Uruguay/ La infantilización de la violencia [Paula Barquet]

Ernesto Herrera germain5 en chasque.net
Dom Nov 11 18:30:30 UYT 2018


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Correspondencia de Prensa

11 de noviembre 2018

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Uruguay



Los nuevos hijos de la violencia



El fin de la inocencia. Portan armas y son usados para custodiar bocas
(lugares de venta de drogas). Juegan a armar metralletas con bloques y
siempre quieren ser ladrones en el poliladron. Se esconden si sienten el
ruido de un caño de escape y huyen ante un policía. La alarma suena entre
educadores: así son los niños que alumbra el delito.



Paula Barquet

Que Pasa, 11-11-2018

https://www.elpais.com.uy/



Sentado bajo la sombra de un alero, alejado del bullicio, Mateo Méndez
(sacerdote salesiano) piensa. Sin esfuerzo se abstrae del reggeaton, los
gritos divertidos de los niños, el correteo y las risas, y piensa: “Hay
franjas de la sociedad que están como detenidas en el tiempo. No recibieron
el impacto”. Una arañita se le mete en el pelo canoso, otra se le pasea por
el buzo, pero él ni se inmuta. Clava la mirada en un punto lejano, se queda
callado unos segundos y suelta: “¿Estamos ofreciendo lo que ellos
necesitan?”.



Es miércoles, son las 12 del mediodía y en Minga, el proyecto que dirige el
padre Mateo en Las Piedras, es hora de almorzar. La música se detiene, los
educadores llaman a los niños y todos entran al galpón en un silencio
inusitado. Desde hace un año, tres veces por semana, unos 60 niños en edad
escolar van a jugar, comer y recibir apoyo pedagógico al lugar que solía
estar reservado para sus hermanos mayores. Minga ya no es solo para
adolescentes, pero el motivo no es para festejo. Más bien es una urgencia,
una cruzada: meterse en sus vidas lo antes posible.



“Nosotros empezamos con chiquilines de 14 años, pero hoy estamos comenzando
a trabajar con chiquilines de nueve. Porque ya el de ocho porta arma.
Algunos hacen de mulitas. Entonces tenemos que retrotraernos cada vez más,
capaz que hasta el vientre materno, o antes. Y ver las generaciones
anteriores: cómo han sido, cómo han vivido, lo que han tenido, lo que les ha
faltado. Porque a veces uno se pregunta: ¿qué sentido tiene la vida? Mañana,
tarde y noche, es un desafío para ellos encontrar una razón. No pidieron
venir, los parieron, los trajeron, y ahí los dejaron. Van entreverándose,
entremezclándose entre las luchas cotidianas...”, reflexiona.



Esos “gurises que andaban medio sueltos” se integraron al proyecto, primero
una vez por semana, y como vieron que les gustaba aumentaron a tres. Luego
los educadores empezaron a visitar las escuelas y vieron que las maestras
notaban “cambios en la conducta” de los niños de Minga. En los más chicos la
medida está en el centro educativo, afirma el cura salesiano cuya
especialidad siempre fueron los adolescentes y por eso llegó a dirigir el
Instituto Técnico de Rehabilitación Juvenil (hoy Inisa) entre 2008 y 2009.



Dice Méndez: “Creemos que en el corazón de cada uno de estos gurises hay una
brasa cubierta de ceniza por el tiempo, el sufrimiento y el dolor. Que debe
venir un aire nuevo, lleno energía, que sea capaz de soplar y dar vida
nuevamente a esa brasita que está allí. Y comience un fueguito a tener vida,
a tener fuerza, que empiece a conectarse consigo mismo. Ya no es el
estúpido, el tarado, el mongólico, el no servís para nada, qué hacés acá, te
pasás durmiendo y no hacés nada, sos un vago, andá a salir por ahí a buscar
algo de comer para tus hermanos. El salir a buscar algo para el hermano se
puede interpretar de muchas maneras cuando se lo dicen al chico... y cuando
se lo dicen a la chica. ¿Qué hacemos cuando hay una niña de ocho, nueve años
violada por su propia madre? ¿Qué hacés cuando una madre es conocedora de
toda esta situación, y no puede hacer nada porque si no, se quedan sin el
sustento alimenticio que trae este dinero mal habido?”.



Su cruzada con los chiquitos consiste en darles elementos para que puedan
decir “yo me crié en este barrio, pero hay cosas de las que me tengo que
alejar”. Se busca generar un ambiente sano, un espacio diferente. “No está
bueno que traigan el barrio acá adentro. Queremos que vengan a encontrarse,
que sanen los vínculos rotos”, explica.



Y advierte: no es tan complicado. Quererlos es básico (lo decía Don Bosco) y
la fórmula parece ser “oído y corazón”, aunque dicha combinación no los
exime del fracaso: en Minga también tienen sus muertos, sus presos, sus
almas perdidas. Cuenta Méndez que en Las Piedras hay un adolescente que cada
vez que lo ve le pide disculpas por no haber respondido a “todas las
oportunidades” que le dieron. En su casa venden pasta base y él no logra
zafar del consumo. “No tenemos todas las respuestas”, concluye el sacerdote.



Hace dos semanas, unas 80 personas pertenecientes a proyectos de educación
católica no formal -centros CAIF, clubes de niños, clubes juveniles, centros
de formación de jóvenes, hogares 24 horas- se reunieron en el Instituto
Salesiano de Formación para realizar el primer “Proeducar socioeducativo”,
organizado por la Asociación Uruguaya de Educación Católica (Audec). Al
encuentro le llamaron “Infantilización de las violencias”.



Porque así como Mateo Méndez entendió necesario correr la edad de inicio de
sus propuestas, muchos más perciben que algo cambió; que la delincuencia no
es igual, que los problemas no son los mismos que 20 o 30 años atrás, y que
quizá sea tiempo de cambiar las propuestas. En dos días, por unas ochos
horas, educadores, psicólogos, trabajadores sociales y delegados del
gobierno expusieron sus miradas con un sentir común: el problema es grave, y
lo están corriendo de atrás.



La cenicienta



Mónica Domínguez recorre el colegio católico Banneux, la única institución
que ofrece primaria en el barrio Marconi. Hace 20 años que trabaja como
psicóloga allí. Va visitando los distintos niveles y cuando llega al sector
de los niños de cuatro años, uno la recibe disparando una metralleta hecha
de bloques del tipo Lego. En el recreo los ve jugar al poliladron y todos
quieren ser ladrones. Uno le dice a otro: “contra la pared, te voy a
revisar”. Más allá otro grita “marchá pa’ la policía”. Al rato, una maestra
intenta poner límites y un alumno la acusa: “te brilla la placa”.



El Marconi cambió para siempre el 27 de mayo de 2016. Había antecedentes de
violencia, pero nunca como lo de ese viernes. El cruce entre la Policía y
dos hombres que supuestamente habían robado una moto terminó en tiroteo y
muerte de uno de ellos, que tenía 16 años. Unas 100 personas enardecidas
cortaron Aparicio Saravia, quemaron llantas, atacaron un ómnibus, golpearon
y robaron a sus pasajeros, casi le cortan un dedo al conductor para robarle
la alianza, prendieron fuego el vehículo. El médico de una emergencia móvil
también fue agredido y terminó perdiendo un oído.



Ese día, como cada vez que hay una muerte, un allanamiento o un
enfrentamiento, muchos padres fueron a buscar a sus hijos al colegio con la
rara certeza de que estarían más seguros con ellos. Pero hubo niños que
quedaron a medio camino, atrapados por la batahola, rodeados de furia y
muerte. Los que se quedaron dentro de Banneux casi no se enteraron de lo que
pasaba afuera, rescata Domínguez. Los llevaron a un salón, les pusieron
música fuerte y les pasaron una película.



Después de aquella mañana fatídica se instaló una mesa entre la sociedad
civil y representantes del gobierno, que sigue funcionando mensualmente
hasta hoy. Se ha hecho de todo para revivir el sentir comunitario (hasta un
campamento intergeneracional, que tuvo lugar en Colonia hace dos meses). En
Banneux intentaron transmitir que aquellas eran solo 100 personas, cuando
solo en el colegio hay más de 400 alumnos y 50 funcionarios.



“Somos cuatro veces más, ellos no nos representan como barrio”, les dijeron.



Pero el daño ya estaba hecho y era profundo. Desde entonces, y agravado por
los operativos de saturación policial, empezaron a verse repercusiones en
las familias. Niños que ya no se sienten seguros en sus camas, niños que ven
un policía y corren, niños que escuchan un caño de escape y se esconden
debajo de la mesa, niños que dejaron de ir a clase.



“Me pregunto qué estructuras mentales generamos”, suelta Domínguez casi en
un sollozo. “Se genera una disociación grave en salud mental. Afuera pasa
esto, pero del portón para adentro debo tener otra manera de vincularme.
Queriendo o no, los estamos disociando. Y eso es grave a nivel de la
construcción de personalidad”, advierte la psicóloga.



Unos minutos después, en la puerta del colegio estacionan ómnibus con
alumnos que están llegando de campamento. Los esperan las madres, algún
padre, algún hermano. Los niños llegan radiantes, cada uno con su mochila y
su sobre de dormir. Vienen acompañados de animadores, casi todos exalumnos
de allí. En medio de ese entrar y salir de gente, ingresan a pie y con un
tímido “buenas tardes” tres policías. Alguien explica que “en algún lado”
tienen que comer, ir al baño, dejar sus cosas. Su presencia allí es un
recordatorio de la realidad.



Para Adrián Arias, subdirector de Audec y encargado de educación no formal,
la disociación que describe Domínguez es un problema habitual en los
proyectos católicos en los barrios periféricos, al que le gusta llamar
“fenómeno Cenicienta”. “Mientras dura, acompaña, pero a las 12 la carroza se
convierte en calabaza y los caballos en ratones”, dice. El niño vuelve a su
casa y, muchas veces, a la violencia. “La pregunta es: ¿cómo lograr un
acompañamiento más sostenido?”.



Domínguez y su compañera, la trabajadora social Fabiana Céspedes, suelen
hacerse otra pregunta. “Atendemos a 400 niños. El barrio se los come. ¿No
servimos para nada?”. La respuesta que las mantiene en pie proviene de la
directora del colegio, María Jesús Besteiro: “No hay medida de qué pasaría
si no estuviéramos”.



Vocación de sumar



El 14 de marzo de este año, Franco, de 12 años, jugaba con su primo en la
plaza Casavalle cuando una bala le impactó en el medio del pecho. Más tarde
se sabría que el disparo había sido fruto del choque entre clanes familiares
de narcotraficantes que se disputan el control territorial de la zona.



Franco se salvó pero esa fue, según Arias, la gota que derramó el vaso.
Desde Audec se convocó a una reunión con los proyectos católicos del
entorno. Fue el 21 de marzo en el colegio Banneux y asistieron 23 personas.
Duró toda la mañana. Recuerda Arias: “Ese día constatamos la utilización de
los más chicos en delitos, sobre todo del narcotráfico, como responsables de
traslados de drogas y armas. Los niños se usan como parte del sistema de
seguridad y alerta de las bocas”.



De las anécdotas y visiones de cada uno surgió también la naturalización del
narcotráfico como forma de vida. “Diez o 15 años atrás, las familias soñaban
con que el baby fútbol les diera un Suárez. Hoy el narcotráfico se instala
como modelo válido para salir de pobre”, dice el educador, que trabaja en
proyectos en Casavalle, Cerrito y Las Acacias. A su vez, se puso sobre la
mesa “el estrés y el dolor en el alma” que generan las situaciones de
violencia cotidiana que rodean a los niños: tiroteos, personas muertas en la
calle, helicópteros, allanamientos. “Los que vivimos en otros contextos
creemos que son cosas de otro país, pero no. ¿Viste Ciudad de Dios? A veces
es muy parecido”.



Aquella reunión concluyó con la necesidad de recibir más capacitación,
cuidar más a los equipos (si bien valientes, cada vez más temerosos ante la
escalada de violencia), y replicar y aprovechar otras experiencias de la
Iglesia.



Ese fue el germen que dio nacimiento al Proeducar del 26 y 27 de octubre.
Tras varios contactos a nivel mundial, resolvieron invitar a Ariel Ávila, de
la organización colombiana EducaPaz. Ávila les habló de la realidad del
crimen organizado hoy en América Latina, contó su experiencia en barrios
pobres de Bogotá, y les dio algunas pistas que los asistentes anotaron en
sus libretas: trabajar con las madres (muchos reconocieron que hay un debe
en este sentido), promover en los niños y adolescentes la creación de
proyectos de vida que “compitan” con la “seductora” vida delictiva, y
generar un clima socioeducativo que haga de estos proyectos lugares de
acogida.



La jornada terminó con la sensación de alarma instalada, y a la vez cierto
alivio por la certeza de formar parte de una red de contención. En Audec
todavía recogen los ecos del encuentro, pero tienen claro que su vocación es
aportar, sumar, y fortalecer su incidencia, “sobre todo en aquellos lugares
donde el Estado está viendo su capacidad desbordada”.

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Obras católicas llegan a 15.500 niños, la mayoría financiadas por el Estado



169 proyectos católicos de educación no formal están distribuidos en
contextos críticos del país.



2070 personas trabajan rentadas o voluntarias. El 77% son mujeres y el 55%
tiene menos de 40 años.



92% de los proyectos funciona en convenio con alguna institución estatal, en
su mayoría con el INAU.



94% brinda algún tipo de alimentación de forma regular. El 53% tiene alguna
actividad pastoral.



48% está enfocado a niños de cero a tres años. Los datos surgen de un censo
de Audec en 2016.

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Gobierno celebra la “mirada lúcida”



Ana Olivera, subsecretaria del Ministerio de Desarrollo Social, y Gustavo
Leal, director de convivencia y seguridad ciudadana del Ministerio del
Interior, participaron del encuentro de educadores católicos sobre la
infantilización de la violencia y no escatimaron en elogios para los
organizadores.



Dijo Leal: “Es una reflexión oportuna, necesaria, que habla muy bien de la
capacidad técnica y de observación de las instituciones que son parte de
Audec. Poner como foco el tema de la violencia en las intervenciones y el
cambio de dinámica que está habiendo, es muy oportuno. Lo celebro, lo
valoro, y creo que es un signo de distinción”.



Agregó que el encuentro fue “el primer espacio de reflexión” sobre este
problema y la necesidad de actualizar los instrumentos. “Porque el mundo
ñeri instala como valor la vida rápida, el consumo desenfrenado, y que la
vida vale poco. Y que como vale poco, hay que vivir a full. Y si un día te
la pegan, te la pegan. Esa dinámica, cuando se instala culturalmente, hay
que enfrentarla con un modelo cultural distinto. Hay que tener un espacio de
disputa cultural sobre estos valores”, advirtió.



Olivera dijo sentirse “consustanciada” con la mirada planteada en el
seminario. Dijo que ante los nuevos desafíos, “el Estado ha decidido no
retirarse, en confluencia con muchas oenegés”, y que esa decisión “implica
debatir sobre cómo intervenir”.

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