Contagio global/ Capitalismo pandémico [Santiago Alba Rico]

Ernesto Herrera germain5 en chasque.net
Mar Ene 12 12:15:28 UYT 2021


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Correspondencia de Prensa

12 de enero 2021

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Contagio global



Capitalismo pandémico



Si el capitalismo es una sindemia, va a seguir produciendo virus y
pandemias. Ese es el futuro y no es halagüeño. La política y la ciencia
deberían estar luchando para liberar a la humanidad y a ellas mismas del
capitalismo. Eso sí sería bueno para todos



Santiago Alba Rico *

CTXT, 4-1-2021

https://ctxt.es/es/



El pasado mes de septiembre, Richard Horton publicaba en la conocida revista
The Lancet un artículo cuyo título puede resultar provocativo o sospechoso:
No es una pandemia. Obviamente, no se trata de que uno de los medios
científicos más prestigiosos del mundo hubiese colado entre sus páginas la
opinión de un negacionista. Horton no negaba la existencia de la covid-19 ni
alimentaba delirios conspirativos. Basándose en un concepto forjado en 1990
por el epidemiólogo Merrill Singer, Horton sostenía que no nos enfrentamos
hoy a una pandemia sino a algo más complejo y, por lo tanto, más peligroso:
una “sindemia”; es decir, un cuadro epidémico en el que la enfermedad
infecciosa se entrelaza con otras enfermedades, crónicas o recurrentes,
asociadas a su vez a la distribución desigual de la riqueza, la jerarquía
social, el mayor o menor acceso a vivienda o salud, etc., factores todos
ellos atravesados por una inevitable marca de raza, de clase y de género. La
sindemia es una pandemia en la que los factores biológicos, económicos y
sociales se entreveran de tal modo que hacen imposible una solución parcial
o especializada y menos mágica y definitiva.



El problema no es, pues, el coronavirus. El problema es un capitalismo
“sindémico” en el que ya no es fácil distinguir entre naturaleza y cultura
ni, por lo tanto, entre muerte natural y muerte artificial. El capitalismo
es la “sindemia” Pensemos, de entrada, en la multiplicación muy reciente de
nuevos virus (gripe aviar, SARS), inseparables de la industria
agroalimentaria y de la presión extractiva sobre el mundo animal. En un
libro inquietante y riguroso, Grandes granjas, grandes gripes, Rob Wallace
describe un modelo de producción cárnica en el que todo el proceso –desde la
alimentación de aves y ganado hasta la aglomeración en las granjas– no solo
facilita sino que hace inevitable la generación de nuevas cepas virales y su
transmisión a los seres humanos. No hace falta recurrir a teorías de la
conspiración, dice Wallace; los nuevos virus han sido creados, por supuesto,
en un laboratorio, pero solo en el sentido de que el capitalismo ha
convertido la naturaleza misma en un laboratorio vivo, en permanente
ebullición patológica, incontrolable incluso para sus gestores y
beneficiarios. El término “iatrogenia” se utiliza en general para referirse
a los muertos producidos, sin dolo ni finalidad espuria, por la institución
médica: el caso, por ejemplo, de las infecciones hospitalarias, responsables
todos los años de más muertes que las gripes comunes. Pues bien, si un
hospital, concebido como una unidad de seguridad sanitaria y sometido, por
tanto, a toda clase de garantías asépticas, produce, pese a todo,
infecciones mortales, ¿qué no ocurrirá en granjas proyectadas expresamente
para acelerar el crecimiento de los animales mediante cócteles antibióticos
y en condiciones de concentración literalmente infernales? La voluntad
podría, sí, desmontar la máquina, pero la máquina se mueve ya al margen de
nuestra voluntad. Wallace dice: “Al hacer capitalista a la naturaleza se
hace que el capitalismo sea algo natural”, y ello de tal manera que “las
disparidades en nuestra salud surgen de nuestros genes o de nuestras
entrañas, no de los sistema de apartheid”.



El capitalismo ha inscrito en la naturaleza sus propias leyes mortales pero
el apartheid, más allá del trabajo de Wallace, sigue incidiendo de modo
determinante en la distribución y en las consecuencias de las infecciones
víricas. Es aquí donde nos interpela el concepto muy técnico de “sindemia”
propuesto por Singer y Horton. Los nuevos virus, nacidos en los
“laboratorios naturales” de las grandes granjas agropecuarias, sin
intervención de ningún maligno conspirador, pasan a sociedades humanas muy
estratificadas en las que las mujeres, las minorías racializadas y las
poblaciones urbanas marginadas, más expuestas a contactos de riesgo y
víctimas ya de enfermedades no infecciosas o crónicas, acaban sucumbiendo a
la epidemia y justificando, además, aislamientos selectivos y
discriminaciones adicionales que, en una nueva vuelta de tuerca, agravan sus
condiciones sociales y multiplican los riesgos de contagio global. Los virus
pasan de animales maltratados a humanos maltratados en una sinergia
potencialmente apocalíptica.



Ahora bien, si el capitalismo es una sindemia que convierte las granjas en
laboratorios bioquímicos y las ciudades en focos de desigualdad epidémica,
¿cuál será la solución a la pandemia de covid? Anticipemos que una de las
paradojas inseparables de esta dimensión “sindémica” es el hecho de que el
mismo capitalismo que ha roto las fronteras naturales –y las sigue rompiendo
sin parar– se sostiene sobre la ilusión de una “seguridad total”.



Demos un rodeo. Desde que la OMS declaró el carácter pandémico –es decir,
global– del coronavirus en marzo de 2020, el combate local contra su
difusión ha adoptado formas diversas según regímenes y tradiciones. China
apostó por el control social y tecnológico; Inglaterra, Brasil, EE.UU. por
la inhibición neoliberal; la UE por una fórmula mixta en la que las medidas
sanitarias se combinaban a veces con alguna medidas sociales que frenaban
parcialmente nuestro modelo de trabajo y consumo, basado en la movilidad. El
debate se ha centrado, en todo caso, en un presunto conflicto entre
políticos y científicos. ¿Hay que hacer política o dejar decidir a los
médicos y epidemiólogos? La pandemia, ¿pone fin a la intervención política,
ya muy desprestigiada en un mundo presidido por la des-democratización
global? ¿No es mejor dejar gobernar directamente a los científicos?



El problema de este debate es que es falso, y lo es porque parte de un doble
presupuesto erróneo: el de que en un sistema sindémico, como decíamos, puede
haber una solución especializada y el de que, aún más, los políticos y los
científicos siguen siendo poderes realmente determinantes. Tanto los
políticos como los científicos están, si no secuestrados, al menos sí
dirigidos o limitados por las mismas fuerzas económicas. Durante las cuatro
últimas décadas, sobre todo tras la derrota de la URSS en la Guerra Fría,
movimientos altermundialistas de renovación democrática recuperaron el
concepto anticolonial de “soberanía” para reclamar la emancipación de la
esfera pública –el Estado y sus instituciones– respecto de la economía y sus
empresas; no es laico, desde luego, un Estado que confunde las esferas
política y religiosa, pero tampoco lo es, o no  lo es verdaderamente, el que
confunde las esferas política y económica. En casi todos los países del
mundo, como consecuencia de esta “falta de laicismo”, trágica en tiempos de
crisis económica y gestión neoliberal, se llegó a la pandemia con una
confianza muy deteriorada en los políticos y las instituciones públicas, y
ello con los efectos de todos conocidos. Eso explica que, ante la eclosión
inesperada de la catástrofe sanitaria, muchos ciudadanos dirigieran sus
esperanzas hacia la ciencia. Ahora bien, lo que nos ha revelado la covid-19
es que la ciencia está no menos amenazada que la política por el capitalismo
sindémico y sus espontaneidades destructivas.



Históricamente las pandemias (desde la peste de Atenas a la gripe española
de 1919) han generado reacciones de pánico individual y colectivo, caldo de
cultivo muy propicio para las teorías conspiratorias. Por muy descorazonador
que resulte, es antropológicamente normal defenderse de la ceguera del azar
y de la arbitrariedad biológica buscando un culpable concreto: los judíos,
los extranjeros, los pecadores, los curas, los chinos, Bill Gates. Nada nos
da tanto miedo como la contingencia, que nos vuelve al mismo tiempo
vulnerables e intercambiables, y por eso, frente a ella, nos inclinamos a
concebir los destinos del mundo en términos de “voluntad”, aunque sea
adversa y negativa, y no de aleatoriedad. Preferimos, en definitiva, un Dios
malvado –un demonio providente– a un virus geométrico que no podemos
controlar pero tampoco insultar o denunciar; nos aterra esa abstracción
ciega que no reconoce nuestra existencia ni siquiera para matarnos.
Preferimos siempre, sí, un relato en el que el Mal omnipotente tenga una
identidad corporal, nombrable y visible, porque el odio es un ansiolítico
muy poderoso; y en el que las víctimas tengan protagonismo, al menos como
objetos de una persecución premeditada y sujetos de un saber superior, pues
nada tranquiliza tanto, en una situación incontrolable, como justificar
nuestra impotencia y afirmar nuestra autoestima. Pues bien, todos estos
factores antropológicos se han conjugado del modo más favorable –es decir,
más peligroso– en el contexto de una pandemia sindémica que venía
socialmente precedida por la disolución de los vínculos comunitarios y la
pérdida de credibilidad de los políticos y las instituciones.



Lo que quiero decir es que, en el debate entre políticos y científicos, los
delirios complotistas tienen el valor de señalar de un modo falso la
falsedad de ese conflicto. Negando la existencia de un virus que no pueden
ver, atribuyendo su aparición a una “mala voluntad” entre bastidores o
denunciando en las vacunas una estrategia de ingeniería social y de control
mundial, las teorías de la conspiración han iluminado la inconsistencia del
conflicto políticos/científicos en la medida en que, errando peligrosamente
el camino, han situado en otro marco, sin embargo, el origen y la solución
de la pandemia. La han iluminado falsamente porque han elegido un marco
tranquilizadoramente personal y, por lo tanto, narrativo y no sistémico.
Pero la han iluminado a su manera. El covid, como he dicho, fue
efectivamente creado en un laboratorio porque el capitalismo ha convertido
la naturaleza entera en un laboratorio; las vacunas, por su parte, traducen
efectivamente ambiciones de poder porque el poder económico penetra ya todas
las esferas del conocimiento y, aún más, del conocimiento aplicado. Hay
muchos motivos para desconfiar del origen “natural” del coronavirus y muchos
motivos también para desconfiar de esas vacunas desarrolladas a velocidad
sideral para contenerlo; pero ninguno de ellos tiene nada que ver con la
maldad del gobierno chino o el afán de dominio mundial de Bill Gates. Ojalá
fuera todo tan sencillo y tranquilizador.



Queremos creer en los políticos y resulta que la política está secuestrada
por los índices bursátiles, la prima de riesgo y los límites draconianos de
déficit público. Queremos creer en los científicos y resulta que la ciencia
está secuestrada por las farmacéuticas. El mercado, en efecto, es la
sindemia. Fijémonos en lo que significa “ciencia”: la idea hermosísima de
una comunidad efectiva de intercambio transparente y generalizado en la que
el progreso, necesariamente lento, sólo puede ser garantizado por la
colaboración entre sus miembros y el apoyo de la ciudadanía exterior a
través del Estado. Esa comunidad existe y sigue produciendo resultados
epistemológicamente fundados; si no fuera así, si las farmacéuticas sólo
vendieran aire y humo, habrían patentado y comercializado el cuerno de
rinoceronte, el bálsamo de Fierabrás y los abracadabra de las magias blanca
y negra. Esa comunidad existe y trabaja sin parar, pero ha sido intervenida,
fragmentada y redirigida por un mercado paradójico que necesita verdadera
ciencia y científicos convencidos, pero que sólo puede funcionar, al
contrario que la ciencia y sus científicos, con opacidad, insolidaridad y
precipitación; es decir, que sólo puede funcionar violando las reglas
íntimas de la comunidad científica. El mercado, digamos, necesita vender
verdadera ciencia y necesita disolver, al mismo tiempo, las únicas
condiciones en las que la humanidad puede producir verdadera ciencia;
necesita una comunidad científica universal y efectiva y necesita –y no sólo
en el ámbito de la ciencia– destruir todos los vínculos comunitarios
universales y efectivos. Cuando no somos capaces de advertir y afrontar esta
contradicción, acabamos cediendo sin remedio a una de estas dos tentaciones:
la de confiar en el mercado, confundiéndolo con la ciencia, o la de
desconfiar de la ciencia, confundiéndola con el mercado. Una y otra
tentación alimentan la sindemia; la primera, la de los consumidores pasivos,
porque acepta sin protesta la pérdida de transparencia, universalidad y
eficacia médica; la segunda, la de los conspiranoicos totalitarios, porque
no deja ninguna grieta por la que pueda colarse la verdadera política y la
verdadera ciencia. La verdadera política, por cierto, nada tiene que ver con
la gobernanza neoliberal y la verdadera ciencia no se agota ni en las
enfermedades ni en los remedios que reconoce y rentabiliza la farmacéutica
privada o el “sistema médico” en general.



La cuestión es la siguiente: la producción y distribución de vacunas –cuya
existencia hay que celebrar con alborozo– reproduce el modelo sindémico de
la producción y distribución del virus. Es decir: hay presión sobre la
comunidad científica desde las farmacéuticas como hay presión sobre los
animales y sobre la naturaleza desde las empresas agroalimentarias; y hay
desigualdad social –y por lo tanto geográfica– en la distribución de las
vacunas como la hay en la distribución e incidencia de la enfermedad. Eso
es, en realidad, lo que quiere decir “sindemia”.



Como sabemos, la velocidad con la que se han desarrollado las primeras
vacunas contra la covid-19 (Moderna, Pfizer, Oxford) no tiene precedentes en
la historia de la medicina. Siguiendo a la profesora Charlotte Summers,
podemos aceptar que eso se debe en parte a los conocimientos acumulados en
los últimos años, que garantizan a los hallazgos un mínimo de seguridad
epistemológica; es decir, el mínimo de fiabilidad que los hace vendibles en
el mercado. Pero esa velocidad despierta también justificadas reservas
dentro de la propia comunidad científica, algunos de cuyos miembros
consideran, con no menos fundamento epistemológico, que la presión sindémica
ha impedido agotar los plazos cautelares aplicados a investigaciones
anteriores, de manera que –como explica Els Torreele, fundadora de la
iniciativa Medicamentos para Enfermedades Olvidadas– no tenemos ninguna
certeza acerca de la duración de la cobertura inmunológica de estas vacunas
ni está claro que los vacunados no puedan transmitir el virus. Esta
incertidumbre, añade la científica belga, está asociada a la competencia
entre empresas farmacéuticas rivales que han mantenido en secreto sus
investigaciones, contraviniendo las reglas de la práctica científica misma;
así que al final las agencias sanitarias de los Estados han autorizado
muchas veces estos productos “sin más datos que una nota de prensa de la
empresa”. La velocidad, pues, es inseparable de la opacidad y de la falta de
colaboración y genera un resultado inseguro que –añade Torreele– puede
acabar siendo contraproducente, no sólo por los eventuales efectos
colaterales para la salud sino porque puede minar además la confianza en la
vacunación en general, alimentando las peligrosas teorías de la
conspiración. La urgencia ha estado, sin duda, justificada, pero no conviene
ignorar los riesgos potenciales –incluso para la credibilidad de la ciencia–
de esta precipitación inducida extramuros de la comunidad científica.



¿Y por qué esta velocidad? Las presiones, externas e internas, son obvias.
Las internas tienen que ver con el hecho de que, aunque buena parte de la
financiación es pública, las patentes de explotación comercial son privadas.
El capitalismo sindémico, que ha seleccionado siempre y sigue seleccionando
qué enfermedades son curables y cuáles no en virtud de criterios puramente
económicos, ha encontrado la más fabulosa oportunidad de negocio en un
mercado literalmente global que convierte a 7.600 millones de seres humanos
en potenciales clientes de sus productos. La misma lógica extractiva que se
aplica a otros sectores –del petrolero al agroalimentario– se ha aplicado
aquí para extraer fondos de los Estados y conocimientos de la comunidad
científica. En cuanto a las presiones externas, cabe señalar dos
orgánicamente asociadas: la de los gobiernos nacionales a los que ha tocado
gestionar la pandemia y que –incluso por razones electorales– tienen que
responder ante sus ciudadanos; y la de la población mundial, sobre todo la
clase media occidental, a la que se prometió “seguridad total” y que, por
eso mismo, temblorosa y levantisca, exige una solución inmediata y
definitiva. Ni el capitalismo sindémico ni sus víctimas humanas –al menos en
Occidente– pueden aceptar la idea de la muerte y la fragilidad. La paradoja
es que, para satisfacer la demanda de inmortalidad individual, una vacuna
insuficientemente testada puede aumentar, al contrario, la vulnerabilidad e
inseguridad generales.



La producción de vacunas remeda, pues, la del propio virus. Ahora bien, eso
mismo ocurre en el ámbito de la distribución farmacéutica, donde la
velocidad de la rivalidad empresarial impide la falta de colaboración; es
decir, la universalización de los beneficios. Como recordaba Juan Elman en
un reciente artículo “la gran mayoría de los países no tienen garantizadas
las dosis necesarias para vacunar a su población”. Mientras que Canadá,
Reino Unido, Estados Unidos, la UE, Australia y Japón tienen ya aseguradas
entre 4 y 8 dosis por persona, son muy pocos los países de renta media que
llegan a una sola dosis (cuando se necesitan dos para la inmunización) y
ninguno de los más pobres ha firmado acuerdo alguno para acceder a la
vacuna. La propuesta inicial de India y Sudáfrica para liberar las patentes
y suspender cualquier derecho intelectual sobre medicamentos o vacunas –al
menos hasta que el 70% de la población mundial estuviera inmunizado– fue
rechazada en la OMS por los países europeos, Estados Unidos, Canadá y
Brasil. Por otro lado, el fondo Covax, supervisado por la propia
Organización Mundial de la Salud y destinado a vacunar a poblaciones de
bajos recursos, no ha sido apoyado por Estados Unidos y no recibe más que
migajas de los países que acordaron su creación. Las vacunas, como vemos,
reproducen, en lugar de interrumpir, el movimiento en bucle, articulado y
sin salida, de la sindemia capitalista.



En definitiva, si el capitalismo es una sindemia, va a seguir produciendo
sin parar virus y pandemias; y va a seguir produciendo, también sin parar,
vacunas y medicamentos selectivos y mal distribuidos. Ese es el futuro y no
es halagüeño para la humanidad. Pero si el capitalismo es una sindemia,
entonces la política y la ciencia, hoy cautivas, deberían estar luchando
para liberar a la humanidad y a ellas mismas del capitalismo. Eso sí sería
bueno para todos.



* Santiago Alba Ricos filósofo y escritor. Nacido en 1960 en Madrid, vive
desde hace cerca de dos décadas en Túnez, donde ha desarrollado gran parte
de su obra. El último de sus libros se titula Ser o no ser (un cuerpo).



Nota del autor: este artículo fue originalmente publicado el pasado 24 de
diciembre en el periódico digital en lengua árabe aljumhuriya.net, fundado
en el año 2012 por intelectuales y académicos sirios. Agradezco a su jefe de
redacción, Yassin Swehat, su precisa y brillante traducción al árabe.

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