Nicaragua/ La república pendiente [Sergio Ramírez]

Ernesto Herrera germain5 en chasque.net
Dom Ene 14 16:40:17 UYT 2018


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Correspondencia de Prensa

14 de enero 2018

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Nicaragua

La república pendiente

Sergio Ramírez *

La Jornada, 10-1-2018

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Hace 40 años, la mañana del 10 de enero de 1968, el periodista Pedro Joaquín
Chamorro fue asesinado por sicarios de la dictadura de la familia Somoza.
Iba solo, ajeno como era a guardaespaldas, al volante de su propio vehículo,
cuando los asesinos a sueldo lo emboscaron en un paraje desolado de las
ruinas de Managua, devastada por el terremoto de 1972 y le dispararon con
una escopeta y llenaron su cuerpo de perdigones.

Una frase suya lo define como pocas: Cada quien es dueño de su propio miedo.
Recibía constantemente amenazas de muerte porque en sus editoriales del
diario La Prensa, que dirigía, se mostraba inflexible con el sistema
somocista que a lo largo de casi medio siglo había desmantelado las
instituciones y sometido al país a la violencia represiva, la abyección, el
fraude electoral y la corrupción que, ejercida desde arriba, carcomía el
andamiaje social.

Pero no eran denuncias huecas, sino que llevaban los nombres y apellidos de
quienes a la sombra del Estado lucraban de negocios inmorales, la familia
reinante a la cabeza, pues no había letra del alfabeto donde los Somoza no
tuvieran empresas privilegiadas: desde el arroz de la A, a la Z de zapatos,
pasando por la X que correspondía a negocios desconocidos.

En la letra S se hallaba el más infame de todos, el de la sangre, que Pedro
Joaquín no cesaba de denunciar. La compañía Plasmaféresis, de la que
Anastasio Somoza Debayle era socio mayoritario, compraba la sangre a los
menesterosos para exportar el plasma a los mercados extranjeros. Lo manejaba
un personaje de origen cubano llamado Pedro Ramos, quien huyó de Nicaragua
hacia Miami al consumarse el asesinato.

Dueño de su miedo, con el que supo vivir hasta su muerte, nunca se detuvo y
se convirtió así en la conciencia del país en tiempos de desidia, temor y
silencio, de conformismo y desánimo. Y su muerte atroz fue capaz de acabar
con el silencio y el temor. Cada quien supo a partir de entonces que también
era dueño de su propio miedo, y que era necesario tomar conciencia del miedo
para acabar con el miedo.

Fue el principio del fin de la dictadura. Miles acompañaron su ataúd desde
la morgue hasta su casa, miles más lo siguieron hasta el cementerio, y la
indignación popular se desbordó en las calles cuando era velado en las
instalaciones de La Prensa en la carretera norte. Y llena de ese furor que
acabaría destronando a la dictadura, la gente incendió Plasmaféresis y otros
negocios de la familia en las vecindades. Una ola de fuego que ya nadie
detendría.

Esto de haber sido en vida la conciencia del país, y el detonante de la
insurrección popular con su muerte, es algo que la historia oficial le
escatima con absurda mezquindad. Es cierto que en 2012 la Asamblea Nacional
lo declaró por unanimidad héroe nacional; pero en el cerrado santoral de la
lucha revolucionaria, Pedro Joaquín no figura. La mano del poder lo ha
excluido.

Para el relato oficial sigue siendo una figura complementaria aceptada con
reticencia, porque no proviene de las filas partidarias; y colocarlo en el
lugar central que de verdad tiene en el desencadenamiento de la insurrección
nacional que empezó con su asesinato, significaría alterar el discurso
publicitario que asigna papeles de acuerdo con los intereses de quienes hoy
tienen el poder político. De ese mismo santoral han sido excluidos, o
colocados también en papeles complementarios, dirigentes guerrilleros de las
mismas filas sandinistas porque han caído en desgracia una vez convertidos
en adversarios, no pocos de ellos calificados de traidores.

Esta exclusión de una figura tan cimera como la de Pedro Joaquín demuestra
también que campea una filosofía de fondo en la historia oficial, elaborada
desde arriba, a la hora de explicar la revolución. La verdad es que se trató
de una gesta nacional en que concurrieron nicaragüenses de muy diferentes
tendencias, empezando por las tres en las que estuvo dividido el propio
sandinismo hasta pocos meses antes de la caída de los Somoza, marxistas de
diferentes signos y acentos, con concepciones diferentes de la lucha, lo
cual fue, en resumidas cuentas, un asunto de cúpulas intelectuales.

Pero ya a campo abierto, en la calle y en las áreas rurales, en las
universidades, en los centros de trabajo, quienes juntaron esfuerzos, con
las armas o sin ellas, para poner fin a la dictadura, formaban un amplio y
complejo mosaico ideológico en el que había marxistas, cristianos de la
teología de la liberación, y también cristianos tradicionales; socialistas,
socialdemócratas, liberales, conservadores, socialcristianos, y otros muchos
que sólo ansiaban vivir en un país libre y diferente. Conforme a esa base se
integró el primer gobierno de la revolución.

Claro que se necesitaban cambios profundos, y que la revolución no era sólo
un trámite para seguir en lo mismo de antes. La consigna que guió la lucha
armada hasta el final, de rechazar el somocismo sin Somoza, siempre fue
justa e imprescindible.

Y no hay duda de que el primero que habría respaldado esta determinación es
el propio Pedro Joaquín, quien toda su vida se supo colocar en una posición
frontal y abierta contra el somocismo, tanto que llegó a tomar las armas 20
años atrás, cuando vio todos los caminos democráticos cerrados; sufrió
cárcel y exilio, y nunca dejó, a riesgo constante de su vida, de ser el
opositor por excelencia a la dictadura, desnudando sus vicios y atrocidades.

Quienes piensan que habría querido un cambio a medias, se equivocan. Pero
quienes piensan que ese cambio pasaba por negar la democracia, y por
establecer una sola ideología desde el poder, también se equivocan. Siempre
habría sido un fiscal implacable del ejercicio de las libertades públicas y
de la institucionalidad democrática.

Si tantas veces le escuchamos decir que cada quien era dueño de su propio
miedo, también nunca se cansó de repetir que Nicaragua volvería a ser
república. Y esa es una tarea aún pendiente.

Masatepe, enero 2018

* Escritor y político. Fue vicepresidente de Nicaragua entre 1986 y 1990,
durante el gobierno de la revolución Sandinista. Sus novelas y cuentos le
han hecho ganar numerosos premios internacionales, como el Alfaguara (1980),
el Casa de las Américas (2000) o el Carlos Fuentes (2014).

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