Debates/ Contra el optimismo [Santiago Alba Rico]

Ernesto Herrera germain5 en chasque.net
Sab Feb 13 13:47:39 UYT 2021


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Correspondencia de Prensa

13 de febrero 2021

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Debates



Contra el optimismo



Se puede vivir sin esperanza y ser amable, generoso, ingenuo, valeroso,
exigente, comprometido…De hecho, creo que es la única forma de encarar con
dignidad y sin cinismo los tiempos venideros. Que empezaron, por cierto,
hace ya mucho tiempo



Santiago Alba Rico *

CTXT, 9-2-2021

https://ctxt.es/



Escucho una brillante intervención del periodista Pedro Vallín en la que,
contra el prestigio fácil de los sombríos, reivindica el optimismo al mismo
tiempo que se desmarca de la ingenuidad. Yo sostengo lo contrario: hay que
ser pesimista y defender la ingenuidad. Vallín, que dice cosas muy sensatas,
confunde planos paralelos. Todas las noticias –las sedicentes “nuevas”–
proceden de la historia y si alguna excepcionalmente es buena tiene que ver
con el heroísmo, es decir, también con la excepción. No puede ser noticia
que “una madre ha cambiado a regañadientes, sin un gramo de optimismo, los
pañales de su hijo y luego le ha besado el ombligo”. La normalidad, que es
bonachona, no está en la historia y no hace la historia; remienda sus
desaguisados y sostiene sus ruinas. Hace falta mucha ingenuidad para volver
a empezar todos los días en un mundo tan malo; hace falta mucha ingenuidad
para volver a encender el fuego, regar las flores, velar al enfermo.
Constituiría una mala noticia, a mi juicio, que esos gestos cotidianos
pasaran a ser noticia, pues indicaría que también la rutina salvífica se ha
convertido en anomalía histórica. Abusando de una metáfora de “género”,
podríamos decir que el optimismo es propio de los hombres, que se engañan
sobre el futuro, sobre el gobierno, sobre sus propios méritos; y que se
embarcan, con destructivo optimismo, en proyectos fantasiosos que bombardean
ciudades y levantan patíbulos. Las mujeres no suelen engañarse sobre sus
maridos ni sobre sus políticas; son pesimistas y lo son precisamente porque
están acostumbradas a reparar daños que saben inevitables. Son pesimistas
pero ingenuas. No esperan nada mejor de la historia, pero siguen creando en
sus anfractuosidades las condiciones para que, mientras se viene abajo, el
mundo siga siendo vivible. Por eso precisamente no se ha venido abajo.



Pero no se pueden confundir los dos niveles –el de la condición humana y el
de la condición histórica del ser humano– y considerar que la banalidad del
bien desmiente de algún modo el progreso histórico hacia la destrucción del
mundo. Las malas noticias estridentes dicen mucho acerca de la historia,
incluidos en ella los periódicos; las buenas inaudibles dicen mucho acerca
de la humanidad. El optimismo consiste en confundir una y otra; en creer que
la humanidad que engrana en la historia es la misma que remienda sus
harapos; en pensar que la humanidad que cuida enfermos y da abrigo al
friolero está al mando de la historia. El ingenuo acomete estas gigantescas
minucias a sabiendas de que la sociedad y la vida son ya solo refugios
frente a una nueva Naturaleza cuyas leyes severas se imponen una y otra vez
al margen de nuestra solidaridad y nuestra abnegación. Nuestra sorpresa al
ver a los buenos vecinos que ayer nos prestaron sal hacer el mal al día
siguiente quedaría muy amortiguada si comprendiésemos este desdoblamiento
vital: unos días trabajamos para la historia y otros para la humanidad. De
hecho, trabajamos muchos más días para la humanidad sin que se note; pero el
día –o la hora– en que trabajamos para la historia destruimos de un plumazo
todo lo que hemos levantado. Por eso la historia siempre nos va a llevar
ventaja; y por eso no podemos ni debemos ser optimistas. Debemos ser –más
bien– ingenuos pesimistas capaces de coser lentamente un botón en medio de
los escombros o de abrir trabajosamente un paraguas frente a la avalancha
del tsunami (o de estudiar a fondo los gasterópodos y el teatro isabelino
mientras se incendia la casa). El optimismo suele ser la antesala del
cinismo, que es el más potente acelerador de la historia, pues desprecia a
esa humanidad que se opone a ella con trebejos caseros, con cucharas y
vendas y palillos. El que ha perdido la ingenuidad a fuerza de optimismo, se
regodea en la impotencia; el cínico obtiene ventaja en ridiculizar el gesto
ingenuo del bombero pesimista, de la madre regañona, del enfermero brusco.
El trabajo en favor de la humanidad es un trabajo perdido, es verdad, salvo
porque mantiene con vida a la humanidad, donde aún pasamos algunas horas al
día.



Por lo demás, solo las películas tienen final. Las necesitamos por eso,
porque –felices o desalentadoras– tienen final. Es muy cansado pensar en
nuestra vida como en un flujo infinito con un solo límite: la muerte.
Necesitamos asideros provisionales, rellanos simbólicos, cierres de ficción
cuyo placer autocomplaciente estriba en la idea misma del cierre. Lo que nos
gusta de los cuentos es que tienen principio y fin. Los relatos, sí, vienen
a saciar nuestra sed de desenlace. La historia no los tiene: después de la
paz viene de nuevo la guerra y con medios más modernos y más destructivos.
Podemos creer que, puesto que hemos conseguido una vez la paz, la paz es la
regla y no la guerra. Puede ser, y desde luego habrá que luchar sin cesar
por la paz a sabiendas de que ya una vez –o mil veces– puso fin a una
guerra. Pero basta hoy una guerra –una nueva excepción a la regla de la
humanidad– para que la humanidad desaparezca. La humanidad, tarde o
temprano, se cansa de la guerra; la guerra cada vez tiene menos en cuenta
nuestro cansancio.



La diferencia entre la historia y la humanidad –el hecho de que trabajamos
en ambos campos en días, o en minutos, alternos– se expresa de la manera más
precisa y conmovedora en el que es, a mi juicio, el mejor final del cine
clásico. Me refiero a esa escena de Senderos de gloria, de Kubrick, en la
que Kirk Douglas, tras haber intentado salvar a sus hombres de la historia,
asqueado de la corrupción de los generales, vuelve amargado a su despacho.
Al pasar por la cantina, escucha el bullicio de los soldados. Acaban de
fusilar injustamente a sus compañeros inocentes y deberían estar de ánimo
luctuoso o rebelde. Pero no. Ahí están, esas bestias insensibles,
entrechocando jarras de cerveza, contándose chistes verdes, celebrando su
supervivencia con alegres risotadas. ¿Merecían tanto esfuerzo? El desengaño
misántropo de Douglas se ve confirmado cuando el cantinero saca al
escenario, para entretener a la soldadesca, a una temblorosa prisionera
alemana, joven y guapa, a la que anuncia del modo más grosero, provocando en
el público silbidos, pataleos y exclamaciones procaces. Los rostros de los
soldados expresan la más abyecta vileza; se arrojarían sobre ese cuerpo
doblemente enemigo –alemán y femenino– para saciar en él su deseos ambiguos
de carne y de venganza. Y de pronto la muchacha, aterrorizada, con lágrimas
en los ojos, rompe a cantar. Primero canta muy bajito, sin que los gritos de
la tropa permitan escuchar su voz. Luego, uno de los soldados de la primera
fila alcanza a oírla y guarda repentino silencio, un silencio que va
doblando, como el oleaje en retirada, uno por uno, los pinchos del griterío.
De pronto todos callan y escuchan. Y se transforman más radicalmente que si
les hubiera tocado la varita mágica del hada de Cenicienta. La muchacha
alemana canta una sencilla canción de amor, El húsar fiel, que los soldados,
obviamente, comprenden sin entender la letra. Ella canta, llora, se acuerda
de su patria y de su novio y, a fuerza de cantar, se olvida de todo lo que
no sea su canto. Las caras de los soldados, en medio de ese silencio
sagrado, se transfiguran; la emoción más intensa los embellece; muchos de
ellos –rudos soldadotes curtidos en las trincheras– dejan rodar gruesos
lagrimones por sus mejillas. Ella canta, ellos tararean; ella llora, ellos
lloran, y ya no hay alemanes ni franceses ni guerra mundial ni generales
asesinos; la humanidad común se vuelca en esa balada que, en su sencillez
universal, se convierte en alegato contra la historia, en lamento por los
caídos y, por eso mismo, en curación ancestral. Volverán más tarde a la
historia, claro, y matarán y se dejarán matar y sufrirán injusticias sin
protestar. Pero cuando el asistente se acerca a Douglas para decirle que los
soldados deben volver a las trincheras, éste le dice: “Déjelos dos minutos
más”. Como quien dice: deles dos minutos más de humanidad. Porque los
soldados lo necesitan; y porque él mismo, sacudida milagrosamente su
misantropía, necesita esos dos minutos de humanidad de sus soldados para
volver a creer en ellos. Y para seguir luchando contra los generales que
hacen nuestra historia.



Coincidiendo con este diálogo mental con Vallín, leo un extraordinario
artículo de Germán Cano sobre Mark Fisher
(https://www.elsaltodiario.com/el-rumor-de-las-multitudes/cancelacion-futuro
-jameson-fisher), el crítico de la cultura tempranamente malogrado (al que
confieso haber leído poco). Aún a riesgo de arrimar abusivamente el ascua a
mi sardina, diría que no puedo estar más de acuerdo con él sobre ese
paradójico elitismo de la izquierda que consiste en considerar democrática
la estupidez y clasista el razonamiento y la cultura; ni sobre su propuesta
de un “modernismo popular”. Pero no estoy seguro de coincidir en lo que se
refiere al “realismo capitalista” y el “bloqueo de la imaginación” que lo
acompaña. Fisher piensa las cosas como si no fuésemos capaces de imaginar
una alternativa a consecuencia de un candado epistemológico que tiene que
ver con la “cultura capitalista”. (1) Es razonable. Es indudable. Pero hay
que preguntarse enseguida, ¿el capitalismo ha bloqueado la imaginación o ha
bloqueado también las salidas? Puede que yo sea incapaz de imaginar una
alternativa porque la imaginación capitalista se ha apoderado completamente
de mí –en una curiosa reproducción del determinismo marxista, trasladado
ahora del ámbito de la producción al de la cultura– o puede que sea incapaz
de imaginarla porque realmente no hay ninguna alternativa. El capitalismo,
que se reproduce gracias a la convergencia de muchas imaginaciones
negativas, no es, sin embargo, un producto de la imaginación. No lo es la
amenaza nuclear ni el cambio climático ni el cerrojo tecnológico ni la
desigualdad apabullante ni el consumismo des-almante. Desde la lógica de “la
cancelación del futuro”, mi pretensión de que el capitalismo ha bloqueado
todas las salidas sólo demostraría que yo, atrapado en el “realismo
capitalista”, soy incapaz de imaginar una. Es posible. Es seguro. Pero
aceptar ese principio inhabilita de entrada todo pensamiento que no conduzca
1) a inhabilitar mi propio pensamiento o 2) a enunciar una salida ilusoria
que contradice el estado actual del mundo. El huraño y antipático Gunther
Anders escribió en los años 80 del pasado siglo un texto titulado “Llámese
cobardía a esa esperanza”. ¿Se puede vivir sin esperanza? Sí, pero no sin
alegría. ¿Se puede vivir sin esperanza y ser amable, generoso, ingenuo,
valeroso, chistoso, cuidadoso, estudioso, exigente, comprometido? Esa es la
buena noticia: se puede. De hecho, creo que es la única forma de encarar con
dignidad y sin cinismo –y sin renunciar a la historia– los tiempos
venideros. Que empezaron, por cierto, hace ya mucho tiempo.



* Santiago Alba Rico, es filósofo y escritor. Nacido en 1960 en Madrid, vive
desde hace cerca de dos décadas en Túnez, donde ha desarrollado gran parte
de su obra. El último de sus libros se titula "Ser o no ser”.



Nota



1) Mark Fisher (1968-2017), hay una edición en castellano de su libro
Realismo Capitalista, ¿No hay alternativa?, Caja Negra, Buenos Aires, 2019.
(Redacción Correspondencia de Prensa)

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