Cultura/ Escuchando a Orson. [Pablo Staricco]

Ernesto Herrera germain5 en chasque.net
Dom Dic 13 00:20:14 UYT 2020


  _____

Correspondencia de Prensa

13 de diciembre 2020

 <https://correspondenciadeprensa.com/> https://correspondenciadeprensa.com/

redacción y suscripciones

 <mailto:germain en montevideo.com.uy> germain en montevideo.com.uy

  _____



Cultura



Escuchando a Orson



Pablo Staricco

Búsqueda, 10-12-2020

https://www.busqueda.com.uy/



La palabra legendaria del cine es apenas un susurro. Una última bocanada.
Dos segundos de una dicción que divide, con una pausa, uno de los grandes
misterios del séptimo arte. En el guion, las indicaciones sobre el diálogo
son inexistentes más allá de un signo de exclamación que, en pantalla, fue
reemplazado por puntos suspensivos. El encuadre es un primerísimo primer
plano y lo capturado es un par de labios en sus últimos movimientos. Antes
de dejar caer el globo de nieve, Charles Foster Kane añora:



—“Rosebud”.



La voz de Orson Welles es inolvidable. Histriónica, al igual que su legado,
fue un artífice fundamental de su figura. Una voz que demandaba atención
incluso cuando, rara vez, no la buscaba. Baritonal, algo nasal, con
entonaciones de tintes británicos y años de radio a su favor en el comienzo,
y años de excesos en su contra en el final. La voz de un cineasta, actor,
director de teatro, guionista, productor, locutor y hasta mago. El puente
hacia la mente brillante de genio maldito que floreció dentro una industria
que, sin saber cómo manejarlo, le terminó dando la espalda.



A Welles se le impartió que, incluso de pequeño, debía sobresalir. Su madre,
Beatrice, creía que un niño debía lograr justificar su presencia en la
habitación ante un adulto. Decir algo interesante o hacer algo
extraordinario. De lo contrario, podía retirarse a su dormitorio. Welles
completaba oraciones completas a los dos años, leía a Nietzsche a los diez y
recitaba poemas de Shakespeare de adolescente. No demoró en diferenciarse
del resto de sus compañeros en su escuela en Woodstock, Illinois. “Cada uno
tiene su pequeña idiosincrasia, querida”, llegó a decirle a una compañera
que le criticó su aparente falta de empatía.



La parla se le daba, y muy bien. Hablar para alcanzar su cometido fue un
recurso que utilizó desde joven. En su primera experiencia fuera de su país,
tal vez el primero de los exilios autoimpuestos que haría en su vida, logró
que una compañía de actores en Irlanda lo dejara trabajar en un teatro en
Dublín. Para convencerlos, les contó, con 16 años, que tenía 19 y una gran
experiencia en las artes dramáticas. Fue suficiente para hacerse de unas
libras y un puñado de papeles en las tablas nocturnas.



Su regreso a Estados Unidos fue seguido de una consolidación como hombre del
teatro, gracias a los conocimientos adquiridos en las técnicas escénicas.
Con base en Chicago, Welles se hizo escuchar. Sus producciones eran grandes,
obras de un fuerte peso expresionista. Ir a verlo era sentir el teatro de
una forma casi que agresiva. La teatralidad se volvió parte de su carácter.
La representación, la música y el guion de sus obras conversaban de forma
magnífica y Welles era el encargado de liderar la conversación.



Lo inevitable, entonces, fue su llegada a la radio, el medio que sería el
último escalón antes de su arribo definitivo al cine. Welles ya se había
hecho familiar con las cámaras e incluso tuvo la intención de montar una
obra cuya narrativa dependía de una proyección de imágenes sobre el
escenario. Los teatros de la época ni imaginaban contar con un proyector
cinematográfico. En la radio, sin embargo, la creatividad de Welles nunca
fue un límite.



En la afamada transmisión de La guerra de los mundos de 1938 para la Radio
Columbia Broadcasting System, a Welles, de 23 años, se lo presenta no solo
como el director del Teatro Mercury, sino también como “una estrella”. Su
adaptación de la obra de H.G. Wells comienza con grandes pausas, llenas solo
por la interferencia de los aparatos de la época. La tensión es palpable y
la primera afirmación del narrador, demoledora. “Hoy sabemos que en los
primeros años del siglo XX nuestro mundo estaba siendo observado por unos
seres más inteligentes que el hombre y, sin embargo, igual de letales”, leía
Orson. La transmisión duró una hora.



A la grandilocuencia de su interpretación, esa que hizo entrar en pánico a
una parte de sus escuchas y entretener a la otra, se la puede contrarrestar
con el efecto inicial que tuvo en la persona pública de Welles, quien tuvo
que disculparse y adentrarse así en la primera de sus exploraciones en el
poder de los medios sobre una población. En varias conferencias de prensa
posteriores a la dramatización, a Welles se lo ve como una mancha gris,
siempre en un porte impecable, en un mar negro de periodistas. Su entonación
es, en parte, la de conciliación. Se muestra atento y empático incluso
cuando le preguntan si era consciente “del terror que estaba ocasionando
alrededor de la nación”. Orson, antes de imponerse, escucha atento. Más
adelante, Welles diría que su accionar no fue tan inocente como parecía.
Estaba harto de ver cómo el público “se tragaba todo de lo que provenía de
esa nueva caja mágica”, la radio. No hubo acciones legales en su contra y la
invasión marciana no lo llevó a la cárcel. Lo llevó a Hollywood.



Faltarían casi dos décadas antes de que un grupo de críticos de cine
franceses comentaran la teoría del autor en el cine, estableciendo el rol
del director como un artista, responsable de la construcción de la identidad
audiovisual y narrativa de una película. La llegada de Welles a Hollywood
manifiesta, inicialmente, la preservación de su voz como autor gracias a un
contrato sin precedentes. El estudio RKO lo sedujo permitiéndole elegir la
historia que quisiera, el corte final de la obra, su elenco y la libertad de
no contar con la intervención del estudio durante la producción. “Como no lo
buscaba en absoluto, las ofertas fueron cada vez mejores”, contó Welles en
una entrevista en París en los 60. “En mi caso no quería dinero, quería
autoridad”.



Con ella llegó, en 1941, El ciudadano.



No hay escena de El ciudadano con Welles en las múltiples pieles de Charles
Foster Kane en la que sus diálogos no cautiven. Su llegada al New York
Inquirer, su celebración con el equipo editorial, sus matrimonios
condenados. Se hace difícil, de todas formas, no pensar en el discurso de
Kane como candidato a gobernador, como un momento trascendental en Welles en
la actuación. Su voz en la escena se aleja de su introducción, la de un
dandy sofisticado y, bajo su propia imagen magnificada, el veinteañero
Welles es ahora un líder de masas avezado. Su timbre de voz más bajo en la
escala, pero ganando amplitud. Su entonación, remarcando palabras como
“promesas”, “elegido” y “esperanza”. Es el último momento de grandeza antes
de la caída en la vida de un hombre en busca de sentido.



El significado, el del trineo llamado Rosebud, Welles lo explicó mejor que
nadie. “La más básica de todas las ideas era la de una búsqueda del
verdadero significado de las palabras moribundas aparentemente sin sentido
del hombre”, detalló en un comunicado de prensa sobre la película. “Kane se
crio sin familia. Fue arrebatado de los brazos de su madre en la primera
infancia. Desde el punto de vista del psicólogo, mi personaje nunca había
realizado lo que se conoce como ‘transferencia’ de su madre. De ahí su
fracaso con sus esposas. Al dejar esto claro durante el transcurso de la
película, mi intento fue llevar los pensamientos de mi audiencia cada vez
más cerca de la solución del enigma de sus últimas palabras. Eso fue
‘Rosebud’”.



La segunda película de Welles bajo RKO, The Magnificent Ambersons
(Soberbia), inauguraría el carácter fragmentario y casi maldito de su obra.
Basada en una propia adaptación del director para la radio, la historia de
una familia acaudalada del siglo XIX sufrió cambios drásticos por parte del
estudio, que removió a Welles del montaje una vez que entregó su corte
original, eliminó más de 40 minutos del metraje original y hasta grabó un
nuevo final. Sí mantuvo su trabajo vocal como narrador, en el que
reconstruye una vez más, con gracia, el declive de una clase a través del
ocaso de los Amberson. Se dice que Welles completó la grabación del relato
en una sola noche.



Welles tuvo dos despedidas oficiales ante público. La primera fue una
entrevista que dio a sus 70 años, unas horas antes de sufrir un paro
cardíaco en su casa en Los Ángeles y morir. Era el invitado ideal para un
talk show, antes de que el formato redujera a los invitados a historias con
una duración menor a los cinco minutos. Su última entrevista la dio en The
Merv Griffin Show donde le dedicó casi 20 minutos a un truco de cartas. Un
par de naipes y su labia. Nada más que entretenimiento.



La segunda, sin contar el tándem de su película póstuma Al otro lado del
viento y el documental Me amaran cuando esté muerto, corresponde a lo que se
considera su último trabajo dramático oficial: la voz de un villano en una
película animada basada en los juguetes Transformers. Antes de morir, Welles
le contó a una biógrafa cómo había vivido la experiencia. “¿Sabes lo que
hice esta mañana? Interpreté la voz de un juguete. Hago de un planeta. Mi
plan para destruir a ‘Quienquiera que sea’ se frustra y me destrozan en
pantalla”. Que su última interpretación haya sido un personaje con fuerza
gravitacional propia es, al día de hoy, un acto de justicia poética para el
responsable de La dama de Shangai, Sed de mal, El proceso y Fraude.



La presencia de Welles dentro de Mank, la última película del director David
Fincher, producida y estrenada por Netflix, es una casi fantasmal. El
protagonista en este caso es Herman J. Mankiewicz, coguionista de El
ciudadano, interpretado por Gary Oldman, pero Welles no se hace esperar, ni
siquiera en la ficción. Su primera escena es una llamada de teléfono al
guionista alcohólico en plena recuperación física. Primero se lo ve de
espaldas a la cámara, con su voz interpretada con puntería por el actor
inglés Tom Burke. “¿Listo y dispuesto a cazar a la gran ballena blanca?”, le
cuestiona a su futuro colega, brindando en la “h” de whale una personalidad
típica del acento inglés transatlántico popular en el cine de antaño.



La cacería fue exitosa para la tripulación de este Pequod del cine y con una
recompensa impensada a través de los tiempos: la canonización de El
ciudadano como la película más importante de la historia y Welles como uno
de los grandes genios del cine como arte. Un genio con una voz sofisticada,
soberbia y, en especial, legendaria.

  _____





--
El software de antivirus Avast ha analizado este correo electrónico en busca de virus.
https://www.avast.com/antivirus


------------ próxima parte ------------
Se ha borrado un adjunto en formato HTML...
URL: http://listas.chasque.net/pipermail/boletin-prensa/attachments/20201213/c507e5de/attachment-0001.htm


Más información sobre la lista de distribución Boletin-prensa