Argentina/ Exterminar a todos los brutos. El mercado de la crueldad social [Ezequiel Ipar]

Ernesto Herrera germain5 en chasque.net
Dom Jun 9 13:10:13 UYT 2019


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Correspondencia de Prensa

9 de junio 2019

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Argentina



Exterminar a todos los brutos



Presuntos delincuentes rematados en el piso sin capacidad de defenderse,
indigentes prendidos fuego mientras duermen, adolescentes asesinados por la
policía en una persecución a tiros. Los otros, los débiles, los desiguales
son los destinatarios de violencias cada vez más extendidas que carecen de
reglas y buscan destruir cuerpos excedentes. ¿Cómo reemplazar el lazo social
forjado en el odio? Ezequiel Ipar escribe sobre el mercado de la crueldad.



Ezequiel Ipar *

Revista Anfibia, junio 2019

http://revistaanfibia.com/



En los últimos días, dos hechos nos muestran la trama de un tipo de
violencia que se viene intensificando con el aliento del poder político. El
primero ocurrió en San Miguel del Monte y tuvo hasta el momento una amplia
difusión. Cuatro adolescentes fueron asesinados y una joven continúa
gravemente herida luego de una persecución a tiros de la policía. Conocemos
sus nombres- Aníbal, Danilo, Gonzalo, Camila y Rocío- porque sus familias
exigen verdad y justicia frente a un crimen protagonizado por las fuerzas de
seguridad que dependen de la gobernadora de la provincia de Buenos Aires. El
segundo caso sucedió en la CABA y tuvo menos repercusión periodística. Dos
personas que dormían en la calle fueron agredidas por un hombre que se hizo
filmar mientras los rociaba con una sustancia inflamable y los prendía
fuego. Las víctimas fueron hospitalizadas pero no quedaron registros: son
anónimos para el sistema.



Ambos tipos de violencias se han serializado en el último año. Hace pocas
semanas, un policía remató en Rosario a dos personas tiradas en el piso,
cuando ya no representaban ningún peligro. En Comodoro Rivadavia una masa de
individuos se organizó vía WhatsApp y linchó a un vecino “problemático”, que
luego resultó inocente del delito que se presumía haber cometido. Todos
estos episodios cuentan con registros fílmicos. Algunos fueron captados por
las cámaras que debían proteger a los ciudadanos. Otros, por los
protagonistas que, orgullosos de su modo de ejercer la violencia por mano
propia, buscaron darle la mayor publicidad a los detalles de sus crímenes.



La intensidad con que circula esta violencia social permitiría afirmar que
el gobierno conservador cumplió sus promesas de campaña e insertó a la
Argentina en el mercado global de la crueldad. Hay ejemplos múltiples de
estas violencias en EEUU, Polonia e Italia, para no hablar de lo que está
sucediendo en Brasil o Hungría. En todos los casos, la presencia del poder
político habilitó a que la crueldad cobrara un valor de exhibición. Ahora,
la derecha global publicita los actos crueles sin esconder sus partes
siniestras. Los políticos los suben a sus cuentas de Twitter, las fuerzas
represivas los filman en un formato adaptado para las redes sociales y los
ministros premian frente a las cámaras el salvajismo extra-jurídico. Si este
contexto permite que se valore la crueldad, se debe en parte a las fuerzas
políticas que fabrican simulacros de legitimidad social con estos hechos,
pero también a que hay sectores de la industria cultural volcados de forma
masiva al Hate Show.



Para intentar comprender el contenido de este mercado de la crueldad,
tomemos como punto de partida una vieja reflexión de Freud. En los famosos
estudios sobre masoquismo y sadismo, Freud se pregunta si los sujetos logran
extraer placer del dolor ajeno y del sufrimiento propio, o si lo que se
escenifica de esa manera no refiere en realidad a otra cosa, a otro tipo de
búsqueda. Su última pregunta fue: ¿puede el dolor (propio y ajeno)
transformarse, “más allá del principio del placer”, en un fin en sí mismo
que termina sosteniendo a la identidad del sujeto? En este análisis el dolor
ya no aparecía como un “efecto no buscado” de la prosecución del placer,
sino como la meta misma de aquello que motivaba la acción del sujeto.
Parados en nuestra actualidad –y aunque deseemos evitar la antropología
escéptica del último Freud– no podemos negar la verdad de esta reflexión. En
el mercado de la crueldad actual no vemos placeres diferidos o dolores
asociados a la promesa de felicidad, sino escenas muy explícitas en las que
se promociona la necesidad del sufrimiento sin mayores justificaciones u
objetivos. En este registro, la política y la industria cultural no proponen
sufrir ahora para llegar al placer después, sino sufrir y hacer sufrir ahora
y después. ¿Cómo llegamos a esta repolitización del sufrimiento? ¿Cuál es el
público de este mercado de la crueldad? ¿Qué sabemos de estos sujetos que se
han enamorado de sus odios y los ventilan sin pudor en la esfera pública?
¿De dónde extraen su fuerza y su alcance?



Los procesos sociales son más complejos que los mecanismos psicológicos
involucrados en ellos, pero algunos detalles de los episodios recientes de
la Argentina nos pueden servir para comprender algo de estas violencias. En
casi todos los casos observamos un tipo particular de fuerza, una que se
ejerce como desigualdad absoluta: presuntos delincuentes rematados en el
piso sin armas ni capacidad para defenderse, indigentes prendidos fuego
mientras duermen en estado de completa desatención frente a su entorno,
niños y adolescentes perseguidos y atacados por varios policías mientras
juegan o cantan. Para trazar sólo una semejanza entre varias posibles, se
trata de la misma situación que padecen los migrantes cuando son reprimidos
mientras tratan de cruzar las fronteras. Los “otros” que funcionan como
destinatarios de estas violencias aparecen –tal como los representó
recientemente Trump en una audiencia televisiva– “no como personas, sino
como animales”. Y la solución propuesta también es unívoca, tal como lo
resume el lema de un popular periodista argentino: “uno menos, este no jode
más”.



Estas violencias y sus representaciones carecen de reglas, ya sean morales,
jurídicas o estratégicas. No buscan desplegarse dentro de un juego en el que
la defensa y el contra-golpe del otro también cuentan. En estos casos el
otro no se puede proteger, ni con el cuerpo ni con la palabra. Por eso es
difícil pensar al mercado de la crueldad actual cumpliendo una función
disciplinadora o “normativa” dentro de la sociedad. Más que modelar cuerpos
dóciles en el juego del poder y la resistencia, estas violencias buscan
destruir cuerpos excedentes, que fueron puestos antes como superfluos. Su
lógica no sólo explora y redefine los umbrales de la violencia legítima,
sino que parece inducir una dosificación de prácticas de exterminio, que en
algunos casos es simbólico y en otros es profundamente real.



Resulta muy difícil pensar a este proceso bajo una concepción estrecha de
causas y efectos, pero podemos destacar algunos elementos. Un vector
omnipresente son los animadores de la paranoia social, sujetos muy populares
e influyentes en la televisión y las redes sociales. Los nombres cambian,
puede ser un personaje vivaz como Tucker Carlson o una figura triste y
melodramática como Jorge Lanata, aunque el repertorio de horrores y los
mitos que construyen no sufre grandes variaciones. Una de las narrativas
básicas dice así: “los extranjeros vienen a robarnos, se aprovechan de
nuestro servicio de salud y seguridad social, traen enfermedades y una
naturaleza criminal. Los progresistas se aprovechan políticamente de ellos
mintiendo, pero con sus actos irresponsables ponen las vidas de todos
nosotros en peligro”. Lo único que no puede faltar en estos programas de
televisión es la estructura paranoica, que les permite descubrir tesoros
ocultos, conspiraciones y epidemias. Al mismo tiempo, como sus blancos no
tienen el estatuto ni de ciudadanos ni de personas, sino que aparecen
representados como enfermedades y demonios, estos conductores se permiten
hablar públicamente sobre sus “otros” rompiendo todas las formas del respeto
cívico y el discurso público. Con ese movimiento se presentan como
periodistas transgresores, aunque sólo hablen como burócratas que
administran los miedos sociales. Si bien sería difícil imaginar al mercado
de la crueldad contemporáneo sin este tipo de personajes, ellos están más
cerca del síntoma que de la causa de este neo-autoritarismo.



Un segundo factor lo encontramos en el método que usan estos movimientos
para hacer públicas sus verdades y determinar culpabilidades. En algunos
casos, este procedimiento puede ir acompañado del funcionamiento arbitrario
del poder judicial, como viene sucediendo en Brasil, Argentina y otros
países de América Latina. Pero también se puede recurrir al mismo principio
desde fuera de las instituciones. Lo importante acá es la categoría de los
“culpables ideales y necesarios”, para usar la fórmula que creó Barrès en
medio del caso Dreyfus. En un movimiento análogo al del nacionalismo
reaccionario de principios del siglo XX, cuando se acusa a alguien con este
método lo importante nunca es conocer la verdad y hacer justicia, sino
encontrar a alguien al que idealmente se le pueda adjudicar el papel de
enemigo de la sociedad. La incapacidad de la ideología neoliberal para
gobernar su propia crisis abre de forma constante diferentes conflictos. Es
en ellos que esa misma ideología le da sustento a un catálogo diverso pero
no azaroso de “culpables ideales y necesarios”: migrantes, opositores
políticos, mujeres, pobres, homosexuales. El razonamiento de Barrès también
resuena en nuestro teatro de la crueldad del siglo XXI: no importa si los
condenados resultan ser inocentes, porque lo importante es que al
condenarlos “hacemos más fuerte a la nación (Francia)”. La diferencia
consiste en que ahora, con esta razón de Estado, lo que se fortalece
(imaginariamente) no es la nación asediada por la crisis sino un sistema
económico oscuro que no acepta ninguna regulación democrática.



Para que el mercado de la crueldad y la sociedad del odio se consoliden,
también hacen falta discursos que trivialicen a los derechos humanos y a las
instituciones jurídicas, surgidos con el objetivo de que las tragedias del
siglo XX no volvieran a ocurrir. Despreciar y ridiculizar a los derechos
humanos aparece como el mejor camino para volver a la cultura del “nosotros
primero / nosotros sobre los otros”, que se combina con una economía en la
que la decisión política sólo selecciona víctimas de recortes, ajustes y
precarizaciones. El nosotros exclusivo que surge de esa cultura adopta
distintas formas (“los que aportamos”, “las zonas ricas”, “los
emprendedores”, etc.), pero siempre se dirige contra cualquier principio
igualitario y universalista, que los grupos más autoritarios identifican con
claridad en los derechos humanos. Representantes de movimientos políticos
como Trump, Macri, Bolsonaro y Salvini repiten en diferentes tonalidades una
misma melodía: “los derechos humanos protegen a los delincuentes”. Todos
ellos consideran que el recurso de la “solidaridad” como medio de
integración está agotado y promueven una identificación colectiva que solo
democratiza la participación en la guerra social. De allí que no sea
exagerado pensar a esta conjunción de trazos político-culturales como
fascismo posmoderno.



Con respecto al público, si bien existen varios destinatarios, hay algunos
procesos subterráneos que merecen atención. Un lugar destacado ocupa la
revolución de los adultos mayores, que se adaptaron rápidamente a Facebook y
WhatsApp pero no aceptaron la diversidad sexual, los cambios que traen las
migraciones, o el deseo de vivir en un contexto menos violento que el de su
generación. Desde su perspectiva, el mundo actual aparece como una orgía de
placeres, relaciones y experimentaciones de las que se sienten esencialmente
excluidos. Pero en sus fantasías invierten esta situación y piensan que los
invaden y desplazan de su lugar “natural”. Si en otro momento protestaban de
un modo pasivo, hoy reaccionan políticamente transformando en algo peligroso
y amenazante a todo eso que no entienden. Esto explica, en buena medida, los
cambios que está viviendo el viejo conservadurismo político. Una parte de
este grupo social hoy está más interesada en identificarse como defensores
de las trompetas del Apocalipsis que como sujetos que desean conservar una
herencia o un legado valioso. La revolución de los adultos mayores también
es muy susceptible a la mediatización de la crueldad, sobre todo por la
ajenidad con la que viven las transformaciones del mercado de trabajo. En
muchos contextos, se piensan a sí mismos como rentistas de un capital ya
desembolsado y no como ex-trabajadores beneficiarios de la seguridad social.
Todo esto los vuelve un público especialmente atractivo para los programas
políticos que incluyen castigos masivos, justicia divina, identidades
cerradas y formas del auto-reconocimiento en las que no se problematiza
demasiado el valor de lo que sucedió en los “últimos 70 años”.



Una vez instalada, resulta difícil pensar cómo se puede salir de la nefasta
combinación que componen el mercado de la crueldad y la sociedad del odio.
No va a ser fácil ponerle un freno de mano a un proceso que acelera “por
otros medios” el neoliberalismo. La consigna “el amor vence al odio” no pasa
de ser una plegaria en medio de la desesperación: si fuera cierta, el cuadro
no se hubiera agravado como se agravó en un contexto donde siguen rigiendo,
para darle forma a la voluntad política de los ciudadanos, las libertades y
las instituciones democráticas.



Tal vez no estemos condenados a que estos grupos sigan eligiendo el mismo
círculo que interpreta la actualidad a través del odio, pasa a la crueldad,
experimenta la frustración y vuelve a producir más odios. Pero no va a ser
fácil sustituir directamente el lazo forjado en el odio a los otros, los
débiles, los desiguales. El enorme desafío de la política democrática
contemporánea consiste en intentar superar las carencias y las fricciones de
una economía sin horizonte, navegando en la oscuridad inscripta en los
sujetos bajo la forma de una cultura del odio y la crueldad.



* Sociólogo (UBA), Doctor en Ciencias Sociales por la Universidad de Buenos
Aires (UBA) y Doctor en Filosofía por la Universidad de Sao Paulo (USP). Es
Investigador del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas
(CONICET) y profesor en el área de Teoría Sociológica en las universidades
de Buenos Aires (UBA). Actualmente dirige un proyecto del CONICET de
sociología crítica de la democracia en América Latina y participa como
investigador responsable en proyectos sobre Política y Cultura. Sus
principales áreas de investigación son: la teoría crítica de la sociedad de
la Escuela de Frankfurt, la filosofía de la Dialéctica Negativa, la
sociología de la democracia y la crítica de las ideologías.

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