Coronavirus/ El virus somos nosotros [Eleiane Brum]

Ernesto Herrera germain5 en chasque.net
Sab Mar 28 16:17:19 UYT 2020


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Correspondencia de Prensa

28 de marzo 2020

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Coronavirus



El virus somos nosotros



El futuro está en disputa, puede ser Génesis o Apocalipsis (o apenas más de
la misma brutalidad).



Eliane Brum *

El País, 26-3-2020

https://elpais.com/

Traducción de Meritxell Almarza



Al principio fue el virus. Coronavirus. En menos de dos meses después de la
primera muerte, registrada en China el 9 de enero, cruzó el mundo a bordo de
nuestros cuerpos que vuelan en aviones. Se volvió omnipresente en el
planeta, pero tan invisible como ciertos dioses para los ojos humanos. Hoy,
1.700 millones de personas, aproximadamente una quinta parte de la población
mundial, están aisladas. Escuelas, restaurantes, cines e incluso centros
comerciales han cerrado sus puertas, las fronteras de países y continentes
se han cerrado, los aviones se han vaciado, los presidentes maníacos
finalmente han sido reconocidos como presidentes maníacos, los neoliberales
han sido vistos clamando: “¿Dónde está el Estado? ¿Dónde está el Estado?”,
los ardientes defensores de los seguros de salud han compartido campañas
para fortalecer la sanidad pública, los terraplanistas han exigido
respuestas de la ciencia. Por las ventanas de Facebook, Twitter, WhatsApp e
Instagram, la gente decreta: el mundo no será nunca más el mismo.



No lo será. Pero quizás seguirá siendo bastante parecido. Además de nuestra
supervivencia, lo que está en disputa en este momento es en qué mundo
viviremos y qué humanos seremos después de la pandemia. Estas respuestas
dependerán de cómo vivamos la pandemia. El después —la posguerra mundial de
nuestro tiempo— dependerá de cómo elijamos vivir la guerra. No es cierto que
en la guerra no se pueda elegir. La verdad es que, en la guerra, elegir es
mucho más difícil y las pérdidas resultantes son mucho mayores que en
tiempos normales.



En la guerra, tenemos dos caminos personales que determinan lo colectivo:
ser mejores de lo que somos o ser peores de lo que somos. Esta es la guerra
permanente que cada uno libra hoy puertas adentro. Los momentos radicales
exponen una desnudez radical. Aislados, también nos las arreglamos con ella.
Lo que el espejo puede mostrar no es el vientre flácido. Eso ya no importa,
no tenemos dónde ni a quién exhibir nuestras tabletas de chocolate. Lo
difícil es verse cara a cara con un carácter fláccido, una gana sin músculo,
un deseo sin tono que antes estaba enmascarado por la espiral de los días.
Lo difícil es que te llamen a ser y tener miedo de ser. Porque eso es lo que
hacen momentos como este: nos llaman a ser.



En tiempos más normales, podemos fingir que no oímos la llamada a ser.
Cubrimos esa voz con automatismos, la vida se resume a consumir la vida
consumiendo el planeta. Los consumidores no son, ya que consumen el ser. Y
ahora, cuando ya no se puede consumir, porque puede que pronto no haya nada
que consumir o quien pueda producir qué consumir, ¿cómo se aprende a separar
los verbos? ¿Cómo se convierte un consumidor en un ser?



Si utilizamos la palabra guerra, debemos observar cuidadosamente al enemigo.
¿Es el virus, esta criatura que parece una bolita microscópica peluda, casi
simpática? ¿Es el virus, ese organismo que solo sigue el imperativo de
reproducirse? Creo que no. El virus no tiene conciencia, no tiene moral, no
tiene elección. Tendremos que vencerlo en nuestros cuerpos, neutralizarlo
para reiniciar lo que llamamos el otro mundo que está por venir. Sin
embargo, todo indica que ocurrirán otras pandemias, otras mutaciones. La
forma en que vivimos en este planeta nos ha convertido en víctimas de
pandemias. El enemigo somos nosotros. No exactamente nosotros, sino el
capitalismo que nos somete a una forma de vivir mortífera. Y, si nos somete,
es porque, con más o menos resistencia, lo aceptamos. Puede que escapar del
virus esta vez no nos salve del próximo. Hay que cambiar la forma de vivir.
Nuestra sociedad tiene que convertirse en otra.



El callejón sin salida que nos impone la pandemia no es nuevo. Es el mismo
en el que nos metió, hace años, décadas, la emergencia climática. Los
científicos —y más recientemente los adolescentes— repiten y gritan que hay
que cambiar urgentemente la forma en que vivimos o seremos condenados a que
parte de la población desaparezca. Y quien sobreviva estará condenado a una
existencia mucho peor en un planeta hostil.



Todos los datos muestran que la Tierra, que sigue siendo redonda, se
sobrecalienta a niveles incompatibles con la vida de muchas especies. Este
sobrecalentamiento cambiará radicalmente —a peor— nuestro hábitat. Toda la
información científica indica que es necesario dejar de devorar el planeta,
que hay que cambiar radicalmente los patrones de consumo, que la idea de
crecimiento infinito es una imposibilidad lógica en un mundo finito. Es un
hecho comprobado que los humanos, al emitir carbono desde la revolución
industrial, cortar árboles, quemar carbón y luego petróleo, se han
convertido en una fuerza de destrucción capaz de alterar el clima del
planeta.



A partir de la segunda mitad de 2018, los adolescentes de todo el mundo
dejaron de ir a la escuela los viernes para gritar en las calles que los
adultos les están robando su futuro. Dicen: dejad de consumir, quedaos en
tierra, nuestro planeta ya no puede soportar tantas emisiones de carbono.
También dicen, literalmente: “os importa una mierda nuestro futuro”. Greta
Thumberg, la joven activista sueca, advirtió repetidamente: “nuestra casa
está en llamas”. Despertad.



Todo está escrito, dicho, repetido, documentado. Nadie puede decir que no lo
sabía. Bueno, Bolsonaro, el maníaco que gobierna Brasil, siempre puede
hacerlo, porque dice y se desdice cada dos por tres. Pero, en serio, ¿quién
aguanta todavía hablar sobre este demente, que aumenta criminalmente el
riesgo de muerte de los brasileños, a no ser que sea para gritar “¡Fuera!”?
Aislemos a este patán, dejemos que Bolsonaro siga buscando dónde tiene las
orejas y aprendiendo a ponerse la mascarilla sin cubrirse los ojos.



El efecto de la pandemia es el efecto concentrado, agudo, de lo que la
crisis climática produce a un ritmo mucho más lento. Es como si el virus nos
hiciera una demostración de lo que viviremos pronto. Dependiendo de los
niveles de sobrecalentamiento global, llegaremos a una etapa de
transformación climática y, como consecuencia, del planeta, para la que no
hay vuelta atrás, no hay vacuna, no hay antídoto. El planeta será otro.



Por eso, los científicos, los intelectuales indígenas y los activistas
climáticos han estado gritando a una mayoría que se hace la sueca —para no
tener que dejar su comodidad cambiando los viejos hábitos— que tenemos que
cambiar radicalmente los patrones de consumo, que debemos presionar
radicalmente a los gobernantes para que creen políticas públicas inmediatas,
que hay que combatir radicalmente a las grandes corporaciones que destruyen
el planeta. Pero, como la crisis climática es lenta, siempre se ha podido
fingir que no existía, llegando al paroxismo de elegir a negacionistas como
Jair Bolsonaro, Donald Trump y toda la conocida panda de destructores del
mundo.



El virus no permite fingir. Posiblemente saltó de un murciélago, una especie
cuyo hábitat también destruimos, para alojarse en el organismo humano. No
hizo nada más que seguir su vida de virus. De repente, hombres y mujeres de
todo el mundo que fingían no tener cuerpo ni límites, desbordándose en
internet, tuvieron que lidiar con su propia carne y sus propios contornos.
Ya no hay forma de escapar del cuerpo. Ya no hay forma de permanecer
repantingado en el ombligo.



Toda la ilusión de que el mundo está controlado por humanos se ha disuelto
en un tiempo récord. Y la humanidad finalmente ha descubierto que hay un
mundo más allá de sí mismo, poblado por otros que incluso pueden acabar con
nuestra especie. Otros que ni siquiera podemos ver. En nuestro furor de
especie dominante, extinguimos a tantas otras y a tantas formas de vida,
encerramos animales maravillosos en jaulas, creamos campos de concentración
para bueyes, cerdos y gallinas, envenenamos peces con mercurio solo porque
nos gusta el oro, promovemos holocaustos diarios para alimentarnos, violamos
vacas con aparatos porque queremos comernos a sus tiernos bebés en comidas
refinadas y queremos robarles la leche día tras día, arrancamos la selva
para hacer campos de soja para alimentar a los animales esclavizados.
Podemos hacer de todo.



Y, entonces, llega el virus, que no está interesado en darnos ningún
mensaje, solo se ocupa de sus propios asuntos, y nos muestra: vosotros, los
humanos, no estáis solos en este planeta ni tenéis el control que creéis que
tenéis. Y los que se burlaban de los científicos del clima y de la Tierra,
que calificaban la crisis climática de “complot marxista”, ahora quieren
saber cómo la ciencia puede salvarlos de la bolita peluda. Llegan a inventar
que la covid-19 es una “gripecita”, “una fantasía”, “una histeria”. La gente
juega con todo y está lista para creerse cualquier tontería, incluso que la
Tierra es plana, siempre y cuando se le garantice que podrá seguir su camino
zombi. Pero la gente no juega con la salud. Cuando se trata de salud,
incluso la Tierra plana da vueltas.



Menciono “humanidad”, “gente”, “población”. Pero la homogeneidad no existe,
no hay un genérico llamado “humano”. Igual que no estamos todos en el mismo
barco. Ni para el coronavirus ni para la crisis climática. Una vez más, la
comparación entre la covid-19 y la crisis climática tiene mucho sentido. La
ONU creó el concepto de “apartheid climático”, un reconocimiento de que las
desigualdades de raza, sexo, género y clase social también son determinantes
para el cambio climático, que las reproduce y amplía. Los que se verán más
afectados por el sobrecalentamiento global —negros e indígenas, mujeres y
pobres— han sido los que menos han contribuido a causar la emergencia
climática. Y los que han producido la crisis climática al consumir el
planeta en grandes porciones y proporciones —los blancos ricos de los países
ricos, los blancos ricos de los países pobres, los hombres, que en los
últimos milenios han centralizado las decisiones y nos traído hasta aquí—
son los que se verán menos afectados. Estos son los que han empezado a
construir muros y a cerrar fronteras mucho antes de la covid-19, porque
temen a los refugiados climáticos que han creado, que serán cada vez más
numerosos en un futuro muy cercano.



En la pandemia de covid-19 existe el mismo apartheid. Está bastante
explícito qué gente tiene derecho a no contaminarse y qué gente
aparentemente puede contaminarse. No es casualidad que la primera muerte por
coronavirus en Río de Janeiro fuera la de una mujer, una asistenta, a quien
su “jefa” ni siquiera le reconoció el derecho a quedarse en casa —cobrando—
para hacer el aislamiento necesario, no creyó que fuera necesario decirle
que podía haberse contagiado de covid-19, cuyos síntomas ya sentía después
de volver de pasar el carnaval en Italia. Esta primera muerte en Río es el
retrato de Brasil y las relaciones entre raza y clase en el país, expuestas
en toda su brutalidad criminal por el radicalismo de una pandemia.



Lo asombroso es que la necesidad que muchos tienen de que la asistenta —a
quien se le ha negado el derecho al aislamiento remunerado— les limpie la
casa y les prepare la comida sea aún mayor que el instinto de supervivencia.
Esto nos dice mucho de una parte de la sociedad brasileña, en la que los
porteros siguen abriendo la puerta de los edificios para que los residentes
no toquen la manija, cuando van al jardín a airearse o al supermercado a
comprar comida. Quedarse sin empleados domésticos parece ser más trágico que
enfrentar el virus para una parte de la clase media y alta de Brasil. Esta
última está muy acostumbrada a creer que está a salvo de lo peor, porque, en
general, lo está.



El poder devastador del virus está determinado por las decisiones de los
gobiernos y por la población que eligió a los gobernantes. En este momento,
los brasileños tienen que lidiar con la decisión de debilitar la sanidad
pública, con la decisión de reducir la inversión en programas sociales que
podrían reducir la desigualdad, con la decisión de no hacer la reforma
agraria ni la redistribución de la renta, con la decisión no priorizar el
saneamiento básico y la vivienda digna. Con la decisión de establecer un
tope para el gasto público también en áreas esenciales como la salud y la
educación.



Los brasileños se ven obligados a lidiar, principalmente, con la decisión de
convertir el “Mercado” en una entidad divina que se autorregula. Si el
Mercado fue la explicación de todo para que esta persistente plaga llamada
“economistas neoliberales” o “ultraliberales”, que se atribuyeron la
autoridad y el poder para determinar todas las áreas de nuestra vida,
defendiera las medidas más brutales, ¿dónde está ahora el Mercado? ¿Por qué
no le piden al Mercado que solucione la pandemia? Al contrario: los
representantes del Mercado están despidiendo a los trabajadores y pidiendo
ayudas de emergencia al Gobierno para evitar la bancarrota.



Pero no se engañen. En cuanto pase la pandemia, el Mercado volverá con todo
su poder de oráculo para dictar todo lo que tenemos que hacer para salir de
la recesión a través de sus sacerdotisas, los economistas neoliberales o
ultraliberales. Esta carga, como siempre, será compartida por igual entre
los más pobres.



El virus —y no sus pésimas decisiones— será el culpable de todas las
dolencias. Como sabemos, hasta que llegó la covid-19, la economía del mundo
capitalista y del Brasil del ministro de Economía Paulo Guedes iba viento en
popa, parece que hasta las asistentas planeaban un viaje a Disney cuando el
maldito virus con nombre de ducha se lo impidió. Y, claro, el maníaco del
Planalto dirá que ni él ni su ministro-para-todo son los incompetentes, sino
la “histeria” con la “gripecita”.



Sin embargo, la suerte no está echada. No es solo el futuro lo que está en
disputa, también el presente. Aisladas en casa, las personas empiezan a
hacer lo que no hacían antes: verse, reconocerse, cuidarse. Justo ahora,
cuando se ha vuelto mucho más difícil, parece que es más fácil llegar al
otro. A quien creó el concepto de “aislamiento social” le falló el
raciocinio. Lo que tenemos que hacer y que parte de la población global ya
lo está haciendo es “aislamiento físico”, como señaló el sociólogo Ben
Carrington en Twitter. Lo que está sucediendo hoy es exactamente lo
contrario del aislamiento social. Hacía mucho tiempo que la gente, en todo
el mundo, no socializaba tanto.



En Brasil, el gran momento de socialización es el “¡Fuera Bolsonaro!” en las
ventanas. En otros países hay música, incluso poesía, en los balcones. Para
los brasileños, mostrar que se han encontrado con la realidad del otro es
reconocer la realidad de que pusieron a un maníaco en el Gobierno y tienen
que sacarlo de allí si quieren sobrevivir. Pero aquí también hay fiestas de
cumpleaños en las que se deja un pastel en la puerta y los vecinos cantan
“cumpleaños feliz” desde la ventana, jóvenes que les hacen la compra a los
ancianos del edificio, abuelos que almuerzan con sus nietas por FaceTime,
familias y grupos de amigos que hablan a través de aplicaciones como hacía
tiempo que no hablaban. Es increíble, pero finalmente los humanos han
descubierto que pueden usar sus teléfonos móviles para conocerse, en lugar
de aislarse cada uno en su aparato en las mesas de los bares y restaurantes.



Muchas de las acciones de la derecha y la extrema derecha brasileña en los
últimos años tenían como objetivo neutralizar y enterrar una insurrección de
las periferias, en el sentido más amplio, que empezaba a cuestionar, de
manera muy contundente, los privilegios de raza y clase. Empezaba a reclamar
su justa centralidad. La concejala Marielle Franco fue un ejemplo icónico de
estos brasileños insurgentes que ya no aceptaban el lugar subalterno y
mortífero al que habían sido condenados. La pandemia ha mostrado
explícitamente que la rebelión sigue viva. El Brasil de las élites
imbéciles, aliado a la nueva imbecilidad representada por los mercaderes de
la fe ajena, no pudo matar la insurrección. El “Manifiesto de las hijas y
los hijos de las empleadas del hogar”, que afirma que no permitirán que los
empleadores dejen morir a sus madres de covid-19, es quizás el grito más
potente de este momento, impensable hace solo unos años.



Se están haciendo decenas de colectas, la mayoría organizadas desde favelas
y periferias, para garantizar que las personas a quienes la desigualdad
brasileña les secuestra el derecho al aislamiento tengan alimentos y
productos de limpieza. En general, el lema es “Nosotros por nosotros”:
siglos de historia demuestran que solo los explotados y los esclavos pueden
salvarse a sí mismos.



Algunos organizadores de estas campañas temen que el tiempo de los buenos
corazones, donde brotan las margaritas de la solidaridad, termine en pocas
semanas, cuando la comida escasee y se establezca el hambre, cuando el miedo
a que el dinero se acabe —para aquellos que todavía tienen dinero, pero no
saben por cuánto tiempo— empiedre las venas y las arterias, cuando el número
de casos esté tan fuera de control que el sistema de salud implosione. Ahí,
en este lugar al que posiblemente llegaremos, definiremos quiénes somos
realmente o quiénes queremos ser. Entonces lo sabremos. No creo que, esta
vez, la gente acepte morir como ganado. Especialmente, las mismas personas
de siempre.



La conciencia de la propia mortalidad suele tener un efecto muy poderoso
sobre las subjetividades. Los filósofos se disputan la interpretación de lo
que será o podría ser el mundo poscoronavirus. El esloveno Slavjoj Zizek
cree en el poder subversivo del virus, que puede haber asestado un golpe
mortal al capitalismo: “Quizás también se propaga otro virus mucho más
beneficioso y, si tenemos suerte, nos infectará: el virus de pensar en una
sociedad alternativa, una sociedad más allá de los Estados-nación, una
sociedad que se actualiza en las formas de solidaridad y cooperación
global”.



El surcoreano Byung-Chul Han, profesor de la Universidad de las Artes de
Berlín, cree que Zizek se equivoca. “Después de la pandemia, el capitalismo
seguirá con más vigor todavía. Y los turistas seguirán pisoteando el
planeta”, afirma. “La conmoción es un momento propicio que permite
establecer un nuevo sistema de gobierno. El establecimiento del
neoliberalismo también vino a menudo precedido de crisis que causaron
conmoción. Eso es lo que sucedió en Corea y en Grecia. Espero que después de
la conmoción causada por este virus, no llegue a Europa un régimen policial
digital como el chino. Si esto sucede, como teme Giorgio Agamben, el estado
de excepción se convertiría en la situación normal. Y el virus habría
logrado lo que ni siquiera el terrorismo islámico ha logrado totalmente”.



Pero él también se acerca a la idea de otra posible sociedad en la posguerra
pandémica: “El virus no vencerá al capitalismo. La revolución viral no
llegará a suceder. Ningún virus es capaz de hacer la revolución. El virus
nos aísla e individualiza. No genera ningún sentimiento colectivo fuerte. De
alguna manera, cada uno se preocupa solo por su propia supervivencia. La
solidaridad que consiste en mantener distancias mutuas no es una solidaridad
que nos permita soñar con una sociedad diferente, más pacífica, más justa.
No podemos dejar la revolución en manos del virus. Tenemos que creer que
después del virus vendrá una revolución humana. Somos NOSOTROS, PERSONAS
dotadas de RAZÓN, los que necesitamos repensar y restringir radicalmente el
capitalismo destructivo, y nuestra movilidad ilimitada y destructiva, para
salvarnos, para salvar el clima y nuestro hermoso planeta”.



Creo que la belleza que queda en el mundo es precisamente que la suerte no
está echada mientras todavía estemos vivos. El virus, que nos arrancó a
todos del sitio, independientemente del polo político, está ahí para
recordarnos eso. La belleza es que, de repente, un virus ha devuelto a los
humanos la capacidad de imaginar un futuro en el que deseen vivir.



Si la pandemia pasa y todavía estamos vivos, a la hora de recomponer las
humanidades podremos crear una nueva sociedad. Una sociedad capaz de
entender que el dogma del crecimiento nos ha llevado a este momento, una
sociedad preparada para comprender que cualquier futuro depende de dejar de
agotar lo que llamamos recursos naturales, y que los indígenas llaman madre,
padre, hermano.



El futuro está en disputa. En el mañana, llegue tarde o temprano, sabremos
si la minoría dominante de la humanidad continuará siendo el virus atroz y
suicida, capaz de exterminar a su propia especie destruyendo el
planeta-cuerpo que lo hospeda. O si detendremos esta fuerza destructiva al
inventarnos de otra manera, como una sociedad que es consciente de que
comparte el mundo con otras sociedades. Después de tanta especulación,
sabremos si lo que estamos viviendo es el Génesis o el Apocalipsis, en la
interpretación del sentido común. O nada tan grandilocuente, pero
inmensamente decepcionante: la reedición de nuestra invencible capacidad
para adaptarnos a lo peor, adhiriéndonos de forma inmediata a los discursos
salvadores que nos han esclavizado tantas veces.



La pandemia de covid-19 ha revelado que somos capaces de realizar cambios
radicales en un tiempo récord. El acercamiento social con aislamiento físico
puede enseñarnos que dependemos unos de otros. Y, por eso, debemos unirnos
en torno a un común global que proteja la única casa que todos tenemos. El
virus, que también habita este planeta, nos ha recordado algo que habíamos
olvidado: los otros existen. A veces, se llaman coronavirus.



* Eliane Brum, escritora, reportera y documentalista. Autora de Brasil,
Construtor de ruínas: um olhar sobre o país, de Lula a Bolsonaro
(Constructor de ruinas: una mirada sobre el país, de Lula a Bolsonaro),
editora  Arquipélago. El artículo fue publicado originalmente en la edición
Brasil de El País, 25-3-2020, con el título El virus somos nosotros (o una
parte de nosotros). (Redacción Correspondencia de Prensa]

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