Análisis/ ¿Covid-19 respuesta de la Madre Naturaleza a la transgresión humana? [Michael T. Klare]

Ernesto Herrera germain5 en chasque.net
Mie Abr 8 14:55:18 UYT 2020


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Correspondencia de Prensa

8 de abril 2020

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Análisis



¿Covid-19 respuesta de la Madre Naturaleza a la transgresión humana?



Michael T. Klare *

TomDispatch, 2-4-2020

http://www.tomdispatch.com/

Traducción de Sinfo Fernández – Rebelión

https://rebelion.org/



A medida que el coronavirus se extiende por todo el planeta dejando muerte y
caos a su paso, van apareciendo muchas teorías para explicar su ferocidad.
Una de ellas, ampliamente difundida dentro de los círculos conspirativos de
la derecha, es que se originó como arma biológica en un laboratorio militar
chino secreto en la ciudad de Wuhan que, de alguna manera (¿quizás
intencionalmente?), escapó hacia la población civil. Aunque esa “teoría” ha
quedado completamente desacreditada, el presidente Trump y sus acólitos
continúan llamando al Covid-19 el virus de China, el virus de Wuhan o
incluso la “gripe Kung”, alegando que su propagación global fue el resultado
de una respuesta inepta y solapada del Gobierno chino. Los científicos, en
general, creen que el virus se originó en los murciélagos y se trasmitió a
los humanos a través de los animales salvajes vendidos en un mercado de
mariscos de Wuhan. Pero tal vez haya otra posibilidad mucho más ominosa a
considerar: que esta es una de las formas en que la Madre Naturaleza resiste
el ataque de la humanidad contra sus sistemas de vida fundamentales.



Seamos claros: esta pandemia es un fenómeno mundial de proporciones masivas.
No solo ha infectado a cientos de miles de personas en todo el planeta,
matando a más de 40.000 de ellas, sino que ha llevado a la economía global a
un virtual punto muerto, aplastando potencialmente a millones de empresas,
grandes y pequeñas, mientras deja sin trabajo a decenas de millones, o
posiblemente cientos de millones de personas. En el pasado, los desastres de
esta magnitud derrocaron imperios, desencadenaron rebeliones masivas y
provocaron hambrunas e inanición. Este cataclismo producirá también miseria
generalizada y pondrá en peligro la supervivencia de numerosos gobiernos.



Es comprensible que nuestros antepasados consideraran tales calamidades como
manifestaciones de la furia de los dioses enojados por la falta de respeto y
el maltrato humano de su universo, el mundo natural. Hoy en día, las
personas educadas descartan por lo general esas nociones, pero los
científicos han descubierto recientemente que el impacto humano sobre el
medio ambiente, especialmente la quema de combustibles fósiles, están
produciendo circuitos de retroalimentación que causan daños cada vez más
graves a las comunidades de todo el mundo en forma de tormentas extremas,
sequías persistentes, incendios forestales masivos y olas de calor
recurrentes de un tipo cada vez más mortal.



Los científicos del clima hablan también de “singularidades”, “eventos no
lineales” y “puntos de inflexión”: el colapso repentino e irreversible de
los sistemas ecológicos vitales con consecuencias muy destructivas y de gran
alcance para la humanidad. La evidencia de tales puntos de inflexión está
creciendo, por ejemplo, con el derretimiento inesperadamente rápido de la
capa de hielo del Ártico. En ese contexto, surge naturalmente una pregunta:
¿es el coronavirus un evento autónomo, independiente de cualquier otra
megatendencia, o representa algún tipo de punto de inflexión catastrófico?



Pasará algún tiempo antes de que los científicos puedan responder esa
pregunta con certeza. Sin embargo, existen buenas razones para creer que
este podría ser el caso y, de ser así, tal vez sea hora ya de que la
humanidad reconsidere su relación con la naturaleza.



Humanidad contra Naturaleza



Es común pensar en la historia humana como un proceso evolutivo en el que
tendencias amplias y estudiadas durante mucho tiempo, como el colonialismo y
el poscolonialismo, han moldeado en gran medida los asuntos humanos. Cuando
se producen interrupciones repentinas, se atribuyen generalmente, por
ejemplo, al colapso de una larga dinastía o a la aparición de un nuevo
gobernante ambicioso. Pero el curso de los asuntos humanos se ha visto
también alterado, a menudo en formas aún más dramáticas, por acontecimientos
naturales que van desde sequías prolongadas a actividades volcánicas
catastróficas, a (sí, por supuesto) plagas y pandemias. Se cree que la
antigua civilización minoica del Mediterráneo oriental, por ejemplo, se
desintegró después de una poderosa erupción volcánica en la isla de Thera
(ahora conocida como Santorini) en el siglo XVII a. C. Además, las
evidencias arqueológicas sugieren además que otras culturas que alguna vez
prosperaron se fueron agostando de manera similar o incluso se extinguieron
a causa de desastres naturales.



No resulta sorprendente que los supervivientes de tales catástrofes
atribuyan a menudo sus desgracias a la ira de dioses diversos por los
excesos y depredaciones humanas. En el mundo antiguo, los sacrificios,
incluso humanos, se consideraban una necesidad para apaciguar a esos
espíritus enojados. Al comienzo de la guerra de Troya, por ejemplo, la diosa
griega Artemisa, protectora de los animales salvajes, el desierto y la luna,
aquietó los vientos necesarios para que la flota griega se impulsara hacia
Troya porque Agamenón, su comandante, había matado a un ciervo sagrado. Para
apaciguarla y restaurar los vientos esenciales, Agamenón se sintió obligado,
o eso nos dice el poeta Homero, a sacrificar a su propia hija Ifigenia (el
argumento de muchas tragedias griegas y modernas).



En tiempos más recientes, las personas educadas han visto habitualmente
calamidades del tipo del coronavirus como actos inexplicables de Dios o como
eventos naturales explicables, aunque sorprendentes. Además, con la
Ilustración y la Revolución Industrial en Europa, muchos pensadores
influyentes llegaron a creer que los humanos podían usar la ciencia y la
tecnología para dominar a la naturaleza y someterla así a la voluntad de la
humanidad. El matemático francés del siglo XVII René Descartes, por ejemplo,
escribió sobre el uso de la ciencia y el conocimiento humano para que
“podamos… convertirnos en los dueños y poseedores de la naturaleza”.



Esta perspectiva afianzaba la opinión, común en los últimos tres siglos, de
que la Tierra era un territorio “virgen” (especialmente cuando se trataba de
las posesiones coloniales de las principales potencias) y estaba
completamente abierta a la explotación por parte de empresarios humanos.
Esto condujo a la deforestación de vastas zonas, así como a la extinción o
casi extinción de muchos animales, y en tiempos más recientes, al saqueo de
depósitos subterráneos de minerales y energía.



Sin embargo, lo que sucedió fue que este planeta demostró ser todo menos una
víctima impotente de la colonización y la explotación. El maltrato humano
del medio ambiente natural ha tenido efectos búmeran claramente dolorosos.
La destrucción continua de la selva tropical amazónica, por ejemplo, está
alterando el clima de Brasil, elevando las temperaturas y reduciendo las
precipitaciones de manera significativa, con consecuencias penosas para los
agricultores locales e incluso para los habitantes urbanos más distantes. (Y
la liberación de grandes cantidades de dióxido de carbono, gracias a los
incendios forestales cada vez más masivos, no hará sino aumentar el ritmo
del cambio climático a nivel mundial). Del mismo modo, la técnica de la
fractura hidráulica, utilizada para extraer el petróleo y gas natural
atrapados en depósitos subterráneos de esquisto bituminoso, puede
desencadenar terremotos que dañan las estructuras por encima del suelo y
ponen en peligro la vida humana. La Madre Naturaleza contraataca de muchas
formas cuando sus órganos vitales sufren daños.



Esta interacción entre la actividad humana y el comportamiento planetario ha
llevado a algunos analistas a repensar nuestra relación con el mundo
natural. Han vuelto a conceptualizar la Tierra como una matriz compleja de
sistemas vivos e inorgánicos, todos (en condiciones normales) interactuando
para mantener un equilibrio estable. Cuando un componente de la matriz más
grande se daña o destruye, los otros responden de manera única tratando de
restaurar el orden natural de las cosas. Esta noción, propuesta
originalmente por el científico ambiental James Lovelock en la década de
1960, se ha descrito a menudo como “la hipótesis Gaia”, por la antigua diosa
griega Gaia, la madre ancestral de toda vida.



Puntos de inflexión climática



El cambio climático, que representa la máxima amenaza para la salud
planetaria, una consecuencia directa del impulso humano de arrojar cada vez
más gases de efecto invernadero a la atmósfera que calientan potencialmente
el planeta hasta un punto de ruptura, generará el más brutal de todos esos
bucles de retroalimentación. Al emitir cada vez más dióxido de carbono y
otros gases, los humanos están alterando fundamentalmente la química
planetaria y representan una amenaza casi inimaginable para los ecosistemas
naturales. Los negadores del cambio climático al estilo Trump continúan
insistiendo en que podemos seguir haciendo esto sin coste alguno para
nuestra forma de vida. Sin embargo, cada vez es más evidente que cuanto más
alteremos el clima, más responderá el planeta de forma que peligren la vida
humana y la prosperidad.



El principal motor del cambio climático es el efecto invernadero, ya que
todos esos gases de efecto invernadero enviados a la atmósfera atrapan cada
vez más el calor solar irradiado desde la superficie de la Tierra, elevando
las temperaturas en todo el mundo y alterando así los patrones climáticos
globales. Hasta ahora, gran parte de este calor adicional y dióxido de
carbono ha sido absorbido por los océanos del planeta, lo que produce un
aumento de la temperatura del agua y una mayor acidificación de sus aguas.
Esto, a su vez, ha provocado ya, entre otros efectos nocivos, la extinción
masiva de los arrecifes de coral, el hábitat preferido de muchas de las
especies de peces de las que un gran número de humanos dependen para su
sustento y alimento. Como consecuencia, las temperaturas oceánicas más altas
han generado el exceso de energía que ha alimentado muchos de los huracanes
más destructivos de los últimos tiempos, incluidos Sandy, Harvey, Irma,
Maria, Florence y Dorian.



Una atmósfera más cálida puede también alimentar mayores acumulaciones de
humedad, haciendo posible los aguaceros prolongados y las inundaciones
catastróficas que se están experimentando en muchas partes del mundo,
incluido el alto medio oeste en Estados Unidos. En otras áreas, la lluvia
está disminuyendo y las olas de calor se están volviendo más frecuentes y
prolongadas, lo que provoca incendios forestales devastadores como los que
se han producido en el oeste estadounidense en los últimos años y en
Australia este año.



De todas formas, podría decirse que la Madre Naturaleza está devolviendo el
golpe. Sin embargo, es el potencial de eventos “no lineales” y “puntos de
inflexión” lo que preocupa especialmente a algunos científicos del clima
ante el temor de que ahora vivamos en lo que podría considerarse un planeta
vengador. Si bien muchos efectos climáticos, como las olas de calor
prolongadas, se harán más pronunciados con el tiempo, otros efectos, se cree
ahora, ocurrirán repentinamente, con pocas advertencias, y podrían provocar
perturbaciones a gran escala en la vida humana (como en este momento de
coronavirus) Pueden pensar en ello como si la Madre Naturaleza estuviera
diciendo: “¡Alto! ¡No sobrepaséis este punto o habrá consecuencias
terribles!”



Es comprensible que los científicos sean cautelosos al discutir tales
posibilidades, ya que son más difíciles de estudiar que acontecimientos
lineales como el aumento de la temperatura mundial. Pero la preocupación
está ahí. “Los eventos singulares a gran escala (también llamados ‘puntos de
inflexión’ o umbrales críticos) son cambios abruptos y drásticos en los
sistemas físicos, ecológicos o sociales” provocados por el aumento incesante
de las temperaturas, se señaló en el Panel Intergubernamental sobre el
Cambio Climático de la ONU (IPCC, por sus siglas en inglés) en su evaluación
exhaustiva de 2014 sobre los impactos previsibles. Tales eventos, señaló el
IPCC, “plantean graves riesgos debido a la magnitud potencial de las
consecuencias; a la velocidad a la que ocurrirían; y, dependiendo de este
ritmo, a la capacidad limitada de la sociedad para hacerles frente”.



Seis años después, esa sorprendente descripción suena de forma tan
escalofriante como en el momento presente.



Hasta ahora, los puntos de inflexión de mayor preocupación para los
científicos han sido el rápido derretimiento de las capas de hielo de
Groenlandia y la Antártida occidental. Esos dos depósitos masivos de hielo
contienen el equivalente de cientos de miles de kilómetros cuadrados de
agua. Si se derriten cada vez más rápidamente, con toda esa agua fluyendo
hacia los océanos vecinos, se puede esperar un aumento del nivel del mar de
seis metros o más, inundando muchas de las ciudades costeras más pobladas
del mundo y obligando a miles de millones de personas a trasladarse. En su
estudio de 2014, el IPCC predijo que esto podría ocurrir a lo largo de
varios siglos, ofreciendo al menos bastante tiempo para que los humanos se
adaptaran, pero investigaciones más recientes indican que esas dos capas de
hielo se están derritiendo mucho más rápidamente de lo que se creía con
anterioridad y, por lo tanto, puede esperarse un fuerte aumento en el nivel
del mar mucho antes del final de este siglo con consecuencias catastróficas
para las comunidades costeras.



El IPCC identificó también otros dos posibles puntos de inflexión con
consecuencias potencialmente de gran alcance: la extinción de la selva
tropical amazónica y el derretimiento de la capa de hielo del Ártico. Ambos
procesos están ya en marcha, reduciendo las perspectivas de supervivencia de
la flora y la fauna en sus respectivos hábitats. A medida que estos procesos
cobran impulso, es probable que desaparezcan ecosistemas enteros y se
eliminen muchas especies, con consecuencias drásticas para los humanos que
dependen de ellas de muchas maneras (desde los alimentos hasta las cadenas
de polinización) para su supervivencia. Pero como sucede siempre en tales
transformaciones, otras especies, tal vez los insectos y microorganismos
altamente peligrosos para los humanos, podrían ocupar esos espacios vaciados
por la extinción.



Cambio climático y pandemias



En 2014, el IPCC no identificó las pandemias humanas entre los posibles
puntos de inflexión inducidos por el clima, pero sí proporcionó muchas
evidencias de que el cambio climático aumentaría el riesgo de tales
catástrofes. Esto es cierto por muchas razones. Primero, las temperaturas
más cálidas y una mayor humedad conducen a la reproducción acelerada de los
mosquitos, incluidos los que portan la malaria, el virus del zika y otras
enfermedades altamente infecciosas. Dichas condiciones se limitaban entonces
en gran medida a los trópicos, pero como resultado del calentamiento global,
las áreas anteriormente templadas están experimentando ahora condiciones más
tropicales, lo que resulta en la expansión territorial de los criaderos de
mosquitos. En consecuencia, la malaria y el zika están aumentando en áreas
que nunca antes habían experimentado tales enfermedades. Del mismo modo, la
fiebre del dengue, una enfermedad viral transmitida por mosquitos que
infecta a millones de personas cada año, se está propagando con especial
rapidez debido al aumento de las temperaturas en el mundo.



Combinado con la agricultura mecanizada y la deforestación, el cambio
climático también está socavando la agricultura de subsistencia y los
estilos de vida indígenas en muchas partes del mundo, llevando a millones de
personas empobrecidas a centros urbanos ya abarrotados, donde las
instalaciones de salud están a menudo sobrecargadas y el riesgo de contagio
es aún mayor.



Combinado con la agricultura mecanizada y la deforestación, el cambio
climático está también destruyendo la agricultura de subsistencia y los
estilos de vida indígenas en muchas partes del mundo, llevando a millones de
personas empobrecidas a centros urbanos ya abarrotados, donde las
instalaciones de salud están a menudo sobrecargadas y el riesgo de contagio
es aún mayor. “Prácticamente todo el crecimiento previsto en las poblaciones
ocurrirá en aglomeraciones urbanas”, señaló el IPCC en aquel entonces.
Muchas de estas ciudades carecen de un sistema de saneamiento adecuado, en
particular en las barriadas densamente pobladas que a menudo las rodean.
“Alrededor de 150 millones de personas viven actualmente en ciudades
afectadas por la escasez crónica de agua, y para 2050, a menos que haya
mejoras rápidas en los entornos urbanos, el número aumentará a casi mil
millones”.



Esos habitantes urbanos recién establecidos mantienen a menudo fuertes lazos
con los miembros de su familia que todavía permanecen en el campo y que, a
su vez, pueden entrar en contacto con animales salvajes que portan virus
mortales. Este parece haber sido el origen de la epidemia de ébola en África
occidental de 2014-2016, que afectó a decenas de miles de personas en
Guinea, Liberia y Sierra Leona. Los científicos creen que el virus del Ébola
(como el coronavirus) se originó en los murciélagos y luego se transmitió a
los gorilas y otros animales salvajes que coexisten con las personas que
viven en la periferia de los bosques tropicales. De alguna manera, un humano
o humanos contrajeron la enfermedad por su exposición ante esas criaturas y
luego la transmitieron a los visitantes de la ciudad que, a su regreso,
infectaron a muchos otros.



El coronavirus parece haber tenido orígenes algo similares. En los últimos
años, cientos de millones de familias rurales se mudaron, al empobrecerse, a
ciudades industriales florecientes en el centro y la costa de China,
incluidos lugares como Wuhan. Aunque moderna en muchos aspectos, con sus
subterráneos, rascacielos y autopistas, Wuhan también conservaba vestigios
de las zonas rurales, incluidos los mercados que venden animales salvajes
que algunos de sus habitantes todavía consideran parte normal de su dieta.
Muchos de esos animales fueron transportados en camiones desde zonas
semirurales que albergan grandes cantidades de murciélagos, la fuente
aparente tanto del coronavirus como del brote de síndrome respiratorio agudo
severo, o SARS, de 2013, que también surgió en China. La investigación
científica sugiere que los criaderos de murciélagos, como los mosquitos, se
están expandiendo significativamente como consecuencia del aumento de las
temperaturas mundiales.



La pandemia mundial del coronavirus es producto de una asombrosa multitud de
factores, incluidos los enlaces aéreos que conectan cada rincón del planeta
de forma muy estrecha y la incapacidad de los funcionarios del gobierno de
actuar con la suficiente rapidez como para cortar esos enlaces. Pero
subyacente a todo eso está el virus en sí. ¿Estamos, de hecho, facilitando
la aparición y propagación de agentes patógenos mortales como el virus del
Ébola, el SARS y el coronavirus a través de la deforestación, la
urbanización desordenada y el calentamiento continuo del planeta? Puede que
sea demasiado pronto para responder una pregunta como esta de forma
inequívoca, pero hay una evidencia cada vez mayor de que así puede estar
sucediendo. Si fuera cierto, más vale que prestemos atención.



Hay que prestar atención a los avisos de la Madre Naturaleza



Supongamos que esta interpretación de la pandemia del Covid-19 es correcta.
Supongamos que el coronavirus es una advertencia de la naturaleza, su forma
de decirnos que hemos ido demasiado lejos y que debemos alterar nuestro
comportamiento para no correr el riesgo de una mayor contaminación.
¿Entonces qué?



Por adaptar una frase de la era de la Guerra Fría, lo que la humanidad puede
necesitar es instituir una nueva política de “coexistencia pacífica” con la
Madre Naturaleza. Este enfoque legitimaría la presencia continua de grandes
cantidades de seres humanos en el planeta, pero requeriría que se respeten
ciertos límites en sus interacciones con su ecoesfera. Los humanos podríamos
usar nuestros talentos y tecnologías para mejorar la vida en áreas que hemos
ocupado durante mucho tiempo, pero en otros lugares las vulneraciones
deberían estar muy restringidas. Por supuesto, los desastres naturales
(inundaciones, volcanes, terremotos y similares) seguirán aún produciéndose,
pero no a un ritmo que exceda el que experimentamos en el pasado
preindustrial.



La implementación de una estrategia de este tipo requeriría, como mínimo,
frenar el cambio climático lo más velozmente posible mediante la eliminación
rápida y completa de las emisiones de carbono inducidas por el hombre, algo
que, de hecho, ha sucedido al menos de manera modesta, aunque sea
brevemente, gracias a este momento Covid-19. Habría también que parar la
deforestación y preservar las áreas silvestres restantes del mundo para
siempre. Debería detenerse cualquier espolio adicional de los océanos,
incluido el vertido de desechos, plásticos, combustible para motores y
pesticidas de escorrentía.



En retrospectiva, el coronavirus puede no ser el punto de inflexión que dé
un vuelco a la civilización humana tal y como la conocemos, pero debería
servir como advertencia de que en el futuro experimentaremos cada vez más
eventos similares a medida que el mundo se caliente. La única forma de
evitar tal catástrofe y asegurarnos de que la Tierra no se convierta en un
planeta vengador es prestar atención a las advertencias de la Madre
Naturaleza y detener la profanación de los ecosistemas esenciales.



* Michael T. Klare, colaborador habitual de TomDispatch.com, es profesor
emérito de estudios por la paz y la seguridad mundial en el Hampshire
College e investigador en la Arms Control Association. Es autor de quince
libros, entre los que figura el recién publicado  All Hell Breaking Loose:
The Pentagon’s Perspective on Climate Change (Metropolitan Books).

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