Uruguay/ juzgado de menores: "todos los partidos políticos decidieron que lo mejor para vos era meterte preso" [Sebastian Cabrera]

Ernesto Herrera germain5 en chasque.net
Dom Mayo 4 14:28:05 UYT 2014


  _____

Correspondencia de Prensa

boletín informativo – 4 de mayo 2014

 <mailto:germain5 en chasque.net> germain5 en chasque.net

A l’encontre – La Breche

 <http://www.alencontre.org/> www.alencontre.org



  _____



Uruguay



Un día en tercer piso del juzgado de la calle Bartolomé Mitre



Encarando a la justicia



Diez horas en el juzgado de menores, entre madres que lloran, funcionarios
que bromean para hacer más llevaderas las historias duras y chiquilines que
robaron y juran que no lo harán más. Pero a veces es demasiado tarde.



"Todos los partidos políticos decidieron hace un año que lo mejor para vos y
todos los mayores de 15 años era meterte un año preso, y es lo que vamos a
hacer".





Sebastián Cabrera

Que Pasa, Montevideo, 3-5-2014

http://www.elpais.com.uy/





El ascensor tiembla. Tiene las puertas descascaradas y se eleva lento,
lentísimo, hacia el tercer piso. "Sube periodista de El País", había avisado
unos segundos antes por radio el policía de la puerta. Son las ocho de la
mañana y está por comenzar una nueva jornada de trabajo en el juzgado de
menores, que funciona en el edificio de la calle Bartolomé Mitre frente al
Teatro Solís, ahí mismo donde en alguna época estaban La Mañana y El Diario.



Esta semana está de turno la jueza Aída Vera Barreto. De 56 años de edad y
un llamativo pelo rojizo, es jueza desde hace más de dos décadas y desde
2010 está en el juzgado de menores. Vera sonríe mientras prepara los partes,
como le dicen a los documentos elaborados por la Policía con los casos del
día. A su lado está Cristina Laran, la receptora, quien escribirá en la
computadora cada cosa que declaren los interrogados. Es un trabajo difícil y
que se torna pesado a medida que avanzan las horas. Laran lo compensa con
bromas: es algo así como la encargada de hacer chanzas. Luego explicará que
esa es una forma "sobrellevar" las historias duras que escucha a diario.



A este tercer piso del juzgado le dicen "abajo del cielo". Así le puso Allen
Denby, uno de los cuatro jueces de menores, porque en el piso de arriba
están los juzgados de mayores. Denby cuenta que le suele decir a los
muchachos que arañan los 18: "Mirá que ahora vas para el cielo, ¿eh? Y ahí
las penas son distintas que acá".



La sala donde en las próximas 10 horas habrá cinco audiencias no es muy
grande: tiene cuatro escritorios, sillas de cuerina negra y un piso que
brilla, de baldosas de monolítico, esas que están en los viejos baños o
cocinas. La limpieza del piso contrasta con las paredes y techos que lucen
algunas humedades. Además de la jueza y la receptora, en la sala también
está la fiscal y el defensor, que en la primer audiencia del día es un
abogado privado. Lo habitual, sin embargo, es que actúen defensores
públicos, de oficio.



Los primeros minutos transcurren entre charlas triviales, como las de
cualquier trabajo. Una funcionaria comentaba que le cayó mal la cena de la
noche anterior cuando entra a la sala Diego, un padre que está para declarar
por su hijo Marcos (todos los nombres que aparecen en este artículo, al
igual que algunos datos muy particulares, fueron cambiados u omitidos para
no revelar las identidades), quien está encerrado acá al lado en el
carcelaje, donde los acusados esperan durante las audiencias. A veces los
muchachos se ponen nerviosos y gritan, golpean cosas. Pero ahora la cosa
está tranquila.



Marcos se salvó por unas horas. El día que lo detuvieron cumplía 18 años. Es
ese límite del cual se hablará mucho en los próximos meses: en la elección
de octubre hay un plebiscito donde estará en juego la baja en la edad de
imputabilidad. Si es aprobada la reforma constitucional, los adolescentes de
16 años y más serán penalmente responsables y castigados de acuerdo al
Código Penal (en lugar del Código de la Niñez y la Adolescencia, que tiene
sanciones más leves) por los delitos de homicidio, homicidio especialmente
agravado, lesiones graves, lesiones gravísimas, rapiña, copamiento,
extorsión, secuestro y violación.



Pero Marcos tuvo suerte. Porque el fiscal del juzgado de mayores se fijó en
su partida de nacimiento, que decía que nació a las nueve de la noche. Y los
hechos en los que estuvo involucrado (se lo investiga por complicidad o
encubrimiento de unos mayores que robaron un auto) fueron a eso de las 10 de
la mañana de ese día. Así que el caso fue remitido al juzgado de menores.
Igual Diego, el padre, todavía no cae: él vive en Barcelona, España, y había
regresado unas semanas al país para llevarse a su hijo, dado que la relación
con la madre está complicada y el muchacho es un poco rebelde. Marcos no
trabaja y estudia informática en un club del oeste de Montevideo. "Allá
puedo darle una mejor educación, para que sea un hombre de provecho", le
dice a la jueza.



Resulta que el día que cumplía la mayoría de edad, Marcos se levantó a eso
de las 10 de la mañana. Su padre le dio un beso y lo mandó a comprar asado,
chorizos y achuras para festejar. Dice Diego que Marcos primero fue al Macro
con un amigo pero que "no encontró butifarra" y entonces un rato antes del
mediodía salió rumbo al almacén que a está a la vuelta de la casa. Pero
nunca volvió.



Unos amigos de Marcos le avisaron que la Policía se lo había llevado.
Después se enteraría que un vecino lo había identificado: dijo que su hijo
(ese de "la campera celeste casi fluo") se llevó en moto a Richard, quien
esa mañana había robado un Peugeot 307 negro. Según el relato del vecino,
Marcos estuvo un rato charlando con los que robaron el auto, bromearon al
lado del Peugeot, hasta que se acercó un móvil policial, y entonces Marcos
se llevó a uno de los dos en su moto. El vecino también dijo a la Policía
que Marcos tenía un arma y que a veces anda "a los balazos" en el barrio,
por líos entre banditas.



Pero toda la teoría se desmorona cuando Rodríguez, el vecino, entra a la
sala a dar su testimonio. Dice que ahora no está seguro si de verdad Marcos
levantó con la moto al conductor del Peugeot robado. Que el otro día le
pareció que había sido así, pero ahora no lo puede asegurar. La jueza y la
fiscal se miran con cara de yo no entiendo nada. Se cayó la única prueba que
había, así que un rato después archivan el caso. Afuera, en el pasillo, el
padre de Marcos y sus amigos, que habían ido a declarar, festejan. La fiscal
(cuyo nombre, al igual que el de la defensora de oficio, no figura en este
artículo a pedido de la jueza) comenta entonces que la gente piensa que en
el juzgado los delincuentes entran por una puerta y salen por otra. Pero
debe haber pruebas contundentes para procesar, explica.



Robar y vender



Segunda audiencia. La escena se desplaza a un asentamiento en el límite
entre Montevideo y Canelones. Allí hay una casita de techo de chapa que, con
sus ahorros, levantó Dylan, un adolescente de 17 años. Una noche de Semana
de Turismo forzaron la cerradura y le robaron un equipo de música con los
parlantes, sábanas, un acolchado, un celular, 25 CD y una bandera de
Nacional.



Casi todas las cosas fueron vendidas esa madrugada. El padre de Dylan hizo
una investigación y llegó a la conclusión que Jimmy y Winston -dos muchachos
del barrio, uno menor y otro mayor- habían sido los autores. Jimmy, el
menor, le había ofrecido el equipo de audio a su madre, incluso esa noche se
lo vio por las calles del cantegril con el equipo en los hombros. Winston
vendió los 25 discos a 35 pesos a un amigo de Dylan.



—Nadie vende cosas a esa hora, de madrugada —le dice la jueza a Dylan.



—Allá en el barrio sí —dice él.



Un rato después sale Dylan y entra Jimmy. Es bajito, tiene 17 años, viste
equipo deportivo y championes. Su mirada está como perdida. La defensora, o
sea su abogada, se presenta y le dice que tiene derecho a guardar silencio
si quiere. Le dice, también, que han llamado a su madre pero que todavía no
vino. "Que raro", dice él, irónico.



—¿Consume pasta base? —le pregunta la jueza. Esa pregunta se la hacen a cada
uno de los menores acusados de haber cometido una infracción.



—Sí —responde.



—¿Cómo la paga?



—Hago changas, reciclo cobre.



La receptora escribe lo que responde el muchacho mientras come bizcochos que
saca de una bolsita (la jornada será larga y no paran ni para almorzar).
Jimmy se toca la cara como nervioso, se frota las manos, mueve los pies.
Responde con pocas palabras. Dice que él no robó nada, que estaba en la
esquina como todas las noches, que fue "el otro" el que entró a la casita a
robar. Se refiere a Winston. Sí admite que "ofertó" el equipo de audio a 400
pesos, pero él no lo robó: se lo acercó otra persona, de la cual no sabe el
nombre y no es del barrio.



Más tarde entra Winston o "el mayor". Tiene 31 años y dice que es adicto a
la pasta base. "Pero no fumo todos los días gracias a Dios", aclara. Solo
confirma lo de la venta de los CD ("los regalé a 35 pesos, la verdad") y
dice que Jimmy se los dio. "Yo tengo antecedentes, por una pavada de estas
no me voy a arriesgar", se ríe, sobrador. Dice, además, que Jimmy al final
vendió el equipo a uno que tiene una boca de paste base. La defensora le
aclara a la jueza que no piensa habilitar un careo entre un menor y un mayor
de edad, que encima tiene antecedentes. "Yo pensé que era corajuda", torea
la jueza, en broma. A todo esto, avisan que llegó la madre de Jimmy. Pero el
tema está terminado, acá tampoco hay elementos probatorios suficientes para
procesar a Jimmy. Segundo caso del día, segundo archivo.



Hay unos minutos de descanso y la receptora cuenta que, aún siendo menores,
la mayoría dice que tiene hijo y mujer, incluso muchachos de 15 o 16 años.
Pero suspende de golpe su cuento porque entra una mujer llorando a mares. Le
dicen que por favor se tranquilice, que pase al baño. Por la otra puerta
entra Wilmar, su hijo. Está acusado por una rapiña a una joyería. La madre
llora y llora. "Tranquila mamá", le dice él. Le toman los datos (tiene 16
años, va al liceo, es la primera vez que pisa un juzgado, no consume pasta
base, sí marihuana) y lo vuelven a sacar. El suyo será el último caso de la
jornada.

En la moto.



El tercer acusado del día viene con un abogado privado, el ex juez Federico
Alvarez Petraglia. Defiende a Martín, quien responderá por dos robos a
señoras en la calle. El modus operandi de los dos hurtos fue el mismo: se
mueve en moto con un amigo que conduce, buscan una víctima, él se baja, le
saca algo a la persona a prepo y escapan.



Las dos señoras que fueron robadas están en el juzgado para dar su
testimonio. La primera dice que el muchacho le arrancó una cadena de oro que
tenía dos medallas: una de Jesucristo, la otra una "medalla milagrosa". Dice
que sale unos 400 dólares y que además está el valor afectivo. Después del
robo tuvo que ir al SEMM porque "un pedazo de cadena se le incrustó en el
cuello", en el forcejeo.



A la señora le extrañó que el ladrón fuera "un chico riquito, de cutis
lindo, ojos grises, pelo cortito". Un rato después, se viene el
reconocimiento. Van todos a un cuarto oscuro con un vidrio en el medio, de
esos que se ven en las películas. Del otro lado hay cuatro muchachos. Antes
que entre la señora, la jueza grita que se pongan de frente y les hace decir
sus nombres. Después, otra vez de espaldas. Entra la mujer. Le explican que
ella los puede ver, pero ellos no. Lo reconoce enseguida y se pone mal, se
marea. Pide para salir rápido. Se sienta en una silla y dice que se va a
poner un Rivotril debajo de la lengua. Pero enseguida se recupera.



En el otro robo el tironeo fue en la mitad de una calle cerca de Avenida
Italia y Comercio. Martín se llevó una cartera con un celular, las llaves,
2.000 pesos, y jugadas del cinco de oro y de la quiniela. Pero justo pasaba
por el lugar un coche con policías de civil, quienes vieron el hecho y
persiguieron a la moto. Unas 10 cuadras más adelante la alcanzaron.



Alvarez Petraglia dice que la madre de Martín es una madre presente y se
preocupa por su hijo, al punto que lo lleva cada día al liceo nocturno en
auto y a la vuelta lo trae la madre de otro compañero. De tarde Martín se
queda en casa con su hermano menor. O eso es lo que pensaba su madre.



Entran a la sala Martín y su madre, que seguirá la audiencia desde el fondo.
A diferencia de la otra mujer, ella tiene un llanto silencioso. Pero las
lágrimas caen igual y es duro ver a una madre llorar por un hijo. Martín
dice que la cadena de oro de la primera señora la vendió a 2.000 pesos en
Piedras Blancas. Precisaba plata para comprar ropa y se mandó "esta
gileada". La jueza le pregunta si su madre no lo mantiene, y él dice que sí,
que en realidad no tiene necesidades: "Lo hice de estúpido, mi madre me
puede dar todo".



—¿Se arrepiente? —pregunta la jueza.



—Sí, quiero terminar tercero de liceo.



—Pero usted tiene dos ilícitos. ¿Se arrepintió ahora?



—Desde que estoy acá. No pensé. Ta, me mandé esta cagada.



La fiscal, la jueza y el defensor intercambian comentarios que dan la idea
de que no quieren internarlo en la Colonia Berro. No habrá prisión. Le
preguntan a la madre si puede poner a alguien para cuidarlo durante el día,
cuando ella trabaja. "Sí, sí, voy a tener que poner a alguien para que lo
vigile", dice, con un hilito de voz. Dice, también, que ella lo deja
"fumarse el porro ese que fuman ellos" adentro de la casa, para que no esté
por ahí en la calle.



La jueza le dice que va a tener que poner "mano dura" en la casa. Y le
pregunta a Martín si está dispuesto a cumplir si se decide arresto
domiciliario; él dice que sí, pero pide para seguir yendo al liceo. Así las
cosas, teniendo en cuenta la confesión del hecho, que es primario y que no
hubo violencia con armas (por lo que no fue una rapiña), Vera lo procesa
pero no hay prisión. Madre e hijo salen de sala. Laran, la receptora,
termina de escribir en la computadora, se para y dice que acá "el problema
son las marquitas, el problema son las marquitas". Quiere decir que hay
menores como Martín que no consumen para comprar droga, como piensa mucha
gente, si no para tener ropa de marca.

Yo fui.



A eso de las tres de la tarde empieza la cuarta audiencia del día y el caso
es difícil: un menor fue a la comisaría y se declaró culpable de una rapiña
a una panadería en la zona norte de Montevideo, pero todos sospechan que
encubre a un mayor. El robo había sido un sábado de tardecita a fines de
marzo. Dos muchachos bastante grandotes llegaron en moto y cada uno traía un
arma calibre 22. Entraron con los cascos puestos. Había poca gente en el
comercio y tampoco demasiado dinero (no más de 5.000 pesos).



El dueño de la panadería relata los detalles y después va a la salita donde
se hace el reconocimiento, pero no identifica a ninguno de los tres menores
que le muestran. Uno de ellos es José, tiene 17 años, estudia en la UTU y
dice que no se droga. Es el que se autoculpó.



José entra a la audiencia y la defensora le dice que dé su versión de los
hechos, pero le aclara: "no digas cosas que no hiciste". De hablar manso y
pequeño de estatura, José dice que es culpable. La madre, sentada al fondo,
se irrita y dice que todo es mentira. La jueza le grita que se calle o "se
va para afuera". Él cuenta que llevó a un amigo hasta la panadería y lo
esperó a la vuelta. Recibió 4.000 pesos por el trabajo. El que les prestó la
moto recibió otros 4.000 y 6.000 el que entró a la panadería. Con esa plata
fue al shopping, miró una película en el cine, comió en McDonald`s y en "El
Mundo de la Pizza".



La madre de José no aguanta más. Se para enfurecida y, entre llantos, grita
que se retira porque "está encubriendo al de arriba". Da un portazo y sale
de la sala. La defensora de oficio mira a José y vuelve a la carga: "Mirá
que la rapiña son 12 meses en el INAU, ¿eh?". Él no responde. "Es un hecho
grave el que te estás haciendo cargo". Al rato vuelve a entrar la mamá de
José y dice que el autor del robo tiene 35 años. Le dijo a su hijo: "hacete
cargo de todo, sos menor, a mi me dan 10 años".



La mujer grita que su hijo no precisa 4.000 pesos. Tiene los ojos
enrojecidos y lleva un crucifijo en el pecho. Dice que le da todo a él.



-¿Es cierto lo que se dijo acá? -pregunta la jueza a José, con tono de
maestra. Él sigue callado. La madre llora, grita. Dice cosas que no se
entienden, pero en el medio sí se entiende que el hijo está amenazado. La
jueza le pide que se calle.



José mira al piso, sigue sin dice nada



—¿Es cierto lo que dijo usted?



—Sí.



—Usted está jugando su pellejo acá.



Pero José no responde más. Mira al piso. La defensora quiere dar por
terminado el asunto, dejando entrever que efectivamente el muchacho está
amenazado: "Él no va hablar más, está claro". José quedará libre y se irá
con su madre. Ni la jueza ni la fiscal creen su versión.



"Solo nos queda una audiencia", dice la jueza, aliviada. La receptora la
felicita por ver el vaso medio lleno.



Un dilema



El día termina con la historia de una rapiña a una joyería. El menor acusado
por el robo es Wilmar, al que le tomaron los datos al mediodía mientras su
madre lloraba. Va a tercero de liceo pero un día faltaron profesores y
acompañó a 8 de Octubre a un compañero que había conocido hace un mes. Este
nuevo amigo lo convenció de entrar a robar. Entró, dice, para no dejarlo
solo.



La joyería ya había sido robada tres veces en un mes. Apuntaron a la dueña
con un arma y empezaron a juntar joyas y relojes, le sacaron una tablet
(Wilmar dirá que era "una cosa cuadrada y negra") y dinero. En ese momento
volvía al comercio una empleada, vio que pasaba algo raro y corrió a la
comisaría. A media cuadra se cruzó con un policía y le avisó. Wilmar y su
amigo vieron que había movimiento afuera y huyeron. En el apuro dejaron una
bolsa con cosas que se iban a llevar.



En medio de la escapada se separaron. Wilmar tuvo mala suerte porque lo
corrió un policía atlético y ágil; unas cuadras más adelante le dio captura.
A su amigo lo corrió un policía más gordo. Se escapó con las cosas robadas,
que sumarían unos 3.000 pesos.



La dueña de la joyería y el policía que corrió a Wilmar hacen todo el cuento
a la jueza. Y luego van al reconocimiento: identifican rápido a Wilmar, que
está atrás del vidrio con otros tres muchachos. Uno se tambalea y tiene la
cara como desencajada (la defensora dice que debe estar bajo la influencia
de "canicas", una mezcla de psicofármacos con alcohol). Otro es muy chico,
tiene 13 años y se pone las manos en los bolsillos, como desafiante. Wilmar
entra a la sala de la audiencia y por la otra puerta entra la madre, que
sigue llorando en forma ruidosa. Lleva un pañuelo en la mano, bien apretado.
Él admite todo y cuenta que le dijo a la señora de la joyería "que se
quedara quietita".



La jueza le pregunta: "¿No te enteraste que por rapiña ahora se encierra un
año?". La madre llora, llora cada vez más, se agarra la cabeza. "Ya no se
puede ser tan flexible", sigue Vera Barreto.



—¿Pero no me podrá mandar a mi casa? —dice el muchacho, también con los ojos
llorosos-. Quiero seguir estudiando.



—La ley me marca. Un año al INAU.



La mamá ahora se para, grita. Entra un policía y la saca a prepo. Ella le
grita a Wilmar que su hermano llora por él desde hace dos días. En el
pasillo alguien le dice que debería haber cuidado mejor a su hijo, ella se
enfurece, grita que no la toquen, que no le digan cómo debería haber cuidado
a Wilmar, que quiénes se creen, que la dejen darle un beso al muchacho. "¡A
mí no me toquen! ¡A mi no me toquen!", reclama. Se cierra la puerta, pero se
siguen escuchando gritos y empujones.



Adentro de la sala, la audiencia termina con un año de prisión en la Berro.
Él llora, jura que no lo va a hacer más. La fiscal lo mira y le dice que hay
una ley nueva que dispone un año de internación para infracciones como la
rapiña. Y le explica: "Todos los partidos políticos decidieron hace un año
que lo mejor para vos y todos los mayores de 15 años era meterte un año
preso, y es lo que vamos a hacer".



La jueza dispone la internación en el INAU y autoriza al joven que siga
yendo al liceo para finalizar el curso, pero no aclara a qué liceo ni quién
lo debe llevar (la defensa había pedido que fuera al mismo liceo que iba
antes y que lo llevara un familiar, porque si lo lleva un funcionario del
INAU lo hacen entrar esposado a clase).



Los gritos de la madre se siguen escuchando afuera y retumban en los
pasillos. Todos juntan sus cosas y la fiscal dice que este es uno de esos
días "en los que quedás mal, quedás mal".



¿Qué se debe hacer con muchachos como Wilmar? Está claro que cometió un
delito grave, pero al mismo tiempo se trata de un adolescente que va al
liceo todos los días, no se dedica generalmente a robar y parece que actuó a
impulso de su compañero. Ahora estará encerrado un año en la Colonia Berro
(si hoy estuviera vigente la baja en la edad de imputabilidad que se
plebiscitará en octubre, Wilmar iría preso cinco años). Allí compartirá los
días y noches con otros adolescentes que cometieron infracciones y que
seguramente le enseñarán cosas que no sabía. Cuesta creer que salga
rehabilitado del encierro. ¿Hubiera sido mejor dejarlo libre y que cumpliera
arresto domiciliario? Algunos pueden pensar que sí. Pero también hubiera
sido un poco injusto.



Es que es difícil impartir justicia, mucho más con adolescentes.

  _____





---
Este mensaje no contiene virus ni malware porque la protección de avast! Antivirus está activa.
http://www.avast.com


------------ próxima parte ------------
Se ha borrado un adjunto en formato HTML...
URL: http://listas.chasque.net/pipermail/boletin-prensa/attachments/20140504/244a88eb/attachment-0001.htm


Más información sobre la lista de distribución Boletin-prensa