Memoria/ Jaurès, Trotsky y la Primera Guerra Mundial [A l'encontre/La Breche]

Ernesto Herrera germain5 en chasque.net
Dom Ago 17 21:36:58 UYT 2014


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Correspondencia de Prensa

boletín informativo – 17 de agosto 2014

germain5 en chasque.net

A l’encontre – La Breche

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Memoria

Jaurès, Trotsky y la Primera Guerra Mundial

A l'encontre/La Breche

http://alencontre.org/

Traducción de Viento Sur

El 31 de julio de 1914 Jean Jaurès era asesinado, justo tres días antes del
desencadenamiento de la Primera Guerra Mundial. Madeleine Rebérioux
(1920-2005), que dirigió la Sociedad de Estudios sobre Jaurès y la revista
Le mouvement social presenta así a Jean Jaurès frente al capitalismo y la
guerra:

“Para asumir estas responsabilidades, Jaurès solo cuenta con la
Internacional. Ciertamente, ésta no tiene que dictar su conducta a los
partidos nacionales, pero a sus ojos es más que un club de discusión, “una
fuerza intermitente y superficial”. Necesita movilizar a la opinión pública
y proponer reglas, medios de acción. En efecto, piensa que solo la clase
obrera, internacionalmente organizada, puede poner término al proceso de
degradación que muestra la historia contemporánea. Que los militares, en
Marruecos, hagan odiar el nombre de Francia, que los radicales dedicados al
mundo de los negocios dejen que se realice el robo de inmensas tierras en
Túnez o mantengan en Vietnam monopolios aplastantes para los indígenas, que
las civilizaciones más hermosas de Asia o África sean ignoradas, o
despreciadas, por quienes deberían ser los portadores del universalismo del
siglo XVIII, son asuntos que desesperan a Jaurès, pero considera todos esos
problemas como internacionales.

“El capitalismo lleva dentro la guerra como la nube la tormenta”; la guerra
puede surgir de las simas coloniales, la política de bloques puede
desembocar en la masacre, la práctica del arbitraje puede fracasar. Nadie,
hasta finales de 1912 al menos, hasta el congreso de Basilea y sin duda
hasta 1914, vivió tan dramáticamente el acercamiento de la guerra y fue en
el movimiento obrero donde buscó el apoyo decisivo.

De congreso en congreso, ante el Buró Socialista Internacional en los
intervalos, intentó obtener de la Internacional el voto de mociones que
precisaran los medios a emplear para impedir la guerra. La oposición de la
socialdemocracia alemana hace fracasar en el congreso de Stuttgart (1907) y
luego en el congreso de Copenhague (1910) el llamamiento a la huelga general
obrera contra la guerra. Por otra parte, Jaurès sabía que se trataba de una
pedagogía a largo plazo más que de una práctica inmediatamente eficaz.
Jaurès murió en pleno fracaso: la democracia política, lejos de
desarrollarse en democracia social, se había alterado en Francia,
convirtiéndose la colonización en un asunto Dreyfus permanente, y con las
fuerzas de la paz derrotadas. Pero el socialismo vivió unificado algunos
breves años, las sectas se desectarizaron y se desarrolló la acción de
masas. Hoy nos seguimos reclamando de Jean Jaurès.

Son innumerables las preguntas que se plantean y que versan menos sobre los
hechos, sin embargo aún mal conocidos, que sobre la interpretación que se da
o sobre supuestas intenciones. Por ejemplo, ¿qué habría hecho Jaurès en
agosto de 2014? Su muerte en el momento de la decisión decisiva deja
finalmente planear el misterio sobre su orientación”.

En 1915, Trotsky, entonces corresponsal de la Kievskaia Mysl (El pensamiento
de Kiev), escribió el retrato de Jaurès que publicamos a continuación. Este
texto fue vuelto a publicar en 1917, lo que explica la fórmula inicial “han
pasado tres años”. Se ve en él el singular estilo de Trotsky, que hacía de
él un retratista biográfico de una rara calidad (Redacción de A l´encontre).

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Jean Jaurès

León Trotsky

http://www.marxists.org/espanol/

Han pasado tres años desde la muerte del más grande de los hombres de la
Tercera República. El torrente furioso de los acontecimientos que se
produjeron tras esta muerte no ha logrado oscurecer el recuerdo de Jaurès y
sólo ha conseguido desviar parcialmente la atención de él. En la vida
política francesa hay un gran vacío. Aún no han surgido los nuevos jefes del
proletariado que reclama el carácter del nuevo período revolucionario. Los
viejos no hacen más que recordar con énfasis que Jaurès ya no existe...

La guerra ha desplazado a un segundo plano no sólo a figuras individuales
sino a una época entera: la época en que se formó y maduró la actual
generación dirigente. Esta época, que ya pertenece al pasado, cautiva
nuestro espíritu por el perfeccionamiento de su civilización, el desarrollo
ininterrumpido de su técnica, de la ciencia, de las organizaciones obreras,
y al mismo tiempo parece mezquina por el conservadurismo de su vida
política, por los métodos reformistas de su lucha de clases.

A la guerra franco-alemana y a la Comuna de París sucedió un período de paz
armada y reacción política en el que Europa, excepción hecha de Rusia, no
conoció ni guerras ni revoluciones. Mientras que el capital se desarrollaba
poderosamente, desbordando el marco de los Estados nacionales, expandiéndose
a todos los países y dominando las colonias, la clase obrera construía sus
sindicatos y sus partidos socialistas. Sin embargo, durante este periodo
toda la lucha del proletariado estuvo impregnada del espíritu del
reformismo, de la adaptación al régimen de la industria y el estado
nacionales. Después de la experiencia de la Comuna de París, el proletariado
europeo no planteo ni una sola vez prácticamente, es decir de forma
revolucionaria, la cuestión de la conquista del poder político.

El carácter pacífico de la época marcó con su huella a toda una generación
de jefes proletarios imbuidos de una ilimitada desconfianza hacia la lucha
revolucionaria directa de las masas. Cuando estalló la guerra y el Estado
nacional entró en campaña con todas sus fuerzas, apenas tuvo que emplearse
para poner de rodillas a la mayor parte de los jefes "socialistas". De tal
manera que la época de la II Internacional acabó con la quiebra irremediable
de los partidos socialistas oficiales. Unos partidos que aún subsisten, es
verdad, pero como monumentos de una época pasada, sostenidos por la inercia
y la ignorancia y... el esfuerzo de los gobiernos. Pero el espíritu del
socialismo proletario los ha abandonado y están condenados a la ruina. Las
masas obreras que absorbieron durante decenios las ideas socialistas, hoy,
en medio de los terribles sufrimientos de la guerra, adquieren el temple
revolucionario. Entramos en un período de conmociones revolucionarias sin
precedentes. Las masas darán a luz nuevas organizaciones revolucionarias y
nuevos jefes tomarán su dirección.

Dos de los más grandes representantes de la II Internacional han abandonado
la escena antes de esta era de tormentas y caos: Bebel y Jaurès. Bebel murió
anciano, tras haber dicho lo que tenía que decir. Jaurès fue asesinado con
apenas 55 años, en su plenitud creadora. Pacifista y adversario irreductible
de la política de la diplomacia rusa, Jaurès luchó hasta el último minuto
contra la intervención de Francia en la guerra. En algunos círculos se
consideraba que la "guerra de revancha" no podía declararse más que sobre el
cadáver de Jaurès. Y en julio de 1914 Jaurès fue asesinado en la terraza de
un café por un oscuro reaccionario llamado Villain. ¿Quién armó a Villain?
¿Únicamente los imperialistas franceses? ¿Acaso buscando bien no
descubriríamos igualmente la mano de la diplomacia rusa en el atentado? Esta
es una cuestión que se ha planteado frecuentemente en los medios
socialistas. Cuando la revolución europea dé buena cuenta de la guerra, nos
desvelará también, entre otros, el misterio de la muerte de Jaurès [1].

Jaurès nació el 3 de septiembre de 1859 en Castres, en ese Languedoc que ha
dado a Francia hombres eminentes como Guizot, Auguste Comte, La Fayette, La
Pérouse, Rivarol y muchos otros. Rappoport, un biógrafo de Jaurès, dice que
la mezcla de múltiples razas ha marcado favorablemente el genio de una
región que ya en la Edad Media fue cuna de herejías y librepensamiento.

La familia de Jaurès pertenecía a la mediana burguesía y debía librar una
lucha diaria por la existencia. El mismo Jaurès necesitó la ayuda de un
protector para acabar sus estudios universitarios. En 1881, recién egresado
de la Escuela Normal Superior, fue nombrado profesor en el liceo femenino de
Albi y, en 1883, pasa a la Universidad de Toulouse donde enseñará hasta
1885, año en que es elegido diputado. Tenía solamente 26 años. A partir de
entonces se entregará en cuerpo y alma a la lucha política y su vida se
confundirá con la de la Tercera República.

Jaurès se inició en el Parlamento con problemas de instrucción pública. "La
Justice", entonces órgano del radical Clémenceau, calificó de "magnífico" el
primer discurso de Jaurès y deseó a la Cámara escuchar frecuentemente "una
palabra tan elocuente y llena de ideas". Más adelante, Jaurès tuvo que
dirigir esta elocuencia contra el mismo Cémenceau.

En esta primera etapa de su vida, Jaurès sólo conocía el socialismo de forma
teórica e imperfecta. Pero su actividad iba acercándolo cada vez más al
partido obrero. El vacío ideológico y la depravación de los partidos
burgueses le repugnaban irremediablemente.

En 1893 Jaurès adhiere definitivamente al movimiento socialista y
rápidamente conquista un lugar privilegiado entre el socialismo europeo. Al
mismo tiempo se convierte en la más importante figura de la vida política
francesa.

En 1894 asume la defensa de su muy poco recomendable amigo Gérault-Richard,
procesado por ultrajes al Presidente de la República en su artículo "¡Abajo
Casimir!". En su alegato, enteramente subordinado a un objetivo político y
dirigido contra Casimir Périer, se revela la terrible fuerza de un
sentimiento activo llamado odio. Con palabras de revancha fustiga al mismo
presidente y a sus predecesores los usureros, que traicionaban a la
burguesía, a una dinastía por otra, a la monarquía por la república, a todo
el mundo y a nadie en particular y no eran fieles más que a sí mismos.

"Señor Jaurès", le dijo el presidente del tribunal, "va usted demasiado
lejos... equipara la casa de Perier a un burdel".

Jaurès: "De ninguna manera, la considero inferior".

Gérault-Richard fue absuelto. Unos días más tarde, Casimir Périer presentaba
su dimisión. De repente Jaurès ganó mucha estima entre la opinión pública:
todos sintieron la tremenda fuerza de este tribuno.

En el affaire Dreyfuss, Jaurès se mostró en toda su plenitud. Al principio,
como les sucede a tantos en todo asunto social crítico, se mostró dubitativo
e inseguro, influenciable desde la derecha y la izquierda. Presionado por
Guesde y Villain, quienes consideraban que el asunto Dreyfuss era una
disputa de camarillas capitalistas ante la que el proletariado debía
permanecer indiferente, Jaurès dudaba en ocuparse del asunto. El valiente
ejemplo de Zola lo sacó de su indecisión, lo entusiasmó, lo arrastró. Una
vez en movimiento, Jaurès llegó hasta el fondo. El gustaba de decir de sí
mismo: "ago quod ago".

Para Jaurès, el asunto Dreyfuss resumía y dramatizaba la lucha contra el
clericalismo, la reacción, el nepotismo parlamentario, el odio racial, la
ceguera militarista, las sordas intrigas del Estado mayor, el servilismo de
los jueces y todas las bajezas de que es capaz el poderoso partido de la
reacción para conseguir sus fines.

La cólera desatada de Jaurès abrumó al anti-deyfrusiano Méline, que acababa
de recuperar protagonismo con una cartera en el "gran" ministerio Briand:
"¿Sabe usted, dijo, qué es lo que nos consume? Voy a decírselo bajo mi
propia responsabilidad: desde el inicio de este asunto todos morimos por las
medias disposiciones, por los silencios, por los equívocos, la mentira y la
cobardía. Sí: por los equívocos y la cobardía".

"Él no hablaba, dijo Reinach, tronaba con el rostro encendido, alzando las
manos hacía los ministros que protestaban mientras la derecha aullaba." Ese
era el verdadero Jaurès.

En 1889, Jaurès logró proclamar la unidad del partido socialista. Pero se
trataba de una unidad efímera. La participación de Millerand en el gobierno,
consecuencia lógica de la política de Bloque de las Izquierdas, la destruyó
y, en 1900-1901, el socialismo francés se escindió de nuevo en dos partidos.
Jaurès se puso a la cabeza de aquél que había abandonado Millerand. En el
fondo, por sus concepciones, Jaurès era un reformista. Pero poseía una
sorprendente capacidad de adaptación, especialmente ante las tendencias
revolucionarias de la época. Y en lo sucesivo lo demostraría en repetidas
ocasiones.

Jaurès había ingresado en el partido, en la madurez, con una filosofía
idealista enteramente formada... Pero eso no le impidió inclinar su poderoso
cuello (era de complexión atlética) bajo el yugo de la disciplina orgánica y
tuvo muchas ocasiones para demostrar que no sólo sabía mandar sino también
obedecer. A su regreso del Congreso Internacional de Amsterdam que había
condenado la política de disolución del partido obrero en el Bloque de
Izquierdas y la participación de los socialistas en el Gobierno, Jaurès
rompió abiertamente con la política del Bloque. El presidente del Consejo,
el anticlerical Combres, previno a Jaurès que la ruptura de la coalición le
obligaría a dimitir. Eso no detuvo a Jaurès. Combes presentó su renuncia. La
unidad del partido, donde se fundieron partidarios de Jaurès y Guesde,
estaba asegurada. Desde entonces la vida de Jaurès se identificó con la del
partido unificado, cuya dirección había asumido.

El asesinato de Jaurès no fue producto de la casualidad. Fue el último
eslabón de una confusa campaña de odio, mentiras y calumnias que mantenían
contra él todos sus enemigos. Los ataques y las calumnias contra Jaurès
ocuparían una biblioteca entera. "Le Temps" publicaba diariamente uno o dos
artículos contra el tribuno. Pero debían limitarse a atacar sus ideas y sus
métodos de acción: como personalidad era casi invulnerable, incluso en
Francia, donde las insinuaciones personales son una de las armas más
poderosas de la lucha política. Mientras se hacían insinuaciones sobre el
poder de corrupción del oro alemán... Jaurès murió pobre. El 2 de agosto de
1914, "Le Temps" se vio obligado a reconocer "la absoluta honestidad" de su
enemigo abatido.

En 1915 visité el ya célebre "Cafe du Croissant", situado a unos pasos de
"L´Humanité". Es un típico café parisino: suelo sucio cubierto de aserrín,
banquetas de cuero, sillas usadas, mesas de mármol, techo bajo, vinos y
platos especiales, en una palabra aquello que sólo se encuentra en París. Me
mostraron un pequeño canapé junto a la ventana: allí fue abatido de un tiro
el más genial de los hijos de la Francia actual.

Familia burguesa, universidad, diputación, matrimonio burgués, una hija cuya
madre hace tomar la comunión, redacción del periódico, dirección de un
partido parlamentario: con este marco externo que no tiene nada de heroico
se desarrolló una vida de una tensión extraordinaria, de una pasión
excepcional.

En repetidas ocasiones se ha dicho que Jaurès era el dictador del socialismo
francés, incluso a veces la derecha lo presentó como el dictador de la
República. No se puede negar que Jaurès jugó un papel incomparable en el
socialismo francés. Pero su "dictadura" no tenía nada de tiránica. Dominaba
fácilmente: de complexión poderosa, espíritu enérgico, temperamento genial,
trabajador infatigable, orador de maravilloso verbo, Jaurès ocupaba siempre
de forma natural el primer plano, a tan gran distancia de sus rivales que no
podía sentir necesidad alguna de conciliar sus posiciones por medio de
intrigas o maquinaciones, en las que Pierre Renaudel, actual "jefe" del
social-patriotismo, era maestro.

De temperamento tolerante, Jaurès sentía una repulsión física por todo
sectarismo. Tras algunas vacilaciones descubría el punto que le parecía
decisivo en cada momento. Entre este punto de partida práctico y sus
construcciones idealistas, él mismo utilizaba fácilmente las opiniones que
completaban o matizaban su punto de vista personal, conciliaba los matices
opuestos y fundía los argumentos contradictorios en una unidad que estaba
lejos de ser irreprochable. Por ello dominaba no sólo las asambleas
populares y parlamentarias, en las que su extraordinaria pasión dominaba al
auditorio, sino también los congresos del partido en los que disolvía los
conflictos entre tendencias en perspectivas vagas y fórmulas flexibles. En
el fondo era un ecléctico, pero un ecléctico genial.

"Nuestro deber es grande y claro: propagar siempre la idea, estimular y
organizar las energías, esperar, luchar con perseverancia hasta la victoria
final..." Jaurès se entrega por entero en esta lucha dinámica. Su energía
creadora se agita en todas direcciones, exalta y organiza las energías, las
empuja al combate.

Como bien dijo Rappoport, Jaurès emanaba bondad y magnanimidad. Pero al
mismo tiempo poseía en sumo grado el talento de la cólera concentrada. No de
la cólera que ciega, nubla el entendimiento y provoca convulsiones
políticas, sino la cólera que templa la voluntad y le inspira las
caracterizaciones más adecuadas, los epítetos más expresivos que dan
directamente en el blanco. Más arriba se ha visto cómo caracterizó a los
Périer. Sería necesario releer todos sus discursos y artículos contra los
tenebrosos héroes del "affaire" Dreyfus. He aquí lo que decía de uno de
ellos, el menos responsable: "Tras haberse entretenido en vacías
construcciones sobre la historia de la literatura, en sistematizaciones
frágiles e inconsistentes, el señor Brunetiere encontró por fin refugio
entre los gruesos muros de la Iglesia; intentó entonces disimular su
bancarrota personal proclamando la quiebra de la ciencia y la libertad. Tras
haber intentado en vano sacar de su interior algo que se asemejara a un
pensamiento, glorifica ahora la autoridad con una especie de admirable
humillación. Y perdiendo, a los ojos de las nuevas generaciones, todo el
crédito del que abusó en cierto momento, por su aptitud para las
generalizaciones vacías, quiere destruir el pensamiento libre que se le
escapa." ¡Desgraciado aquél sobre el que se abatía su pesada mano!

Cuando en 1885 Jaurès entró en el parlamento se sentó en los bancos de la
izquierda moderada. Pero su tránsito al socialismo no fue ni un cataclismo
ni una pirueta. Su primitiva "moderación" ocultaba inmensas reservas de un
humanismo social activo que más adelante se transformaría de forma natural
en socialismo. Por otra parte, su socialismo no tuvo jamás un neto carácter
de clase y nunca rompió con los principios humanitarios y las concepciones
del derecho natural tan profundamente impresos en el pensamiento político
francés de la época de la gran revolución.

En 1889 Jaurès pregunta a los diputados: "¿Se ha agotado, pues, el genio de
la Revolución francesa? ¿Es posible que ustedes no puedan encontrar en las
ideas de la Revolución la respuesta a todas las cuestiones actuales, a todos
los problemas que tenemos ante nosotros? ¿Acaso la Revolución no ha
conservado su virtud inmortal, no puede ofrecer una respuesta a todas las
dificultades siempre renovadas que flanquean nuestro camino?" El idealismo
del demócrata, evidentemente, aún no se ha visto afectado por la crítica
materialista. Más adelante Jaurès asimilará buena parte del marxismo, pero
el fondo democrático de su pensamiento le acompañará hasta el fin.

Jaurès se estrenó en la arena política en el período más oscuro de la
Tercera República, cuando ésta contaba apenas quince años y, sin una sólida
tradición social, tenía en su contra poderosos enemigos. Luchar por la
República, por su conservación, por su "depuración", fue la principal idea
de Jaurès, la que inspiró toda su acción. Intentaba dotar a la República de
una base social más amplia, acercarla al pueblo organizándolo en ella y
hacer del Estado republicano el instrumento de la economía socialista. Para
el demócrata Jaurès, el socialismo era el único medio para consolidar y
consumar la República. El no concebía la contradicción entre la política
burguesa y el socialismo, una contradicción que refleja la ruptura histórica
entre el proletariado y la burguesía democrática. En su incansable
aspiración a la síntesis idealista, Jaurès era, en su primera época, un
demócrata dispuesto a aceptar el socialismo; en su última época se convirtió
en un socialista que se sentía responsable de toda la democracia.

No fue una casualidad que Jaurès denominara "L’Humanité" al periódico que
fundó. Para él el socialismo no era la expresión teórica de la lucha de
clases del proletariado. Por el contrario, en su opinión el proletariado era
una fuerza histórica al servicio del derecho, de la libertad y de la
humanidad. Por encima del proletariado le reservaba un lugar prominente a la
idea de "la humanidad" en sí. Pero al contrario que para la mayoría de los
oradores franceses, que no ven en ello más que una frase hueca, Jaurès
demostraba respecto a ella un idealismo sincero y activo.

En política Jaurès unía una gran capacidad de abstracción idealista a una
viva intuición de la realidad. Ello se puede constatar en toda su actividad.
En él la idea material de la Justicia y el Bien va acompañada de una
apreciación empírica incluso de las realidades secundarias. A pesar de su
optimismo moral, Jaurès comprendía perfectamente a los hombres y las
circunstancias y sabía utilizar muy bien a unos y otras. Era muy sensato.
Muchas veces se dijo de él que era un campesino astuto. Pero por el sólo
hecho de la envergadura de Jaurès, su sensatez no tenía nada de vulgar. Y lo
que es más importante aún, estaba al servicio de "la idea".

Jaurès era un ideólogo, un heredero de la idea tal y como la definiera
Alfred Fouillé cuando se refirió a las ideas-fuerzas de la historia.
Napoleón sólo sentía desprecio por los "ideólogos" (el término es suyo), y
sin embargo él fue precisamente el ideólogo del nuevo militarismo. El
ideólogo no se limita a adaptarse a la realidad, deduce de ella "la idea" y
la lleva hasta sus últimas consecuencias. Cuando el momento es favorable
conoce los triunfos que jamás podría obtener el pragmático vulgar. Pero
cuando las condiciones objetivas se ponen en su contra conoce también
fracasos estrepitosos.

El "doctrinario" se aferra a una teoría a la que ha desprovisto de todo
espíritu. El "oportunista-pragmático" asimila los tópicos del oficio
político, pero cuando sobreviene un transtorno inesperado se encuentra en la
posición de un peón desplazado por la adaptación de una máquina. El
"ideólogo" de envergadura no se encuentra impotente más que en el momento en
que la historia lo desarma ideológicamente, e incluso entonces a veces es
capaz de rearmarse rápidamente, asimilar la idea de la nueva época y
continuar jugando un papel de primera fila.

Jaurès era un ideólogo. Deducía de la situación política la idea que
implicaba y, en su servicio, no se detenía jamás a mitad de camino. Así,
cuando se produjo el "affaire Dreyfuss" llevó hasta sus últimas
consecuencias la idea de la colaboración con la burguesía de izquierda y
apoyó vehementemente a Millerand, político empirista y vulgar que no tenía
nada, y jamás lo tuvo, del ideólogo, de su coraje y su grandeza de espíritu.
Jaurés se metió en un callejón sin salida y lo hizo con la ceguera
voluntaria y desinteresada del ideólogo que está dispuesto a cerrar los ojos
ante los hechos para no renunciar a la idea-fuerza.

Jaurés combatía el peligro de la guerra europea con una pasión ideológica
sincera. A veces aplicó en esta lucha, como lo hizo en todos las que
participó, métodos que estaban en profunda contradicción con el carácter de
clase de su partido y que muchos de sus camaradas consideraban cuanto menos
arriesgados. Tenía mucha confianza en sí mismo, en su empuje, en su ingenio,
en su capacidad de improvisación. En los pasillos del Parlamento,
sobrevalorando su influencia, apostrofaba a los ministros y diplomáticos
abrumándolos con sólidas argumentaciones. Pero las conversaciones y
conspiraciones de pasillo no casaban con la naturaleza de Jaurès y no las
utilizaba por sistema pues él era un ideólogo político y no un doctrinario
oportunista. Para servir a la idea que le arrebataba, estaba dispuesto a
poner en práctica los medios más oportunistas y los más revolucionarios, y
si la idea se correspondía con el carácter de la época era capaz como ningún
otro de lograr espléndidos resultados. Pero también era el primero en las
catástrofes. Como Napoleón, también tuvo en su política sus Austerlitz y sus
Waterloo.

La guerra mundial hubiera enfrentado a Jaurès con las cuestiones que
dividieron al socialismo europeo en dos campos enemigos. ¿Qué posición
habría adoptado? Indudablemente, la posición patriótica. Pero jamás se
hubiera resignado a la humillación que sufrió el partido socialista francés
bajo la dirección de Guesde, Renaudel, Sembat y Thomas... Y tenemos perfecto
derecho a creer que en el momento de la futura revolución el gran tribuno
habría encontrado su sitio y desplegado sus fuerzas hasta el final.

Pero un trozo de plomo negó a Jaurès la más grande de las pruebas políticas.

Jaurès era la encarnación del empuje personal. En él lo moral se
correspondía con lo físico: en sí mismas, la elegancia y la gracia le eran
ajenas. En cambio sus discursos y actos estaban adornados por ese tipo de
belleza superior que distingue a las manifestaciones de la fuerza creadora
segura de sí misma. Si se consideran la limpieza y la búsqueda de la forma
como uno de los rasgos típicos del espíritu francés, Jaurès puede no parecer
francés. Pero en realidad él era francés en grado sumo. Paralelamente a los
Voltaire, a los Boileau, los Anatole France en literatura, a los héroes de
la Gironda o a los Viviani y Deschanel actuales en política, Francia ha
producido a los Rabelais, Balzac, Zola, los Mirabeau, los Danton y los
Jaurès. Es esta una raza de hombres de potente musculatura física y moral,
de una intrepidez sin igual, de una pasión superior, de una voluntad
concentrada. Es este un tipo atlético. Bastaba oír tronar a Jaurès y
contemplar su rostro iluminado por un resplandor interior, su nariz
imperiosa, su cuello de toro inaccesible al yugo para decirse: he ahí un
hombre.

La principal baza del Jaurès orador era la misma que la del Jaurès político:
una pasión vibrante exteriorizada, la voluntad de acción. Para Jaurès el
arte oratorio carecía de valor intrínseco, él no era un orador, era más que
un orador: el arte de la palabra no era para él un fin sino un medio. Por
ello, el orador más grande de su tiempo -y puede de todos los tiempos-
estaba "por encima" del arte oratorio, siempre superior a su discurso como
el artesano lo es a su herramienta.

Zola era un artista -había comenzado por la imposibilidad moral del
naturalismo- y de repente se reveló por el trueno de su carta "J’accuse". Su
naturaleza ocultaba una potente fuerza moral que se manifestó en su
gigantesca obra, pero que era en realidad más grande que el arte: una fuerza
humana que destruía y construía. Igual sucedía con Jaurès. Su arte oratorio,
su política, a pesar de las inevitables convenciones, revelaban una
personalidad regia con una verdadera musculatura moral y una voluntad
entregada íntegramente a la victoria. Él no subía a la tribuna para
presentar las visiones que lo obsesionaban o por dar perfecta expresión a
una serie de razonamientos encadenados, sino para unir a las voluntades
dispersas en la unidad de un objetivo: su discurso influenciaba
simultáneamente la inteligencia, el sentimiento estético y la voluntad, pero
toda la fuerza de su genio oratorio, político, humano está subordinada a su
principal fuerza: la voluntad de acción.

He oído a Jaurès en las asambleas populares de París, en los Congresos
internacionales, en las comisiones de los Congresos. Y siempre me parecía
oírlo por primera vez. En él no había sitio para la rutina: buscándose,
encontrándose a sí mismo, siempre e incansablemente movilizando los
múltiples recursos de su espíritu, se renovaba incesantemente y no se
repetía nunca. Su empuje natural iba acompañado de una resplandeciente
suavidad que era como un reflejo de la más alta cultura moral. Podía
derribar montañas, tronar o estremecer, pero no se venía abajo jamás,
siempre estaba vigilante, se aprovechaba admirablemente del eco que
provocaba en la asamblea, preparaba las objeciones, a veces barría como un
huracán cualquier resistencia que se interponía en su camino, otras hacía a
un lado los obstáculos con magnanimidad y dulzura, como un maestro o un
hermano mayor. Este gigantesco martillo-pilón podía reducir al polvo un
bloque enorme o hundir con precisión un corcho en una botella sin romperla.

Paul Lafargue, marxista y adversario de Jaurès, decía que era un diablo
hecho hombre. Su diabólica fuerza, o diríamos mejor "divina", se imponía a
todos, amigos o enemigos. Y frecuentemente, fascinados y admirados como ante
un fenómeno de la naturaleza, sus adversarios escuchaban expectantes el
torrente de su discurso, que fluía irresistible despertando las energías,
arrastrando y subyugando las voluntades.

Hace tres años que este genio, raro regalo de la naturaleza a la humanidad,
murió tras haberse mostrado en toda su plenitud. ¿Acaso la estética de su
fisonomía exigía tal fin? Los grandes hombres saben desaparecer a tiempo.
Cuando sintió la muerte, Tolstoi tomó un bastón y huyó de la sociedad que
despreciaba para morir como peregrino en una oscura aldea. Lafargue, un
epicúreo con algo de estoico, vivió en una atmósfera de paz y meditación
hasta los 70 años, decidió que ya era suficiente y se envenenó. Jaurès,
atleta de la idea, cayó en la arena combatiendo el más terrible azote de la
humanidad: la guerra. Y pasará a la historia como el precursor, el prototipo
del hombre superior que nacerá de los sufrimientos y las caídas, de las
esperanzas y la lucha.

Notas

1/ Trotsky pensaba que Villain había sido el instrumento de los "servicios",
probablemente zaristas. Nada ha sido probado definitivamente en un sentido o
en otro. Villain caerá abatido por milicianos obreros en las Baleares, donde
vivía cuando estalló la guerra de España.

Escrito:1915 [Reedición rusa de 1917]

Primera Edición: Kievskaïa Mysl, 1915

Digitalización: Germinal

Fuente: Archivo francés del MIA

Esta Edición: Marxists Internet Archive, 2001

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