Argentina/ "Curas villeros": el cemento social en las barriadas más pobres [Federico Rivas Molina/Mar Centenera]

Ernesto Herrera germain5 en chasque.net
Sab Oct 26 15:25:21 UYT 2019


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Correspondencia de Prensa

26 de octubre 2019

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Argentina

 

La crisis se ceba con los más pobres

 

El trabajo de los “curas villeros” y las ayudas sociales en el gran cinturón
urbano de Buenos Aires amortiguan las consecuencias del descalabro económico

 

Federico Rivas Molina/Mar Centenera, desde Buenos Aires

El País, 24-10-2019  

https://elpais.com/internacional/

 

La Cárcova, Curita, 13 de julio e Independencia. Las villas que forman un
cordón al oeste de la capital de Argentina se levantaron en los años setenta
sobre montañas de basura. Los militares habían creado allí el mayor
vertedero del país y llamaron “Camino Del Buen Ayre” a la autopista que lo
rodeaba. Cómo no imaginarlos felicitándose por la ocurrencia. 40 años
después, las cuatro villas son un sitio insalubre donde viven 40.000
personas. La crisis económica ha entrado como un tsunami en estas barriadas
pobres. Que la situación no sea terminal se debe, en gran medida, a las
ayudas estatales que Mauricio Macri heredó del kirchnerismo y al trabajo de
hormiga que allí realizan los “curas villeros”, sacerdotes sin sotana que
operan como cemento de estructuras sociales asoladas por el desempleo, la
droga y, sobre todo, la estigmatización.

 

El despacho de José María Di Paola, el padre Pepe, en la capilla-escuela
Virgen del Milagro tiene fotos de Eva Perón, el papa Francisco y Carlos
Mugica, un cura vinculado al Movimiento de Sacerdotes para el Tercer Mundo
que fue asesinado en 1974. Sobre el escritorio hay un termo para el mate con
los colores del club de fútbol Huracán, botellas vacías de agua mineral,
carpetas amontonadas y un celular que no deja de sonar. Dos bibliotecas
acumulan sin orden libros, banderas, imágenes religiosas, más carpetas,
fotos y regalos varios. Es mediodía de un jueves y las aulas que cada día
reciben a decenas de adolescentes de La Cárcova están aún vacías.

 

“La situación actual es muy parecida a la de 2001 desde el punto de vista de
impacto social, porque vemos la caída del trabajo. Pero en 2001 no había
planes sociales, que son un colchón que ayuda en los gastos mínimos. En los
barrios, los planes permitieron que la gente se largara a hacer pequeños
emprendimientos, como un kioskito, una pizzería chiquita, un remís [taxi]”,
explica el padre Pepe. Ese “colchón”, sin embargo, ya no es suficiente para
sortear la crisis. “La situación ha empeorado tanto que la gente empieza a
no tener harina para las pizzas, no puede pagar la nafta para los viajes, se
le rompe el auto y no lo puede arreglar… Esa economía popular se fue
deshilachando”, dice.

 

Un hombre que trae una donación de alimentos interrumpe la charla. Pretende
grabar un vídeo que muestre cómo el padre Pepe le agradece el gesto, pero es
derivado con amabilidad al cura que espera la comida a unas pocas cuadras de
allí, donde está el comedor. El padre Pepe regresa a su oficina con una
sonrisa, casi divertido con el pequeño incidente. Tiene 57 años y lleva una
vida trabajando con los más pobres. Está en La Cárcova desde 2013, después
de pasar por la villa 21-24 del barrio de Barracas, en la ciudad de Buenos
Aires. En todos los sitios, la misma pobreza.

 

Macri, que prometió pobreza cero, fracasó en su intento de erradicarla.
Heredó de Cristina Fernández de Kirchner una pobreza del 29%, según cifras
del Observatorio de la Deuda Social Argentina (ODSA), que se convirtió en el
principal referente de medición durante el kirchnerismo debido a la
manipulación de las estadísticas oficiales. A mitad de 2019, el porcentaje
ascendió al 35,4% y se prevé que supere el 37% al finalizar el año. Los
últimos datos del Instituto Nacional de Estadísticas y Censos (Indec)
revelan también que casi ocho de cada 100 argentinos son indigentes, es
decir que sus ingresos son insuficientes para comprar alimentos, que se han
encarecido casi un 60% en el último año. La crisis económica ha desbordado
la asistencia a los comedores populares en los barrios más vulnerables y el
Congreso aprobó el mes pasado la emergencia alimentaria para duplicar sus
fondos.

 

Entre 2001 y 2016, los asentamientos precarios en la periferia de Buenos
Aires se triplicaron: de 386 a 1.134. En ellos viven un total de 419.401
familias. En seis años, el padre Pepe ha abierto en las villas de su
parroquia nueve capillas, cada una con un club para hacer deportes y un
comedor, cuando hacía falta. El objetivo final es “sacar a los más jóvenes
de la calle”, donde quedan a merced de los narcos que ofrecen unos pesos
rápidos por el menudeo de drogas. Cuando caen en el consumo, el padre los
acoge en un centro de rehabilitación. Los que están mejor pueden estudiar
algún oficio en la escuela, o jugar al béisbol los domingos. Juegan al
béisbol, en el país del fútbol. “Lo que más les gusta es el bateo. El juego
tiene el potencial para ser popular, porque se pueden usar pelotas de trapo
y batear con un palo de escoba. Se trata de pegarle a algo, tan básico como
patear una pelota”, dice José Miguel Altube, profesor de matemática devenido
en instructor. Es domingo, y ahora el patio de la capilla arde en actividad.
Decenas de “expedicionarios” juegan, cantan, corren por todos lados. “Los
expedicionarios integran un sistema de jóvenes líderes que ayudan a otros
niños. Y los padres ven a la escuela como un lugar seguro”, explica Altube.

 

Detrás del mural colorido del patio está el altar de la capilla. La virgen
comparte espacio con los aros de básquet del gimnasio. El domingo hay
bautismos y comuniones y la concurrencia atesta el salón. El padre Pepe moja
con agua bendita a los niños. “El agua representa el agua del río Jordán.
Acá tenemos el río Reconquista, que no es muy bueno para bautismos. En la
villa 31 están peor, porque tienen el Riachuelo”, dice durante la misa. El
Riachuelo y el Reconquista son los dos ríos más contaminados de Argentina.
Ese es el tono de toda la ceremonia. No hay frases en latín ni sonidos de
órgano. Suena música de carnaval.

 

La virgen sale en procesión y delante marchan los chicos de la banda de la
iglesia. Suenan redoblantes, bombos y trompetas. Los músicos no tienen más
de 16 años. Visten gorras y camisetas de fútbol. Todos viven en La Cárcova.
Como Walter, que durante la semana va al colegio y luego trabaja en una
parrilla cercana a la estación de tren. Alexis tiene 14 años pero no lo
parece, porque Walter le saca una cabeza en altura. Cuando regresa del
colegio, Alexis atiende a sus dos hermanos menores. Heredó de su padre
pintor la ropa del equipo de béisbol de Vélez Sarfield. “Venimos acá todos
los fines de semana, a entrenar”, dice.

 

Patricia Vázquez trabaja como auxiliar en una escuela y acaba de bautizar a
sus hijos de 11 y 9 años. Esperó “para que ellos elijan a sus padrinos”. La
casa de los Vázquez está en el límite externo de La Cárcova, a 100 metros de
donde termina el asfalto. Junto a su esposo Óscar tienen otra hija, de 25
años, que “es madre soltera y vive en la villa”. Vázquez asegura que el
trabajo del padre Pepe ha eliminado poco a poco los peores años de la
discriminación, “cuando decías que eras de la villa y no te traían los
remises”. “Yo en la escuela tengo compañeras que viven dentro. Ellas no me
discriminan a mí y yo no las discrimino a ellas”, dice.

 

La banda suena ahora con fuerza. Es el momento de los músicos. Tobías tiene
13 años y toca la percusión. Como sus compañeros, encuentra en la música
motivos para ocupar su tiempo. “Venimos cuando el cura nos llama, para
animar las procesiones”, explica. Marcos, a su lado, toca la trompeta. “Esta
me la compré con ahorros, pero si no tenés acá te la dan”, explica. Luego
cuentan a coro que la vida en la villa es dura “porque a la noche se cagan
todos a tiros”. Se escucha de fondo el griterío de los niños alrededor de un
metegol (futbolín) destartalado. Los más pequeños pasan horas alrededor del
juego, pegándole con los jugadores de hierro a una pelota de goma que, pese
a ser poco ortodoxa, sale disparada entre carcajadas. Cuando los músicos se
dispersan, un joven se queda de pie, a la espera de algo. “¿Trabajás en
radio?”, pregunta.

 

Se llama Leandro Acosta y quiere hablar. Cuenta que tiene 27 años, que
cuando era pequeño empezó a consumir drogas porque lo hacía su madre, que su
madre mató a su padre “por una infidelidad” y que estuvo 10 años presa, que
no volvió a verla, que se crio en un hogar, que siempre trabajó y que nunca
robó y que un día el padre Pepe lo salvó. “Hoy llevo cuatro años sin
consumir cocaína y seis meses sin fumar marihuana”, dice. No se considera
recuperado, “porque uno es adicto toda la vida”, pero ahora vive en el hogar
fundado por el padre y piensa terminar el secundario para ser luego
“acompañante terapéutico”. Acosta es un superviviente.

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Los niños, los más vulnerables

 

Mar Centenera

 

Uno de cada dos menores en Argentina es pobre, según las estadísticas
oficiales. Los niños y adolescentes son mayoría en las villas miseria y
muchos viven en hogares precarios, sin acceso a agua potable, cloacas,
sistema de salud adecuados ni políticas de cuidados, tal y como denuncia
Unicef en su campaña La deuda es con la niñez.

 

Con las sucesivas crisis, gran parte de la pobreza argentina se ha vuelto
estructural y se ha reducido la movilidad social. Ocho de cada 10 menores
nacidos en estos barrios precarios permanece en ellos al crecer y formar su
propia familia, según la ONG Techo. La directora de su centro de
investigación social, Gabriela Arrastúa, argumenta que el "el alza sostenida
de los precios del suelo y la vivienda, así como también la falta de
créditos o soluciones los empuja hacia el mercado inmobiliario informal,
donde la seguridad en la tenencia no está garantizada, por lo que proyectar
un espacio como definitivo puede ser complejo e inusual".

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