Venezuela/ El retroceso "nacional-estalinista" [Pablo Stefanoni]

Ernesto Herrera germain5 en chasque.net
Sab Ago 5 21:15:46 UYT 2017


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Correspondencia de Prensa

5 de agosto 2017

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Venezuela

El retroceso “nacional-estalinista”

Pablo Stefanoni

Nueva Sociedad, agosto 2017

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Tras un viaje en 1920 a la Rusia revolucionaria, junto con un grupo de
sindicalistas laboristas, el pensador británico Bertrand Russell escribió un
pequeño libro –Teoría y práctica del bolchevismo– en el que plasmaba sus
impresiones sobre la reciente revolución bolchevique. Allí planteó con
simpleza y visión anticipatoria algunos problemas de la acumulación del
poder y los riesgos de construir una nueva religión de Estado. En un texto
fuertemente empático hacia la tarea titánica que llevaban a cabo los
bolcheviques, sostuvo que el precio de sus métodos era muy alto y que,
incluso pagando ese precio, el resultado era incierto. En este sencillo
razonamiento residen muchas de las dificultades del socialismo soviético y
su devenir posterior durante el siglo XX.

A cien años de esa gesta libertaria, no está mal volver sobre estos
problemas. Sobre todo porque la tensión entre democracia y revolución sigue
vigente, aunque, por lo general, la vigencia se manifiesta a menudo más como
farsa que como tragedia, al menos si leemos algunos análisis sobre la actual
coyuntura latinoamericana. El caso venezolano es el más dramático, ya que se
trata de la primera experiencia autodenominada socialista triunfante luego
de la Revolución Sandinista de 1979. Solo por eso, ya amerita prestarle
atención. Pero, además, es posible que su derrota tenga consecuencias
similares o peores que la derrota electoral sandinista de 1990. No obstante,
los análisis escasean y son habitualmente reemplazados por discursos
panfletarios que no son más que el espejo invertido de los de la derecha
regional.

La convocatoria a una incierta Asamblea Constituyente parece una fuga hacia
delante de un gobierno, el de Nicolás Maduro, que fue perdiendo apoyo
popular tanto en las urnas como en las calles. Es cierto que las protestas
tienen más intensidad en algunos territorios que en otros, pero la
afirmación de que son solo los ricos de Altamira o del este de Caracas
quienes se oponen al gobierno es desmentida por la aplastante derrota del
Partido Socialista Unido de Venezuela (PSUV) en las elecciones
parlamentarias de 2015. Por eso después ya no hubo elecciones regionales (ni
sindicales en el caso de la estratégica petrolera PDVSA). Y por eso la
Constituyente fue diseñada de tal forma que el voto ciudadano se combinara
con el territorial y el corporativo, en una viveza criolla revestida de
principismo revolucionario. Que este domingo hayan ido a votar (lo que
equivalía a votar por el oficialismo) más electores que en los mejores
momentos de la Revolución Bolivariana habría sido, en efecto, un “milagro”,
como lo denominó Nicolás Maduro, incluso considerando la enorme presión
estatal sobre los empleados públicos y quienes reciben diversos bienes
sociales mediante el Carné de la Patria.

Si el populismo tiene un irreductible núcleo democrático pese a que suele
tensar las instituciones, este refiere a un apoyo plebiscitario del
electorado. Sin eso, el poder depende cada vez más del aparato militar, como
ocurre hoy en Venezuela (si Maduro tuviera la mayoría, podría convocar a un
revocatorio, ganarlo y cerrar, al menos transitoriamente, la crisis
política, como lo hicieron en su momento Hugo Chávez y Evo Morales). En
Venezuela, el agravante del poder militarizado es que los militares forman
parte de esquemas de corrupción institucionalizados que incluyen acceso a
dólares al tipo de cambio oficial (para luego cambiarlos en el mercado
paralelo con gigantescas ganancias) o el contrabando de gasolina o de otros
bienes lícitos y posiblemente ilícitos.

Y, para peor, la gestión del Estado devino en un autoritarismo caótico, con
desabastecimiento, cortes de luz, violencia urbana descontrolada y
degradación moral del proceso bolivariano. Atribuir todo a la “guerra
económica” resulta absurdo. Nunca puede explicarse por qué Bolivia o Ecuador
sí han podido manejar sus economías razonablemente bien.

No obstante, una parte de la izquierda regional defiende al madurismo en
nombre de la revolución y de la lucha de clases. El análisis empírico
desapareció y es reemplazado por apelaciones genéricas al pueblo, al
antiimperialismo y a la derecha golpista. Retomando a Russell: digamos que
estamos dispuestos a pagar el precio de los métodos represivos de Maduro,
¿qué resultado esperamos? ¿Qué esperan quienes, desde posiciones
altisonantes, anuncian que el domingo 30 de julio fue un día histórico en el
que triunfó el pueblo contra la contrarrevolución? ¿Qué cielo queremos tomar
por asalto? Resulta sintomático que la Constituyente no esté acompañada de
un horizonte mínimo de reformas y que se la justifique únicamente en nombre
de la paz, lo que deja en evidencia que se trata de una maniobra y no de una
necesidad de la “revolución”.

Resulta difícil creer que, luego del fracaso o la marginalidad de las
diferentes experiencias “anticapitalistas” ensayadas desde 2004 (cuando
Chávez abrazó el socialismo del siglo XXI), pueda emprenderse hoy algún tipo
de horizonte nuevo de cambio social. No es la primera vez, ni será la
última, que en nombre de la superación de la “democracia liberal” se anule
la democracia junto con el liberalismo. No es casual tampoco que gran parte
de la izquierda que sale a festejar la “madre de todas las batallas”
venezolana sea admiradora de Kadafi y su Libro verde. En Libia, el “líder
espiritual” llevó al extremo el reemplazo de la democracia liberal por un
Estado de masas (Yamahiriya) basado en su poder personal –aunque no tenía
cargos formales– y en una eficaz policía secreta que resolvía el problema de
la disidencia.

Se trata de una izquierda que podríamos denominar “nacional-estalinista”. Un
tipo ideal que permite captar un más o menos difuso espacio que junta un
poco de populismo latinoamericano y otro de nostalgia estaliniana (cosas que
en el pasado se conjugaban mal). De esa mezcla sale una especie de
“estructura de sentimiento” que combina retórica inflada, escasísimo
análisis político y social, un binarismo empobrecedor y una especie de
neoarielismo frente al imperio (más que análisis marxistas del imperialismo,
hay a menudo cierta moralina que lleva a entusiasmarse con las bondades de
nuevas potencias como China o con el regreso de Rusia, por no hablar de
simpatías con Bashar al-Assad y otros próceres del antiimperialismo). En la
medida en que la marea rosada latinoamericana se retrae, el populismo
democrático que explicó la ola de izquierda en la región pierde fuerza y
esta sensibilidad nacional-estalinista, que tiene a algunos intelectuales en
sus filas –varios de los cuales encontraron un refugio en la Red de
Intelectuales y Artistas en Defensa de la Humanidad– gana visibilidad e
influencia en los gobiernos en retroceso o en las izquierdas debilitadas. El
nacional-estalinismo es una especie de populismo de minorías que gobierna
como si estuviera resistiendo en la oposición. Por eso gobierna mal.

Hoy es habitual que se compare la Venezuela de 2017 con el Chile de 1973.
Claro que los gobiernos democrático-populares enfrentan reacciones
antidemocráticas de las derechas conservadoras muchas veces apoyadas por
Estados Unidos y es necesario enfrentarlas, lo que puede incluir estados
puntuales de excepción. Pero la comparación pasa por alto algunos
“detalles”. Primero, Salvador Allende se enfrentó a unas fuerzas armadas
supuestamente institucionales pero hostiles, de las que salió Augusto
Pinochet. En Venezuela, pese a la existencia de sectores antidemocráticos en
la oposición (hay que recordar el golpe fallido de 2002), las fuerzas de
seguridad están hasta hoy del lado del gobierno. Y su capacidad de fuego
sigue intacta.

Por otra parte, el gobierno chileno no estaba atravesado por la ineficacia y
la corrupción interna en los niveles en que lo está el chavismo actual,
donde hoy son estructurales. Quizás la comparación con Nicaragua puede ser
más enriquecedora: allá sí la injerencia imperial fue sangrienta y criminal,
y erosionó muy fuertemente el poder sandinista. ¿Es comparable con esa
ofensiva criminal una sanción económica a Maduro, quien, sospechamos, no
tiene cuentas en EEUU, o la estrategia de los “golpes de cuarta generación”,
que consistirían en la aplicación de un libro del casi nonagenario Gene
Sharp que se puede descargar de internet? El imperio conspira en todos
lados, pero en otros países de la ALBA más o menos bien administrados no
faltan los alimentos en los mercados y, por ejemplo, en el caso de Bolivia,
las cifras macroeconómicas son elogiadas por el Fondo Monetario
Internacional y el Banco Mundial. Mientras los gobiernos mantienen las
mayorías, el populismo democrático mantiene a raya a los
nacional-estalinistas porque conserva los reflejos hegemónicos y
democráticos activos y resiste el atrincheramiento autoritario.

Lo que sí permite trazar puentes entre el sandinismo tardío y el neochavismo
actual es la corrupción como mecanismo de erosión interna y degradación
moral, que en el caso nicaragüense terminó primero en derrota y luego en un
retorno –contra la mayoría de la vieja guardia sandinista– del matrimonio
Ortega-Murillo, hoy atornillado en el poder tras su conversión al
catolicismo provida y a una nueva y estrambótica religiosidad estatal,
combinada con un pragmatismo sorprendente para hacer negocios públicos y
privados –cada vez más imbricados en Nicaragua–. El precio a pagar en
Venezuela ¿sería para tener una especie de orteguismo con petróleo? ¿En
favor de eso algunos intelectuales le reclaman a Maduro mano dura contra la
oposición?

Claro que para la izquierda es importante diferenciarse del antipopulismo
–con sus aristas antipopulares, revanchistas, clasistas y también
autoritarias–, pero despreciar la perspectiva de la radicalización
democrática, acusando de liberales a quienes observan los déficits
democráticos efectivos y operando en favor de formas de neoautoritarismo
decadente, solo favorece nuevas derechas regionales. En lugar de dar una
disputa por el sentido de la democracia contra las visiones que la reducen a
la libertad de mercado, la pospolítica o un republicanismo conservador, los
nacional-estalinistas la abandonan y se atrincheran en una “resistencia”
incapaz de regenerar la hegemonía que la izquierda conquistó en la “década
ganada”. Lo que se argumentaba en nombre de un “socialismo del siglo XXI”
acaba en una parodia setentista.

Articular socialismo y democracia sigue siendo una agenda pendiente para la
izquierda: el riesgo contrario, que ya vivimos, es la defensa de la
democracia sin contenidos igualitarios ni proyectos reformistas capaces de
erosionar los procesos actuales de des-democratización. Por eso, en relación
con Venezuela, parte de la socialdemocracia latinoamericana tampoco puede
decir algo que vaya más allá de su apoyo a la oposición nucleada en la Mesa
de Unidad Democrática (MUD). Una salida pactada en Venezuela no puede
basarse únicamente en la normalización de la democracia política: debe
incluir también una defensa de los derechos económicos populares (una agenda
de democracia económica) frente a quienes, desde la oposición, buscan una
salida tipo Temer en Brasil.

Pero frente a los peligros de “temerización” de Venezuela, los
nacional-estalinistas pueden resultar contraproducentes: el creciente
desprestigio del socialismo, gracias al desgobierno de Maduro y la vuelta de
la asociación entre socialismo, escasez y colas, hace que las salidas
promercado ganen terreno y apoyo social. No obstante, la tentación de
construir el socialismo a palos –”si no es con los votos, será con las
armas”, Maduro dixit, o “con el mazo dando”, como Diosdado Cabello bautizó a
su programa de televisión–, en nombre de un pueblo abstracto o contra un
pueblo manipulado, sigue captando la imaginación y el entusiasmo de parte de
la izquierda militante continental. Para colmo, no hay ningún socialismo.
Pero los “filtros burbuja” de las redes sociales confirman convicciones y
posverdades, de manera bastante parecida a como operan los (violentos)
espacios de sociabilidad antipopulistas.

Lamentablemente, sin una izquierda más activa y creativa respecto de
Venezuela, la iniciativa regional queda en manos de las derechas. Analicemos
estos procesos con sentido crítico y hagamos todo lo posible para que
Caracas no sea nuestro Muro de Berlín del siglo XXI.

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