Cultura/ Economía afectiva de los objetos indeterminados y estética de la baratija. [Víctor del Río]

Ernesto Herrera germain5 en chasque.net
Mie Abr 7 17:55:45 UYT 2021


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Correspondencia de Prensa

7 de abril 2021

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Cultura 

 

Economía afectiva de los objetos indeterminados y estética de la baratija

 

Víctor del Rio *

Viento Sur, 7-4-2021 

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De todos los objetos que poseemos, hay algunos que ocupan un lugar destacado
en el reino de lo inútil. Entre esos enseres que nos acompañan en las
mudanzas hay algunos que no tienen un uso específico y que conservamos, sin
embargo, por alguna atracción táctil que nos invita a tocarlos de vez en
cuando. Sobreviven a los intentos siempre incompletos de zafarnos de lo
superfluo, porque estas pequeñas cosas tienen la facultad de situarse en
algún lugar ventajoso en el orden de nuestras preferencias, como si en su
forma hubiera algún asidero para la memoria, o como si las necesitáramos
afectivamente. La dimensión táctil y la contemplativa están arraigadas e
interconectadas en ellas y remiten a una pérdida de su función o a su
completo alejamiento de la aplicación cotidiana. Se trata de objetos que ni
siquiera tienen una utilidad propiamente decorativa, son pobladores de los
escritorios y de las estanterías, esperan en lugares que les hemos asignado
para que no estorben demasiado, pero también para mantenerlos al alcance de
la mano con relativa facilidad: piezas desprendidas de algún artefacto al
que ya no sirven, pisapapeles cuya verdadera utilidad siempre fue dudosa,
suvenires desfasados, juguetes antiguos, navajas rescatadas del pasado de
algún familiar, muñecos de la industria de la animación, piedras con formas
curiosas, figurillas de animales, conocidos personajes de peluche, artículos
kitsch...

 

Pueden tener algún significado para nosotros o ser adquisiciones
extemporáneas de mercadillo, pueden ser incluso productos de merchandising,
pero el papel de esas cosas es el de activar un ensimismamiento de quien los
conserva. Remiten a una intimidad de pensamientos más o menos erráticos, son
médiums que desvelan recuerdos a través de sus formas y sus texturas, pero
no porque ellos mismos sean protagonistas de esos recuerdos, sino porque
actúan como una invitación interior y porque están claramente fuera de
lugar. En ese poder meditativo hay algo estético, en parte derivado de la
desactivación de sus funciones anteriores, si es que en algún momento las
tuvieron; pero, ante todo, ocupan el lugar indeterminado de las cosas
recontextualizadas, extraídas de su origen, desarraigadas. Esa diversidad de
procedencias, formas o materiales que pueden constituirlas, y la
coincidencia de ocupar ese lugar sin una función clara es lo que apunta a
esa indeterminación que sería, a fin de cuentas, de orden estético. Su
procedencia no siempre es tan relevante como para que puedan ser
considerados trofeos arrebatados a la pérdida. El manoseo al que son
sometidos hace que liberen significados privados, pero el vínculo con los
motivos de su adquisición se ha debilitado y han pasado ahora a un limbo
sobre el que su propia materialidad es prioritaria como cauce de la
divagación. Están ahí, esperando un nuevo encuentro que tal vez no tenga
lugar hasta dentro de unos meses. Mientras tanto, su pequeña irradiación
totémica sabrá esperarnos y encontrar el momento para que volvamos a
tocarlos sin razón aparente.

 

Las numerosas variantes que podrían adoptar estas presencias objetuales, por
así llamarlas, inducirían al error de creer que son parte de una colección
en potencia. Una misma persona puede tener a su alrededor, orbitando, un
buen número de estos objetos, pero aquellos a los que me refiero no
responderían a un reclamo amparado por criterios clasificatorios. No
necesitan siquiera una carga semántica considerable y su iconografía podría
ser arbitraria. Aun así, sin duda, establecen un parentesco con los objetos
de colección en la medida en que estos también se mantienen petrificados en
esa confiscación que los extrae de la calle, del afuera, de lo que no es
nuestro, y son portadores de un valor estrictamente privado en tanto que
preservación de un deseo indeterminado. A veces estos objetos muestran un
enlace con significantes relacionados con la actividad que sus dueños
desarrollan. Sería el caso, por ejemplo, del conjunto de figurillas que
Sigmund Freud tenía en su escritorio. Sabemos por Paula Fichtl, el ama de
llaves que acompañó a la familia durante tantos años, que Freud solía
acariciar con una especial frecuencia una figurilla de mármol del dios Thoth
en su forma de babuino. Podemos imaginar al doctor repasando con el pulgar
la cabeza de aquel mono de mármol. En ese momento, con toda seguridad, el
objeto ejercía esa función aprehensiva por la que el tacto parece servir de
anclaje material a la especulación.

 

En el intento de congelar el hábitat de una persona ilustre, las casas museo
desvelan a veces estas constelaciones objetuales bastante reveladoras. Sin
embargo, ese tipo de instituciones, creadas para sostener la fantasía de que
en ellas participamos de la intimidad de personajes históricos, tiende a
conceder un valor artístico a lo que tuvo en realidad otra función o a lo
que simplemente no tiene demasiada importancia. La colección de estatuillas
de Freud es mucho menos interesante como conjunto artístico que como
constelación de objetos en relación al interior doméstico o a la condición
ambigua de objetos indeterminados. El vínculo secreto con su propietario no
podría desentrañarse ni siquiera interrogando psicoanalíticamente los
rastros dejados en la casa museo de Londres, pero permite entender una
práctica de aprehensiones objetuales relacionadas con aspectos más
sensoriales y táctiles que alegóricos.

 

Podría resultar obvio sugerir que existe un substrato común entre el
psicoanálisis y la arqueología, una arqueología de la que aquellas piezas,
algunas de ellas no exentas de cierto valor, actúan como vestigios.
Psicoanálisis y arqueología parecen así trabajos afines que las figuritas
ilustran bajo el rastro obtuso de haber sido toqueteadas por su propietario.
Sin embargo, en su materialidad, en su iconografía y en sus significados
originarios habría algo de irreductible que tendría mucho más que ver con
esa indeterminación de las presencias objetuales de la que aquí hablamos. Su
alineación sobre la mesa, mirando a quien se sienta a trabajar en ella, su
tamaño vagamente regular a escala de la mano humana y su aire de elección
caprichosa las convierten en una marca casi territorial. El espacio que
delimitan para ese diálogo silencioso con el doctor Freud es compartido por
otros muchos objetos decorativos ubicados en la misma estancia, y, cómo no,
por el célebre diván cubierto con un tapiz en el que se recostaron aquellos
pacientes transfigurados en personajes de los relatos clínicos. Dora,
Catalina, Miss Lucy, el hombre lobo, el hombre de las ratas…, todos ellos
visitaban aquella estancia decorada con el calculado equilibrio entre el
despacho donde se desarrolla un trabajo intelectual y el recibidor de un
domicilio particular. Esa hospitalidad de la práctica psicoanalítica, por
otro lado estudiada en distintos contextos académicos y explicada en los
anales de la disciplina, instaura un espacio reflexivo y transitivo al mismo
tiempo. Es decir, sirve para pensar sobre los métodos y las formas del
análisis y se aplica de facto en cada sesión sobre sujetos cuyos relatos se
vierten en el interior profuso y acolchado por los tapices. Esta
hospitalidad del lugar de trabajo del psiquiatra, esta indistinción entre la
casa y el estudio, entre el hogar y la consulta, es en parte fruto de algo
muy distinto de la evocación arqueológica y mítica del psicoanálisis. Es en
realidad la configuración de un entorno dotado de la economía afectiva del
interior burgués. Y es que el psicoanálisis consagraba clínicamente la
narrativa de ese yo atribulado y trágico, protagonista de aquellos síndromes
y complejos nombrados como los personajes de la mitología clásica. Esa
relación con lo mítico y con la pulsión de una narratividad
autocontemplativa, celebrada como método de cura, podría articular también
toda una teoría de la novela rastreable en la transición entre el siglo XIX
y el XX. Podría vincularse, en definitiva, con una autoconciencia trágica de
la discontinuidad del yo y podría explicar de paso, si apuramos la
hipótesis, por qué un materialista dialéctico como Theodor L. W. Adorno no
perdía ocasión para repartir puyas tanto al psicoanálisis como a Marcel
Proust, ejemplos ambos de una exhibición de esa subjetividad burguesa.

 

Pero si regresamos al problema de los objetos como detonadores
autocontemplativos, y en particular a ese tipo de elementos indeterminados,
podríamos quizá preguntarnos: ¿Qué relación podemos establecer entre esos
objetos y las diversas teorías en torno a la mercancía? ¿Son algún tipo de
variante anómala del fetiche? ¿Qué relación podemos establecer entre esos
objetos y las diversas teorías en torno a la mercancía?

 

En los albores de la edad moderna los señores feudales comenzaron a adquirir
mercancías exóticas procedentes de los burgos. Dejaron quizá de despreciar
las cosas labradas en materiales nobles como obsequios para mujeres, y
quisieron quedarse algunas de esas cursilerías para ellos. No siempre
conocían su origen o su verdadera función, tal vez eran cosas traídas de
regiones remotas. Simplemente eran adquiridas por capricho. Ya no eran los
trofeos de la guerra, partes amojamadas del cuerpo de los enemigos o huesos
reconocibles que colgaban de sus atuendos; eran otro tipo de objetos que
retenían el acabado minucioso que solo los buenos artesanos pueden imprimir
a cualquier mercancía. Aquellas cosas serían ejemplo del papel que tienen en
nuestra economía afectiva los objetos, así como del irresistible encanto de
la mercancía más allá de la cobertura de una necesidad. Este fenómeno de
interés por lo que carece de función aparente, estaría en la base de un
suplemento de valor incorporado al halo de los útiles que configuran nuestro
mundo, y es llamativo que se reconozca desde muy pronto como un fenómeno
inscrito históricamente en la matriz de un sistema económico incipiente que
modifica los comportamientos violentos o el mero ejercicio de la depredación
entre los humanos. En un pasaje penetrante de La riqueza de las naciones
(1776), Adam Smith explica cómo los señores feudales adquirían esas
baratijas como esquirlas de un lujo incipiente. En ello encuentra el germen
de un viraje del instinto de dominación en el entorno tendencialmente
violento de la Edad Media. De hecho, en la teoría económica de Smith, el
comercio, que se basaría en gran medida en esta nueva irisación de los
valores materiales a través de los suplementos del valor en las calidades y
la manufactura, representaría un factor civilizatorio. La idea es más tarde
analizada como una parte de la filosofía legitimadora del capitalismo en la
obra clásica de Albert Hirschman Las pasiones y los intereses. Argumentos
políticos en favor del capitalismo previos a su triunfo (1977), en un ensayo
que, al margen de posibles objeciones históricas o argumentales, es una
magnífica acumulación de hipótesis bien enlazadas y sostenidas por una prosa
convincente.

 

Pero lo revelador de este origen del objeto artesanal es que al mismo tiempo
sirvió para entender el mecanismo de seducción de la mercancía como
suplemento en la función o la utilidad inmediata. Sugirió, de hecho, el
íntimo núcleo estético con el que opera la estratificación social de las
distinciones de estatus y el ribete de impostura que adornaría desde muy
pronto toda forma de privilegio y las consiguientes expectativas generadas a
su alrededor. Por ello, lo estético y lo económico quedaban anudados desde
el origen. La idea que subyace a la cuestión de la economía afectiva de los
objetos, por tanto, es que al capricho de la forma le corresponde un
capricho de posesión. Es decir, que las formas caprichosas que adopta la
mercancía, variadas, alternantes, exóticas…, suscitan una arbitrariedad de
las voluntades que se traduce en el instinto de posesión.

 

El fetichismo de la mercancía, y por extensión del dinero, tan decisivo como
modelo teórico en la herencia del marxismo sobre los modos de pensar el
problema del deseo en la cultura de consumo, permite una serie de
extrapolaciones antropológicas. Está arraigado en aquella constatación que
anticipaba Adam Smith, anterior a la paradoja por la que, en nuestro sistema
económico, otorgamos más valor a los objetos suntuarios que a los de primera
necesidad, enunciada en su obra más influyente para la economía política. La
cuestión se remontaría entonces a esta otra reflexión sobre las baratijas
que se describe en Teoría de los sentimientos morales (1759), antes que en
La riqueza de las naciones (1776). En el tratado de 1759, el balance sobre
los valores morales en relación a la riqueza o el éxito, Adam Smith tiene
muy presente, ya sea como metáfora o como término recurrente, esas baratijas
en las que se transforman todas las riquezas al llegar el final de la vida.
En su capítulo “De la belleza que la apariencia de utilidad confiere a todas
las producciones artísticas, y de la generalizada influencia de esta especie
de belleza”, el trasfondo estético de este vínculo con la moral se hace
patente en sintonía con otros tratadistas europeos.

 

El enfoque antropológico de la mercancía concuerda, en efecto, con la
orientación y los discursos subyacentes de los principales tratados de la
estética del siglo XVIII, incluida la Crítica del juicio (1790), lo que
fundaría un vínculo aún no muy desarrollado, ni siquiera en el plano
historiográfico, entre las disciplinas filosóficas de la estética y la
teoría económica del siglo XVIII, así como entre las implicaciones del
comercio en rasgos inmanentes del comportamiento humano tras el triunfo de
las sociedades burguesas. En ello radicaría, tal vez, esa economía afectiva
de los objetos y la indisociable sensualidad de las mercancías, pero sobre
la base antropológica que la convierte en un comportamiento consustancial al
intercambio económico, anterior incluso a la estructura psicosocial del
capitalismo.

El repertorio de alusiones a esta dimensión afectiva de los objetos puede
llevarnos a repasar la historia del arte

 

Si retornamos ahora a la empresa más modesta de interrogar a esos objetos
extraños que pueblan escritorios y estanterías, podríamos pensar que estamos
ante un fenómeno distinto del más generalizado y complejo fetichismo de la
mercancía. Estas presencias objetuales no son propiamente dispositivos de
ostentación, no se rigen siquiera por el mecanismo de ocultación de sus
condiciones y agentes productores, a veces son estos mismos aspectos los que
las hacen persistir entre nosotros. Tal vez habría en ellas incluso un
vínculo con cierta autoconciencia sobre esa extraña arbitrariedad de la
posesión, como si fueran restos del naufragio del fetiche, como si quedaran
después de darnos cuenta de la pérdida potencial de todo o casi todo lo que
tenemos, como si realmente esa preferencia que acaba por salvarlas de las
mudanzas y limpiezas generales del interior doméstico fuera el deseo de
sobrevivir del objeto, o nuestro deseo por sobrevivirnos a través de
humildes y secretas pertenencias.

 

El repertorio de alusiones a esta dimensión afectiva de los objetos puede
llevarnos a repasar la historia del arte, desde los trasfondos de los
retratos de Holbein, guarnecidos por una constelación de cosas que
representan los atributos profesionales del personaje, hasta las inagotables
elegías dedicadas a cosas nimias, implosivas y melancólicas detonantes de
infinitas meditaciones. Pero de todas esas posibles habría una ilustración
cinematográfica bastante clara en el intento de dotar de una proyección
alegórica al sentido obtuso de la posesión a través de una metonimia
objetual. Me refiero a la escena con la que comienza Ciudadano Kane (1941),
en la que un domo de nieve rueda desde la mano del magnate, protagonista de
la película, para romperse a los pies de la cama en el momento mismo de su
muerte. En esa exhalación final el personaje pronuncia la palabra Rosebud,
que será el secreto biográfico que sirve de hilo narrativo para toda la
historia, y que, para concluir, y quizá de un modo un tanto decepcionante,
remite a la infancia perdida. En este caso, la bola de cristal que contiene
la miniatura sobre la que cae la nieve en suspensión almacenada en el
objeto, sería un perfecto elemento kitsch recargado de condensación
autobiográfica en la que descansa el misterio de la película. Sin embargo,
en este caso, la presencia objetual, la pertenencia escogida de entre las
desaforadas posesiones del hombre inmensamente rico, es solo una alegoría
sobre la futilidad de las riquezas que, desde el punto de vista del
argumento de la película, podría rayar la banalidad. Indudablemente, Orson
Welles consigue imprimir otras tensiones y calidades a la narración
cinematográfica, pero su elección del objeto indeterminado en este caso
tiene una función metafórica que solo sirve a la circularidad del relato. Si
bien ilustra reveladoramente la importancia de ese tipo de objetos, no es
como tal una de esas presencias objetuales si se piensa que la mayor parte
de ellas tiene en la vida real una cierta distancia respecto a recuerdos tan
específicos y sentimentales. Por el contrario, forman parte de una anomalía
del vínculo con la mercancía. Podríamos pensar que inciden más bien en una
obtención azarosa, próxima a la indeterminación de orden estético de la que
venimos hablando.

 

El caso de Ciudadano Kane es ejemplo del obvio contraste entre las riquezas
extravagantes que adquiere el magnate y la humildad del recuerdo en forma de
domo de nieve. Esta dialéctica entre la joya y la baratija, entre lo
inasequiblemente precioso y lo que carece de valor material, establecería un
círculo de identificaciones y un juego de sustituciones en el que podemos
reconocer mecanismos como la falsificación de las mercancías de lujo. En
esta adecuación al capital simbólico de las marcas o al producto exclusivo
se produce una transmutación que redunda en una devaluación afectiva
respecto al instinto de posesión. Este parece conformarse entonces con la
apariencia externa en una especie de autoconciencia de la relatividad del
valor de lo material. El tema aparece como tópico en toda la tradición
moralista, y es registrado también por Adam Smith en su particular estética
de la mercancía, al describir la vanidad de los empeños de mejora social
como fuente de frustraciones. La dialéctica circular entre la joya y la
baratija no solo activa las vanitas que reconocemos en una parte
significativa de las representaciones pictóricas contrarreformistas, sino
que genera esos ámbitos marginales de relación con los objetos de consumo
que transmutan lo caro en lo barato. Esta transferencia, perfectamente
reconocible en la convocatoria periódica de las rebajas y en la admiración
por las buenas imitaciones de las mercancías de lujo, a su vez basadas en un
mercado paralelo que establece su propia jerarquía en la calidad, se denota
también en la marginalidad por la que los objetos indeterminados son puestos
en valor en el universo privado. Nos gustan esos chismes porque son baratos,
cutres, fueron obtenidos gratis o se devaluaron en algún momento. Si los
situamos en esos lugares preventivos, si se mantienen a nuestro lado, es
casi porque son el resultado de un rescate.

El esfuerzo de ingenio para establecer esa imitación autoconsciente cuenta
con una complicidad global   

 

Las marcas populares de ropa y complementos visten a la gente humilde con
atributos con los que representar algún arquetipo de lo masculino o de lo
femenino, con letras de campus universitario norteamericano en las chaquetas
bomber, pin ups estampadas en camisetas, lemas de algún escuadrón de
marines, estampas vintage de la publicidad de refrescos, mensajes en inglés
venidos de otros tiempos como complicidades obtusas que ni los portadores de
esas prendas alcanzan a entender… Algunos de los trabajos del diseño de
juguetes y disfraces se basan en la creación de variantes de los personajes
de la tele para sortear el pago de derechos. Para este diseño pirata la
tarea consiste en crear personajes de manera que sean reconocibles y al
mismo tiempo eludan los rasgos patentados por la marca comercial a partir de
pequeñas variaciones. El resultado es un personaje al mismo tiempo falso y
reconocible en su original. Un hermano o un primo alterado de Bob Esponja, o
del Chewaka de Star Wars. Se realizan así disfraces para los que se proyecta
el patronaje, se eligen los tejidos intentando que sean los más baratos para
que los corten y los monten en China. Luego son enviados a Manresa ya
cosidos y son probados para ver si dan el pego. También para comprobar que
están bien ensamblados. El esfuerzo de ingenio para establecer esa imitación
autoconsciente cuenta con una complicidad global sobre la importancia
relativa de la autenticidad de las mercancías. En este caso, por tanto, la
mercancía presenta una doble falsedad, porque no solo usurpa la forma del
original, como haría una imitación, sino que además la pervierte
transformándola en un juego casi paródico de correlaciones o comparaciones
entre el auténtico y su copia. El resultado es un producto anómalo que se
conforma con ese parentesco lejano y que opera en el plano de la derivación
de rasgos peculiares y a su vez arbitrarios en la figura original.

 

La industria china, como potencia disruptora del capitalismo occidental, ha
creado algunos de los artefactos más insospechados de la mercadería de
baratijas. Pequeños híbridos monstruosos de doble uso que parecen tener
alguna aplicación indescifrable para personas ajenas al círculo más cercano
de los fabricantes. El encanto de estas idioteces no es ya propiamente
kitsch, sino parte de otro circuito marginal que encontramos en una suerte
de bazar de lo bizarro. La alusión a series casi olvidadas de la televisión
o la recuperación de los imaginarios otaku para un nuevo universo de la
mercancía permiten una transferencia entre la nueva baratija de los
supermercados chinos y el hallazgo más sofisticado de las tiendas
seudofrikis. El frikismo en su marginalidad se integra entonces en un
mercado de emulación de los objetos indeterminados en un claro intento por
copar ese vínculo con las cosas excedentarias que nos empeñamos en conservar
sin motivo aparente. 

 

* Víctor del Río es profesor titular de Teoría del Arte en la Universidad de
Salamanca. Ha publicado recientemente La memoria de la fotografía. Historia,
documento y ficción (Cátedra, 2021)

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