que Svetlana Stalin mantuvo durante sus
últimos cinco años de vida, hasta 2011, con el periodista Nicholas Thompson.
Él la contactó porque estaba escribiendo sobre el diplomático George F
Kennan, el padre de la política de contención de la Guerra Fría, arquitecto
intelectual del Plan Marshall y “lo más parecido a una leyenda que jamás
produjo el servicio diplomático de Estados Unidos”, según consenso
histórico.



La cuestión de por qué llevó tantos años dar a conocer esa correspondencia
de una señora octogenaria pertenece a misterios que aquí no se develan. El
texto de ese copioso intercambio quincenal no se conoce pero se publicará;
eso es lo nuevo. La imagen de esas cartas, manuscritas en una caligrafía
difícil, con subrayados, anotaciones al margen y prescindencia de
formalidad, definen a la persona y su dificultad con las normas.



Fue Kennan quien estuvo al comando de Svetlana a partir de su huida a
Occidente en abril de 1967, lo cual refiere a la importancia no sólo
propagandística que Estados Unidos le adjudicó a su mayor botín público de
la Guerra Fría. El test de inteligencia que se le hizo en las primeras
evaluaciones dio un resultado excepcionalmente alto, y eso tendría
consecuencias. Kennan la llevó consigo a Princeton, la universidad que era
su campo de maniobras, y la indujo a escribir dos libros que la hicieron
rica y cuyos textos deben de haber incidido de manera importante en la
batalla propagandística. El primero fue Veinte cartas a un amigo, en el que
describe la trágica historia de su familia en una serie de misivas al
psicólogo Fyodor Volkenstein: la esencia era que ser familiar de Stalin era
casi tan malo como ser su víctima. Dos años después editó Sólo un año, una
memoria de su decisión de buscar refugio. Luego siguió escribiendo, y
curiosamente todos sus otros libros resultaron fracasos editoriales.



Además rehusó la seguramente insistente propuesta de Kennan de dar
conferencias sobre política internacional: “Eso quería mi padre que
hiciese”. Ella tenía no sólo la inteligencia sino el carácter de su padre, y
su perfil sorprendió a la inteligencia estadounidense.



Se supo cuál era el sobrenombre que le puso el KGB: “Kukushka” (“Cuclillo”),
lo que tiene implicancias sobre el carácter sorpresivo que podían tener sus
acciones. Y ahí comienzan los problemas, porque su historia conformará el
presente de Svetlana, y a través de él Kennan descubre el lado débil de
Stalin, que en general heredan sus sucesores. Se puede resumir el principio
de Kennan en su afirmación: “La conducta internacional soviética depende
fundamentalmente de las necesidades internas del poder soviético”.



Svetlana (de quien Thompson escribió que era quien mejor conocía al
talentoso estratega diplomático de todos los entrevistados por él)
probablemente le haya ofrecido a Kennan una visión única sobre las
debilidades de Stalin, que durante 33 años ejerció el poder basado en la
represión: estaban encerradas en su vida emotiva, esa que ninguna conciencia
puede aherrojar, enviar al Gulag, silenciar indefinidamente. Y estaban en la
vida de Svetlana y su madre, Nadya Alliluyeva, hija de la alemana Olga que
huyó de su casa por una ventana cuando tenía 16 años.



Cuando Nadya llegó a los 16 también escapó, para enamorarse de un
seminarista de 38 años transformado en dirigente revolucionario: Stalin. Era
1916, tiempos de revolución. Él tenía ya un hijo, Yakov, quien sería el
mejor amigo de la hija que tendría con Nadya, Svetlana, quien sería la
preferida de Stalin, y un hermano, Vasily. Nadya muere cuando Svetlana tiene
6; le dicen que de apendicitis. Cuando a su vez Svetlana tiene 16, se entera
de que en verdad se suicidó de un disparo en el corazón.



El número 16 atemoriza, y la literatura y la realidad nos darán pistas
concordantes en este atrevido viaje. El tema es tomado por John Le Carré en
la mejor de sus obras, La gente de Smiley (1979), y el gran enemigo al cual
derrota en la ficción (es fácil teniendo el guionista a favor), pero que en
la realidad triunfa sobre la inteligencia británica, es en verdad Kim
Philby, aristócrata británico y general soviético.

El personaje de Le Carré, objeto de la apasionante cacería, es bautizado con
un nombre de mujer, Karla, que se adjudica a la juventud del funcionario y
tiene la misma inicial que el sobrenombre íntimo de Stalin, “Koba”, que
significa un conjunto de virtudes que lo pueden equiparar a un genio.



En la novela, Karla es el genio que duerme a los niños, porque todo aquel
que se le acerca mucho se duerme. En la práctica, nadie podía pretender sin
perecer el poder que Stalin ejerció con el puño de acero que significa su
nombre.



Svetlana enfrenta a su padre. Con 16 años se entera del suicidio de su madre
y se enamora de un cineasta y periodista judío, Aleksei Kapler (estamos a
fines de 1942), con quien se casa pese a la oposición de su padre. Como
Svetlana no le hace caso, Stalin manda a Kapler a Vorkuta, un campo de
concentración en el ártico. Luego Svetlana se enamora de Grigori Morozov en
la Universidad de Moscú, creyendo que escaparía así del Kremlin. “Ve y
cásate con él, pero nunca recibiré a tu judío”, le dice el padre. Su primer
hijo, Iosif, nace justo cuando los nazis se rinden.



Termina separándose y luego acepta los deseos de su padre y se casa con Yuri
Zhdanov, hijo de Andrei, un jerarca muy cercano a Stalin y autor de una
trágica y hoy desopilante doctrina sobre la cultura. En ese momento Stalin
pierde todo interés en ella. En sus cartas, ella cuenta de la agonía de
Stalin y cómo, en su último momento, “abre grandes los ojos y mira a todos
en el cuarto; es una mirada terrible, insana o tal vez enojada, y plena de
miedo a la muerte”.



Es claro que el personaje de Svetlana es interesante por la figura de su
padre, de la misma manera que el interés público que puede haber hoy en
Juanita Castro Ruz, la hermana de Fidel que desertó de Cuba, es nimio. Mas
la ficción permitió a Le Carré seguir sendas que tal vez haya recorrido
Kennan. La madre de Svetlana perturbó a Stalin en la realidad hasta que la
mató, y en la ficción Karla es justificado por eso: sólo le importaba ella
en el mundo, y luego por su hija perdería todo. Madre e hija; ambas lo
vuelven loco. Ella, la madre, era su creación. Karla la había encontrado
cuando niña, durante la guerra. La adoptó, la educó y se enamoró de ella, le
dice la analista de inteligencia Connie al investigador Smiley. Lo había
hecho todo por ella. Le consiguió padres adoptivos. La preparó para que
fuera la mujer ideal. Hizo de padre, de amante, de Dios. Ella era su
juguete. Pero ella se rebeló, tuvo ideas raras, quería aplastar al Estado, y
no alcanzó con meterla presa. Se la cargó, querido. Y la hija de Karla tenía
un padre que era un príncipe secreto más poderoso que el zar. En cuanto a
Svetlana, era en concordancia llamada “la princesita del Kremlin”. Mujeres,
dijo el penado alto.

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