Colombia/ Las causas del estallido de protestas [Dossier]

Ernesto Herrera germain5 en chasque.net
Vie Nov 29 10:14:53 UYT 2019


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Correspondencia de Prensa

29 de noviembre 2019

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Colombia

 

Se suma al ciclo de protestas en la región

 

Noviembre caliente 

 

Los colombianos viven la oleada de protestas más grande de las últimas
décadas. Represión, toques de queda y el asesinato de manifestantes han sido
los primeros reflejos del gobierno ante las demandas de múltiples sectores
sociales. Aunque, con el ejemplo de Chile en mente, el presidente llamó
luego a un diálogo nacional con el fin de rebajar la tensión, las demandas
de los manifestantes apuntan contra aspectos claves de su mandato.

 

Decio Machado

Brecha, 29-11-2019

https://brecha.com.uy/

 

Miles de colombianos, especialmente jóvenes, protagonizan durante este mes
de noviembre movilizaciones diarias en la nación cafetera. Todo empezó con
un gran paro nacional el jueves 21, algo que no ocurría en el país desde
1977. Entre los convocantes a estas marchas y al paro destacan sindicatos,
organizaciones estudiantiles, organizaciones de mujeres, indígenas,
ambientalistas y agrupaciones políticas opositoras al gobierno de Iván
Duque.

 

Para enfrentarlos, el gobierno colombiano ha utilizado la vieja táctica de
intentar instalar un clima de vandalismo generalizado en las
manifestaciones, con lo que busca criminalizar el reclamo social. Primero en
Cali, luego en Bogotá y posteriormente en otras localidades –a pedido del
presidente– se fueron decretando toques de queda “para garantizar el orden
público y la seguridad de los habitantes”, según declararon las autoridades.
De igual manera, las fuerzas armadas han tomado posiciones en las grandes
ciudades del país, de forma especial en Bogotá, donde desde el 18 de
noviembre las tropas están acuarteladas en estado de alerta.

 

Los allanamientos de viviendas y locales sociales de forma ilegal se han
dado por doquier en estos últimos días, al igual que las detenciones
arbitrarias. La estrategia implementada por el gobierno es expandir el
terror, algo a lo que el Estado está acostumbrado tras 60 años de conflicto
interno con la insurgencia. Imágenes de cuerpos de manifestantes lacerados,
intoxicados por el gas pimienta han sido retransmitidas en redes sociales
hasta la saciedad. Según la propia Policía, ya son cuatro los muertos y hay
al menos 180 detenidos. Los organismos de derechos humanos, por su parte,
hablan de al menos 500 heridos.

 

En ese contexto, el asesinato del estudiante de 18 años Dilan Cruz a manos
del Escuadrón Móvil Antidisturbios (Esmad) ha abierto un debate social que
se ha incorporado a las demandas de algunos de los sectores movilizados:
disolver este violento cuerpo represivo que forma parte de la estructura de
la Policía Nacional. Este jueves 28, el Instituto Nacional de Medicina Legal
y Ciencias Forenses de Colombia concluyó en que la muerte a comienzos de
esta semana de Cruz se debió a un homicidio. La forma en que se cercenó su
corta vida no deja lugar a la discusión: en el informe forense se indica
claramente que “la muerte del joven es secundaria al trauma craneoencefálico
penetrante ocasionado por munición de impacto disparado por arma de fuego,
lo cual ocasiona severos e irreversibles daños a nivel de encéfalo”.

 

A Cruz le habían disparado el sábado pasado, durante la represión de una
protesta, a manos del Esmad, con un cartucho de carga múltiple y munición de
impacto tipo bean bag, en un arma de fuego tipo escopeta calibre 12, un tipo
de armamento permitido para el cuerpo antidisturbios. Pancartas y grafitis
alrededor del Congreso manifiestan en estos momentos el reclamo popular: “No
más Esmad”, “Esmad asesinos” y “Desmonte Esmad”. A su muerte se sumó este
martes 26 la de Brandon Cely, un soldado de 21 años que se grabó a sí mismo
apoyando las manifestaciones y que, amedrentado por sus compañeros y por el
mando militar, decidió quitarse la vida.

 

Mala educación 

 

En la actualidad, tras 15 meses en el poder, Duque roza un 70 por ciento de
desaprobación entre la población. De hecho, el pasado mes de octubre, su
partido, el Centro Democrático, perdió las elecciones seccionales en
ciudades como Bogotá, Cali e incluso Medellín, un feudo político del líder
de su partido, el ex presidente Álvaro Uribe. Precisamente es en estas tres
ciudades donde las protestas se han hecho sentir con más fuerza durante este
caliente mes de noviembre.

 

El peso juvenil en estas protestas viene marcado por dos circunstancias
especiales: el enorme distanciamiento existente entre este sector social y
el establishment político colombiano –sea este conservador o progresista– y
la lucha de los universitarios en las calles en reclamo de una educación
gratuita y de calidad. En los meses previos al estadillo actual, habían sido
varias las movilizaciones protagonizadas por los estudiantes de la enseñanza
superior que pedían más presupuesto y atención para la educación pública.
Colombia, un país que se jacta de ser parte de la Organización para la
Cooperación y el Desarrollo Económico (Ocde), aparece entre los más
rezagados de sus Estados miembros si se tienen en cuenta los indicadores
referidos al nivel formativo de su población estudiantil. Por otro lado, tan
sólo el 9 por ciento de los estudiantes provenientes de familias pobres
colombianas llega a acceder a la universidad, frente a un 53 por ciento de
acceso de estudiantes provenientes de familias pudientes.

 

Las organizaciones estudiantiles –especialmente las universitarias– están
exigiendo ahora el fin de los recortes presupuestarios en la educación, el
cumplimiento de los acuerdos alcanzados con el gobierno con anterioridad a
las protestas (dotación presupuestaria, aplicable en cuatro años, de más de
1.300 millones de dólares para la educación superior en instituciones
gratuitas) y el cese de la corrupción enraizada en la gestión de las
universidades estatales.

 

Este reclamo ha tenido particular eco en el resto de la población, en vistas
de que la corrupción en la gestión pública en Colombia tiene un carácter
generalizado y estructural. Dicha situación genera pérdidas para el país,
cuantificadas por la Contraloría General de la República, en torno a los
15.000 millones de dólares. Colombia no ha sido tampoco inmune a los
millonarios escándalos de la constructora brasileña Odebrecht, a los que se
suma el de la Refinería de Cartagena, un caso de malversación de fondos
públicos que salió a la luz en 2016 y que es aún investigado por la
justicia, con implicación de funcionarios de los gobiernos de Álvaro Uribe y
de Juan Manuel Santos.

 

“¿De qué me hablas, viejo?”. Sin embargo, quizá el detonante más importante
detrás de la convocatoria del conjunto de las protestas de estos últimos
días fue la revelación de la masacre de al menos ocho niños en un operativo
de las fuerzas de seguridad, ocurrida el 30 de agosto en un campamento
guerrillero ubicado en el departamento de Caquetá. Estas muertes, como ha
sido habitual durante los años de plomo, habían sido ocultadas a la opinión
pública por parte del gobierno de Duque y al salir a la luz a comienzos de
noviembre causaron una profunda indignación popular y la salida del
Ejecutivo de Guillermo Botero, hasta entonces ministro de Defensa.

 

El caso se conoció por la población recién el martes 5, cuando durante un
debate parlamentario sobre una moción de censura contra Botero, el senador
Roy Barreras, del Partido de la Unidad Nacional, lo acusó de ocultarles a
los colombianos que había “bombardeado a niños”. Ante eso, el ministro
decidió renunciar antes que ser censurado por el Congreso. Algunos días
después de lo sucedido en el parlamento, un periodista interpeló sobre el
tema al presidente Iván Duque, durante un acto político en Barranquilla. La
contestación del mandatario, que quedó grabada en un video filmado por el
propio periodista, circuló rápidamente en las redes sociales: Duque escucha
la pregunta, responde: “¿De qué me hablas, viejo?”, y raudamente se aleja en
otra dirección.

 

En el mismo departamento del Caquetá, donde sucedió la muerte de los ocho
infantes, se vive una cada vez mayor espiral de violencia por la presencia
de grupos armados, disidencias de las Farc, paramilitares, bandas
narcotraficantes y las propias fuerzas armadas. Se trata apenas de un
capítulo más de una situación que ya se ha cobrado la muerte de gran
cantidad de colombianos, entre ellos decenas de líderes comunitarios en todo
el país. Las organizaciones indígenas convocantes al paro nacional con el
que comenzaron las protestas reclaman al gobierno el cese de la impunidad
frente a los ya 134 líderes sociales asesinados desde que Iván Duque asumió
la presidencia de la República en agosto de 2018.

 

De igual manera, los manifestantes reclaman por la intención gubernamental
de reformar el actualmente reconocido derecho a la protesta social, reforma
que, según denuncian los convocantes al paro, tiene como finalidad articular
campañas de criminalización social y jurídica sobre quienes se movilizan en
las calles. Además, existe un descontento generalizado con el gobierno por
su incumplimiento permanente de los acuerdos alcanzados con organizaciones
sociales de distinta índole: indígenas, campesinas, ambientales, de la
educación y, especialmente, sindicales.

 

Agenda neoliberal 

 

A los sindicatos les preocupa especialmente la reforma laboral perseguida
por el oficialismo con el respaldo de la Ocde, la Asociación Nacional de
Instituciones Financieras, el Consejo Gremial y varios partidos
conservadores con representación en el Congreso. El proyecto busca
flexibilizar aún más el mercado laboral existente mediante medidas como que,
en su primer empleo, a los jóvenes se les pague tan sólo el 75 por ciento
del salario mínimo establecido. En paralelo se plantea una lógica de
contrataciones por hora que hace imposible –en el marco de persistencia del
desempleo propia de la inestabilidad macroeconómica que caracteriza al
actual capitalismo– que los trabajadores puedan lograr una jubilación digna
al final de su vida laboral.

 

Entre las cuestiones que inquietan a las organizaciones de trabajadores
también está la reforma del sistema de pensiones planteada por Duque. Las
centrales obreras se resisten al intento de implementación del modelo
chileno en Colombia, con el que se busca eliminar el fondo estatal de
pensiones, Colpensiones, y entregar los aportes de empresas y trabajadores a
manos de fondos privados. Dicha reforma, promovida por las instituciones de
Bretton Woods, como el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial,
cuenta con el apoyo del sector financiero privado y las organizaciones
patronales del país, y es defendido por el ministro de Hacienda, Alberto
Carrasquilla. Para el jerarca, esta sería la única manera de atajar la
crisis pensional que vive Colombia de cara a su insostenibilidad en veinte o
treinta años.

 

Otra propuesta del gobierno que enfrenta gran resistencia social es la
reforma tributaria planteada desde la Casa de Nariño. Aquí la cosa es muy
sencilla, denuncian los sindicatos: el Ejecutivo pretende rebajar la presión
fiscal sobre empresas nacionales y transnacionales que operan en la economía
colombiana a cambio de incrementarla sobre la clase media y los
trabajadores. En paralelo, Duque plantea privatizar las empresas más
rentables del país: la petrolera estatal Ecopetrol y la eléctrica Cenit,
además de todas aquellas empresas públicas en las que el Estado sea
propietario de al menos el 50 por ciento del accionariado (en torno a 40
compañías de distinta índole).

 

Un divorcio evidente 

 

Por último, y no menos importante, hay un tercer elemento que salió a
relucir en estas protestas en curso: el acuerdo de paz. Recordemos que este
acuerdo con la principal guerrilla colombiana –las Farc– fue firmado por el
presidente anterior, Juan Manuel Santos, en 2016. Duque y su partido
desarrollaron en aquel entonces una fuerte campaña en contra de dicho pacto.
Ahora, uno de los principales ejes de intervención del actual partido de
gobierno ha sido intentar obstaculizar la negociación y los compromisos
acordados por la gestión anterior.

 

La confluencia de todas estas frustraciones, demandas, reivindicaciones y
resistencias desencadenaron una ola de protestas con un respaldo popular
como hace décadas no se veía en Colombia. Sin duda, el fin de 60 años de
conflicto armado con las Farc ha influido positivamente en la nueva
articulación de estas luchas sociales bajo un rechazo generalizado a la
gestión del presidente Iván Duque (véase “Cómo se cuece el sancocho”, en
página 19).

 

Las enormes movilizaciones en curso hicieron que Duque reaccionara de forma
relativamente rápida. El mandatario colombiano ofreció, a poco de comenzadas
las protestas, un diálogo nacional con el fin de rebajar la tensión social
existente y desmovilizar a la ciudadanía, pero el ofrecimiento no estuvo
acompañado de propuestas ni respuestas directas a los reclamos de las
multitudes, lo que le hace carecer de credibilidad ante la sociedad
movilizada. En resumen, la llamada al diálogo de Duque ha ido en paralelo a
la avalancha de críticas que ha recibido por el brutal uso de la fuerza
llevado a cabo por los aparatos represivos del Estado contra los
manifestantes.

 

En ese marco, las perspectivas de resolución del conflicto a corto o mediano
plazo en Colombia son tan complejas como las que se viven en Chile o las que
posiblemente se reediten en breve en Ecuador. Hipotecados al Fmi y a otros
organismos multilaterales de crédito, los gobiernos de estos países carecen
de soluciones ante los reclamos populares, lo que se suma a la falta de
confianza de la población ante las instituciones públicas y el propio
Estado. Se trata de una coyuntura en la que las ideas de los de arriba ya no
convencen a los de abajo y en la que la aspiración ciudadana ya no es sólo
sustituir a los detentadores actuales del poder, sino una profunda y total
subversión cultural que ponga en cuestión al concepto de Estado en sí mismo.
El divorcio entre sociedad y política institucional en América Latina y gran
parte del planeta es cada vez más evidente.

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Las causas del estallido colombiano

 

Cómo se cuece el sancocho 

 

Lo que empezó como una manifestación rutinaria se masificó a raíz de que el
gobierno de Iván Duque la desestimara y estigmatizara. Pero el origen de las
masivas protestas colombianas se halla en la impopularidad del presidente y
en las oportunidades y frustraciones emanadas del proceso de paz con las
Farc.

 

Sandra Botero/Silvia Otero Bahamón *

 

Al grupo de países latinoamericanos que en los últimos meses han vivido
oleadas masivas de protesta social acaba de sumarse Colombia. ¿Se viene una
coyuntura crítica a la ecuatoriana, a la boliviana o a la chilena? Si bien
existen algunos parecidos, lo cierto es que el trasfondo de la movilización
colombiana es distinto y tiene que ver con los dividendos truncados de la
paz.

 

El 21 de noviembre (21N), primer día de las protestas, convergió un popurrí
de motivos alrededor de la insatisfacción con el gobierno de derecha del
presidente Iván Duque, que lleva un año y medio de mandato. Se protestó
contra la reforma laboral y previsional, el neoliberalismo, la no
implementación de los acuerdos de paz, por la defensa de los animales y el
ambiente y en repudio de la violencia, el machismo y la corrupción. Se
movilizaron los sectores sociales organizados que tradicionalmente
protestan, pero también ciudadanos de a pie, del campo y la ciudad. 

 

¿Qué propició este sancocho de sectores y motivos? Dos aspectos: primero, la
errática respuesta del gobierno al llamado al paro, que al estigmatizarlo y
subestimarlo acabó sumando más sectores a la protesta. Y segundo, las
tensiones que emanan del pos-acuerdo con las Farc que, por un lado, permiten
la expresión de nuevos reclamos, pero por otro producen frustración, puesto
que los viejos problemas de violencia aún no se han superado. 

 

El trasfondo 

 

Los paros son comunes en Colombia. Todos los años, sindicatos, estudiantes,
movimientos indígenas y algunos gremios convocan a varias jornadas de paro
nacional. En los últimos años estas medidas han transcurrido con normalidad
y no suelen tener un alcance masivo.

 

Pero el 21N esto cambió. El gobierno puso en marcha un efecto de bola de
nieve que le sumó gente y motivos a las protestas. El 30 de octubre se hizo
la convocatoria al paro, en contra de proyectos legislativos de reforma
previsional y laboral que han estado en discusión desde hace meses. El
gobierno planeaba transformar el fondo de pensiones estatal en un sistema de
fondos privados (que se basan en ahorro individual, como en Chile),
disminuyendo los subsidios estatales. Por su parte, el proyecto de reforma
laboral buscaba flexibilizar los contratos de empleo de los jóvenes de entre
18 y 28 años, haciendo posible la contratación por horas. Esto, según los
críticos, aumentaría la informalidad y haría aún más difícil jubilarse. 

 

Inicialmente la convocatoria se limitaba a “los de siempre”: sindicatos,
maestros y estudiantes de universidades públicas. Pero días después el
partido de gobierno (Centro Democrático), por boca del ex presidente Álvaro
Uribe, dijo que este paro era “parte de la estrategia del Foro de San
Pablo”, y que estaba organizado por “anarquistas internacionales” y
“violentos”. Con esta lectura del paro el uribismo desestimó los motivos de
los convocantes, sumando gente inconforme a la iniciativa. 

 

El gobierno caldeó los ánimos aún más al negar que estuvieran en preparación
las reformas laboral y de pensiones. Esto generó malestar, al tiempo que
mostraba un gobierno incapaz de tramitar sus propuestas. El día anterior al
paro, la Policía realizó allanamientos a las sedes de colectivos culturales
y medios alternativos. Estos operativos fueron vistos como actos de censura.

 

La cereza del pastel fue la violencia. Las dos masacres contra líderes
indígenas en el Cauca, cometidas a fines de octubre, produjeron desazón y
llevaron a la convocatoria de una moción de censura contra el ministro de
Defensa. En el Congreso se denunció que en un bombardeo militar contra un
grupo criminal de un ex miembro de las Farc murieron ocho menores de edad
que habían sido reclutados forzosamente. Estas revelaciones le costaron el
puesto al ministro y sumaron otros grupos sociales al paro.

 

Así, lo que iba a ser un paro rutinario terminó siendo una manifestación de
grandes proporciones por causa del propio gobierno. Las movilizaciones
continúan, alimentadas por el uso desmedido de la violencia por parte de los
agentes del Estado y por la insatisfacción ciudadana con la respuesta del
gobierno.

 

Explicando el sancocho

 

Las protestas en Colombia reflejan un choque entre las oportunidades que se
abrieron con el proceso de paz y la desilusión por la no materialización de
los acuerdos. Durante las negociaciones de paz entre el gobierno de Juan
Manuel Santos y las Farc la intensidad del conflicto disminuyó
drásticamente. Esto tuvo un efecto poderoso sobre la agenda política: por
primera vez en décadas el conflicto armado interno pasó a un segundo plano.
El país empezó a hablar de corrupción, pobreza, desigualdad, salud y
educación. 

 

El argumento con que los gobiernos solían descalificar la protesta,
acusándola de estar infiltrada por la guerrilla y el terrorismo, perdió
vigencia con el proceso de paz. Al mismo tiempo, la reducción del conflicto
creó la posibilidad de que sectores y líderes sociales que antes no podían
organizarse y expresarse –por las amenazas de los diferentes actores
armados– lo hicieran con mayor libertad. En consecuencia, las movilizaciones
sociales aumentaron significativamente tras el inicio de las negociaciones
en 2012. Parte de los dividendos de la paz fueron la apertura de la agenda
política y el desgaste de la criminalización de la protesta. Esto explica la
diversidad de motivos y sectores que se han sumado a las movilizaciones. 

 

Al mismo tiempo, muchos ciudadanos sienten que cambiaron el cheque con los
dividendos de la paz por dinero en efectivo, y que al salir del banco les
robaron el dinero. El último año y medio ha visto un recrudecimiento de la
violencia y una reedición de los problemas del conflicto armado. Aunque el
gobierno declara apoyar los acuerdos de paz, lo cierto es que hay
incumplimientos en varios puntos. El número de asesinatos contra líderes
sociales aumentó, y en las últimas elecciones locales hubo altas cifras de
violencia. Esto genera frustración en un sector importante de la ciudadanía
que apoyó el proceso de paz.

 

A esto se le suma la inconformidad con el gobierno: el presidente Duque
tiene 26 por ciento de aprobación, el índice más bajo de cualquier
presidente desde 1998. El gobierno no logró pasar en el Congreso sus
proyectos “bandera”. Lo critican sus opositores y los sectores más radicales
de su propio partido, porque su gestión no está mostrando resultados y no
tiene una agenda definida. 

 

La inconformidad atrae a las calles a habitantes del campo y la ciudad y
propicia alianzas entre ellos. En las zonas rurales las personas protestan
por la no implementación de los acuerdos de paz y las fallidas políticas del
gobierno: los proyectos de reforma rural no se han visto, y en cambio la
violencia arrecia. Por otro lado, en varias ciudades del país, especialmente
aquellas que votaron favorablemente el plebiscito convocado para refrendar
los acuerdos de paz con las Farc, muchos habitantes están convencidos de la
necesidad de invertir recursos en el campo. 

 

Ahora bien, en las protestas urbanas confluyen clases medias y sectores
populares que pueden llegar a tener demandas contradictorias. Los
trabajadores formales, por ejemplo, exigen mantener el generoso sistema
público de pensiones. Sin embargo, mantener ese sistema –que se sustenta en
subsidios estatales– le quita recursos a la posibilidad de tener una
jubilación universal para aquellos que están en la informalidad. 

 

En conclusión, los dividendos truncados de la paz, sumados a un gobierno
débil, nos llevan a una mezcla de movilizaciones (pacíficas, violentas,
pequeñas, masivas) que ventilan múltiples descontentos, desbordan los
liderazgos tradicionales y no están articuladas. No está claro si se
sostendrán en el tiempo y se cohesionarán, como en Chile. En cualquier caso,
al reprimir la protesta, Duque parece estar siguiendo la receta de su
homólogo Piñera. Están por verse el alcance y el norte de la conversación
nacional que prometió. 

 

* Sandra Botero, profesora de la Universidad del Rosario (Colombia), doctora
en ciencia política por la Universidad de Notre Dame y magíster en estudios
latinoamericanos por la Universidad de Texas. Silvia Otero Bahamón,  de la
Universidad del Rosario (Colombia), doctora en ciencia política por la
Universidad de Northwestern y cientista política de la Universidad de Los
Andes, en Bogotá.

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