América Latina/ intelectuales y gobiernos progresistas: ¿ya no hay intrusos? [Alicia Lissidini]

Ernesto Herrera germain5 en chasque.net
Sab Mayo 30 13:47:47 UYT 2015


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Correspondencia de Prensa

boletín informativo – 30 de mayo 2015

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A l’encontre – La Breche

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América Latina

¿Ya no hay intrusos?

Intelectuales y gobiernos progresistas de América Latina: ¿puede un
intelectual ser funcionario de un gobierno o recibir financiamiento estatal,
sin perder su condición?

Alicia Lissidini *

Brecha, Montevideo, 29-5-2015

http://brecha.com.uy/

Intelectuales: ¿quiénes son? En principio podría decirse que son todas
aquellas personas que a través de su arte o ciencia recrean, analizan,
interpretan y denuncian “la realidad”, dándole sentido. Las artes visuales
mediante el cine, el teatro, la fotografía, la pintura y la escultura. Lo
hacen también los músicos y los literatos. Y obviamente las ciencias
sociales y humanas en sus publicaciones. Sin embargo, esta vaga definición
no hace más que abrir interrogantes y exponer diversas tensiones. Si ser
intelectual supone cierto compromiso ético y político, ¿con qué valores e
ideologías? ¿Cuál debería ser el vínculo entre el pensar y el hacer
político? Si apoyamos lo planteado por Hannah Arendt (2007), el ejercicio
del pensamiento crítico y la búsqueda de la(s) verdad(es), teniendo como
telón de fondo el pluralismo, constituyen una responsabilidad política y al
mismo tiempo una actividad separada de la acción política.

Ahora bien, esta tarea supone independencia política y autonomía económica,
entonces ¿puede un intelectual ser funcionario de un gobierno o recibir
financiamiento estatal, sin perder su condición? Como reseña Bourdieu
(2002), la vida intelectual se organizó progresivamente en un campo
específico a medida que los creadores se liberaron económica y socialmente
de la tutela de la aristocracia, de la Iglesia y de sus valores éticos y
estéticos. Como no existe la autonomía absoluta y los condicionantes
históricos y sociales siempre están en juego, la pregunta es cómo aumentar
esos márgenes de libertad en un contexto donde operan múltiples
restricciones sociales, pues cuanto menor es la dependencia económica y
política, mayores resultan las posibilidades de desarrollar una actividad
intelectual crítica.

Para referirse a los intelectuales como colectivo o como “tribu inquieta”,
como la llama Carlos Altamirano (2013), hay que remontarse al debate sobre
los intelectuales que surgió a partir del “caso Dreyfus” y la intervención
de Émile Zola en 1897 a favor del capitán del ejército francés Alfred
Dreyfus, quien había sido injustamente acusado de traición (concretamente de
haber entregado información a los alemanes). Zola y un grupo de
intelectuales promovieron la publicación de “Yo acuso…”, un texto colectivo
contra la violación de los derechos jurídicos del acusado que logró revertir
una opinión pública que había condenado sin pruebas a Dreyfus, pero también
dividió a los intelectuales, quienes desde entonces se arrogaron el uso del
término. Como señala Altamirano, la apología del intelectual y el discurso
contra el intelectual se desarrollaron juntos.

En todas partes los intelectuales han sido, metafóricamente hablando,
dreyfusards y antidreyfusards, han apoyado con sus publicaciones y
producciones audiovisuales regímenes totalitarios como el de la Unión
Soviética y también han sabido denunciarlos. América Latina no ha sido ajena
a esos vaivenes y contradicciones: Cuba ha sido y es objeto de disputa
intelectual, al igual que los gobiernos democráticos de izquierda. Y esos
debates contribuyen a la democracia siempre y cuando los intelectuales gocen
de plena autonomía e independencia de los poderes políticos y económicos y,
al mismo tiempo, salgan de los microcosmos universitarios y culturales. Esa
misma tensión entre intelectuales y pueblo, entre el intelectualismo y
antiintelectualismo estará presente de diversas maneras a lo largo de la
historia latinoamericana.

En la actualidad la cuestión de los intelectuales y la política se ha
desplegado en torno al ciclo histórico caracterizado por la consolidación de
diversos gobiernos de izquierda en la región y el rol que los intelectuales
han tenido en éstos. En dichos países, los poderes ejecutivos han
incorporado a intelectuales y académicos de izquierda como funcionarios
estables de sus respectivos gobiernos. Paradójicamente, esto sucede en un
contexto signado por la escasa presencia de debates públicos profundos, de
cuestionamientos reales y propuestas alternativas viables. Los intelectuales
han perdido relevancia y prestigio, y no cumplen, como señala Hugo Quiroga
(2004), con “su rol de constructores verbales y de creadores de
significados”, lo cual impacta negativamente en las alicaídas democracias
latinoamericanas.

Si bien la incorporación de intelectuales a los elencos gubernamentales
también se realizó durante gobiernos de “derecha”, en los casos que nos
ocupan la inclusión fue mucho más importante en términos numéricos
(especialmente en Argentina, Bolivia y Ecuador), y dichos intelectuales
defendieron al gobierno apelando a su carácter “progresista”, aun cuando las
políticas implementadas no lo fueran. Los intelectuales, y buena parte de
las organizaciones no gubernamentales y think tanks que apoyaron a estos
gobiernos tendieron a perder autonomía

–económica y política– para expresar abiertamente sus críticas al gobierno.
Esto llevó a justificar los errores y las omisiones de sus gobiernos.
Ejemplos de ello fueron las tardías voces críticas a los gobiernos de la
coalición en Chile, incluso frente a los enclaves autoritarios representados
en el mantenimiento de la Constitución heredada de la dictadura y de un
modelo de desarrollo económico sustentado en la desigualdad; el apoyo a las
reelecciones presidenciales en Argentina, Bolivia, Ecuador y Venezuela, lo
que aceleró la personalización de la política en los liderazgos
presidenciales; algo que también se dio en Brasil, Chile y Uruguay con la
reelección de Dilma Rousseff, y la vuelta de Michelle Bachelet y de Tabaré
Vázquez en detrimento de la renovación de las elites políticas y del
fortalecimiento de los partidos políticos. Allí donde los intelectuales
(funcionarios pagos o cercanos al gobierno) decidieron no justificar las
acciones del gobierno, regularmente abogaron por el silencio frente a la
adopción de normas claramente reaccionarias y autoritarias –como la ley
antiterrorista aprobada en Argentina1–. Esta doble operación de
justificación y silencio ha emergido también frente a los hechos de
corrupción y enriquecimiento ilícito que, en diferentes grados, se han dado
en buena parte de los gobiernos de América Latina.

Asimismo, si bien la presencia de intelectuales en los debates de las
asambleas constituyentes en Bolivia, Ecuador y Venezuela llevaron a la
adopción de normas progresistas, como los mecanismos de participación y
control ciudadano, la ampliación de derechos –por ejemplo, los de los
pueblos originarios– y la incorporación al debate político de algunos
conceptos como la “economía verde”, el “buen vivir” y la “buena vida”; en la
actualidad los gobiernos de dichos países, al igual que en Argentina,
continúan reforzando un modelo de desarrollo extractivista que conlleva
impactos sociales y ambientales que contradicen las visiones de los
movimientos socioambientalistas y las posturas intelectuales que promueven
la adopción de una economía sustentable, o aquellas otras que proponen la
reindustrialización de los países en desarrollo. Es decir, los gobiernos
–sean de derecha o de izquierda– tienden a reducir el rol de los
intelectuales a meros justificadores de sus acciones o, en el mejor de los
casos, a técnicos que llevan adelante políticas diseñadas por los poderes
ejecutivos.

Mientras crece la proporción de ciudadanos desilusionados con los gobiernos
de izquierda en el mundo, y en general de la política (las últimas
elecciones y encuestas muestran esta tendencia), los intelectuales parecen
haber perdido la capacidad de generar espacios públicos democráticos que
permitan reconstruir puentes, como señala Manuel Antonio Garretón, entre el
mundo de las ideas y el de los proyectos sociales y políticos.

Según Loïc Wacquant (2006), hay que retomar la función histórica del
pensamiento crítico, que consiste en “servir de disolvente de la doxa, en
poner continuamente en tela de juicio las evidencias y los marcos mismos del
debate cívico, de tal suerte que se nos abra una posibilidad de pensar el
mundo en vez de ser pensados por él, de desmontar y de comprender sus
engranajes y, por tanto, la posibilidad de reapropiárnoslo tanto intelectual
como materialmente”.

La ausencia o la escasa presencia pública de intelectuales autónomos obtura
el debate y lo mercantiliza. Abogamos por la vuelta de los intelectuales
intrusos, incómodos para los poderes políticos y económicos.

* Socióloga. Universidad Nacional de San Martín. Integrante de Plataforma
2012.

Nota

1. La ley antiterrorista fue aprobada por el Congreso argentino en 2007 y
modificada en 2011.

Referencias

Altamirano, Carlos, Intelectuales. Notas de investigación sobre una tribu
inquieta. Siglo XXI Editores, Buenos Aires. 2013.

Arendt, Hannah, Responsabilidad y juicio. Paidós, Barcelona. 2007.

Bourdieu, Pierre, Campo intelectual, campo de poder. 2002. Disponible en:
www.instituto127.com.ar/Bibliodigital/Bordieu_campopoder_campointelectual..pd
f

Quiroga, Hugo, “Los intelectuales en la política argentina. Notas sobre una
relación problemática”. En revista Política y Gestión, número 7. 2004.

Wacquant, Loïc, “Pensamiento crítico y disolución de la doxa. Entrevista con
Loïc Wacquant”, en Antípoda, revista de antropología y arqueología. 2006.

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