Debates/ post-progresismo y horizontes emancipatorios en América Latina [Massimo Modonesi y Maristella Svampa]

Ernesto Herrera germain5 en chasque.net
Sab Ago 13 16:26:22 UYT 2016


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Correspondencia de Prensa

13 de agosto 2016

Boletín Informativo

redacción y suscripciones

germain5 en chasque.net

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Debates

Post-progresismo y horizontes emancipatorios en América Latina

Massimo Modonesi y Maristella Svampa

Rebelión, 13-8-2016

http://www.rebelion.org/

Pensar el post-progresismo en América Latina se ha vuelto una urgencia y un
imperativo a la luz de la sorpresiva aceleración del fin del ciclo que viene
aconteciendo desde 2015. Así, mientras que algunos gobiernos progresistas
comienzan a transitar sus últimos años de mandato sin que sus líderes tengan
la posibilidad de ser re-reelegidos a la presidencia (como en Ecuador y
Bolivia), otros ya han sido repentinamente desplazados por fuerzas de
derecha (por medio de las urnas en la Argentina o por otros medios, legales
pero ilegítimos en Brasil); o se enfrentan –en minoría parlamentaria- a una
implosión social y económica, como es el caso de Venezuela. 

A pesar de la urgencia de la coyuntura, es importante evitar la trampa
dicotómica que presenta de forma recortada el horizonte de lo existente y de
lo posible, entre la continuidad del progresismo actual y la restauración
neoliberal –como realidad o amenaza-; una trampa que oculta un chantaje
orientado a propiciar un artificial cierre de filas detrás de los líderes y
partidos del progresismo. 

En realidad, a contrapelo de estas representaciones intrasistémicas y
conservadoras, es necesario reconocer y (re)colocar a actores y movimientos
sociales y políticos, sus luchas y sus aspiraciones y prácticas
emancipatorias. Lejos de todo optimismo ingenuo o panfletario, quisiéramos
retomar y hacer visible el hilo rojo de su presencia activa en el reciente
proceso histórico latinoamericano como clave para pensar el post-progresismo
más allá del cortoplacismo del ritmo electoral de la política partidaria y
de las alternancias gubernamentales . 

I.  Irrupción e inflexión de los movimientos sociales 

Para empezar, recordemos que el arranque del ciclo, entre mediados de los
años 90 y el año 2000, tuvo como protagonistas una serie de movimientos y de
luchas antineoliberales. Así, en el origen del llamado cambio de época
estuvo el tumultuoso y plebeyo conflicto social y no la política
institucional ni tampoco la prístina conquista del palacio, como pareciera
hacernos creer a posteriori el relato progresista. Los resultados
electorales que permitieron la formación de una serie de gobiernos
progresistas fueron consecuencia y no causa del cambio de la correlación de
fuerzas. 

Desde mediados de los años 90, las resistencias sociales confluyeron en una
serie de poderosos movimientos antineoliberales, de distinta conformación
interna social e ideológica, con o sin organizaciones de tipo sindical o
partidario, con o sin liderazgos carismáticos, capaces de acorralar a los
gobiernos neoliberales, cuando no de derribarlos. En consecuencia, aún con
sus apuestas defensivas, sus formas abigarradas y sus prácticas
contradictorias, en América Latina fueron los movimientos populares quienes
abrieron nuevos horizontes desde los cuales pensar la política y las
relaciones sociales, instalando otros temas en la agenda política: desde el
reclamo frente al despojo de los derechos más elementales y el
cuestionamiento a las formas representativas vigentes, hasta la propuesta de
construcción de la autonomía como proyecto político, la exigencia de
desconcentración y socialización del poder (político y económico) y la
resignificación de los bienes naturales. 

Cabe destacar empero dos cuestiones. Por un lado, la ampliación de la
plataforma discursiva y representativa de los movimientos sociales en
relación con la sociedad se expresó también en una pluralidad organizativa y
temática pocas veces vista, lo cual fue diseñando un campo
multiorganizacional y de referencias ideológicas extremadamente heterogéneo
y complejo en sus posibilidades de articulación. Por otro lado, a lo largo
de quince años, los movimientos sociales fueron configurando un espacio de
geometría variable en su relación con los gobiernos progresistas, en el cual
se inscribieron y conjugaron de modo diferente tres dimensiones
fundamentales que atravesaron las luchas sociales durante el cambio de
época: la irrupción plebeya, las demandas de autonomía y la defensa de la
tierra y el territorio. 

Ciertamente, la irrupción de lo plebeyo en el espacio público rebasó el
umbral de la resistencia y la subalternidad de los años anteriores y volvió
a poner en el tapete la modalidad histórica o recurrente a la cual apelan
los excluidos colectivamente para expresar sus demandas, lo que puede ser
denominado como “la política de la calle”, “la explosión de las
muchedumbres” [ii] , una modalidad en la que convergen la idea de
politicidad de los pobres con la de rebelión y antagonismo. Otra dimensión
importante de la acción colectiva, revestida de lo nuevo, fue la demanda de
autonomía, que caracterizaría desde los pequeños colectivos culturales hasta
grandes conjuntos territoriales u organizaciones de masas. La autonomía, en
términos generales, emergió no sólo como un eje organizativo, sino también
como un planteo estratégico, que remite tanto a la práctica de
“autodeterminación” (dotarse de su propia ley) como a un horizonte
emancipatorio.  [iii]  En sus versiones extremas, este planteo desafió el
pensamiento de izquierda más anclado en las visiones clásicas acerca del
poder. Asimismo, l a narrativa autonómica nutrió considerablemente un nuevo
ethos militante, [iv]  colocando como imperativo la desburocratización, el
horizontalismo y la democratización de las organizaciones, y alimentando una
desconfianza radical respecto de las estructuras partidarias y sindicales,
así como de toda instancia articulatoria superior. Por último, otra de las
dimensiones constituyentes de los movimientos sociales latinoamericanos ha
sido la territorialidad. En términos generales, tanto en los movimientos
urbanos como rurales, l a construcción de una territorialidad-otra, opuesta
a la dominante, fue emergiendo como un punto de partida ineludible en el
proceso de resistencias colectivas y, progresivamente, como una apuesta
deliberada por la resignificación y creación de nuevas relaciones sociales. 

Hubo así un claro desplazamiento del paradigma socialista revolucionario que
había sido el eje en torno al cual se articularon las luchas de los años 60
y 70, a favor de la emergencia de un no-paradigma, un horizonte
emancipatorio más difuso, donde prosperaron posturas de carácter
destituyente y de rechazo a toda relación con el aparato del Estado. 

Sin embargo, rápidamente, se asistió al declive de las demandas y prácticas
de autonomía y a l a transformación de la perspectiva plebeya en populista,
la afirmación del transformismo y el cesarismo -decisionista y carismático-
como dispositivos desarticuladores de los movimientos desde abajo. En medio
del cuestionamiento epocal del neoliberalismo, una serie de proyectos
progresistas supieron controlar y monopolizar lo plebeyo, a través de una
política orientada concreta y discursivamente hacía lo social, subrayando su
origen “desde abajo” mientras, al mismo tiempo, verticalizaban la relación
con los movimientos sociales, en el contexto concreto de una sensible y
profunda mutación de la conformación de las clases populares. 

Asimismo, la demanda de autonomía mostró su fragilidad frente a la fuerte
interpelación del Estado y gran parte quedó subsumida o institucionalizada
en el modelo –de profunda raigambre en nuestras tierras latinoamericanas- de
la participación controlada. No pocos autonomistas radicales devinieron
furiosos populistas –con o sin el recurso a Laclau para legitimar mediante
“significantes vacíos”, o a Gramsci para justificar prácticas hegemonistas-,
asumieron la defensa y promoción irrestricta del líder y sobre todo, los
esquemas binarios de interpretación que incluían ciertas líneas de
conflictos y contradicciones, pero dejaba afuera o excluía muchos otros,
asegurando el monopolio de la legitima representación popular en las firmes
manos del ejecutivo. 

El hegemonismo substituyó tendencialmente al autonomismo como práctica
estructurante de lo político. Bajo una lógica estrictamente pragmática se
procedió a la anexión y fagocitación de toda instancia independiente, a la
reducción del pluralismo a una lógica centralizadora que terminaba
realizando en las instancias partidarias y gubernamentales y se plasmaba
finalmente en la figura del líder carismático. El recurso a los liderazgos
resolvió aparentemente el problema de la representación (delegativa) y la
participación (controlada) de las masas. 

Por la misma razón, no fueron ni el carácter plebeyo de las luchas ni la tan
publicitada demanda de autonomía los rasgos aglutinantes en los movimientos
contestatarios, pues es claro que éstos sufrieron fuertes reveses políticos
en el marco de la consolidación de la hegemonía progresista. Subsumido lo
plebeyo, disuelto el autonomismo, el rasgo más persistente, aunque no
aglutinante, de la contestación social fue la territorialidad que se
trasladó al terreno de lucha contra el neoextractivismo, sobre el cual
insistiremos en el último apartado. 

II. Las derivas de los progresismos realmente existentes  

Al compás de las luchas de movimientos y organizaciones sociales claramente
antineoliberales, fueron emergiendo los gobiernos progresistas, los cuales
parecían abrir a la posibilidad de concretar algunas demandas de cambio e
impulsar una articulación diferente entre Economía y Política, entre
Movimientos sociales y Estado y, en algunos casos, entre Sociedad y
Naturaleza. No pocos autores escribieron con optimismo acerca del
“posneoliberalismo”, “el giro a la izquierda”, o hablaron incluso de una
“nueva izquierda latinoamericana”. Lo que primó fue la denominación genérica
de “progresismo” –que tradicionalmente evoca una noción de progreso y de
socialdemocracia- para designar a estos nuevos gobiernos, abarcando así
corrientes ideológicas y perspectivas políticas diversas, desde aquellas de
inspiración más institucionalista, pasando por el desarrollismo más clásico,
hasta experiencias políticas más radicales, de tinte plebeyo y
nacional-popular o que terminaron declarándose socialistas. [v]  

El progresismo latinoamericano llevaba una agenda similar, entre ellos, el
cuestionamiento del neoliberalismo, una política económica con algunos
rasgos de heterodoxia, la intervención estatal como factor de regulación
económica y social, la preocupación o prioridad por la justicia social, la
lucha contra la pobreza y una vocación regional y latinoamericanista. Aún
cuando los gobiernos de cada país tenían rasgos específicos y concretos
diferentes, muy acordes a sus respectivas tradiciones y trayectorias
políticas, también existían en el origen y fueron aflorando con el tiempo
fuertes trazos comunes que combinaban elementos populistas, cesaristas y
transformistas. El regreso del formato populista (de alta intensidad) se
evidenciaría en la construcción de un determinado tipo de hegemonía, a
través de la oposición y, al mismo tiempo, de la absorción y la negación de
elementos propios de otras matrices contestatarias -la narrativa
indígena-campesina, diversas izquierdas clásicas o tradicionales, las nuevas
izquierdas autonómicas- las cuales habrían tenido un rol importante en los
inicios del cambio de época. [vi]  En cuanto a los rasgos transformistas se
caracterizaron por la incorporación/asimilación de organizaciones e
intelectuales de los grupos subalternos al aparato estatal y gubernamental.
[vii]  Bajo modalidades diferentes, el elemento transversal es que estas
tendencias han reafirmado un proceso controlado desde arriba, donde la
modificación del sistema de dominación no se traduce en un cambio en la
composición del bloque dominante.  [viii]  En ese marco, se fue operando una
reducción del vínculo político en el cual, como afirma Schavelzon (2016)
[ix]  los líderes o conductores aparecen como aquellos que “dieron” cosas al
pueblo, mientras que los grupos políticos oficialistas y funcionarios se ven
a sí mismo como “soldados”. 

Dichos formatos son variantes de lo que Gramsci denominaba revolución
pasiva, caracterizadas y atravesadas por fenómenos de cesarismo progresivo y
transformismo, orientados a promover una modernización conservadora y, al
mismo tiempo, desmovilizar y subalternizar a los actores que habían sido
protagonistas del ciclo de lucha anterior, incorporando parte de sus
demandas y asimilando parte de sus grupos dirigentes.  [x]  

En el marco de esta caracterización general se pueden apreciar tres órdenes
de limitaciones de los progresismos realmente existentes que cuestionan su
caracterización como gobiernos “posneoliberales” o de izquierda. 

En primer lugar, el carácter posneoliberal y de izquierda es cuestionable en
la medida en que los progresismos latinoamericanos aceptaron el proceso de
globalización asimétrica y con ello las limitaciones propias de las reglas
de juego; lo cual además terminó por colocar cepos a cualquier política de
redistribución de la riqueza y cualquier intento de cambio de la matriz
productiva. Indudablemente, la construcción de hegemonía estuvo asociada al
crecimiento de la economía y la reducción de la pobreza. Por ejemplo, un
informe de la CEPAL acerca de la última década daba cuenta de la caída
global de la pobreza (de 44% a 31,4%), así como del descenso de la pobreza
extrema (de 19,4% a 12.3%).  [xi]  Entre los ejes del éxito de dichos
gobiernos solía citarse no sólo el aumento de salarios, sino también la
expansión de una política de bonos o planes sociales (programas de
transferencia condicionada), que si bien aparecían como claros herederos de
los ´90 (en su carácter asistencial y compensatorio), buscaban desprenderse
del enfoque focalizado típico de la era neoliberal. Sin embargo, al cierre
del ciclo progresista, diferentes estudios muestran que la reducción de la
pobreza no se tradujo por una disminución de las desigualdades. Así, al
contrario de lo que se venía afirmando de que América Latina era la única
región del mundo donde había disminuido la desigualdad, dichas
investigaciones -centradas en las declaraciones fiscales de las capas más
ricas de la población-, muestran que la región ha conocido una concentración
mayor de la riqueza. [xii]  A esto hay que añadir que los diferentes
progresismos sólo realizaron tímidas reformas del sistema tributario, cuando
no inexistentes, aprovechando el Consenso de los Commodities (en un contexto
de captación de renta extraordinaria), pero sin gravar con impuestos los
intereses de los sectores más poderosos. Por último, más allá del proceso de
nacionalizaciones (cuyo alcance sería necesario analizar en cada caso
específico), hay que resaltar las alianzas económicas de los progresismos
con las grandes corporaciones transnacionales (agronegocios, industria,
sectores extractivos). 

La segunda limitación que cuestiona el carácter posneoliberal y de izquierda
de los progresismos es de índole ecoterritorial y reviste un carácter
sistémico, pues da cuenta que éstos acentuaron la matriz productivista
propia de la modernidad hegemónica, más allá de las narrativa
eco-comunitaria que postulaban al inicio los gobiernos de Bolivia y Ecuador,
o de las declaraciones críticas del chavismo respecto de la naturaleza
rentista y extractiva de la sociedad venezolana. A su vez, la expansión del
extractivismo ilustra la relación inherente entre modelos de
(mal)desarrollo, cuestión ambiental y regresión de la democracia
(manipulación del convenio 169 de la OIT, obstaculización de las consultas
públicas, escenarios de criminalización y deterioro de derechos, en fin,
represiones abiertas) . 

La tercera limitación es de índole político-institucional y enfatiza la
concentración de poder político, la utilización clientelar del aparato del
Estado, el cercenamiento del pluralismo y la intolerancia a las disidencias.
Asimismo, son los movimientos sociales y las izquierdas las víctimas
recurrentes del cierre de espacios políticos y de los procesos de
disciplinamiento social y violación de derechos humanos. Domesticadas las
formas de organización social, la ampliación de la lógica hegemónica se
extendió, bajo el formato conciliador e interclasista propio de los modelos
populistas progresistas de antaño, al incorporar los intereses de las clases
dominantes logrando la adhesión activa o pasiva de una parte de ellas -sin
que dejaran de jugar, a través de la polarización político-ideológica, en
favor de las oposiciones de derecha, en vista de un retorno electoral que
puntualmente ocurrió. En la mayoría de los casos, esta práctica política
hegemónica, desligada de un proyecto emancipatorio, se reveló eficaz en el
medio plazo de una década. Es notable como en este lapso, al margen y por
encima de los varios mandatos constitucionales, salvo parcialmente en el
caso del Poder Comunal en Venezuela, quedara intacto el andamiaje estatal y
partidocrático propio del (neo) liberalismo. 

III. Luchas sociales y horizontes emancipatorios 

Al margen de sus discutibles logros en clave posneoliberal, de la
persistencia y profundización de la matriz primario-exportadora, más aun, de
la amplificación de las desigualdades en un contexto de reducción de la
pobreza, estos gobiernos contribuyeron a desactivar aquellas tendencias
emancipatorias que se gestaban en los movimientos antineoliberales.
Desactivación que sólo parcialmente se puede atribuir a la natural tendencia
al reflujo en los ciclos de lucha, la apertura de canales institucionales
para impulsar demandas y la satisfacción de las mismas, como suelen hacer
gobernantes y defensores del progresismo. 

Por debajo del deterioro de los índices económicos y en varios casos, el no
reconocimiento de la crisis económica (Argentina, Venezuela), en este
contexto de despolitización y desmovilización de las clases subalternas, no
sorprende que el fin de ciclo del progresismo se dé por la derecha y no por
un desborde hacia la izquierda. 

Al mismo tiempo, la reconfiguración del poder en clave hegemónica generó
otras resistencias y reacciones desde abajo que hay que valorar ya que, aún
en su insuficiencia, son portadoras de rasgos antisistémicos en sí mismas y
constituyen las reservas estratégicas del movimiento social latinoamericano.
La hegemonía progresista latinoamericana ha sido tempranamente agrietada por
la crítica al extractivismo, la cual ha venido enriqueciendo las gramáticas
de lucha e incluso interpelando el discurso más clásico sobre el “poder
popular”. Así, desde organizaciones campesinas e indígenas (los
“campesindios”, al decir de Armando Bartra), movimientos urbanos
territoriales, nuevos movimientos socioambientales, en fin, colectivos
culturales y asamblearios de todo tipo, se fue pergeñando una gramática
política contestataria novedosa que apunta a la construcción de una
narrativa emancipatoria, al compás de nuevos conceptos-horizonte: Bienes
Comunes, Buen Vivir, Comunalidad, Posextractivismo, Ética del Cuidado,
Democratización radical, entre otros. 

En ciertos países, la izquierda social y sindical ha comenzado a tender
puentes con esta izquierda campesindia y eco-territorial, retomando
problemáticas y conceptos; en otros países esta conexión aparece de modo más
parcial en la medida en que la izquierda clasista aparece más dominada por
una visión todavía muy obrerista y productivista. Pero el diálogo es tan
inevitable que no pocas izquierdas clasistas hoy comienzan a ampliar su
plataforma discursiva, incluyendo conceptos que provienen de aquellos otros
lenguajes y, viceversa, la politización de la luchas socioambientales las
lleva a buscar y encontrar claves de lecturas que remiten a las mejores
tradiciones y prácticas políticas de las izquierdas del siglo XX. 

Por otro lado, la aparente debilidad de las luchas socioambientales reside
no tanto en su supuesta marginalidad (el extractivismo amplía sus fronteras
cada vez en América Latina); sino en su carácter rural y ligado a pequeñas
localidades y, por ende, a su encapsulamiento en la escala local y regional
así como a su desconexión con las grandes luchas sindicales y –en menor
medida- con las luchas sociales urbanas, en el marco de sociedades
mayoritariamente urbanas. 

Por otra parte, el paradigma del “poder popular” que promueven ciertos
movimientos sindicales y organizaciones urbanas (fábricas recuperadas,
movimientos socio-territoriales urbanos, expresiones de economía social
popular, entre otros) pese a las contradicciones (la tensión/subordinación
con los liderazgos populistas; o su eclosión en el marco de la crisis
sistémica, como es el caso de Venezuela), también nos interroga sobre la
persistencia y potencialidad de formas de luchas antisistémicas surgidas y
alimentadas por sectores populares urbanos. 

En todo caso, todo indica que en el nuevo ciclo político estas dos líneas de
acumulación histórica hoy desconectadas (luchas socioambientales, luchas
urbanas y sindicales) cuya trayectoria y espesor difieren según los países y
experiencias, podrían establecer un diálogo mayor, en términos de
estrategias de acción y resistencias a la restauración conservadora y de
superación del progresismo pero también de diálogo en cuanto a la concepción
del cambio civilizatorio y los conceptos-horizonte. 

En otro orden, hay que añadir que en la juventud latinoamericana, a pesar de
las despolitizadoras inercias ligadas al consumismo, se vienen observando
señales de combatividad. En parte porque ya apareció en el escenario
político una generación que no se politizó en las luchas antineoliberales
que fueron la condición de posibilidad de los gobiernos progresistas sino
que su politización en clave opositora necesariamente pasó por desafiar el
orden progresista ya instalado y señalar sus limitaciones. Al mismo tiempo,
al no ser radicalmente antisistémicas, las políticas públicas progresistas
mantuvieron intactas por los menos dos flagelos que atraviesan y tensan el
mundo juvenil: la competitividad y la precarización. De modo que
estudiantes, desempleados, subempleados, trabajadores precarios y
flexibilizados viven una experiencia común en términos clasistas y fueron y
son relativamente exteriores a la pax social progresista. En efecto, a lo
largo de estos años no desdeñaron en efecto manifestar su disenso
veladamente y, en ocasiones, abiertamente a través de una serie de prácticas
e instrumentos (protestas en demanda de la gratuidad de la educación, como
en Chile, protesta contra la alza de tarifas de los servicios públicos,
apoyos a luchas territoriales y luchas sindicales, entre otros). 

Los conflictos laborales que sacudieron más de un gobierno progresista se
nutrieron de la densidad organizacional propia de la forma sindicato pero
también del empuje desde abajo, -desde adentro y desde afuera- que le
proporcionan el activismo de las franjas juveniles. Además de su
contribución al conflicto, en amplios sectores de la juventud
latinoamericana se cultivan y promueven valores asociativos,
antipatriarcales y libertarios contrapuestos al conservadurismo
social-liberal proprio del progresismo latinoamericano. 

La acumulación de fuerzas y la capacidad de articulación política de estas
experiencias es, a todas luces, insuficiente para proyectarlas como
alternativa operativa en el terreno de la disputa político-estatal,
monopolizado por intereses poderosos y formatos consolidados. Sin embargo,
estas luchas contienen prácticas colectivas y trasfondos morales e
ideológicos que abren horizontes emancipatorios externos al perímetro
delimitado por la oposición progresismo-neoliberalismo. Al mismo tiempo, a
nivel societal, su fortalecimiento y consolidación antagonista como
contrapoderes le confieren un valor inestimable ya que, en la mediana
duración de los cambios de época, frente al evidente desvanecimiento de la
ilusión posneoliberal y bajo la amenaza restauradora, es indispensable
orientarnos desde abajo, a contrapelo de toda tentación conservadora, esto
es, a partir del hilo rojo de la capacidad de resistencia y la vocación
emancipatoria de las luchas en curso. 

En suma, en medio del pluralismo irreductible y de la convulsión
movimientista, en estos años aparecieron algo más que destellos prácticos y
teóricos en la búsqueda de vías emancipatorias. Y lo cierto es que, más allá
de la involución populista de los gobiernos progresistas, más aún, del fin
de ciclo al que hoy asistimos con preocupación, estas apuestas
emancipatorias, estas diferentes líneas de acumulación de las luchas,
continúan formando parte del acervo con el que cuentan las clases
subalternas de la región. 

* M. Modonesi es historiador y sociólogo, Profesor de la UNAM, México; M.
Svampa es socióloga y escritora. Investigadora del Conicet, Argentina. 

Notas

[ii]  M. López Maya ( 2005), « La protesta popular venezolana: mirando al
siglo XX desde el siglo XXI », en CENDES, Venezuela Visión plural, vol. II,
bid&co.editor, Cendes-UCV, pp.517-535. 

 [iii]  M. Modonesi (2010), Subalternidad, antagonismo, autonomía. Marxismos
y subjetivación política, Prometeo-CLACSO, Buenos Aires. 

[iv]  Véase M. Svampa (2008), Cambio de época. Movimientos sociales y poder
politico. Buenos Aires, Siglo XXI y ( 2010)  Movimientos sociales, matrices
socio-políticas y nuevos contextos en América Latina”,  en  OneWorld
Perspectives, Workings Papers 01/2010,   Universitat Kassel, 

[v]  Nos referimos, obviamente a Chile, con los gobiernos de Patricio Lagos
y Michelle Bachelet; Brasil, de Lula Da Silva y Dilma Roussef; Uruguay, de
Tabaré Vázquez y Pepe Mújica; la Argentina de Néstor y Cristina Fernández de
Kirchner; el Ecuador de Rafael Correa; la Bolivia de Evo Morales y la
Venezuela de Hugo Chávez y recientemente, de Nicolás Maduro; Nicaragua con
las presidencias de Daniel Ortega y los gobiernos del FMLN en El Salvador,
en particular el de Sánchez Cerén. 

[vi]  M. Svampa (2016), Debates Latinoamericanos. Indianismo, desarrollo,
dependencia y populismo. Buenos Aires, Edhasa. 

[vii]  M. Modonesi (2012), “Revoluciones pasivas en América Latina. Una
aproximación gramsciana a la caracterización de los gobiernos progresistas
de inicio de siglo” en Mabel Thwaites Rey (editora), El Estado en América
Latina: continuidades y rupturas, CLACSO-ARCIS, Santiago de Chile. 

[viii]  Para una conceptualización más general, aunque aplicada al caso de
Chile, véase F.Gaudichaud (2014) “Progresismo transformista”, neoliberalismo
maduro y resistencias sociales emergentes” ,
http://www.rebelion.org/noticia.php?id=184776  . 

[ix]  Véase S. Schalvelzon (2016), “El Estado neoliberal terminó gobernando
el progresismo”, entrevista de Alejandro Zegada, 12/05/2016,
http://anarquiacoronada.blogspot.com.ar/2016/05/el-estado-neoliberal-termino
-gobernando.html  

[x]  Véase de M. Modonesi (2016), “Subalternización y revolución pasiva” en
El principio antagonista. Marxismo y acción política, Itaca-UNAM, México y
de M. Svampa (2013),” P opulismo de clases medias y revolución pasiva”, en
Ideas de Izquierda, disponible en
https://issuu.com/ideasdeizquierda/docs/ideas_de_izquierda_02__2013  

[xi]  CEPAL (2012), El Estado frente a la autonomía de las mujeres”, ONU,
disponible en
http://www.observatoriojusticiaygenero.gob.do/documentos/PDF/publicaciones/L
ib_el_estado_frente_%20autonomia_%20Mujeres.pdf  

[xii]  Véase el número especial de Nueva sociedad, sobre todo el artículo
del economista Pierre Salama, “¿Se redujo la desigualdad en América Latina?
Notas sobre una ilusión”, 2015; disponible en
http://nuso.org/articulo/se-redujo-la-desigualdad-en-america-latina/  . Para
una discusión sobre la forma de medición y su metodología, véase M.
Medeiros, P.H.G. Ferreira de Sousa y F. Avila de Castro, “Estabilidade da
desigualdade de renda no Brasil, 2006-2012. Estimativa como dados do imposto
de renda e pesquisas domiciliares”, Ciencia &Saude Coletiva 20 (4): 971-986.

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