Francia/ "Los 'chalecos amarillos' se desarrollaron en un desierto político" [Michel Wieviorka - Entrevista]

Ernesto Herrera germain5 en chasque.net
Jue Abr 18 14:41:34 UYT 2019


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Correspondencia de Prensa

18 de abril 2019

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Francia 

 

Entrevista con Michel Wieviorka

 

«Los ‘chalecos amarillos’ se desarrollaron en un desierto político» 

 

Eduardo Febbro *

Nueva Sociedad, marzo-abril 2019

http://nuso.org/

 

La historia social nunca se acaba, menos aún en una sociedad como la
francesa donde la idea de igualdad organiza los pilares de la narrativa
nacional desde la revolución de 1789. Los «chalecos amarillos» irrumpieron
desde la periferia, desde el corazón herido de una Francia a la que se llamó
erróneamente «invisible». En un momento en el cual, como casi todas las
sociedades occidentales, el país atravesaba una profunda crisis de
representatividad, los gilets jaunes construyeron la suya en una zona de
aislamiento. A lo largo de todo el territorio, empezaron ocupando las
rotondas, es decir, ese lugar circular de cruce de caminos que comunica con
rutas que se internan en los pueblitos, esos páramos hace mucho tiempo
dejados al abandono por un Estado que cerró estaciones de trenes, escuelas,
correos y bancos. De aquella soledad periurbana o perirrural saltaron a la
capital francesa, ante el asombro de los analistas de París. El gobierno
francés se quedó mudo y paralizado, tanto más cuanto que venía de una serie
ininterrumpida de victorias rotundas contra los sindicatos y otros
movimientos sociales: impuso su reforma laboral sin muchos sobresaltos y
luego la reforma de uno de los mitos de Francia, la empresa nacional de
ferrocarriles, la sncf.

 

Los «chalecos amarillos» atravesaron los intersticios de las certezas del
poder y la copiosa ignorancia de los medios. Se vistieron con el chaleco
fluorescente que se debe llevar obligatoriamente en los autos y ganaron una
visibilidad incuestionable. Con el correr de los días, la visibilidad se
tornó en legitimidad y esta, en un respaldo masivo de la población. De las
rotondas, que jamás abandonaron, pasaron a París. En la capital francesa
armaron uno de los revuelos sociales más intensos de que se tenga memoria. A
diferencia de otros momentos de tensión social, los «chalecos amarillos»
desplazaron el punto de resistencia. En lugar de los barrios populares,
fueron a manifestar en el corazón de la riqueza: los Campos Elíseos y sus
súper ricas avenidas adyacentes, donde están concentradas las riquezas más
abultadas del mundo. El Estado se asustó. Llegó a sacar a la calle más
policías que manifestantes, reprimió con una violencia inaudita, arrestó de
forma preventiva, impidió a mucha gente que fuera a las manifestaciones de
los sábados. La represión policial dejó, al cabo de dos meses, cientos de
detenidos y heridos graves: mutilados de manos o pies, gente que perdió un
ojo. En defensa de su modelo, el Estado llegó a violar las propias reglas
que él mismo había fijado. Nada disuadió a los «chalecos amarillos». Aunque
se fueron dividiendo entre el sector más radical que anhela derribar al
gobierno en la calle y otro más moderado que aspira a convertir el
movimiento en una entidad política, la insurrección amarilla persiste tanto
como su mensaje original: vivimos en un sistema de acumulación demente y de
exclusión radical donde se pretende que unos pocos paguen las condiciones de
vida de la modernidad. No fueron de derecha ni de extrema derecha, ni
tampoco de izquierda o de extrema izquierda, ni tampoco ecologistas. Objeto
de múltiples intentos de manipulación y cooptación política, los «chalecos
amarillos» no entregaron su fuerza y su legitimidad al mejor postor. Su
aparición vino acompañada de varias invenciones sociales: no solo el
chaleco, también la articulación entre las redes sociales y la realidad y
esa forma inédita de haber bautizado cada manifestación de los sábados como
un «acto». Una forma de decir que la gran pieza de teatro sigue en el
escenario.

 

El sociólogo francés Michel Wieviorka ha seguido con rigor los rumbos de
esta insurrección popular. Wieviorka es uno de los intelectuales más
reputados de Francia. Su obra sociológica teórica se sitúa en una línea que
toma en cuenta la globalización tanto como la construcción individual y la
dimensión subjetiva de los actores. Con sus primeros trabajos, empezó a
construir una suerte de sociología de la acción a partir de los consumidores
de la década de 1970. Ello lo llevó a interesarse en los movimientos
sociales y en fenómenos como el racismo, el terrorismo y la violencia. En
1989, su libro Societés et terrorisme [Sociedades y terrorismo] le valió un
rápido reconocimiento internacional. Sus obras traducidas al español son: El
espacio del racismo (Paidós, Barcelona, 1982); La primavera de la política
(Libros de la Vanguardia, Barcelona, 2007); El racismo: una introducción
(Gedisa, Barcelona, 2009); Otro mundo. Discrepancias, sorpresas y derivas en
la antimundialización (fce, Ciudad de México, 2009); Una sociología para el
siglo xxi (uoc Ediciones, Barcelona, 2011); La violencia (Prometeo, Buenos
Aires, 2018) y El antisemitismo explicado a los jóvenes (Libros del Zorzal,
Buenos Aires, 2018). Presidente entre 2006 y 2010 de la Asociación
Internacional de Sociología (ais/isa), Wieviorka es actualmente director de
estudios en la Escuela de Altos Estudios en Ciencias Sociales y preside el
directorio de la Fundación de la Casa de las Ciencias del Hombre en París.

 

-¿Cómo definiría usted el levantamiento de los «chalecos amarillos»? ¿Acaso
fue una revuelta fiscal, una revuelta ecológica o, más globalmente, la
manifestación de un hartazgo general contra la desigualdad?

 

Ha sido un movimiento social en un contexto de crisis política y social. Es
una parte de la sociedad que dice no aceptar sus condiciones de vida, que
quiere pagar menos impuestos y, de alguna manera, rehúsa pagar la transición
ecológica. Se ha dicho que los «chalecos amarillos» eran una suerte de
Francia invisible. En realidad, era invisible solo para quienes no quisieron
verla. No era en nada invisible. Muchos trabajos han demostrado la
existencia de una Francia que no vive en las mismas condiciones en las que
se vive en el centro de París. En este país hay muchas desigualdades
sociales, hay regiones que se han convertido en desiertos. Cuando alguien
vive en un lugar donde ya no hay trabajo, ya no hay servicios públicos,
donde no hay escuela para los niños ni maternidad para atender los
nacimientos; cuando no hay más estaciones de trenes, ni correos, en suma,
cuando todo esto desaparece, la gente se dice: la vida no es posible.

 

Ha habido entonces una ceguera política acumulada por parte de los sucesivos
gobiernos.

 

El problema es el tratamiento político de todo esto. No ha habido propuestas
políticas pensadas seriamente para esta parte de la población. Esto empezó a
gestarse a finales de los años 70, principios de los 80. Pero no es el único
problema de este país. También está la problemática de los suburbios. Y todo
esto nunca fue objeto de políticas fuertes. No se pensó en reabrir servicios
públicos, no se pensó en tomar en cuenta a toda esa gente para la cual el
automóvil es indispensable. Hay muchas familias que necesitan hasta dos
automóviles. Viven lejos del lugar del trabajo. A menudo, marido y esposa
viven a 50 o 60 kilómetros del lugar de trabajo. Tampoco hay escuelas para
los niños y entonces tienen que ir a trabajar con el auto y también usarlo
para llevar y traer a los chicos de la escuela. Todos estos problemas nunca
fueron tratados de manera seria.

 

-Hay también dos elementos constantes que surgen con esta crisis: la
ruptura, en Francia, del sistema colectivo de solidaridad, y el abismo entre
la población, sus necesidades y la dirigencia política global. ¿Está de
acuerdo?

 

Sí. Francia, como muchos otros países, vive un proceso de fragmentación. Y
en este proceso desaparecen las formas de solidaridad colectiva, o se
transforman en nacionalismos y repliegue sobre sí mismo. Pero esto es apenas
un aspecto del problema. El otro es la crisis del sistema político. En
Francia, las formas clásicas de la democracia liberal, o sea, la
representación política, no funcionan más. Los partidos clásicos ya no
funcionan y esto explica en mucho los problemas. La gente siente que los
partidos políticos no la representan, que están lejos, que esos partidos
pertenecen a un tiempo antiguo y que no son los que necesita hoy. En esta
situación, el poder está desconectado de la población, sin capacidad de
mediación. Pero esta crisis de la representación no atañe solo a los
partidos políticos, también engloba a los sindicatos, a las asociaciones.

 

Estamos en un país donde las mediaciones políticas y sociales se están
debilitando, donde el poder ha funcionado de manera tecnocrática. Hay poca
política y mucha racionalidad que no toma en cuenta la vida de la gente. Los
partidos políticos no funcionan bien. Han perdido la capacidad de plantear
propuestas. Esta es la razón por la cual los «chalecos amarillos» se
desarrollaron en un desierto político. No hay correas de transmisión
política. Está el poder central del gobierno, el presidente, está luego el
pueblo y en el medio no hay nada para llevar a cabo una mediación. El
gobierno tiene la mayoría en la Asamblea Nacional, pero los diputados de su
partido, La República en Marcha, fueron muy, pero muy poco inteligentes.

 

Mucho se ha dicho en todo el mundo que Francia volvía a marcar la pauta de
la revuelta social. La izquierda radical ve en los «chalecos amarillos» la
realización del sueño de una insurrección ciudadana. Sin embargo, el perfil
de los «chalecos» es más complejo.

 

Los «chalecos amarillos» no hablan mucho de insurrección. Pero como la gente
necesita tener marcadores históricos, intenta buscar algo que ligue a los
«chalecos amarillos» con esas referencias. Y allí, desde luego, aparece la
Revolución Francesa. Sin embargo, los «chalecos amarillos» no son un
movimiento revolucionario. Sí, es cierto que se habla del presidente
Emmanuel Macron y del poder como del rey Luis xvi o de su esposa María
Antonieta. Sin embargo, no se trata de un movimiento revolucionario que
quiere tomar el poder. Hubo mucha violencia durante las manifestaciones,
pero no fueron los actores centrales quienes la desencadenaron. Son otros,
son gente que vino a romper cosas y a enfrentarse con la policía, son gente
que tiene ideas políticas de extrema izquierda o de extrema derecha. Admito
que hubo «chalecos amarillos» que actuaron de forma violenta, pero no son el
corazón del movimiento. No se trató de un movimiento que pretendiera acabar
en una revolución.

 

Allí está la idea de que, al no ser un movimiento identificado, puede ser
utilizado peligrosamente por uno u otro sector político.

 

En su corazón, el movimiento de los «chalecos amarillos» está diciendo:
tenemos problemas sociales y queremos que el poder nos responda de manera
social, o sea, queremos dinero para vivir mejor, queremos pagar menos
impuestos. Son, por consiguiente, demandas sociales. Pero fuera de los
«chalecos amarillos», en la extrema izquierda, se dice: «Este movimiento
quiere la revolución». En la extrema derecha se dice: «Los ‘chalecos
amarillos’ tienen que saber que los problemas de Francia son la inmigración,
el islam y la identidad nacional». Cada sector los etiqueta con sus ideas.
Pero la verdad es que los «chalecos amarillos» nunca hablaron así. Insisto:
no es un movimiento político, no es un movimiento de extrema izquierda o de
extrema derecha. Tal vez haya gente adentro radicalizada, más abierta a
ideas extremistas, pero en ningún caso fue ese el perfil de los gilets
jaunes. No tienen nada que ver con el comunismo, ni con el fascismo. Es muy
difícil hacer comparaciones, y no solo históricas, sino también en el
espacio de hoy. Hay gente que dice que los «chalecos amarillos» fueron un
poco como en Italia, con La Liga y el Movimiento 5 Estrellas, o como en
Reino Unido con el Brexit, o como los votantes de Donald Trump en Estados
Unidos y como en Brasil con Jair Bolsonaro. No son comparaciones válidas.
Los «chalecos amarillos» son una cosa única y muy distinta de todo lo demás.

 

-Hay en este movimiento algo que lo diferencia de todas las demás soluciones
que los países buscaron colectivamente a través de las elecciones. ¿No han
pedido un cambio de poder, que el poder cambie su forma de gobernar?

 

Exactamente. En Italia hay problemas del mismo tipo. La gente votó por Beppe
Grillo (5 Estrellas) o a favor de la extrema derecha de Mateo Salvini. En
Reino Unido los problemas también son similares, y allí la gente optó por
salir de Europa. A su vez, en Brasil, los electores llevaron a Bolsonaro al
poder. Entonces, lo que constatamos es que en todos esos países la respuesta
a los problemas sociales fue directamente política. La gente se dijo que con
cambios políticos su situación iba a mejorar. En Francia no pasó eso. Aquí,
la gente dijo: «Queremos una respuesta del gobierno a nuestros problemas».
Hubo una inteligencia colectiva impresionante.

 

Esto constituye ya una innovación en sí, pero hay más. Por ejemplo, los
«chalecos amarillos» nacieron en las redes sociales, pero con un perfil y
una dinámica distintos de los que se pudieron ver en otros países o en la
«primavera árabe».

 

Hoy no se puede hablar de movimientos sociales sin tomar en cuenta las redes
sociales, internet o los teléfonos móviles. Las nuevas tecnologías de la
comunicación son centrales. Sin embargo, la fuerza de los «chalecos
amarillos» consistió en decir: «Vamos a articular lo digital con la
presencia concreta en todo el territorio nacional». Es decir, la vida
concreta de actores que viven y se encuentran en cada lugar y, además, que
se tornan visibles con los famosos chalecos amarillos. Entonces, se trata de
un movimiento digital con, por un lado, internet y las redes sociales y, por
el otro, una dimensión visible en todo el territorio. Los «chalecos
amarillos» articularon las dos vertientes. Antes de los chalecos tuvimos
Ocuppy Wall Street en eeuu o los indignados del 15-m en España y otros
movimientos de este tipo. Ambos tienen una cierta manera de articular las
redes con un lugar concreto de encuentro. Pero claro, solo un lugar de
encuentro. Aquí, con los «chalecos amarillos», la ocupación, el encuentro,
fue en todo el territorio nacional. Además, el mismo chaleco amarillo les
dio una visibilidad muy fuerte que funcionó muy bien en la televisión. Desde
este punto de vista, estuvimos frente a un movimiento muy innovador. Han
sido muy visibles. Por otra parte, ha sido un movimiento horizontal. Aquí no
hay ningún líder carismático. Los «chalecos amarillos», al menos hasta
ahora, no quieren o no han sido capaces de promover a un líder fuerte.

 

-Este perfil que los caracteriza ¿no puede acaso volverse un problema, o
sea, acarrear su propia extinción?

 

Los «chalecos amarillos» enfrentaron el problema de transformar la
horizontalidad en una verticalidad de tipo político. Habrá que ver.

 

La lista de innovaciones es larga. Por ejemplo, incluye también la temática
ecológica. La revuelta nació con una protesta contra una medida
gubernamental destinada, en principio, a financiar la mal llamada transición
ecológica. El Poder Ejecutivo pretendía equiparar el precio del gasoil, que
es más barato, con el del combustible común.

 

Sí, el movimiento se desencadenó a raíz del aumento del precio de los
combustibles. La gente empezó a decir que los «chalecos amarillos» estaban
en contra de la transición ecológica. La verdad es un poco más compleja.
Después de que estallara la revuelta, el gobierno dijo que esos impuestos
eran para la protección del medio ambiente, pero la verdad es que se trató
más que nada de recaudar más impuestos, muy poco se habló antes de ecología.
Al mismo tiempo, los «chalecos amarillos» decían: «No estamos en contra de
la transición ecológica, pero ¿por qué tenemos que pagarla nosotros?». Son
un movimiento que no trata sobre la transición ecológica, no se mete con la
ecología, no se opone a la transición ecológica, pero termina introduciendo
la idea según la cual hay una contradicción: ¿qué queremos hacer? ¿Queremos
financiar la transición ecológica o queremos ayudar a los más pobres a vivir
normalmente?

 

-Pero toca el tema de la justicia fiscal, el famoso artículo xiii de la
Declaración de los Derechos del Hombre de 1789 donde se expresa claramente
que se paga según lo que se tiene. Allí aparece la noción plena de igualdad.

 

Ocurre que hubo una falta inicial, un pecado original cometido por el
presidente Macron. Cuando llegó al poder en 2017, lo primero que hizo fue
modificar el impuesto aplicado a las grandes fortunas, el isf. El gobierno
inició su trayectoria política con esta medida y otras más que estaban
claramente a favor de las empresas. La gente empezó a decir que el gobierno
les daba mucho a los ricos, a las empresas, y al final es a nosotros a
quienes nos toca pagar. Hay una idea muy fuerte de que Macron es el
presidente de los ricos y de los poderosos; que es, además, un presidente
arrogante, que habla de manera negativa y displicente sobre muchos temas.
Por ejemplo, una vez dijo que, para la gente que no tiene trabajo, es muy
fácil encontrar uno. «Basta con cruzar la calle y hay un trabajo». Tal vez,
a veces, sea así para algunos, pero para la mayoría de la gente no es el
caso. Hay muchos ejemplos sobre la falta de inteligencia política y sentido
social de muchos integrantes del aparato de poder. El caso más
extraordinario es el del presidente del grupo parlamentario del partido de
gobierno, La República en Marcha. En un momento de la crisis de los
«chalecos amarillos», Gilles Le Genre dijo: «Fuimos demasiado inteligentes».
Eso equivale a decir que los otros eran demasiado estúpidos. En suma, son
gente arrogante, gente que no sabe hacer política. Son gente que aplica la
política del poder.

 

En este sentido, el rechazo a la arrogancia de los ricos fue muy poderoso.
Jamás se había visto en Francia una manifestación en la que la gente
atacara, en París, el barrio de los ricos, ni menos aún los símbolos de la
nación, como el Arco de Triunfo o la Tumba del Soldado Desconocido. Esta vez
sí. No fueron la Plaza de la Bastilla, la Plaza de la Nación o la Plaza de
la República los escenarios de la confrontación, sino los Campos Elíseos o
la Avenida Foch. No hay que olvidar que este movimiento no nació en París
sino en el interior. Puede que haya gente en París con alguna simpatía o
sensibilidad cercana hacia los «chalecos amarillos», pero no fue la mayoría.
El corazón de los «chalecos amarillos» está fuera de la capital. En tiempos
pasados, los momentos importantes, insurreccionales, con movimientos
sociales fuertes, surgían en París, eran genuinos de la ciudad. Pero los
«chalecos amarillos» acuden a la capital desde el interior del país para
manifestar con la intención de ir lo más cerca posible del poder político. Y
el poder político está en París, en los alrededores de los Campos Elíseos.
El movimiento no manifestó en esos barrios porque ahí se encontraba el
dinero o la riqueza, sino porque allí se encontraba, precisamente, el poder
político. Y como el dinero, la riqueza y el poder político residen en los
mismos lugares, los unos porque viven allí y los otros porque en esas zonas
funciona, precisamente, el poder político, ocurrió lo que vimos. Al menos al
principio, los «chalecos amarillos» ocuparon los barrios pudientes no como
una crítica contra los ricos, sino para llegar lo más cerca posible de donde
estaba el poder presidencial.

 

-¿Qué lecciones deja la insurrección amarilla francesa en el campo político
y social?

 

Este movimiento significa que salimos de un mundo y entramos en otro.
Significa que salimos de un tipo de sociedad y nos dirigimos hacia un perfil
nuevo de sociedad. Y lo que realmente estaban diciendo los «chalecos
amarillos» era precisamente esto: no queremos pagar para este cambio. No
queremos ser ni los que van a desaparecer, ni los que van a empobrecerse. No
nos corresponde a nosotros pagar por este cambio. Los «chalecos amarillos»
plantean la pregunta clave: ¿quién va a pagar por eso?

 

La otra lección que aporta esta revuelta concierne a la forma misma de la
insurrección: hoy ya no hay movimientos sociales importantes si no son
capaces de articular lo digital, o sea, internet y las redes sociales, con
la presencia concreta, física, en el terreno. Ambos son necesarios. Si un
movimiento es solo virtual, no funcionará. Hacen falta las dos dimensiones:
las nuevas tecnologías de la comunicación y la presencia territorial masiva.
Esto es nuevo. El repertorio de las formas de acción colectiva ha cambiado.
Desde luego, no son los primeros que demuestran esto, pero los gilets jaunes
lo han llevado a la práctica de forma muy, muy fuerte. Hay más lecciones.
Este movimiento es simpático en términos sociales. No es un azar que 70% de
la población lo respalde. Sin embargo, los «chalecos amarillos» son una
catástrofe en muchas otras dimensiones: ¿cómo se construirá Europa con un
movimiento que obliga al gobierno a no obedecer las reglas comunes europeas
en términos de presupuesto? A su manera, los «chalecos amarillos» debilitan
la construcción europea. En segundo lugar, en cierta forma, los «chalecos
amarillos» han sido un movimiento en favor del automóvil, lo que es
contrario a la transición ecológica. Esto ocurrió en un país que era uno de
los líderes en la lucha contra el cambio climático. Los «chalecos amarillos»
son socialmente simpáticos y, al mismo tiempo, introducen problemas de otra
naturaleza. Y estos problemas son las temáticas del futuro. Se trata de un
movimiento defensivo cuyo costo consistirá en hacer que el futuro sea mucho
más difícil, inclusive para los actores del movimiento. Aclaro que los
«chalecos amarillos» no son antimodernos, pero sí dicen que no quieren pagar
por la modernización y el cambio. Es eso. 

 

* Eduardo Febbro, periodista. Es corresponsal en Francia del diario
Página/12. Fue responsable de redacción en Radio Francia Internacional.

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