Análisis/ Rebeliones pandémicas en América del Sur. [Fabio Luis Barbosa dos Santos]

Ernesto Herrera germain5 en chasque.net
Lun Ago 16 11:56:28 UYT 2021


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Correspondencia de Prensa

16 de agosto 2021

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Análisis



Rebeliones pandémicas en América del Sur



Colombia, Perú y Chile son los países donde estallaron las rebeliones más
importantes de la región. Son también los países que, a comienzos del S.
XXI, remaron a contramano de la ola progresista sudamericana. ¿Qué nos dice
este denominador común?



Fabio Luis Barbosa dos Santos *

Jacobin, 16-8-2021

https://jacobinlat.com/2021/

Traducción de Valentín Huarte



Los gobiernos sudamericanos respondieron de forma distinta a las tensiones
provocadas por la pandemia de coronavirus. Lo mismo hicieron sus
poblaciones. A pesar de las restricciones sanitarias, hubo rebeliones en
Paraguay y en Colombia, mientras que en Perú la movilización callejera
volteó a un presidente cinco días después de que ocupó su cargo. Fue una
reacción a otro impeachment ilegítimo. En Chile, la plaga no logró
desmovilizar a la población, y la prolongación electoral de la rebelión
destapada en octubre de 2019 adoptó la forma de una protesta continuada por
otros medios.



El punto de partida de esta reflexión es constatar que existe un denominador
común entre estos países: Colombia, Perú y Chile son los países que remaron
a contramano de la ola progresista sudamericana de comienzos del siglo XXI,
momento en que la mayor parte de la región eligió presidentes que se
identificaban con una reacción al neoliberalismo, como Chávez, Lula,
Kirchner, Vázquez, Morales y Correa (Santos: 2020). Paraguay fue el único
país en el que el progresismo no logró la reelección (de hecho, Fernando
Lugo ni siquiera terminó su mandato). Como sea, se constata que las
rebeliones estallaron en los países en que el progresismo era más débil como
alternativa electoral, mientras que en los países de la región que fueron, o
que todavía son, conducidos por el progresismo, no hubo rebeliones.



Aunque esta constatación no implique ninguna relación de necesidad, pues una
cosa (rebelión en la pandemia) no depende forzosamente de la otra (vitalidad
del progresismo), el estatuto del progresismo brinda un punto de partida
para discutir el significado de estas rebeliones y las formas de gestionar
las tensiones sociales. En la medida en que la rebelión expresa una urgencia
política, es pertinente indagar si el progresismo no se convirtió en una
política de la espera. A continuación, reconstruiremos el contexto y las
principales consecuencias de las revueltas populares de Colombia, Perú y
Chile con el fin de hilar algunas consideraciones sobre los impases que
enfrenta el cambio social en el continente.



Colombia



Colombia y Perú son los dos países sudamericanos donde la supervivencia de
las guerrillas durante los años 1990 sirvió de pretexto para aplicar
políticas represivas que criminalizaron cualquier forma de disidencia. Es en
parte el motivo por el que en estos países no hubo marea rosa. En efecto,
Colombia fue el opuesto exacto del progresismo de comienzos del siglo XXI.
El presidente Álvaro Uribe (2002-2010) adoptó la retórica de la «guerra
contra el terrorismo», generalizada a nivel mundial después del 11/9, y
convirtió al terrorismo de Estado en una política popular. A lo largo de sus
dos mandatos, envenenó el debate público e inclinó el tablero político hacia
la derecha.



Así, cuando Juan Manuel Santos, sucesor y exministro de Defensa de Uribe,
inició las negociaciones con las FARC-EP —sin abandonar las armas—, se
produjo un cisma en la política nacional: de un lado, se perfiló el «partido
de guerra», liderado por Uribe, que hizo de la violencia un medio de vida
económico, político y cultural; de otro, el «partido de la paz», que
conjeturaba que el fin del conflicto crearía un ambiente más propicio para
los negocios. El neoliberalismo quedó fuera del debate.



La derrota en el plebiscito por la paz de 2016 no impidió la implementación
de los acuerdos, asumida de modo parcial y vacilante por el propio gobierno
de Santos. Pero, en 2018, el retorno del uribismo a la presidencia con la
victoria de Iván Duque dejó la política de paz en manos del partido de la
guerra. Sin fuerza política para «romper» los acuerdos, su verdadera
voluntad, Duque intensificó la lógica contrainsurgente para gestionar los
problemas sociales. Cuatro años después de que se firmaron los acuerdos,
1008 líderes del campo y de la ciudad habían sido asesinados, entre ellos
277 guerrilleros que habían abandonado las armas (Chagas: 2020). La Colombia
de la «paz» siguió siendo peligrosa para militantes, periodistas y para
cualquier tipo de oposición.



La naturaleza contrainsurgente del Estado colombiano se volvió evidente en
la extraordinaria brutalidad policial contra el motín popular que estalló en
abril de 2021, en protesta contra el paquete de reformas antipopulares que
el gobierno pretendía aprobar en plena pandemia. Como expresaron los
manifestantes a través de carteles que se viralizaron en toda la región, «Si
el pueblo está en las calles, es porque el gobierno es más peligroso que el
virus».



Paradójicamente, esta violencia develó la verdadera naturaleza del partido
de guerra.  Nos recuerda que las burguesías que afirman su poder por medio
de la contrarrevolución permanente (Fernandes: 2015), solo pueden parir
Estados contrainsurgentes. En esos casos, gobernar y reprimir son momentos
de una misma forma estatal, la contrainsurgencia, del mismo modo que la
circulación y el consumo son dos momentos de una misma forma social, la
mercancía. De ahí el estado de guerra permanente instaurado: la
contrarrevolución permanente, surgida en el contexto de la Guerra Fría, se
prolonga bajo el neoliberalismo en un Estado contrainsurgente que no
responde a ninguna insurgencia. El estado de excepción se convierte en la
regla. Este espectro de la guerra civil que acecha el mundo contemporáneo
(Dardot et al: 2021) define la gramática de la historia colombiana hace más
de un siglo.



Se elucida así la transparencia lógica del partido de guerra: la guerrilla
representaba el «otro» del terrorismo de Estado, la licencia para matar que
necesita un Estado que solo funciona matando. Sin esa contraviolencia, la
represión estatal se queda huérfana, vulnerable frente al vacío existencial,
que cede parcialmente cuando la insurrección ciudadana pone en las calles a
los enemigos que la guerrilla ya no representa. De ahí los dilemas que
enfrentan quienes resisten, encarnados de forma extrema por las FARC: el
Estado contrainsurgente puede anhelar la pacificación, es decir, silenciar
la violencia que apunta a cuestionar su poderío, pero es incompatible con la
paz. Frente a la ausencia de guerrilla, es el momento de la insurgencia el
que justifica y confirma el Estado contrainsurgente.



¿Qué clase de acuerdo es posible en este mundo?  Un mundo en el que el
Estado viola sistemáticamente la institucionalidad en la que se ampara con
el pretexto de defenderla. En que el disenso permitido es el inofensivo y
cualquier disenso eficaz es criminalizado. En esta realidad, «paz» puede ser
el eufemismo de una guerra permanente en la que solo uno de los oponentes
está armado.



¿Qué lugar queda para el progresismo en este mundo? El progresismo surge
siempre como una reivindicación de dignidad allí donde esta escasea. Es
esperanza en un mundo desesperado. Es también un último recurso para
mantener el orden antes de que el desorden se vuelva incontrolable. El
progresismo es una paz posible en medio de la guerra.



Perú



Si Colombia fue pionera en la política del odio, fue Perú el país que llevó
al paroxismo la relación entre democracia y dictadura, siempre tenue y mal
resuelta en el continente. Alberto Fujimori (1990-2000) soñó con una
dictadura por medios democráticos. Es cierto que el «chino» no fue electo en
función de ese programa. En realidad, la consigna de campaña de este
presidente que impuso la agenda de ajuste estructural por medio del llamado
«Fujishock», fue «¡Vote no al shock!».



El drama es que el choque estabilizó la economía y el terrorismo de Estado
liquidó a Sendero Luminoso: a ojos de muchos, el «chino» puso la casa en
orden, lo que explica, en parte, la popularidad que heredaron sus hijos.
Pero Fujimori también estableció un nuevo patrón político definido por el
fraude electoral. Desde el final del régimen militar de los años 1970,
ningún presidente eligió a su sucesor en Perú, es decir, siempre triunfó el
candidato de la oposición. Igualmente cierto es que ningún opositor hizo
justicia a las transformaciones que prometía. Por el contrario, desde el «no
al shock» de Fujimori, que desembocó en el «Fujishock», la norma siempre fue
renegar de la plataforma electoral.



Esta continuidad en la alternancia debilitó la legitimidad de la política
institucional, proceso profundizado durante la presidencia de Pedro Pablo
Kuckzynski, o PKK (2016-2018). En las elecciones de 2016, este economista
neoliberal superó a Keiko Fujimori por 0,24% de los votos, pero durante su
mandato fue incapaz de escapar a la sombra de la fuerza política derrotada.
Contrariando un compromiso de campaña, PKK indultó al exdictador (preso en
ese entonces) para ganar los votos de la bancada fujimorista y evitar un
impeachment. Fue una victoria pírrica: pocos meses después, la divulgación
de unos videos que evidenciaban la compra de votos, resultó en un nuevo
proceso de impeachment que precipitó la renuncia de PKK en marzo de 2018.



Un año después, el expresidente fue detenido en el marco de una
investigación que involucraba a Odebrecht, la empresa brasileña que, durante
los años dorados del lulismo, le donó a la ciudad de Lima una obra inspirada
en el Cristo Redentor de Río de Janeiro, bautizada por los peruanos como el
«Cristo de lo robado». No era el primero: a esa altura, las investigaciones
vinculadas al Lava Jato habían efectivizado la condena de tres presidentes
peruanos. Por su parte, Alan García se mató para evitar la cárcel,
sepultando de esa manera el poco prestigio que todavía tenía el APRA. En
Perú, las investigaciones de corrupción no se politizaron como en Brasil. El
pozo de la degeneración política parecía no tener fondo.



Luego de la renuncia de PKK, asumió su vice. Pero la turbulencia continuó.
Martín Vizcarra (2018-2020) gobernó para los empresarios y confrontó al
fujimorismo al mismo tiempo, con el fin de restituirle cierta legitimidad
política al cargo que ocupaba. En este proceso, recurrió a un mecanismo
constitucional radical, que permite que el presidente disuelva el congreso
cuando este rechaza dos veces consecutivas un voto de confianza del
ejecutivo: el parlamento fue disuelto a finales de 2019 y se convocaron
nuevas elecciones.



Con todo, el Congreso elegido en marzo de 2020 representó la continuidad del
anterior, y las disputas del teatro parlamentario prosiguieron. La torpe
gestión de la pandemia, sumada a las denuncias de corrupción, echaron leña
al fuego de los políticos que deseaban mandar al presidente a la hoguera,
objetivo que lograron en 2020: Vizcarra fue destituido en un proceso de
impeachment que muchos interpretaron como un golpe de Estado (Ruiz: 2020).



La sorpresa en el caso peruano es que, a diferencia de lo que sucedió con
Lugo o con Rousseff, la deposición de Vizcarra desató una serie de protestas
masivas en todo el país. La represión policial no hizo más que avivar el
descontento y la población tomó las calles en plena pandemia. Más que apoyo
al presidente destituido, los manifestantes expresaban su rabia frente a una
política ruin, desconectada de las necesidades y de los sentimientos
populares. La reivindicación inmediata era la renuncia del presidente
golpista Manuel Merino, consumada cinco días después de su nombramiento.
Entonces se designó a Francisco Sagasti como presidente transitorio, hasta
la realización de nuevas elecciones presidenciales en junio de 2021.



En este marco, era razonable suponer que se abriría una ventana para el
progresismo. En elecciones anteriores, la joven cuzqueña Verónika Mendoza
había estado muy cerca de la segunda vuelta y parecía lógico pensar que las
calles la favorecerían. Sin embargo, la protesta electoral de 2021 hablaba
otro lenguaje.



Más que una mera degeneración institucional, la gran cantidad de candidatos
(dieciocho), la inexistencia de partidos propiamente dichos, la
pulverización de los votos (el más votado obtuvo el 18%) y la proliferación
de candidaturas regionales apuntan a un país en descomposición. En este
escenario, lo nuevo no optó por la máscara del progresismo, encarnada por
Verónika Mendoza (que quedó en sexto lugar), sino que irrumpió con el
profesor y sindicalista Pedro Castillo, de quien nadie hablaba y nadie
esperaba nada, pero que avanzó montado en su caballo y llevando un lápiz en
la mano.



Más allá de la ideología del profesor, que combina rasgos de izquierda
estatista con una moral conservadora, es preciso constatar que Castillo
logro encarnar las esperanzas de un Perú profundo. O, para ser más preciso,
de un Perú profundamente fracturado, que se revela incluso en el mapa
electoral: el triunfo de Keiko Fujimori en Lima contra el triunfo de
Castillo en las regiones rurales y pobres. Una rebelión logra darle voz a
aquellos que no tienen voz, pero Castillo les dio un rostro a aquellos que
nadie quiere mirar.



Su victoria (ajustada) revela que su imagen sintonizó con el sentimiento
popular.  Y, de modo indirecto, explicitó el vacío existente entre la
candidatura de Mendoza y la mayoría peruana, en el que debe leerse el
síntoma de un fenómeno social de mayor envergadura. En Perú salieron a luz
las fracturas que no paran de crecer en todo el continente, que generan
mundos separados y reactualizan la fisura colonial.



Frente a estos abismos, el progresismo corre el riesgo de ser percibido como
una parte del mundo de los blancos: una misión civilizatoria que predica un
evangelio mudo a los oídos de los condenados de la tierra. Pero el que
Castillo hable otra lengua no implica necesariamente que exista una nueva
ruta para el cambio social: aun si lo hizo de modo perverso, Bolsonaro
también logró sintonizar con el sentimiento popular. Con todo, indica que,
en Perú, el tiempo del progresismo podría estar pasando sin haber llegado
nunca. Por lo pronto, la oportunidad que se abre es montar al galope el
caballo del profesor Castillo.



Chile



En Paraguay, en Colombia y en Perú las tensiones de la pandemia avivaron la
indignación popular y alimentaron rebeliones. En el caso chileno, la
pandemia no logró tapar ni por un momento la vitalidad de la insurgencia
iniciada en 2019. Las movilizaciones se prolongaron durante meses y
desafiaron un estado de sitio permanente y mil formas de represión estatal.



Lo que sucede en Chile es de gran interés para América Latina y para el
mundo, pues este país fue el escenario de una experiencia pionera y radical
de neoliberalismo a nivel mundial. El reordenamiento económico emprendido
por la dictadura de Pinochet (1973-1990) llegó de la mano de la
reorganización total de las relaciones sociales en función del mercado, con
el objetivo político de vaciar toda posibilidad de organización colectiva y,
en última instancia, de resistencia. En cierto sentido, el objetivo se
concretó: cuando el Partido Socialista de Salvador Allende volvió al poder
en 2000, se había convertido en un órgano de gestión del neoliberalismo.



El Chile que nos legó la dictadura admite dos narrativas. Está la ideología
del éxito difundida por el marketing estatal, replicada en todo el mundo y
protagonizada por los índices económicos. Pero la trayectoria de Chile
también puede ser contada desde la vida de las personas: una sociedad en la
que la educación es una mercancía y representa una deuda para los jóvenes;
un nivel de endeudamiento que disciplina a los trabajadores, desprovistos de
estabilidad y de derechos sociales; una vida entera que desemboca en
jubilaciones gestionadas como productos financieros, que están a la raíz del
mayor índice de suicidios de ancianos a nivel mundial.



El estallido social de octubre de 2019 fue una reacción contra esa sociedad
del desamparo. Aunque se trate de una rebelión multifacética y similar a
muchas otras ocurridas en nuestra época, vale la pena destacar al menos dos
elementos. En primer lugar, la horizontalidad de las manifestaciones y de
las formas de organización que propiciaron. Sea en los cabildos ciudadanos o
en las iniciativas de naturaleza territorial, ningún partido, sindicato ni
movimiento logró ponerse a la cabeza. En segundo lugar, dada la
desmoralización del Partido Socialista chileno y el carácter incipiente,
heterogéneo y ambiguo del Frente Amplio, la gran oposición chilena no tiene
ningún pasado reciente al que remitirse. En consecuencia, se abre más
espacio a la imaginación, a la circulación y a la experimentación de formas
nuevas.



La vía chilena para devolver volver a la política consistió en pasar la
aguja a través de una reivindicación callejera y luego coserla en un acuerdo
institucional. El presidente Sebastián Piñera negoció el «acuerdo por la paz
social y por una nueva Constitución» con apoyo de la Democracia Cristiana y
de los Socialistas (la antigua Concertación, que gobernó el país entre 1990
y 2010), pero también con la mayoría de los diputados del joven Frente
Amplio. Parido en la estela de las movilizaciones estudiantiles de 2011, el
frente fue cuestionado por adherir a este acuerdo, que muchos manifestantes
callejeros caracterizaban como una maniobra de distracción. Por otro lado,
la constitución vigente fue elaborada y refrendada durante la dictadura de
los años 1980 y representa el fundamento institucional de la continuidad.
Por lo tanto, la demanda de una nueva constitución también captaba, al menos
en parte, la indignación expresada en la consigna «No son 30 pesos, son 30
años», aludiendo a ese largo período durante el que la dictadura siguió
realizándose por medios no dictatoriales.



Pero el camino para devolver la política a los gabinetes estaba planteado.
Un plebiscito en octubre de 2020 confirmó la constituyente, que la derecha
se ocupó de definir como «convención», insistiendo en que ese cuerpo electo
debe deliberar dentro de un perímetro limitado por la ley que reglamenta el
proceso: por ejemplo, según la ley, no pueden cuestionarse los tratados
internacionales, lo que implica ratificar los acuerdos de libre comercio.
Aunque el campo popular logró garantizar la representación de los pueblos
originarios y la paridad de género (inédita en todo el mundo), las
condiciones de financiamiento y propaganda de las campañas, la unidad
lograda por la derecha frente a un campo popular fragmentado, además de las
reglas de la propia asamblea, parecían la crónica de una derrota anunciada.



Sea como sea, contra todos los pronósticos, el resultado de las elecciones
castigó a la derecha, pero también a la oposición convencional, identificada
con la difunta Concertación: la lista formada por el Frente Amplio y los
comunistas fue la más votada. Más significativo todavía es que los
constituyentes electos por listas independientes de los partidos, sumados a
los que representaban a algún colectivo, ocuparon el 64% de los 155 puestos
(Rocío: 2021). Se observa una coherencia poco común entre la revuelta
callejera y el resultado de una elección concebida para engañarla. Los
chilenos —al menos el 43% de los que votaron— podrían estar enterrando en
las urnas a los partidos que los gobernaron en democracia.



Por otro lado, los partidos más cercanos al estallido social conquistaron 28
puestos y los comunistas, que no pactaron con Piñera, lograron elegir a la
alcaldesa de Santiago. Con todo, el principal ganador de las elecciones en
el plano partidario fue el Frente Amplio. Retrospectivamente, el resultado
de las urnas pareció darles la razón a quienes defendían que el acuerdo por
la paz era el camino adecuado para el cambio. Después de todo, la derecha ni
siquiera garantizó el tercio que le daría poder de veto en la convención. El
tiro salió por la culata: está obligada a inventar nuevos obstáculos a la
transformación.



No es posible saber cómo se desarrollará el proceso constituyente chileno,
al que seguirán nuevas elecciones presidenciales a fines de 2021, en un país
donde las calles todavía no duermen. ¿Cómo saber si, según se cantaba al
final de la dictadura, «la alegría ya viene»? ¿O si se están abriendo las
alamedas por donde pasará el hombre libre, como deseó Allende en los últimos
minutos de su presidencia?



Es imposible saber si la alameda abierta por el estallido social desembocará
en un cambio. Pero lo cierto es que se rompieron las amarras que ataban el
presente a un pasado doloroso: al romper las cadenas del pasado, la rebelión
les devolvió a los chilenos un futuro.



Resta saber cómo arrancarle alegría al futuro, pregunta que tal vez nos
plantearía Maiakovski cien años después.



Entre rebeliones y constituciones



Los acontecimientos de Chile, Colombia y Perú son el fruto de una rebeldía
que no cabe en las urnas progresistas. En caso de que llegue, la posibilidad
del cambio avanzará por estas calles no pavimentadas por el progresismo.
Esta vez no llegará, como hace veinte años, de la mano de los países que
vivieron bajo su gestión o que siguen a su expectativa. Con todo, esta
potencia rebelde todavía está a la búsqueda de nuevos lenguajes políticos
para instituir un mundo diferente, un desafío que se plantean a nivel
mundial quienes militan por la emancipación.



Reflexionando sobre los escombros de la Segunda Guerra Mundial, el filósofo
alemán Gunther Anders notó que la bomba atómica abrió un hiato entre la
capacidad de destrucción de la humanidad y su capacidad de procesar
subjetivamente esa destrucción (Anders: 1962). Un hombre tiene una idea de
lo que significa matar a un hombre, pero, ¿cómo procesar las 100 000
víctimas que dejó la bomba? ¿Cómo elabora un país la muerte diaria de tres
mil infectados por COVID-19?



En el siglo XXI vivimos el desfasaje entre la ubicuidad de las formas de
opresión y nuestra capacidad limitada de imaginar o proponer nuevas formas
sociales. En realidad, esta dificultad es en sí un síntoma de la opresión
típica de nuestra época. Entre el descrédito del socialismo del siglo XX y
la colonización de la subjetividad que genera el mundo de la mercancía, la
potencia creadora de las calles corre el riesgo de quedar atrapada en la
gramática del orden que produjo en primer lugar esa rebeldía.



Este impasse se reveló en la insurrección chilena. Es significativo notar
que, enfrentado a la insurgencia, la vía por la que optó Chile para confinar
el cambio a los parámetros del orden no fue ajeno al repertorio progresista,
que también concedió constituciones como una alternativa a las calles. Pero
Piñera encarna el polo opuesto al progresismo en la política nacional: es la
derecha, como se dice en el país. Esta constatación sugiere que, más allá de
las diferencias, hay una convergencia fundamental entre el progresismo y sus
oponentes, confirmada, en el caso chileno, por la adhesión (parcial) del
frenteamplismo al «acuerdo por la paz»: ambos polos, el progresismo y su
opuesto, condujeron las tensiones sociales hacia la vía constitucional.



Es cierto que en Chile, la demanda de una nueva constitución tiene un
significado político trascendental, lo mismo que en Perú y en Colombia,
países donde el neoliberalismo se constitucionalizó en los años 1990. No es
casualidad si la candidatura de Pedro Castillo incorporó la propuesta
constituyente en el primer país, mientras que el proceso de paz colombiano
siempre tuvo a la nueva constitución como horizonte. En cada uno de estos
casos, se constatan fisuras que comprometen el cuadro institucional de la
dominación contemporánea: el duopolio chileno amparado en la constitución
pinochetista; la constitución fujimorista y la normalización del fraude
electoral; la contrainsurgencia como forma de gobierno, encarnada por el
uribismo.



Está claro que la demanda constitucional es justa y legítima en los tres
casos. Con todo, cuando recordamos que Venezuela, Bolivia y Ecuador también
rescribieron sus constituciones a comienzos de siglo, en coyunturas de
efervescencia, el sabor de la repetición se vuelve inevitable. En estos
países, el marco constitucional y político fue reordenado para fijar las
fronteras de un nuevo patrón de dominación: una hegemonía progresista,
podríamos decir, cuyos límites desde el punto de vista del cambio son muy
evidentes.



Lo que sugiere este análisis es que, desde el punto de vista del orden,
Chile, Perú y Colombia viven, en un momento tardío, un desgaste de las
formas políticas asociadas al neoliberalismo que en otros casos fue
subsanado por el progresismo. A comienzos del siglo XXI, la política también
se renovó en estos países, pero el duopolio chileno (elección de Lagos en
2000), el fujimorismo sin Fujimori (desde 2000) y el uribismo (electo en
2002), navegaron en contra de la corriente progresista. En estos países que
se quedaron fuera de la ola, las rebeliones produjeron una crisis de
legitimidad comparable a la que desembocó en el progresismo y sus formas de
gestión de la crisis tienden a mimetizarse: entre elecciones y
constituciones, es posible que el alcance de los cambios quede atrapado en
los márgenes estrechos de un reordenamiento político e institucional.



Es cierto que las rebeliones expresan mucho más que eso, pero al parecer
aquel sigue siendo el tope de todo cambio posible dentro del orden al que
dieron lugar. Ir más allá es el desafío civilizatorio de nuestro tiempo.



* Fabio Luis Barbosa dos Santos, profesor del Departamento de Relaciones
Internacionales de la Universidad Federal de São Paulo. El argumento de este
texto es parte de un análisis sobre América Latina expuesto en el libro “O
médico e o monstro” (en prensa), escrito en coautoría con Daniel Feldmann.
Se publicará una versión extendida en el número 37 de la revista Margem
Esquerda.



Referencias



Anders, Günther. “Theses for the Atomic Age.” The Massachusetts Review, vol.
3, no. 3, 1962, pp. 493–505. JSTOR, www.jstor.org/stable/25086864
<http://www.jstor.org/stable/25086864> . Consultado por última vez el 29 de
abril 2021.

Chagas, Rodrigo. “Colômbia: quatro anos após Acordo de Paz, mais de mil
líderes foram mortos. Brasil de Fato, 26 set 2020. Disponible en:
https://www.brasildefato.com.br/2020/09/26/colombia-quatro-anos-apos-acordo-
de-paz-mais-de-mil-lideres-sociais-foram-mortos.  Consultado por última vez
en mayo de 2021.

Dardot, Pierre et al. Le choix de la guerre civil. Montreal: Lux Éditeur,
2021.

Fernandes, Florestan. Poder e contrapoder na América Latina. São Paulo:
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Montes, Rocío. ‘Vuelco en Chile: los independientes controlarán el 64% de la
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https://elpais.com/internacional/2021-05-18/los-independientes-controlaran-e
l-64-de-la-convencionconstitucional-en-chile.html  Consultado por última vez
en mayo de 2021.

Ruiz Caro, Ariela. ‘Golpe de Estado en Perú’. El cohete a la luna. 20 nov
2020. Disponible en:
https://www.elcohetealaluna.com/golpe-de-estado-en-peru/ Consultado por
última vez el 15 de abril de 2021.

Santos, Fabio Luis Barbosa dos. Power and  impotence. A history of South
America under progressivism (1998-2016). Brill/Haymarket: 2020.

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