Debates/ ¿Unidos y adelante? Sobre los sindicatos policiales por el mundo. [Daniel Gatti]

Ernesto Herrera germain5 en chasque.net
Sab Mar 13 01:19:53 UYT 2021


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Correspondencia de Prensa

13 de marzo 2021

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Debates

 

El debate sobre los sindicatos policiales por el mundo

¿Unidos y adelante?

 

A lo largo de la historia y las geografías, la unión entre agentes y
trabajadores genera encendidas polémicas. En Estados Unidos, los estudios
muestran una correlación positiva entre la negociación colectiva de los
uniformados y el aumento de sus abusos contra civiles.

 

Daniel Gatti 

Brecha, 12-3-2021 

https://brecha.com.uy/

 

La relación entre el movimiento sindical y los integrantes de las fuerzas de
seguridad nunca fue fácil, ni siquiera cuando los últimos lograron agruparse
en sus propios sindicatos. Nunca lo fue. Y en ningún lugar. Los viejos
revolucionarios anarquistas o comunistas de fines del siglo XIX y primeras
décadas del XX consideraban que los «agentes del orden» –fundamentalmente
aquellos que elegían esa profesión– no eran de fiar, porque, a la larga,
aunque no fueran conscientes de ello, eran «el último garante del orden
burgués» y en esa condición terminarían actuando, obedeciendo a las órdenes
de los gobiernos, aunque eso significara atacar a sus compañeros de clase,
reprimir sus manifestaciones y sus huelgas, ponerlos presos y eventualmente
asesinarlos. Fomentar que se organicen corporativamente para que defiendan
sus derechos y que sus jerarcas no los pisoteen es una cosa, pero otra es
que el movimiento obrero los contemple como a «cualquier otro trabajador» y
los integre en sus filas a las centrales nacionales o internacionales,
pensaban.

 

«El obrero convertido en policía al servicio del Estado capitalista es un
policía burgués y no un obrero», escribía por los años 1930 un Trotsky ya
exilado, en polémica con los socialdemócratas alemanes que creían que los
policías podían llegar a frenar el ascenso de Hitler porque «en última
instancia» eran trabajadores y, algunos de ellos, incluso socialistas. El
marxista argentino Rolando Astarita trajo a colación esos debates en 2012,
cuando en su país centrales obreras y organizaciones de izquierda discutían
sobre si promover o no el naciente sindicalismo policial («Sindicato de
policías, ¿consigna socialista?», rolandoastarita.blog, 06-X-12). Había en
la Argentina de entonces confederaciones sindicales –una de las CTA,
sectores de la Confederación General del Trabajo– y algunas organizaciones
políticas de izquierda que, aun admitiendo que se trataba de trabajadores
«especiales» pertenecientes a un sector muy especial, el de los cuerpos
represivos del Estado, los policías no dejaban de ser asalariados, en su
gran mayoría de un origen social muy pobre, que, en tanto tales, tienen
«objetivamente» intereses comunes con el resto de los trabajadores. Y que si
el movimiento obrero organizado apunta a ganar para su causa a todos quienes
venden su fuerza de trabajo, no puede excluir a policías o gendarmes.

 

Pura ilusión, respondían otros, Astarita entre ellos: llegado el caso, el
policía, por más sindicalizado que esté, responderá a su «patrón» porque no
podrá no hacerlo. Estar a la orden del Estado es la naturaleza de su
trabajo, y mientras el Estado siga respondiendo a «los intereses de la clase
dominante», aunque esos intereses no sean los suyos, el policía los
defenderá y los servirá. Sindicalizarse les será funcional para protegerse
de abusos y progresar en su carrera; podrán incluso protagonizar
movilizaciones por salarios y mejores condiciones de trabajo como cualquier
otro sindicato (ejemplos de ese tipo de movilizaciones ha habido muchos en
todo el planeta, América Latina incluida); podrán incluso hasta cogestionar
los propios cuerpos de seguridad junto a las autoridades del Ministerio del
Interior (ahí está el caso de Francia, donde desde hace muchos años buena
parte de los policías pertenecen a sindicatos que gozan de un poder enorme a
la hora de negociar condiciones laborales y definir reglamentos). Pero de
ahí a ponerse «del lado» del resto de los trabajadores, apuntaba Astarita
–ubicándose en una tradición de sindicalismo revolucionario, socialista–,
hay un enorme trecho. Y mencionaba la rareza extrema de los ejemplos de
«confraternización en las calles» de policías y el resto de los trabajadores
por reivindicaciones que los unificaran.

 

Uno de los más notorios y recientes fue el de Portugal de comienzos de la
década pasada, cuando policías sindicalizados se negaron a reprimir algunas
movilizaciones contra las políticas de austeridad y recortes del gobierno de
la época, y llegaron a sumarse a ellas bajo la consigna «somos ciudadanos
antes que policías». En marzo de 2019, en momentos en que las movilizaciones
de los chalecos amarillos en Francia crecían en amplitud y la violencia
policial lo hacía aún más, algunos agentes se negaron a acatar órdenes que
consideraron «ilegales», como la detención de manifestantes que no habían
cometido delito alguno. La filial de Solidarios, Unidos, Democráticos (SUD),
una central sindical de creación relativamente reciente, los respaldó y
denunció la «instrumentalización política de la Policía por el gobierno» de
Emmanuel Macron, al que acusó de «tratar al movimiento social únicamente por
la fuerza» y de contribuir al «distanciamiento cada vez mayor entre la
Policía y la población».

 

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Pero son ejemplos muy excepcionales. En Francia, el peso de SUD entre los
policías sindicalizados es ínfimo. Los sindicatos policiales mayoritarios
tienen, según algunas investigaciones universitarias, un comportamiento
exclusivamente corporativo que se traduce en la defensa férrea de los
agentes acusados de «excesos» en la represión a movilizaciones sociales o
señalados por casos de gatillo fácil, racismo, xenofobia, homofobia,
sexismo. Un sondeo encargado por el Instituto de Ciencias Políticas de
París, citado en diciembre por la radio estatal France Culture, da cuenta de
una sobrerrepresentación del voto por la extrema derecha entre los policías
sindicalizados en relación con lo que «pesa» la Agrupación Nacional de
Marine Le Pen en la sociedad francesa en su conjunto. Y además, apunta
France Culture, la existencia de las gremiales no ha impedido que surjan
desde comienzos de la década pasada agrupaciones policiales
«extrasindicales» que afirman representar a miles de agentes y que amenazan
con «desbordar» a los sindicatos aún más por la derecha.

 

Una de ellas es Hors Service (fuera de servicio), que recientemente llamó
desde sus redes sociales a «matar a los agitadores de extrema izquierda» en
las manifestaciones sociales: «Basta de balas de goma o gases lacrimógenos.
Tiros reales». El mismo mes la revista Charlie Hebdo recordó que en cada
movilización importante convocada por las centrales sindicales francesas
(entre las más recientes: contra la reforma laboral, contra la Ley de
Seguridad Global) ha habido «excesos» en la represión, cubiertos y
justificados por la gran mayoría de los sindicatos policiales. A tal punto
llegaron esos supuestos «excesos» que el presidente Macron debió reconocer,
en una entrevista con el portal Brut (4-XII-20) –uno de cuyos periodistas
fue golpeado por un uniformado–, que «existe en Francia violencia policial»
y que hay un ensañamiento particular de las fuerzas de seguridad con los
«diferentes» y con los que «no tienen piel blanca». Macron, promotor de
leyes liberticidas y de un reforzamiento en todos los planos de las fuerzas
de represión (véase, por ejemplo, «Orwellianas», Brecha, 27-XI-20), pasó sin
embargo a ser desde entonces blanco de ataque de la mayoría de los
sindicatos policiales y de las asociaciones extrasindicales de uniformados,
como Hors Service, Policías Indignados, el Colectivo Libre e Independiente
de la Policía y otras.

 

SUD no renuncia, a pesar de todo, a continuar la lucha por «mejorar las
relaciones entre la Policía y la sociedad y por reforzar los lazos de los
policías con el resto de los trabajadores». Pero en esa misma central,
surgida como una escisión por izquierda de otra confederación obrera, la
Confederación Francesa Democrática del Trabajo, hay dirigentes de otros
sindicatos que se cuestionan si son «realistas» esos «esfuerzos». «Hay un
nivel de asociacionismo policial que indudablemente debe defenderse, para
que los agentes tengan derechos sociales y se les proteja en su salud e
integridad personal. Son trabajadores particularmente expuestos y tienen una
función social. Pero, por otro lado, nunca están de nuestro lado, sobre todo
cuando uno se maneja con una concepción del sindicalismo que va más allá de
la mera reivindicación salarial o de mejores condiciones laborales», dijo un
sindicalista de SUD citado por el diario Libération en 2005, año de grandes
movilizaciones sociales en Francia. Y se preguntaba si a los sindicatos
policiales hay que integrarlos a las centrales obreras o promover que
permanezcan autónomos, «para no mezclar campos». En su blog, Astarita
señalaba que la propia «función social» de la Policía debía ser cuestionada
desde un sindicalismo con «intención socialista».

 

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En Estados Unidos, en junio del año pasado, el New Yorker publicó un amplio
informe sobre el tema. John Greenhouse, su autor, un experiodista del New
York Times especializado en el mundo del trabajo, recordó cómo desde fines
del siglo XIX hasta los primeros años del XX –es decir, la época de mayor
influencia en Estados Unidos de las corrientes sindicales «clasistas», que a
menudo eran impulsadas por inmigrantes europeos– en la Federación del
Trabajo de ese país regía una resolución taxativa: «No está dentro de las
competencias del movimiento obrero la organización especial de los policías,
de la misma manera que no lo está la organización de los militares, siendo
que ambas fuerzas son controladas generalmente por poderes hostiles al
movimiento de los trabajadores». A medida que el propio sindicalismo
estadounidense «evolucionó», las cosas fueron cambiando. El proceso de
sindicalización de los policías del país norteamericano comenzó a
desarrollarse en los años de posguerra, pero desde su inicio tuvo un sello
exclusivamente corporativo: lejos de relacionarse con los movimientos de
trabajadores, los policías se centraron en mejorar sus propias condiciones
de trabajo y en exigir mayor «cobertura» de parte de las instituciones del
Estado, apunta el articulista del New Yorker.

 

El informe cita además tres investigaciones universitarias que demuestran
cómo el mayor «empoderamiento» policial se fue traduciendo en una violencia
acentuada de la represión a las movilizaciones sociales y a las minorías
raciales. «Un estudio de 2018 de la Universidad de Oxford sobre las 100
ciudades estadounidenses más grandes –dice la revista– encontró que el nivel
de protecciones estipuladas en los contratos policiales estaba directa y
positivamente relacionado con el nivel de violencia de la Policía y de otros
abusos de esa fuerza contra civiles.» Otra investigación, de 2019, de la
Universidad de Chicago, concluyó que «otorgar derechos de negociación
colectiva a los ayudantes del sheriff en Florida llevó en ese estado a un
aumento anual del 40 por ciento de los casos de conducta violenta». Y un
tercer estudio, aún no publicado, del profesor universitario Rob Gillezeau,
fue en el mismo sentido. «La habilidad de la Policía de llevar adelante
negociaciones colectivas llevó a un incremento sustancial del asesinato de
civiles a manos de agentes», le dijo Gillezeau a Greenhouse al adelantarle
parte de sus conclusiones.

 

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El lobby punitivista de los sindicatos policiales a nivel internacional

 

Policías en acción

 

Francisco Claramunt

 

El juicio contra el policía Derek Chauvin empezó este 8 de marzo. Chauvin
saltó a la fama el 25 de mayo, cuando una filmación lo registró arrodillado
sobre el cuello de George Floyd, quien, inerme, pedía por su madre y
repetía: «No puedo respirar». El asesinato de Floyd despertó la mayor ola de
protestas del último medio siglo estadounidense contra la brutalidad
policial y el racismo sistémico.

 

En medio de las cargas de las fuerzas de choque y las amenazas de Donald
Trump, una pregunta pasó relativamente desapercibida. ¿Cómo fue posible que
antes del asesinato Derek Chauvin tuviera al menos 17 denuncias por mala
conducta pero permaneciera activo en la Policía de Mineápolis?, se
cuestionaba por entonces Benjamin Sachs, profesor de Trabajo e Industria de
la Escuela de Derecho de Harvard. «Parte de la respuesta es el acuerdo de
negociación colectiva hecho entre el Departamento de Policía y el sindicato
de Chauvin», razonaba este abogado, en un artículo publicado días después
del crimen por USA Today, en el que recordaba que, «como otros convenios
policiales, el de Minéapolis protege de manera extraordinaria a los policías
frente al disciplinamiento por conductas violentas».

 

Lo logrado por los sindicatos policiales de Minéapolis, Baltimore, Chicago y
otras ciudades, apuntaba Sachs, permite, entre otros privilegios para los
agentes, «la eliminación de antecedentes de los registros disciplinarios de
la Policía luego de cierto tiempo»; en algunos casos, había informado antes
Reuters, apenas después de seis meses. La fuerza de las gremiales de
uniformados y sus conquistas lleva a que incluso en casos en los que un
oficial es expulsado por mala conducta el proceso de apelación demandado por
el convenio colectivo conduzca frecuentemente a su restitución. Así lo
documentaba en 2017 The Washington Post: en los 11 años previos, los
principales departamentos de Policía de Estados Unidos habían expulsado por
diversas faltas a unos 1.881 agentes. Pero en casi una cuarta parte de los
casos las autoridades se habían visto luego obligadas a recontratarlos tras
apelaciones forzadas por los sindicatos, que habían encontrado detalles
erróneos en el procedimiento de expulsión. Entre los restituidos había
oficiales que cometieron abusos sexuales, torturas y asesinatos de civiles
desarmados (3-VIII-17).

 

Herramienta de trabajo 

 

Tras el homicidio de George Floyd, y en respuesta a la acusación de la
fiscalía contra su matador, el presidente del sindicato de policías de
Minéapolis acusó a los políticos de «vender» a la Policía, en una carta al
gremio obtenida por un reportero local. El teniente Bob Kroll había
criticado antes al gobierno de Barack Obama por su «opresión de la Policía»
y se había deshecho en elogios por la política de «ley y orden» impulsada
por Trump, informaba The New York Times (06-VI-20).

 

Las declaraciones de Kroll coinciden con uno de los principales objetivos de
lucha de los sindicatos policiales a lo largo del mundo: la férrea defensa y
la búsqueda de impunidad de los afiliados denunciados por abusos y otros
crímenes contra civiles. Lo mismo han hecho, por ejemplo, sus más de 63 mil
colegas reunidos en la Federación Policial de Australia ante los múltiples
casos de gatillo fácil en ese país contra jóvenes aborígenes. La federación
no ha titubeado en defender a los agentes «injustamente» condenados por la
Justicia por «cumplir su labor y proteger a la comunidad», en palabras de
Scott Weber, uno de sus líderes (The Australian, 23-XI-19).

 

Sucede algo similar en Francia. Frente a las manifestaciones antirracistas
del año pasado contra el asesinato de Adama Traoré por un agente policial,
el entonces ministro del Interior, Christophe Castaner, propuso el 8 de
junio que la técnica de inmovilización por estrangulamiento ya no fuera
enseñada en las escuelas de Policía. «Es un método peligroso», dijo en una
conferencia de prensa. «Los sindicatos policiales mayoritarios reaccionaron
advirtiendo que no se podía privar a las fuerzas de seguridad de los medios
de control que han probado ser eficaces», informaba por entonces Daniel
Gatti en una nota de este semanario. «Los compañeros se sienten insultados,
están enojados», dijo a AFP el delegado sindical Xavier Leveau durante la
serie de movilizaciones que, tres días después del anuncio ministerial, las
gremiales de uniformados convocaron en distintas ciudades francesas para
pedir que se mantuviera en uso la inmovilización por estrangulamiento. Los
policías ganaron. Tras sus manifestaciones, se anunció que finalmente el
estrangulamiento continuaría dentro del arsenal de técnicas de detención.

 

Los abusos bienvenidos 

 

En Brasil, donde buena parte de las fuerzas de seguridad están
militarizadas, los sindicatos policiales no son la regla. Los que sí tienen
permitido formarlos son los policías federales, que no responden a una
estructura militar. Son estos quienes en los últimos años lideraron la
oposición a que se aprobara una ley que define los crímenes de abuso de
autoridad.

 

Según explicaba en su portal web el Sindicato de Servidores Públicos Civiles
del Departamento de Polícia Federal del Estado de San Pablo, la iniciativa a
la que se oponen enumera 37 acciones que pueden considerarse abuso de
autoridad: «Se criminalizan, por ejemplo, el uso de esposas en detenidos que
no se resisten al arresto; la ejecución de una orden de allanamiento e
incautación de bienes, movilizando ostensiblemente vehículos, personal o
armas con el fin de exponer a la persona investigada al escarnio público; la
coerción a testigos o investigados sin intimación previa de comparecer ante
un tribunal; y obstaculizar la reunión reservada entre el preso y su
abogado. En estos y otros casos, la autoridad puede ser sancionada con seis
meses a cuatro años de prisión».

 

Para los sindicatos de uniformados la norma «dificulta las labores
policiales» y expone a los agentes a los peligros que deben combatir, en
palabras de la Federación Nacional de Policías Federales. Apenas aprobada la
ley, en 2019, la federación pidió al presidente Jair Bolsonaro su veto
total. De acuerdo a los representantes sindicales, sólo pueden defender
semejante disparate garantista los «verdaderos criminales» y los «corruptos
de cuello blanco» cuyos delitos afligen a Brasil. Los sindicatos policiales
de ese país, al igual que sus pares estadounidenses, australianos y
franceses –y algunos otros–, buscan proteger a sus afiliados de las
consecuencias de seguir órdenes impartidas en un contexto internacional de
aumento de la represión contra las poblaciones marginadas y los movimientos
sociales. Y no las cuestionan, al menos no públicamente.

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