Colombia/ Lo que el virus ventiló. La fuerza letal de la inequidad y la corrupción [Gabriel Díaz]

Ernesto Herrera germain5 en chasque.net
Vie Abr 24 08:28:26 UYT 2020


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Correspondencia de Prensa

24 de abril 2020

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Colombia

 

En cuarentena

 

Lo que el virus ventiló 

 

La crisis provocada por el coronavirus en la sociedad colombiana muestra la
fuerza letal de la inequidad y la corrupción, dos virus indomables sobre los
que se funda este país.

 

Gabriel Díaz, desde Bogotá 

Brecha, 24-4-2020 

https://brecha.com.uy/

 

Pocas horas después de empezado el confinamiento obligatorio, Bogotá comenzó
a dar fuertes señales de vitalidad. Desde el 25 de marzo, cuarentena
mediante, respirar en la capital colombiana es menos peligroso: la
contaminación ambiental disminuyó un 80 por ciento y ya no rige la alerta
amarilla. Según los expertos, esto se debe, en parte, a la casi desaparición
(temporal) del tránsito de vehículos, cuyos embotellamientos convirtieron a
Bogotá en la ciudad más congestionada de América Latina, por delante de
Ciudad de México y San Pablo. El ruido también entró en cuarentena por estas
horas anómalas, que atestiguan cómo en los vagones del transporte público
viajan personas sentadas como personas, y no apiñadas como bolas de billar y
abriéndose paso a los codazos, como de costumbre. El coronavirus da un
respiro transitorio a esta ciudad alienada.

 

La alcaldesa, Claudia López, de la progresista Alianza Verde, aseguró que la
gran mayoría de los casi 8 millones de bogotanos está acatando el
confinamiento y respeta, en términos generales, la nueva restricción,
vigente desde el 13 de abril: en jornadas pares sólo pueden salir las
mujeres y en las impares, los hombres. Quien infringe la normativa puede ser
multado con hasta 1 millón de pesos locales (unos 250 dólares). López, que
desde enero es la primera mujer alcaldesa de Bogotá, sorprendió a mediados
de marzo al ordenar un “simulacro de aislamiento preventivo” para frenar el
avance del coronavirus y exhortar a la población a prepararse para una
eventual cuarentena de tres meses y un apagón de la economía.

 

La atención se dirigió entonces a la mediática regidora. Hasta ese momento,
había tomado las riendas del asunto y se había anticipado al presidente
conservador del país, Iván Duque, criticado por su demora en declarar el
estado de emergencia y ordenar el cierre del aeropuerto internacional El
Dorado, medida que no se tomó hasta el 23 de marzo, a pesar de los reclamos
de la alcaldía. López asegura que durante esas semanas entraron al país unas
46.800 personas, procedentes de los países con mayor número de contagios,
sin ningún tipo de control sanitario. Eso explicaría por qué Bogotá tiene la
cifra más alta de infectados del país: al cierre de esta edición, 1.900
casos (registrados) de un total nacional de 4.500.

 

Los trapos rojos

 

El pronóstico no podía ser más aciago. Cuando apenas habían pasado cuatro
días de la declaración de una cuarentena estricta, la directora del
Instituto Nacional de Salud, Martha Ospina, advirtió que en un futuro
cercano los infectados por coronavirus en Colombia podrían llegar a ser unos
4 millones y los muertos, como mínimo, 3 mil (El Tiempo, 29-III-20). Para
evitar el pánico inevitable, tanto Duque como López se abocaron a anunciar
billonarias medidas sociales y económicas “que no dejarían a nadie sin
protección”, con reiteradas invocaciones a la gracia de Dios y a la
verraquera (bravura) colombiana: “¡Vamos, colombianos!”, “¡Juntos podemos!”.
Se equivocaron: la valentía no da de comer y con rezar no basta.

 

En los barrios del sur de Bogotá aparecieron los primeros trapos rojos, que
cuelgan de las ventanas en señal de auxilio, porque las familias no disponen
de Internet para llenar formularios y no recibieron las canastas de
alimentos anunciadas por los gobernantes. A los trapos rojos les siguieron
las caceroleadas, y a estas, los cortes de calles y la quema de llantas. Las
canastas no llegaron, pero sí la Policía a reprimir. “Le tenemos más miedo
al hambre que al coronavirus” es una frase que repica en un barrio y resuena
en otro.

 

En medio de esas protestas, María Juliana Ruiz, esposa del presidente Duque,
apareció en un spot televisivo agradeciendo a todos los colombianos que
hicieron posible la adquisición de medio millón de paquetes de comida, los
que, sin dilación, llegarían a la población más vulnerable. Confinada en el
búnker presidencial (por lo visto, completamente aislada), Ruiz saludó
especialmente a la familia Sarmiento Angulo, principal benefactora en la
iniciativa Ayudar nos Hace Bien, que impulsa la primera dama. El presidente
Duque había hecho lo propio semanas antes, cuando Luis Carlos Sarmiento
Angulo anunció la donación de casi 20 millones de dólares para combatir la
pandemia. Junto con el presidente y su gabinete, casi todos los medios de
comunicación celebraron unánimemente la “sensibilidad social” del mentado
ciudadano, mientras que otros (muy pocos) soltaron su indignación.

 

Los dueños de Colombia 

 

Sarmiento Angulo, de 87 años, cuenta con una fortuna de 12.200 millones de
dólares, forjada en el transcurso de décadas como constructor y banquero
(controla un tercio de los bancos colombianos). Gran prestamista amparado
por los gobiernos de turno –especialmente por el de su amigo el expresidente
Álvaro Uribe–, ha sido salvado en tiempos de crisis con ingentes rescates
estatales. Es conocido como “el dueño de Colombia” y, como el ciudadano
Kane, de Orson Welles, se ha hecho también con el mercado de las noticias.
Pero no es el único.

 

Siguiendo las enseñanzas de Sarmiento, que en 2012 compró El Tiempo, el más
leído de los diarios colombianos, los hombres más ricos y poderosos del país
(billonarios incluidos en la lista de Forbes) tienen en su órbita a los
medios de comunicación nacionales más influyentes. Así se completa la foto
de familia: los hermanos Andrés y Alejandro Santo Domingo son propietarios
del diario El Espectador, Caracol Televisión y Blu Radio; Jaime Gilinski y
su grupo son copropietarios de las publicaciones Semana, y Carlos Ardila
Lülle es dueño de Rcn Radio y Televisión. “A mayor concentración de riqueza,
mayor concentración de poder político, que a su vez permite diseñar las
reglas del juego en favor de los poderosos, socavando el principio
democrático”, escribió hace un año la exministra de Trabajo y dirigente de
izquierda Clara López (Semana, 26-III-19). En esa dirección, la regla de oro
de estos medios –los más vistos y leídos– es mantener en vilo a la
población, en un shock continuo por los reales o potenciales efectos de la
pandemia, y esquivarles el cuerpo a los grandes agujeros estructurales que
la emergencia sanitaria está dejando a la intemperie.

 

La inequidad perpetua 

 

Con 50 millones de habitantes, Colombia no sólo es uno de los países más
desiguales de la región más inequitativa del mundo, dijo el año pasado la
exministra de Agricultura Cecilia López, “sino que presenta todas las
desigualdades posibles, de ingreso, de riqueza, de tierra y entre
territorios” (Portafolio, 20-XI-19). En Bogotá y el resto del país, el lugar
donde una persona nace pesa como un marchamo y condiciona su movilidad
social, que aquí es casi anecdótica. En Colombia se puede aspirar a recibir
una buena educación, atención sanitaria, un empleo de calidad y tiempo
recreativo, pero alcanzarlo depende del sitio donde se resida.

 

Quienes nacieron o viven en los estratos uno, dos o tres (según la
clasificación oficial) son quienes hoy protestan por comida y sobreviven con
lo que la mendicidad o la venta ambulante y otros oficios les dejan. Forman
parte del casi 60 por ciento de los colombianos que trabajan en el ámbito
informal, de acuerdo con la Organización para la Cooperación y el Desarrollo
Económicos (Ocde); configuran el lado B de una economía que creció un 3,4
por ciento en 2019, para regocijo de quienes habitan en el otro extremo, el
estrato seis.

 

En el medio figuran los trabajadores asalariados o independientes, que
representan el 31 por ciento de la población y cuya condición pende de un
hilo en medio de la pandemia. “Al menos 14 millones de personas vieron
afectado su ingreso por la suspensión de muchas actividades económicas, como
los independientes, los emprendedores y los informales. En materia de
dinero, estas personas viven en alerta roja”, señaló la revista Dinero
(3-IV-20), publicación que pertenece a Semana, controlada por el ya
mencionado grupo Gilinski. Dinero tituló sin sarcasmo: “¿Es hora de
regalarle plata a la clase media?”.

 

Que parezca un accidente 

 

El enfoque economicista con el que los principales medios abordan la
pandemia muestra los efectos desesperados que cualquier tipo de abstinencia
involuntaria puede tener. A diario calculan los costos económicos del
covid-19, cuando el país está al borde del colapso a causa de la otra gran
epidemia nacional, la inequidad social, que a estas alturas del encierro,
entre tantas cifras y datos extenuantes, parece ser un accidente natural
provocado por el virus. La Ocde, club de los países ricos del que Colombia
espera ser un miembro pleno, fue clara al respecto. En un informe presentado
en octubre, recomendó al gobierno colombiano ser más eficaz en la
distribución de la riqueza y advirtió que el actual sistema tributario
“apenas reduce la desigualdad”. Gran parte de los subsidios, dijo el
organismo, “va a parar a la población más rica”, que goza de grandes
exenciones de impuestos, en detrimento de las minorías étnicas, las mujeres
y los desplazados por la violencia.

 

Precisamente estos grupos, junto con otras multitudes pateadas por el
sistema imperante, se volcaron a las calles el 21 de noviembre. Bogotá fue
el escenario (no el único, pero sí el más contundente del país) de masivas
movilizaciones contra la actual política económica del gobierno de Duque, la
brecha social y la corrupción (véase “Noviembre caliente”, Brecha,
29-XI-19).

 

Decenas de miles de estudiantes, campesinos, feministas, indígenas y
sindicalistas sacudieron el reconocido letargo de la capital y le provocaron
un histórico cortocircuito al tradicional laissez faire, laissez passer,
desmarcándose de intereses partidistas y eludiendo toda clase de etiquetas.
“Somos la generación que no tiene nada que perder: ni empleo, ni salud, ni
educación. ¿Qué miedo vamos a tener?”, se escuchó entre los más jóvenes. El
gobierno respondió con una fuerte represión policial –que acabó con el
asesinato de Dylan Cruz, de 18 años, a manos de un agente del Escuadrón
Móvil Antidisturbios– y puso en marcha una “gran conversación nacional”, que
la pandemia diluyó.

 

El virus antes del virus 

 

Ahora la sociedad bogotana sigue con lupa los pasos de la alcaldesa Claudia
López, quien participó de aquellas marchas. Al asumir el cargo, en enero,
aseguró que con ella llegaron al poder las personas que habían salido a
reclamar justicia social. Pero hoy todo está condicionado por la expansión
del coronavirus y la necesidad de contenerlo mediante la cuarentena
obligatoria, que se extenderá, según lo anunciado, hasta el 11 de mayo.

 

López debe lidiar con una bomba de tiempo, porque el confinamiento es un
lujo que gran parte de la población no se puede permitir: desempleados,
desplazados por la violencia, inmigrantes venezolanos, madres cabezas de
familia y otros cientos de miles de personas que viven al día sin ningún
tipo de asistencia, para quienes el coronavirus es uno más de los tantos
males con los que conviven forzosamente. Para ellos, no hay #QuédateEnCasa
que resista; caen en saco roto las manidas frases “entre todos podemos” y
“Colombia más unida que nunca”; siguen de largo los mensajes edulcorados de
la primera dama.

 

Como nunca, lo que subyace a esta crisis es la otra gran crisis. La de un
sistema sanitario ineficiente, apestado de casos de corrupción, como las
sistemáticas operaciones ilegales que la pandemia puso en evidencia. El
complejo sistema colombiano da cobertura al 98 por ciento de la población,
pero la calidad de su servicio depende, en buena medida, de las entidades
promotoras de salud, una verdadera industria acaparada por compañías
aseguradoras privadas que se alimentan de fondos públicos. “Tristemente,
debo contarle que encontramos 400 hospitales de todo el país […] que han
sido salvados una y otra vez, pero vuelven y caen en manos de
inescrupulosos”, reconoció hace unos días el superintendente de Salud, Fabio
Aristizábal, encargado de vigilar el funcionamiento del sistema (El Tiempo,
11-IV-20).

 

El olor de la protesta 

 

Más allá de la falta de camas de cuidados intensivos (un 80 por ciento de
las 5.300 existentes está ocupado) y de todo el equipamiento necesario, hay
una deuda histórica con el personal de la salud –como médicos y enfermeros–,
que reclama millones de pesos por salarios adeudados. Tan grave es la
situación que el gobierno emitió un decreto por el que obliga a los
profesionales a trabajar “en primera línea” en caso de darse una escalada de
la pandemia. “No somos militares, somos médicos”, dijeron los gremios. El
gobierno se ha comprometido a pagar los salarios atrasados y garantizarles
contratos estables (un 75 por ciento está tercerizado) y los insumos
laborales apropiados. Anunció, además, que se montarán hospitales
temporales, que 1.500 respiradores artificiales están en camino y que se
realizarán 350 mil pruebas semanales para la detección rápida de casos.

 

Sin embargo, a un mes de la cuarentena obligatoria, Colombia no reúne las
condiciones básicas para levantar el confinamiento, porque no se hicieron
test masivos y el sistema sanitario no está preparado para enfrentar un pico
de casos. La curva de contagios del virus no se está aplanando; tampoco el
malestar ciudadano. “Se viene una bomba social muy tenaz. Saque la cabeza
del palacio donde vive y huela: eso es el olor que viene antes de la
protesta. No nos vamos a resignar a morir de hambre. Preferimos salir a la
calle a morir de coronavirus”, escribió, en una carta abierta dirigida al
presidente Duque, Alfonso Sanabria, profesor desempleado de 61 años.

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