Cuba/Inédito: historia clínica del asesino de León Trotski [Leonardo Padura]

Ernesto Herrera germain5 en chasque.net
Lun Mayo 8 23:34:52 UYT 2017


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Correspondencia de Prensa

8 de mayo 2017

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Cuba

Inédito

Historia clínica del asesino de León Trotski

El novelista cubano escribe un capítulo desconocido del final de Ramón
Mercader en 1978.

Revista Ñ, 8-5-2017

https://www.revistaenie.clarin.com/

El doctor Miguel Angel Azcue, oncólogo, seguramente habría tardado
muchísimos años en saber quién había sido, en realidad, aquel paciente a
quien, en los primeros meses de 1978, le diagnosticó, sin margen de dudas,
un cáncer de amígdalas en fase avanzada. Incluso, es más que probable que el
médico jamás hubiera llegado a saber la identidad de aquel español cetrino y
avejentado que fue traído a su consulta por el propio director del hospital,
el doctor Zoilo Marinello.

Para que el 21 de octubre de 1978 el doctor Azcue pudiera enterarse de quién
había sido en verdad aquel paciente enigmático (y ya entenderán por qué uso
este calificativo) tuvo que ocurrir toda una serie de coincidencias,
preparadas y desarrolladas casi por un destino superior, interesado en
revelarle al médico una historia recóndita y alarmante.

El primer hecho imprescindible para que todo el montaje se hiciera efectivo
fue que el 20 de octubre, devorado por aquel cáncer que el doctor Azcue vio
y diagnosticó de inmediato, muriera en La Habana Ramón Mercader del Río, el
invisible asesino de Trotski. El segundo hecho indispensable es que, contra
lo que se había dispuesto, la noticia del fallecimiento de Mercader
atravesara las férreas cortinas del anonimato y el silencio, y por alguna
vía se filtrara a la prensa internacional. Porque, de más está decirlo, la
prensa cubana nunca publicó esa ni ninguna otra noticia relacionada con la
presencia durante cuatro años o con la muerte, en Cuba, del español que en
1940 había asesinado violentamente al segundo hombre de la Revolución de
Octubre.

Los otros hechos que se conjugaron para que el médico se asombrara hasta la
conmoción fueron que aquel 21 de octubre de 1978, el doctor Azcue y su
colega, el doctor Cuevas, salieran de La Habana hacia Buenos Aires para
participar en un congreso de oncología al que habían sido invitados. De no
haber existido ese congreso y la invitación, Azcue y Cuevitas –como todos
llaman al experimentado oncólogo cubano– no habrían estado a bordo de la
nave de Aerolíneas Argentinas, una de las que por ese entonces cubría el
trayecto La Habana-Buenos Aires. Pero es que si en lugar de viajar con la
compañía rioplatense, lo hubieran hecho con Cubana de Aviación, quizás Azcue
y Cuevas tampoco habrían accedido a la verdad: la diferencia radica en la
prensa que, en una y otra aerolínea, se entrega a los pasajeros. En Cubana,
prensa cubana; en Aerolíneas Argentinas, prensa argentina. Los periódicos
cubanos, como se ha dicho, hubieran contribuido a mantener a Azcue en la
ignorancia, al menos un día más, o tal vez muchos días más, quizás, incluso,
por siempre; la prensa argentina, en cambio, le mostró un titular que desde
el primer momento lo conmovió en muchos sentidos –“Muere en La Habana el
asesino de León Trotski”– y una foto que lo removió de arriba abajo: aquel
Ramón Mercader que aparecía en el periódico tenía que ser el mismo paciente
que, meses atrás, él y Cuevitas habían diagnosticado con cáncer... y así se
lo ratificó a Azcue su colega del Hospital Oncológico y compañero de fila en
el avión de Aerolíneas Argentinas donde, para casi completar las
conjunciones de esta historia, le habían entregado a los médicos un
periódico de Buenos Aires y no uno de La Habana.

Pero es que en realidad la historia de la relación del doctor Azcue con el
asesino de Trotski había comenzado treinta y ocho años antes, en México
D.F., cuando siendo un niño le escuchó decir a su padre que habían asesinado
al líder soviético en su casa de Coyoacán. Azcue, que había nacido en
España, había llegado muy joven en México y no se trasladaría a Cuba hasta
unos 20 años después, había vivido desde entonces con la curiosidad
desvelada por aquella historia que había conmovido no solo a su padre, un
republicano español, sino a millones de hombres en el mundo. Del asesino de
León Trotski pudo conocer, a lo largo de todos esos años, lo poco que todos
sabían: que su nombre (presumiblemente falso) era Jacques Mornard, que
aseguraba ser un trotskista desencantado aunque todos sabían que era un
embuste, que había matado a Trotski con un piolet, con mucha premeditación y
toneladas de alevosía, y que por ese crimen cumplía veinte años de condena
en cárceles mexicanas... y prácticamente nada más. Quizás esa misma nata de
misterio, silencio, complot y engaños que se habían condensado alrededor de
la figura del asesino, mantuvieron vivo, a través del tiempo, el interés de
Azcue por aquel hombre: lo mantuvo en México, lo trajo consigo a Cuba y lo
conservaba casi perdido en un rincón de su memoria –pero vivo y latente–
cuando subió en el avión de Aerolíneas Argentinas y abrió el periódico que
lo enfrentaría con una verdad conmovedora: él, Azcue, había tenido ante sí a
aquel asesino, le había hablado, lo había tocado y había sido el encargado
de decirle que muy pronto iba a morir.

Azcue siempre recordaría vívidamente la tarde en que el doctor Zoilo
Marinello lo enfrentó con aquel paciente. El hecho de que el director del
hospital le pidiera que, con sus otros colegas oncólogos especialistas en
“cabeza y cuello”, examinara a aquel español, que era un caso “suyo”, motivó
la curiosidad de Azcue. Luego, el hecho de que aquel hombre al cual, según
él mismo, lo habían visto muchos médicos (no dijo quiénes ni dónde) que no
habían sido capaces de diagnosticar el evidente y muy extendido cáncer de
amígdalas que lo estaba matando, generó la sorpresa del team de
especialistas y marcó una muesca en la memoria del médico. Por último, el
hecho de que el tratamiento de consuelo –unas pocas radiaciones– que Azcue y
sus colegas le aconsejaron al paciente, ante lo extendido de la enfermedad,
no le fuera suministrado en el Hospital Oncológico, sino en otra
institución, terminó de fijar en el recuerdo de Azcue la estampa de aquel
paciente específico que, de lo contrario, tal vez se habría convertido en
uno más de las decenas, cientos de personas que examinaba cada año.

En la recomendación del director del hospital había además varios elementos
que solo meses después, cuando supo quién era en verdad su paciente, el
doctor Miguel Angel Azcue comenzó a valorar: el doctor Zoilo Marinello era
un viejo militante comunista, hermano del político y ensayista Juan
Marinello, uno de los líderes del antiguo Partido Socialista Popular
(Comunista) más reconocidos en Cuba. Como el médico sabría mucho más tarde,
Ramón Mercader y su madre, Caridad del Río, tenían relaciones de amistad con
algunos de esos viejos militantes comunistas cubanos, entre ellos el propio
Juan Marinello y el músico Harold Gratmages, con el que –mucho, mucho más
tarde lo sabría Azcue– había trabajado Caridad cuando Gratmages fungió como
embajador cubano en París (1960-1964). Por lo tanto, si alguien sabía o
tenía que saber quién era el republicano español invadido por el cáncer, ese
hombre era Zoilo Marinello. No se trataba, pues, de una recomendación
corriente.

También fue años después de la muerte de Mercader y de haber sabido su
identidad, que el doctor Azcue tendría una nueva y extraña conmoción
relacionada con aquel tétrico y oscuro personaje. Ocurrió en la zona
montañosa del centro de la isla, el Escambray, donde existe un museo
dedicado a “la lucha contra bandidos”, como fue calificada desde los años de
la década de 1960 la guerra de baja intensidad que se desarrolló en esa zona
entre las guerrillas de opositores al sistema y las milicias y el ejército
revolucionario. En aquel museo, entre muchas fotos, hay una de un grupo de
combatientes “cazabandidos” en la que aparece un hombre que... ¡según Azcue
debe ser Ramón Mercader! ¿Es posible que cuando todos lo creíamos en Moscú
Mercader estuviera en Cuba, colaborando con los cuerpos cubanos
antiguerrillas o de contrainteligencia? Aunque las evidencias que se manejan
hacen poco factible esa posibilidad, el doctor Azcue piensa que solo si
Mercader tenía un gemelo, el hombre de la foto museable (no identificado en
las explicaciones escritas de la muestra) no es él.

Veinticinco años después de la muerte de Ramón Mercader, mientras yo
comenzaba a realizar la investigación para la escritura de la novela sobre
el asesinato de Trotski que titularía El hombre que amaba a los perros, tuve
la desgracia y la suerte de conocer al doctor Miguel Angel Azcue. El motivo
fue en principio doloroso y preocupante: a raíz de la extirpación de una
pequeña verruga que mi padre tenía en la nariz, la biopsia de oficio que se
realiza en esos casos había dado positivo, o sea, que existían células
cancerígenas. De inmediato me movilicé para ver qué podíamos hacer con mi
padre y, como siempre hacemos en Cuba, la primera opción fue buscar un
camino directo hacia la posible solución: el camino de los amigos.

Entonces le escribí a mi viejo amigo y compañero de estudios José Luis
Ferrer, que vive desde 1989 en Estados Unidos, pues su madre, la doctora
María Luisa Buch, había sido la subdirectora del Hospital Oncológico (a las
órdenes del doctor Marinello) y, aunque ella había muerto, seguramente
quedarían amigos en el staff de la institución. Por esta vía, apenas unos
días después llegué con mi padre de la mano a la consulta del doctor Azcue,
quien, desde el principio, tomó el caso como suyo y –hoy lo sabemos: y aquí
radica la parte afortunada de la historia– salvó la vida de mi padre.

Fue en una de esas visitas a la consulta del doctor Azcue y cuando ya le
había regalado algunos de mis libros y surgido una amistad extra
hospitalaria cuando le comenté que estaba preparando la escritura de una
novela sobre el asesino de Trotski. Recuerdo que la mirada del buen médico
se clavó en la mía antes de decirme, con sorna y con orgullo: –Pues yo
conocí a ese hombre y tengo con él una historia increíble...

* Leonardo Padura, escritor cubano. Premio Princesa de Asturias de las
Letras en el año 2015. Autor entre otros libros de “El hombre que amaba a
los perros” (Tusquets, 2009, primera edición)

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