EEUU/ detrás del trumpazo: el voto de la bronca [Jorge Bañales]

Ernesto Herrera germain5 en chasque.net
Vie Nov 11 16:37:34 UYT 2016


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Correspondencia de Prensa

11 de noviembre 2016

Boletín Informativo

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Estados Unidos

El voto de la bronca 

El mundo entero quedó pasmado por la victoria de Donald Trump y la
emergencia de una vasta ola de descontentos en Estados Unidos. Entre los
59,6 millones de votaron por el demagogo millonario quizá muchos serán los
pasmados cuando Trump cumpla sus promesas, y otros muchos cuando no las
cumpla.

Jorge Bañales, desde Washington

Brecha, Montevideo, 11-10-2016

http://brecha.com.uy/

En los últimos dos meses de la campaña electoral, Trump, de 70 años,
encabritó a sus seguidores advirtiéndoles que la elección estaba arreglada,
y amenazó con que no reconocería el resultado a menos que él ganara. Después
de que ganó, muy satisfecho que se mostró con el proceso electoral.

Y que nadie venga a decir que ganó de manera fraudulenta. Aunque, de hecho,
la demócrata Hillary Clinton (68) recibió más votos (60.115.682) que Trump
(59.819.655). Es decir, según los escrutinios oficiales hasta el cierre de
esta página, hubo unos 296.027 votos más a favor de Clinton, pero en la
matemática inexorable del Colegio Electoral Trump ganó 290 votos y Clinton
232.

No hubo fraude, no hubo grupos armados que intimidaran a los votantes, no
hubo votantes ficticios, nadie se agarró a piñazos o balazos. La jornada
electoral transcurrió con la tranquilidad de siempre y, de todos modos, ya
antes del 8 de noviembre más del 25 por ciento de los votantes había emitido
su sufragio por adelantado.

Los resultados dejaron patas arriba numerosos pronósticos de los expertos,
desbarataron todas las normas convencionales, y dieron el triunfo a un
candidato que ni siquiera sus más firmes seguidores pueden describir con
mediana precisión.

Las encuestas previas a los comicios mostraban un gran disgusto de los
votantes hacia ambos candidatos y un repudio generalizado a los partidos
políticos, el establishment y hasta las instituciones mismas de la
democracia que se jacta de ser la más antigua de nuestros tiempos. Pero, a
la hora de los números, la concurrencia de votantes fue un 4 por ciento más
alta que en 2012. No hubo un incremento del ausentismo, no hubo un
crecimiento del “voto protesta”, y los otros candidatos, aparte de Trump y
Clinton, no atrajeron multitudes.

La coalición que supuestamente llevaría a Clinton a la victoria se apoyaba
en la expectativa de un masivo vuelco del voto femenino hacia su colega de
género, sumado al asco supuesto de las mujeres por las groserías de Trump.
Contaba, además, con el crecimiento del “voto latino”, atizado por los
dislates antiinmigrantes del Donaldo. Y, por supuesto, contaba con un
respaldo firme del voto de los negros, considerando que Trump suscitó las
simpatías del Ku Klux Klan.

No ocurrió. El “voto latino” creció, sí, pero uno de cada tres votantes
latinos marcó la boleta por Trump. Los “latinos” no son un bloque, y tienen
no sólo diferentes orígenes nacionales sino también distintos intereses.
Millones de hispanos que se han radicado aquí hace décadas no se sienten muy
solidarios con los indocumentados que cruzan la frontera. Y si Trump insultó
a los mexicanos, muchos centroamericanos, caribeños y sudamericanos piensan
que a ellos no les toca.

Clinton ganó en el voto de todas las mujeres, pero perdió entre las mujeres
blancas de clase media baja y trabajadora. Y los negros no se sintieron muy
motivados para apoyar a Clinton como lo hicieron con Barack Obama, lo cual
tuvo consecuencias en un país donde, a pesar de profundos cambios
demográficos, los blancos siguen siendo el 70 por ciento de la población.

El comentarista conservador George Will resumió el resultado electoral
señalando que “perdió la candidata que merecía perder y ganó el candidato
que no merecía ganar”. Es la visión de la elite convencional, republicana o
demócrata, que no reconoció por años lo que la astucia de Trump olfateó: la
bronca generalizada entre la clase media baja y los trabajadores blancos que
han perdido millones de empleos como resultado de la globalización.

El pasmo 

“Après le ‘Brexit’ et cette élection, tout est désormais possible. Un monde
s’effondre devant nos yeux. Un vertige” (“Después del ‘Brexit’  y esta
elección, todo es posible ahora. El mundo se derrumba ante nuestros ojos. Un
vértigo”), fue el comentario que el embajador de Francia en Estados Unidos,
Gérard Ardau, twiteó en la madrugada del miércoles.

Poco diplomática la declaración, teniendo en cuenta que dentro de 70 días
Francia tendrá que lidiar con un presidente de Estados Unidos llamado Donald
Trump, pero la conexión que Ardau señaló entre la victoria de Trump y el
“Brexit” no es desacertada.

Los mercados financieros tuvieron sus tres horas de pánico –los
inversionistas que tan valientes son cuando lucran especulando con dinero
ajeno, tienen el coraje de capones cuando de sus dinerillos se trata–, y
diplomáticos y gobernantes de medio mundo expresaron sentimientos que el ex
presidente de Uruguay José Mujica resumió en un “¡Socorro!”.

Dentro de Estados Unidos, los trumpistas celebran su triunfo sobre la vasta
conspiración que Trump les describió en la campaña y que incluye desde “los
medios” –periodistas, ojo, que la pelota viene envenenada– hasta las
“elites” políticas que han medrado por décadas en el “pantano de corrupción
y acomodos” que representa Washington, la capital.

Por cierto la mayoría de los diarios (sí, hay gente que todavía lee diarios)
avaló la candidatura de Clinton, aun periódicos como The Arizona Republic,
que en toda su existencia apoyó candidatos republicanos, o la revista The
Atlantic, que nunca había declarado su apoyo por candidato alguno. También
es cierto que cientos de generales retirados, decenas de ex jerarcas de las
agencias de inteligencia, centenares de diplomáticos retirados y figuras
prominentes del Partido Republicano describieron a Trump como inestable,
advenedizo, sin preparación ni disposición a aprender en asuntos
internacionales, y un riesgo para la estabilidad del país y del mundo.

Pero el demagogo los derrotó.

Y los no trumpistas lloran la oportunidad histórica que se les escapó de
tener una mujer al frente de la nación más poderosa del mundo, de avanzar
hacia un sistema de atención de la salud que cuide a todas las personas y no
sólo a las que pueden pagar, una educación superior asequible que no ensille
a los graduados con deudas enormes, y el progreso en materia de energías
renovables y atención al cambio climático.

Los perdedores explican la derrota de muchas maneras. Hay quienes sostienen
que hubo una reacción casi violenta de la mayoría blanca contra la
diversidad cultural y étnica. Otros se olvidan de que en las primarias el
Partido Demócrata mismo tuvo su propia corriente populista, la que alentó la
candidatura del senador de Vermont, Bernie Sanders, apoyándose en la misma
bronca de los trabajadores por los frutos agrios de la globalización.

Agarrate Catalina

Comienza ahora el proceso de transición pacífica y ordenada de una
administración demócrata en el crepúsculo de dos mandatos –históricos a su
manera por la primera presidencia de un mulato– y el amanecer de la era
trumpiana. En las próximas semanas el conventillo político será en torno a
quiénes ocuparán qué ministerios, y cuáles amigos de las amigas de los
amigotes remplazarán a los amigotes de las amigas que han estado en cargos
políticos en Washington.

Y pronto comenzarán las sorpresas trumpianas. Porque nadie, en realidad,
sabe cuántas y cuáles de las promesas que Trump formuló desde que lanzó su
candidatura en julio de 2015 han sido pura demagogia para ganar votos, o son
programas específicos, planificados y que se pondrán en marcha desde enero
de 2017.

Es en esto en que tanto quienes mucho temen a Trump, como quienes creen que
pueden domesticarlo, o quienes creen que de veras cumplirá las ilusiones de
sus votantes, se toparán con un fenómeno realmente novedoso en la historia
política de Estados Unidos: el demagogo es, por naturaleza, impredecible.

Sí, es posible que Trump use los proverbiales cien primeros días de su
administración para lanzar una campaña de captura, acorralamiento y
deportación de 11 millones de inmigrantes indocumentados, y que comience la
construcción del muro a lo largo de la frontera con México. Y también es
posible que Trump, quien se cree el “negociador” par excellence, atienda los
requiebros de la gran industria agrícola y la enorme industria de la
construcción, que lucran con la mano de obra barata, y decida que lo mejor
es mantener a los indocumentados en su semiilegalidad: se quedan y trabajan,
pero no serán ciudadanos que voten.

Es posible que Trump se plante duro ante Rusia y China, ya que ha criticado
tanto a Obama y Clinton por cobardes y tímidos ante el “expansionismo”
moscovita y el “robo de empleos” chino. Sus seguidores lo adoran por esas
cosas. Pero también es posible que Trump, un gran admirador de todos los
“hombres fuertes”, negocie con Vladimir Putin un entendimiento sobre áreas
de influencia que deje a Rusia mano libre para influir en el Oriente Medio
–y que los rusos lidien con el Estado Islámico– a cambio de no agresión en
áreas de influencia de Estados Unidos. Después de todo, Trump y su “make
America great again” se nutren de nostalgia por los buenos tiempos en que
dos potencias competían y, al mismo tiempo, tenían a sus clientes a rienda
corta.

Es posible que Trump de veras le lance un garrotazo a Cuba, a tono con su
retórica anticastrista de antes de las elecciones, cuando necesitaba ganar
votos en el sur de Florida. Pero también es posible que Trump, el empresario
de los hoteles de lujo vulgar, abrace a Raúl Castro –de seguro que Fidel no
transará– si Cuba permite la construcción y operación de hoteles
estadounidenses de manera que Estados Unidos gane algo del territorio que
por dos décadas han dominado empresas españolas, canadienses y mexicanas.

Es posible, sí, que Trump postule jueces para el Tribunal Supremo de
Justicia que agraden a los conservadores y cristianos fundamentalistas
determinados a ilegalizar el aborto y contener la arrogación de poderes del
gobierno federal que tanto horroriza a quienes veneran la Constitución como
un documento sagrado. Pero también es posible que Trump vea que le conviene
navegar en el rumbo por el que va la sociedad estadounidense y designe
jueces que no traten de ilegalizar el aborto y que acepten el matrimonio de
homosexuales.

La única manera de entender el fenómeno Trump es teniendo en cuenta que el
individuo carece de ideología y su único principio es ganar más poder. El
resultado electoral le da a Trump una oportunidad propicia: ha dejado por el
camino y desbaratados a los dos partidos que han dominado la política
estadounidense por un siglo y medio; el Partido Republicano que Trump tiene
bajo su rienda mantuvo la mayoría en las dos cámaras del Congreso, lo cual
garantiza que el Senado aprobará los jueces que Trump quiera nombrar en el
Supremo.

Con magistrados dóciles en el Tribunal Supremo de Justicia, Trump no tendrá
obstáculos para llevar adelante cualquier programa que, bajo su indiscutible
olfato político, le rinda más votos y más poder. Así, por ejemplo, bien
podría poner en marcha su fabuloso plan de inversiones públicas en
infraestructura.

Muchos conservadores, que por décadas han criticado el gasto público y las
tendencias “socializantes” de los demócratas, al parecer se olvidan de que
Trump prometió un programa de infraestructuras aun más grande que el de la
misma Hillary Clinton. Por supuesto, el plan faraónico de obras públicas
–similar a los que fueron pilares económicos para Benito Mussolini, Adolf
Hitler, Hugo Chávez, Fidel Castro o Juan Perón– aumentará la deuda nacional,
pero los conservadores sólo se angustian por la tal deuda cuando en ella
incurren los demócratas.

Los adversarios de Trump tienen ahora sus semanitas de sollozo,
autoflagelación, búsqueda de culpables y regodeos en sus temores sobre el
fin del mundo.

Quienes deben preocuparse en serio son aquellos que llevaron al poder a un
demagogo, creyendo que podrán controlarlo o que, siquiera, tienen alguna
idea de lo que se propone. Tal como Argentina ha padecido por décadas una
enfermedad llamada peronismo, los estadounidenses, y por extensión, el mundo
entero, quedan ahora expuestos a un fenómeno llamado trumpismo.

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