Cuba/ Venezuela: lo que no debemos olvidar [Haroldo Villa]

Ernesto Herrera germain5 en chasque.net
Vie Feb 8 14:11:41 UYT 2019


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Correspondencia de Prensa

8 de febrero 2019

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Cuba

 

Venezuela: lo que no debemos olvidar 

 

El acercamiento de Cuba y Venezuela pareció reconciliar pasado y futuro. El
socialismo del siglo XXI venía al rescate del XX para, además, mejorarlo.
Pero no fue así y hoy, a veinte años de la Revolución bolivariana, Venezuela
se encuentra en una crisis de su modelo de populismo petrolero
crecientemente autoritario. Y Cuba transita su propia forma de restauración
capitalista. Pero Cuba y Venezuela comparten también una certeza: no hay
paraísos adonde regresar. Ni la Cuba pre-59 ni la Venezuela pre-Chávez eran
la panacea que hoy algunos creen. 

 

Haroldo Dilla *

Nueva Sociedad, febrero 2019

http://nuso.org/

 

Si queremos, como pretende este artículo, mirar a Venezuela desde Cuba, y
junto a Cuba, hay que retroceder hasta diciembre de 1994, cuando Hugo
Chávez, recién liberado de la prisión a la que fue condenado por su conato
golpista, llegó a La Habana y fue recibido por Fidel Castro con un ritual a
la altura de una promesa heroica. Chávez, quien no rebasaba los 40 años,
hizo un discurso antimperialista encendido que anunciaba al caudillo de
masas en ciernes, pero aún arrastraba la verticalidad adusta de los
cuarteles. Su visita a Cuba, dijo, estaba dirigida a la formación de «un
proyecto revolucionario latinoamericano mutuamente alimentado», lo que se
conseguiría cuando él accediera al poder por la vía electoral para abrir
otro período republicano que dejara atrás las muchas frustraciones
acumuladas.

 

Por supuesto que esto no era el comienzo de las relaciones entre ambas
sociedades. Desde que los comerciantes de La Guaira comenzaron a rellenar
sus botes en La Habana en el siglo XVI, Venezuela y Cuba han estado
compartiendo economía, cultura y política, en una relación agitada de
encuentros y desencuentros. Pero a partir de ese momento, y sobre todo de
1998 cuando Chávez logró una holgada victoria electoral sobre los escombros
de la república montada sobre el pacto de Punto Fijo, Cuba se hizo
imprescindible en el análisis del paisaje venezolano. En ocasiones para
denostar sus asesores militares y de seguridad o para ensalzar sus
profesionales de la salud. 

 

Para los cubanos comunes, Venezuela dejó de ser buena música salsa, para
devenir una suerte de reverdecimiento revolucionario en momentos en que la
revolución propia había perdido todo sex appeal y en que la persistente
mediocridad económica demandaba a gritos otro apoyo financiero solvente. La
relación fue tan cercana que algunos líderes chavistas -convirtiendo, como
decía Umberto Eco, el exceso de virtud en desenfreno del pecado- hablaron de
una federación política que los dirigentes cubanos se ocuparon de desechar,
como recordando precavidamente que una cosa era andar juntos y otra
pernoctar revueltos.

 

Es por estas razones que para hablar de Cuba, hay que hablar de Venezuela y
viceversa. No hacerlo es una omisión imperdonable. Pero hacerlo
sencillamente puede conducir a ilusiones, usuales en el escenario cubano,
sobre todo si el tema cae en el campo de las pasiones políticas. Cuando,
desde Cuba, se homologan las experiencias de ambas sociedades, se tiende a
ver a Venezuela a veces como pasado, y otras veces como futuro. En el primer
sentido, dirían los partidarios de la teleología castrista, Venezuela
atraviesa ahora un momento de clivaje y ruptura conducente a la
consolidación de un régimen político revolucionario, tal y como Cuba lo
vivió en los lejanos años 60. En el segundo sentido, dirían los siempre
inflamados opositores, Venezuela muestra un camino de insurgencia cívica que
Cuba no tardará en remontar para conseguir la restauración de un orden
democrático-liberal. 

 

Dos crasos errores, pues, aunque los discursos oficiales se encargaron de
acercar ambas experiencias todo lo posible, y remitirlas en conjunto a un
solo contexto histórico, habría que reconocer que junto a similitudes
visibles también han existido diferencias que definen la naturaleza y el
itinerario de sus procesos. 

 

Cuba vivió una auténtica revolución social –que finalizó básicamente a
mediados de los años 60– y dio lugar a un largo período post-revolucionario
que ha atravesado diferentes fases. Al erigirse sobre los escombros de una
dictadura militar (aunque también de una república devaluada por la
corrupción y la inequidad) pudo maniobrar exitosamente en función de un
sistema político totalitario que reprimió y exportó la disidencia con el
invaluable apoyo de la injerencia imperialista estadounidense. 

 

Al mismo tiempo, el sistema cubano consiguió articular un sistema eficaz de
provisión de servicios sociales, organizador del consumo personal
regimentado y que promovió la movilidad social de amplios sectores
populares. La existencia de este sistema es clave para entender la capacidad
del Estado cubano para sortear las mayores crisis, como ocurrió entre 1990 y
1994, cuando la economía se redujo en un 50%. El sistema de provisiones pudo
seguir funcionando aún en los peores momentos y sembrar la idea legitimadora
de una revolución-que-no-abandona-a-su-pueblo. Todo ello condimentó el
control político con fuertes dosis de consenso que aún hoy manifiestan
franjas importantes de la población.

 

El chavismo, en cambio, no fue una revolución –no cambió la estructura de
propiedad y poderes sociales, ni destruyó al viejo sistema político– sino
una briosa (y estridente) experiencia populista de izquierda llamada a
convivir con la burguesía y la propiedad privada capitalista. Y cuando
afectó a unos u otros con medidas radicales, ello fue más el resultado de
fugas hacia adelante que de planeamientos para el futuro.

 

Su dinámica dependió siempre de los precios del petróleo, como casi todo en
Venezuela desde hace 60 años, donde discursivamente tanto la democracia como
el socialismo han aparecido asociados a la bondad petrolera. Aunque el
sistema fue evolucionando hacia formas políticas autoritarias y
caudillistas, nunca eliminó la oposición organizada, ni consiguió el
ensamblaje monocéntrico cubano. Sus programas sociales –que tuvieron un
efecto positivo en la eliminación de la pobreza y la inclusión social entre
2003 y 2012– se organizaron en «misiones» de manera voluntarista y
asistémica, directamente subordinados al caudillo. Y el apoyo económico a
gobiernos y movimientos afines en aras de una revolución continental
bolivariana no produjo tal revolución, pero alteró la geopolítica regional y
erosionó dramáticamente los recursos nacionales. 

 

En la misma medida en que tanto el chavismo como el castrismo se originan
desde la disrupción política, y prometen un nuevo ordenamiento que denominan
socialista, ambos funcionan mediante la sobredeterminación de la política.
Pero mientras el castrismo garantiza su sobrevivencia navegando sobre ella,
el chavismo se deshace en jirones, sencillamente porque el régimen cubano
aprendió a usar la política como recurso económico, mientras que el
venezolano hizo lo opuesto. Si los dirigentes cubanos cultivaron una
particular habilidad para hurgar en los monederos ajenos, los venezolanos
convirtieron a su país en uno particularmente pródigo.

 

Desde el siglo XVI la sociedad cubana aprendió a convertir la política en
mercancía, y no creo que exista, a excepción de Puerto Rico, otra sociedad
que haya disfrutado de cuotas mayores de subsidios a lo largo de su
historia. Y la nueva elite postrevolucionaria se apropió exitosamente del
legado al mismo tiempo que combinaba de manera equilibrada acumulación y
gobernabilidad. En consecuencia, nunca tuvo una época económica dorada, pero
pudo evadir el desastre. 

 

El chavismo sí tuvo su época dorada. Fue cuando, con el petróleo a más de
110 dólares el barril, organizaba elecciones libres con 75% de participación
y más del 60% de votos favorables, reducía la pobreza significativamente e
interfería en toda la política continental. Aunque Hugo Chávez, con esa
elocuencia tan propia de los caudillos populistas, juró en una ocasión que
ni siquiera con «el petróleo a cero» se detendrían sus programas
revolucionarios, no hubo que esperar a tanto: el sistema se hizo añicos
cuando bajó a menos de 60 dólares el barril. 

 

La dulce convivencia del Estado corrupto con el mercado especulador se
convirtió en una mezcla letal para los venezolanos medios. Actualmente, la
economía venezolana no es capaz ni siquiera de beneficiarse de los precios
ascendentes del petróleo. Esa cualidad populista que pretende resolver las
crisis agregándole más crisis ubicó al país en el umbral de la hecatombe. 

 

Cualesquiera que sean los resultados en sus detalles, tanto Cuba como
Venezuela parecen haber llegado al final de un itinerario. 

 

Nada indica una ruptura en Cuba. La isla sigue ofreciendo –aunque cada vez
de manera más deficitaria– una vida segura aunque mediocre en un sistema
político severamente controlado y una oferta creíble de mejoría en otras
latitudes. La oposición –no importa ahora sus quilates morales y políticos–
es débil y poco influyente. La clase política post-revolucionaria
experimenta un proceso de recambio que implicará a una nueva generación
política dirigiendo la restauración capitalista (y su propia metamorfosis
burguesa) y re-articulando los pactos que le hacen posible, tanto internos
como externos. Todo indica, en cambio, una ruptura en Venezuela que debe
poner fin a un gobierno indigno y obsceno. Ello podrá ocurrir de muchas
maneras –unas política y humanamente más lamentables que otras– pero no
parece que el nivel de polarización actual pueda resolverse en una mesa con
los mismos actores. 

 

Pero, saltando las coyunturas, lo que puede resultar verdaderamente
importante es que ambas sociedades y sus elites emergentes entiendan que no
hay paraísos a donde regresar. Cuba no era –como imaginan los emigrados
cuando desempolvan fotos amarillas– un lugar a envidiar por su pulcritud,
desarrollo y libertad. Cuba era una república siempre frustrada, con niveles
angustiantes de corrupción, desigualdad y exclusión sociales y una
permanente injerencia estadounidense. Tampoco Venezuela lo era, cuando a
pesar de su riqueza petrolera y de la opulencia de su clase media, convivía
con niveles altos de pobreza y desigualdad, una corrupción alarmante y una
erosión política que se expresó con fuerzas en los años 90.

 

Las masas populares que apoyaron a la revolución cubana en 1959 y al desafío
chavista en 1998 no eran sujetos desorientados y carentes de discernimiento.
Eran personas, eso sí, que buscaban la esperanza –como anotaba Bertolt
Brecht– en callejones sin salida. Y lo hicieron rompiendo lo que fuese
necesario para acceder a la dignidad. Ello podría seguir sucediendo si no
entendiéramos que, como anotaba Ernesto Laclau, el capitalismo neoliberal
puede ser un enemigo peor de la democracia que el populismo. 

 

* Sociólogo e historiador cubano, profesor de la Universidad Arturo Prat y
la Universidad Católica en Chile.

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