Venezuela/ En un callejón sin salida [Temir Porras Ponceleón]

Ernesto Herrera germain5 en chasque.net
Lun Ene 14 09:48:29 UYT 2019


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Correspondencia de Prensa

14 de enero 2019

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Venezuela

 

En un callejón sin salida


 

Temir Porras Ponceleón *

Sin Permiso, 12-1-2019

http://www.sinpermiso.info/

 

El período durante el cual Hugo Chávez presidió los destinos de Venezuela
(1999-2013) estuvo marcado por logros indiscutibles, destacándose la
reducción de la pobreza. El chavismo también podría presumir de resultados
más que respetables en aspectos en los que se lo esperaba menos, como el
crecimiento económico: el Producto Interno Bruto (PIB), por ejemplo, se
multiplicó por cinco entre 1999 y 2014 (1). Seguramente esto explica sus
numerosos triunfos electorales y la longevidad de su hegemonía política.
Este contexto permitió refundar instituciones esclerosadas mediante un
proceso constituyente abierto y participativo, recurriendo a la vez de
manera sistemática al voto popular –a un punto tal que el ex presidente
brasileño Luiz Inácio Lula da Silva manifestó que en Venezuela “hay
elecciones todo el tiempo y cuando no hay, Chávez las inventa”–. A nivel
regional, la Revolución Bolivariana contribuyó a hacer posible la “marea
roja” que conquistó la región durante la primera década del siglo (2) y
llevó al poder a fuerzas progresistas, por la vía electoral, a menudo por
primera vez en la historia de países que parecían decididos a terminar con
su estatus de “patio trasero” de Estados Unidos.

 

No obstante, la muerte de Chávez (a los 58 años, en marzo de 2013) y la
transición política que llevó al poder a su sucesor designado, Nicolás
Maduro, en la elección presidencial anticipada del 14 de abril de 2013,
inauguraron un nuevo período. Y embrollaron los puntos de referencia.

 

Desde 2014, Venezuela atraviesa la crisis económica más grave de su
historia, que no solamente provocó una situación de angustia social, sino
que también contribuyó a profundizar la polarización política que
caracteriza al país desde hace dos décadas.  Ya se ha alcanzado un punto de
ruptura entre el gobierno y la oposición que pone en riesgo el
funcionamiento de las instituciones de 1999.

 

El carácter excepcional de esta crisis se debe, a la vez, a su duración y a
su severidad. En 2018, Venezuela estaría registrando su quinto año
consecutivo de recesión económica, con una contracción del PIB que podría
alcanzar el 18%, después de una caída de entre el 11 y el 14% en 2017. Como
el Estado venezolano no publica datos macroeconómicos desde 2015 algunos
sugieren que los organismos internacionales, tales como el Fondo Monetario
Internacional (FMI) o las grandes instituciones financieras privadas, pintan
un panorama más oscuro debido a prejuicios ideológicos. Sin embargo, cifras
gubernamentales que se filtraron confirman una caída del PIB del 16,5% en
2016 (3). Entre 2014 y 2017, la contracción acumulada de la economía se
establecería, así, en al menos el 30% (4), un derrumbe comparable al de
Estados Unidos entre 1929 y 1932 durante la Gran Depresión.

 

Una estrategia incomprensible

 

Las causas iniciales de la desaceleración económica constatada desde 2014 no
generan ninguna duda. En junio de ese año, los precios internacionales del
petróleo, que representa el 95% del valor de las exportaciones venezolanas,
alcanzaron un pico antes de desplomarse, pasando de 100 a 50 dólares en seis
meses y, luego, a 30 dólares en enero de 2016. Pero, contrariamente a lo que
sugiere la sabiduría popular, las mismas causas no producen de manera
mecánica los mismos efectos: todo depende de la estrategia que se pone en
práctica para responderles. En un contexto de conmoción exógena de una rara
violencia, la estrategia elegida por las autoridades venezolanas genera
perplejidad. Y esto, sobre todo porque la economía venía dando signos de
fragilidad mucho antes del desplome de la cotización del barril.

 

A pesar de un nivel de inflación estructuralmente alta (5) (de dos dígitos
en tiempos “normales”), el gobierno del presidente Maduro decidió mantener
una política de control del tipo de cambio que imponía una paridad fija de
la moneda nacional, el bolívar, frente al dólar estadounidense. No hacía
falta más para avivar el apetito de algunos, que rápidamente comprendieron
que el mecanismo les permitía comprar un activo seguro (la moneda
estadounidense) a un precio muy inferior a su valor real. Al favorecer de
esta manera la fuga de capitales, la política cambiaria del gobierno
transformó el país en un inmenso coladero de billetes verdes (6).

 

Hasta 2014, los ingresos petroleros siguieron siendo abundantes. Pero el
valor de las importaciones (con frecuencia sobrefacturadas) no dejaba de
aumentar, dado que alimentaba la estrategia de acumulación común a las
burguesías de los países petroleros: la “captura de renta”, que consiste en
transformar las reservas petroleras en dólares, utilizar esos dólares para
impulsar la moneda nacional y, por ende, el poder de compra de la población
y, finalmente, incrementar las ventas del sector importador, dirigido por la
elite. Y luego la cotización del petróleo comenzó a caer…

 

El Estado decidió financiar su déficit fiscal (la diferencia entre el total
de sus gastos y el de sus ingresos) recurriendo a la famosa “plancha de
billetes” y reducir sus importaciones restringiendo la venta de dólares en
el mercado oficial. Esta doble decisión marcó el comienzo del
desabastecimiento (7) y liberó las tendencias inflacionarias, pronto fuera
de control: al estar disponible una masa monetaria (la cantidad de billetes
en circulación) creciente para una cantidad decreciente de bienes y
servicios, la disparada de los precios era inevitable.

 

Entonces, la cotización del billete verde, buscado tanto por los
importadores como por su valor refugio, explotó en el mercado negro. Pronto,
el valor del dólar “paralelo” funcionó como referencia en la calle para la
fijación del precio de los bienes y de los servicios. Como el alza de los
precios erosionaba rápidamente los salarios y las finanzas públicas, el
Estado intentó sostener el poder de compra poniendo cada vez más billetes en
circulación. Entre 2014 y 2017, la masa monetaria dio un salto de un 8.500%.
Así, estaban reunidos todos los ingredientes para que la economía entrara en
hiperinflación. Sin sorpresa, el índice de precios al consumidor (una medida
común de la inflación) pasó del 300% en 2016 al 2.000% en 2017. Para 2018,
las estimaciones varían entre el 4.000% y el 1.300.000%. En ese último caso
en concreto, un bien comprado por un valor de 1.000 bolívares al 1º de enero
de 2018 costaría 13.000.000 el 31 de diciembre.

 

Complicación extra: 2016 y 2017 estuvieron marcados por importantes
vencimientos de pagos de deuda. A pesar de que los ingresos petroleros
estaban en caída libre, el gobierno de Maduro –siguiendo en esto la doctrina
de Chávez– respetó escrupulosamente sus compromisos. Al menos hasta
diciembre de 2017. En ese entonces, en un discurso por televisión, el
presidente anunció que entre 2014 y 2017 el país había desembolsado la suma
colosal de 71.700 millones de dólares de deuda.

 

Una vez más, la estrategia del poder para responder a las dificultades
suscita numerosos interrogantes. Decidir pagar las deudas implicó
“monetizar” activos de la nación, en otras palabras entregarlos en garantía,
o incluso venderlos, para reunir las sumas que necesitaba el Estado. En el
transcurso de ese período, Venezuela utilizó unas veces el oro monetario de
las reservas internacionales y otras veces recurrió a sus derechos
especiales de giro (DEG) del FMI (8). Cuando no solicitó directamente
préstamos a las compañías petroleras de países aliados, como la rusa
Rosneft, entregando como garantía el 49,9% de las acciones de uno de sus
activos más preciados, la empresa refinadora Citgo, cuya sede y operaciones
se encuentran en Estados Unidos.

 

En septiembre de 2016, la compañía petrolera nacional PDVSA les propuso a
sus acreedores un canje de obligaciones que, para alargar en (solamente)
tres años el vencimiento de una serie de títulos (de 2017 a 2020), ofrecía
como garantía el 50,1% restante del capital de Citgo, poniendo así en
peligro el control de esta sociedad por parte de PDVSA en caso de default de
pago. Esta operación de refinanciamiento parcial, la única bajo la
presidencia de Maduro, no atrajo más que a fondos especulativos, tentados
por la hipótesis de un default que les permitiría apropiarse de la
refinadora estadounidense.

 

Subsisten algunas preguntas: ¿por qué el Estado se sintió en la obligación
de pagar, en tiempo y forma, hasta el último centavo de su deuda, mientras
que desde 2014 sus ingresos se diluían? ¿Por qué, sin que ni siquiera fuera
necesario entrar en default, no buscó proceder a una renegociación global
con sus acreedores? El acceso a los mercados de capitales se volvía cada vez
más limitado y costoso a medida que la situación se degradaba, pero todavía
era posible una negociación asociando a China, socio financiero clave de
Venezuela que siguió proveyéndole dinero fresco (desgraciadamente, en
cantidad insuficiente) hasta la actualidad.

 

Extrañamente, no fue sino después de que la administración estadounidense
impusiera sanciones financieras contra el gobierno venezolano y PDVSA, en
agosto de 2017, cuando Maduro anunció su voluntad de renegociar los términos
de la deuda, esencialmente en manos de grandes fondos de pensión
estadounidenses. Ahora bien, las sanciones de Washington precisamente tenían
el objetivo de prohibir a las entidades estadounidenses participar en el
financiamiento de Caracas. En otras palabras, Venezuela esperó que la opción
hubiera desaparecido para considerarla. En diciembre de 2017, inauguraba un
default selectivo al no pagar, o hacerlo con mucho retraso, algunos de los
intereses de su deuda.

 

De manera paradójica, esta situación no tendría finalmente más que una
importancia secundaria si la producción petrolera no se hubiera desplomado,
pasando de casi tres millones de barriles por día en 2014 a menos de un
millón y medio en 2018. Como en el caso de la inflación, la caída de la
producción petrolera colocó al país en el centro de una espiral infernal: la
producción cae debido a la cruel falta de los capitales necesarios para las
inversiones, pero ese desplome reduce los ingresos del país, limitando las
perspectivas de la producción petrolera…

 

Raíces macroeconómicas de la crisis

 

Con la espalda contra la pared, el gobierno de Maduro denuncia una “guerra
económica” fomentada por el capital privado, nacional e internacional –del
que nadie duda de que no siente ni ternura ni admiración por Caracas–.
Señalar a un culpable puede dar un sentido político a las dificultades, pero
¿ayuda a resolverlas?

 

Ocupado en denunciar las maniobras del “imperio” y de los
“contrarrevolucionarios” durante su primer mandato, Maduro se negó a adoptar
una estrategia propiamente macroeconómica para responder a los desafíos a
los que se enfrentaba el país. A pesar de que la profundización de la crisis
le había asegurado a la derecha, en diciembre de 2015, una mayoría de dos
tercios en la Asamblea Nacional, a comienzos de 2016 fue nombrado jefe del
equipo económico del gobierno el joven profesor de sociología Luis Salas,
cuyo postulado más célebre afirma que “la inflación no es una realidad”.

 

Considerando así que la inflación era causada por el deliberado
desabastecimiento retirando los productos del mercado y/o inflando los
precios –en otras palabras, un proyecto de sabotaje económico–, el gobierno
concentró todos sus esfuerzos sobre el control de los precios. Una ley
relativa a los “precios justos” incluso limitó al 30% los márgenes
autorizados para cada uno de los que intervienen en las cadenas de
producción y distribución. Tal enfoque ignora que la inflación depende de
mecanismos macro-sociales que es extremadamente difícil, si no imposible,
contener forzando a los individuos –al menos, mientras no sean corregidos
los fundamentos macroeconómicos que producen el alza de los precios–. ¿De
qué sirve regular el precio de un bien muy preciado, un medicamento
importado, por ejemplo, si el incremento exponencial de la masa monetaria
implica que necesariamente encontrará comprador en el mercado negro a un
precio muy superior?

 

Cuando el proceso inflacionario se activa, el miedo generado pone en
movimiento una mecánica endiablada por la que cada uno, queriendo protegerse
contra un alza anticipada de los precios, ajusta el suyo y, al hacerlo,
contribuye in fine a un aumento generalizado. Una lógica devastadora: los
precios ya no se fijan con relación al costo de producción, sino con
relación a lo que se estima que habrá que pagar para producirlo nuevamente
en el futuro, o a los márgenes necesarios para la preservación de su poder
de compra en un contexto general de hiperinflación. Los grandes comerciantes
e industriales venezolanos seguramente participan en la amplificación de la
ola especulativa queriendo preservar sus márgenes en detrimento de los
consumidores. Sin embargo, es erróneo atribuirles la capacidad de generar
solos esta situación, que no sería materialmente posible sin una expansión
irracional de la masa monetaria.

 

El presidente Maduro se había mostrado escéptico en cuanto a la oportunidad
de operar un cambio de rumbo económico. En un discurso público ante
productores agrícolas, denunció a “esos economistas que quieren darnos
lecciones pero nunca plantaron un tomate en su vida”, antes de especificar
que la Revolución Bolivariana “no sigue los dogmas ni las recetas de esos
macroeconomistas que pretenden saberlo todo” (12 de septiembre de 2017).

 

Es saludable que responsables políticos expresen su independencia de
criterio respecto de cierto economicismo que con mucha frecuencia exige un
monopolio tecnocrático sobre la conducción de la política. Sin embargo,
decidir las orientaciones macroeconómicas de un país menospreciando
cualquier consideración técnica a veces representa el camino más directo
hacia la catástrofe.

 

¿Combatir la obsesión del equilibrio fiscal? Es una causa justa, siempre que
los déficits no sean de más del 20% del PIB durante cuatro años seguidos, y
para colmo sin que no tengan ningún impacto positivo –al contrario, incluso–
sobre la reactivación de la actividad, el poder de compra o la distribución
entre capital y trabajo de los frutos que se esperan de esa política.
¿Aumentar los salarios para proteger a la clase obrera del impacto negativo
de la inflación sobre el poder de compra? Una conducta elogiable, pero
únicamente si se logró abatir la hidra inflacionaria que devora todo
crecimiento nominal de los salarios. Ciertamente, la audacia de la que da
prueba el gobierno bolivariano para liberarse del formalismo en la
designación de los altos funcionarios provocaría la envidia de muchos
militantes de izquierda en otras latitudes; pero desnuda cierta imprudencia
cuando lleva a cambiar dos veces al presidente del Banco Central en menos de
dos años, teniendo como única continuidad la inexperiencia de cada nuevo
responsable.

 

Hubo que esperar la reelección de Maduro, el 20 de mayo de 2018, para que se
anunciara un plan de reformas económicas y tres meses más para que se
develara su contenido, el 17 de agosto pasado. Operando un giro de ciento
ochenta grados, el presidente reconoció que existían raíces macroeconómicas
en el fenómeno de la inflación, antes de anunciar que en adelante el Estado
se impondría una disciplina de hierro, fijando como meta alcanzar un déficit
fiscal cero. Otro cambio radical: la moneda nacional fue devaluada y su
cotización inicial en dólares fijada a la tasa del mercado negro,
anteriormente calificado como “dólar criminal”. Por su parte, el valor del
nuevo “bolívar soberano”, que reemplaza a la antigua moneda a la que se le
quitaron cinco ceros, evolucionará en una paridad fija con una criptomoneda
llamada “Petro”, cuya cotización sigue supuestamente la del barril (ver
recuadro).

 

Como prueba de su nueva orientación de apertura económica, el gobierno
derogó la ley de “ilícitos cambiarios”. En la misma oportunidad, fue
anunciada la libre convertibilidad del “bolívar soberano”, aunque en
realidad sea inaplicable debido al nivel anémico de las reservas
internacionales. De ahora en más los particulares y las empresas pueden
intercambiar divisas de común acuerdo, pero deben respetar la tasa fijada
por el Banco Central, lo que de hecho hizo reaparecer un mercado negro en el
que el dólar se cambia a tasas superiores.

 

El salario mínimo real, que se había licuado de 300 a cerca de 1 dólar
mensual en cuatro años, fue elevado en un 3.000%, para alcanzar cerca de 30
dólares mensuales. Además, el gobierno anunció que de ahora en más estaría
indexado a la cotización del Petro, con la esperanza de preservar su poder
de compra. Pero, sin que las modalidades prácticas de esta indexación
hubieran sido explicitadas, ya había perdido el 50% de su valor sólo dos
meses después de haber sido aumentado. El gobierno, anticipando un fuerte
impacto sobre los precios, se comprometió a tomar a su cargo el costo del
aumento de los salarios en el sector privado durante tres meses. Extraña
disposición: no hizo más que aplazar el impacto de su costo sobre los
precios al consumidor y, por ende, sobre la inflación. A fin de ayudar a los
asalariados a subsistir entre la fecha de los anuncios y el primer día de
pago, se concedió un bono equivalente a 10 dólares a todos los portadores
del “carnet de la patria”, un documento de identidad vinculado a una base de
datos controlada por la presidencia, requerido para ser beneficiario de los
programas sociales emblemáticos del gobierno, tales como las cajas
alimentarias a bajo precio.

 

En cuanto a los ingresos, el gobierno aumentó el Impuesto al Valor Agregado
(IVA) en cuatro puntos y tomó diversas disposiciones técnicas para recaudar
mejor el impuesto a las empresas. Pero, sin una vuelta al crecimiento, será
difícil que esas medidas alcancen. No hace falta decir, además, que ese
programa fuertemente expansivo está en completa contradicción con el
objetivo declarado de “déficit cero”. De hecho, a mediados de septiembre de
2018, menos de un mes después de los anuncios de Maduro, la base monetaria
se volvía a incrementar a un ritmo del 28%… por semana.

 

Peligrosa fuga hacia adelante

 

Más allá del debate sobre la coherencia y la eficacia de las medidas
anunciadas, la cuestión sigue siendo la de saber si un programa económico,
sea cual fuere, es capaz por sí solo de volver a poner de pie a Venezuela.
En efecto, ¿cómo un país que perdió más de la mitad de su producción
petrolera y más de un tercio de su PIB en cinco años puede cambiar la
tendencia, cuando las sanciones estadounidenses le prohíben el acceso al
financiamiento internacional? ¿Tiene sentido intentar tranquilizar a los
inversores proclamando su adhesión al dogma del equilibrio fiscal cuando la
suspensión del Parlamento deja planear dudas sobre la legalidad misma del
presupuesto o de las concesiones y contratos concertados por el Ejecutivo?

 

Entre su elección, en abril de 2013 y el derrumbe de los precios del barril,
en 2014-2015, Maduro fue amo de su destino: la principal dificultad a la que
se enfrentaba era la inadecuación de su política económica. Tras su derrota
en las elecciones legislativas de diciembre de 2015 y la suspensión de un
Parlamento decidido a derrocarlo, la crisis institucional abrió el camino a
una radicalización de las acciones de la oposición, primero en el frente
interno con la violencia insurreccional, luego a nivel internacional con la
estrategia del aislamiento diplomático y el estrangulamiento financiero. En
agosto de 2017, tras seis meses de violencia y la instalación de una
Asamblea Nacional Constituyente partidaria de Maduro, las sanciones de
Washington –acompañadas por maniobras para favorecer un golpe de Estado en
Caracas (9)– complicaron más aun el quebradero de cabeza.

 

Porque el descenso a los infiernos venezolano se produjo cuando el
continente americano vivía una profunda mutación política. Entre 2015 y
2017, los principales bastiones del progresismo sudamericano, comenzando por
Argentina y Brasil, cayeron en manos de coaliciones de derecha. Esos
gobiernos conservadores, animados por un espíritu revanchista, no solamente
manipularon la justicia para enviar tras las rejas a sus adversarios de
izquierda, sino que también coordinaron sus acciones a nivel regional para
terminar con un símbolo: la “Revolución Bolivariana” iniciada por Chávez.

 

Durante un tiempo relegada a un segundo plano bajo el peso de la “marea
roja” que sacudió al continente a principios del siglo XXI, la Organización
de los Estados Americanos (OEA), brazo ejecutivo del proyecto “panamericano”
de Washington, volvió a su rol tradicional bajo el impulso de un hombre
inesperado. Luis Almagro, que venía de abandonar sus funciones como
canciller de un gobierno progresista en Uruguay (10), se convirtió en su
secretario general en mayo de 2015, gracias al apoyo de una izquierda
latinoamericana aun mayoritaria en esa época. Con bastante rapidez, se
sintió investido de un rol de defensor de la democracia continental, pero
sólo pareció descubrir amenazas entre sus antiguos amigos políticos.
Despojándose de la prudencia diplomática que es indispensable para hacer
posible una mediación, tomó partido por la oposición venezolana, llegando al
punto de alentar la violencia insurreccional en el transcurso de 2017.

 

Sobre el delicado tema cubano, en torno del cual en 2009 había emergido un
bloque regional frente a Estados Unidos para terminar con el ostracismo que
sufría la isla desde la Guerra Fría, Almagro también se apresuró en abrazar
la línea de las derechas estadounidense y europea. A falta de una mayoría de
dos tercios, necesaria para iniciar un proceso de suspensión de Venezuela de
la organización hemisférica, el diplomático uruguayo apadrinó la creación de
una coalición de gobiernos conservadores que, bajo el nombre de “Grupo de
Lima”, intentó proyectar la imagen de un consenso regional alrededor de las
posiciones más duras respecto de Maduro. Algunos miembros del grupo pidieron
incluso la comparecencia del presidente venezolano ante la Corte Penal
Internacional (CPI). La entrada en funciones de Donald Trump esclareció el
espectacular giro de Almagro: su acuerdo con el ocupante de la Casa Blanca
resulta tan profundo que fue el único responsable latinoamericano que apoyó
la idea de una intervención militar, aludida por el presidente republicano.

 

Lejos de acercar a los actores venezolanos a un acuerdo político, esta fuga
hacia adelante regional los ha alejado. Una cantidad importante de
dirigentes de la oposición viven ahora en un exilio voluntario o padecido;
así, ya no disponen más que de estrategias internacionales, cuyos resortes
por el momento parecen limitarse a las sanciones adicionales o a una
intervención militar. Las primeras son la mejor garantía de un statu quo
político sumado a un desabastecimiento agravado; la segunda precipitaría la
catástrofe.

 

Si bien es necesario que la conducción económica de Venezuela recupere el
camino de la racionalidad, la crisis perdurará en ausencia de un arreglo de
los contenciosos políticos. Ningún plan propuesto por el equipo que está en
el poder –por pertinente que sea– permitirá el levantamiento de las
sanciones o el restablecimiento de las garantías jurídicas. El diálogo con
miras a un acuerdo de coexistencia política entre el gobierno y la oposición
ofrece la forma más simple (y la más pragmática) de impedir que el país se
hunda en el abismo. En lugar de incitar las divisiones, la comunidad
internacional debería orientar todos sus esfuerzos en esta dirección. 

 

Una moneda de valor incierto 

 

Creado en 2017, el “Petro” es un “criptoactivo” emitido por el Estado
venezolano. Su valor estaría garantizado por el equivalente de cinco mil
millones de barriles de petróleo que yacen bajo el suelo de un gran bloque
ubicado en la Faja del Orinoco, la mayor reserva de petróleo del planeta. Al
adquirirlo, el propietario de un Petro adquiriría al mismo tiempo los
derechos sobre un barril de petróleo de dicho bloque.

 

El proyecto suscita dos problemas. Una vez despojado de los neologismos
vinculados con el mundo de la criptomoneda –de moda hace algunos años–, el
Petro se parece extrañamente a una simple emisión de deuda soberana. Ahora
bien, para ser legal, toda nueva emisión requiere de la aprobación de la
Asamblea Nacional, con la que el gobierno venezolano se encuentra en
conflicto abierto desde que ésta está controlada por la oposición. Además,
la producción petrolera mantiene una curva descendente sin dar signos de
recuperación; esto complica la estimación del valor de un petróleo todavía
bajo tierra, cuya extracción futura requeriría de importantes inversiones
que Caracas no puede permitirse por el momento. De hecho, el bloque
“Ayacucho 1”, entregado en garantía del Petro, sigue sin producir nada. 

 

* Temir Porras Ponceleón Graduado de la Escuela Nacional de Administración
(ENA) de Francia (promoción Senghor). Ex asesor del presidente Hugo Chávez
en cuestiones de política exterior (2002-2004), ex jefe de gabinete del
presidente Nicolás Maduro (2007-2013) y ex vicecanciller (entre otras
responsabilidades en los gobiernos venezolanos entre 2002 y 2013). Profesor
invitado en el Instituto de Ciencias Políticas de París.

 

Notas

 

1. Pasando de 98.000 millones a 482.000 millones de dólares.

2. Véase William I. Robinson, “Les voies du socialisme latino-américain”, Le
Monde diplomatique, París, noviembre de 2011.

3. Esta cifra se hizo pública de manera indirecta a través del formulario
“18K” que el gobierno venezolano presentó en diciembre de 2017 ante la
autoridad de los mercados financieros de Estados Unidos (SEC), en tanto
emisor de deuda en el mercado estadounidense.

4. Anabella Abadi, “4 años de recesión económica en cifras”, Prodavinci,
28-12-17, prodavinci.com

5. En el caso de Venezuela, la inflación estructural se explica por la
propensión del país a reciclar su crecimiento económico en importaciones
antes que en el desarrollo de su aparato productivo (es decir, de su
capacidad para producir lo que consume).

6. Ese mecanismo, así como el contexto general que llevó a la crisis, está
explicitado en Renaud Lambert, “Contrarrevolución en la contrarrevolución”,
Le Monde diplomatique, edición Cono Sur, Buenos Aires, diciembre de 2016.

7. Véase Anne Vigna, “Hacer las compras en Caracas”, Le Monde diplomatique,
edición Cono Sur, noviembre de 2013.

8. “El DEG es un activo de reserva internacional creado en 1969 por el FMI
para complementar las reservas oficiales de los países miembros” (sitio web
del FMI).

9. Nicholas Casey y Ernesto Londoño, “US met Venezuela plotters”, The New
York Times, 10-9-18.

10. El del presidente José “Pepe” Mujica (2009-2014) y la coalición del
Frente Amplio.

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