Colombia/ Estado, violencia y protesta. [Luisa Natalia Caruso/Miguel Ángel Beltrán]

Ernesto Herrera germain5 en chasque.net
Lun Mar 15 12:54:59 UYT 2021


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Correspondencia de Prensa

15 de marzo 2021

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Colombia

 

Estado, violencia y protesta 

 

En contraste con las falaces imágenes creadas por las élites y alimentadas
por los medios de comunicación hegemónicos, Colombia es hoy un país al borde
del estallido social, con crudas cifras de desigualdad, pobreza, desempleo y
asesinatos políticos.

 

Luisa Natalia Caruso/Miguel Ángel Beltrán

Jacobin, 11-3-2021

https://jacobinlat.com/

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En el marco de la pandemia, las decisiones de Iván Duque, actual presidente
de Colombia, se han caracterizado por una profundización de la agenda
neoliberal que ya traía antes de la crisis sanitaria. Meses antes de que se
declarara la «emergencia económica, social y ecológica», sus medidas habían
ocasionado el creciente inconformismo de una gran parte de la población.
Dicho inconformismo tuvo su punto más álgido en las masivas acciones de
protesta protagonizadas por múltiples sectores sociales y políticos, tanto
en las ciudades como en las zonas rurales, que dieron forma al paro nacional
del 21 noviembre de 2019. 

 

Si bien la cuarentena, forzada por los riesgos de contagio, trajo un inicial
reflujo de las movilizaciones, muy rápidamente dichos sectores se
reactivaron y nuevamente salieron a las calles para reclamar soluciones
urgentes a la crisis, ahora profundizada por la situación sanitaria. Estas
protestas, aunque sin alcanzar una completa articulación, cuentan con un
importante potencial de incidencia para futuros cambios. Las jornadas del 9
y 10 de septiembre en rechazo a la brutalidad policial, la movilización de
la Minga por la vida, el territorio y la Paz de los pueblos indígenas, afros
y campesinos hacia la capital y la realización de un paro nacional el pasado
21 de octubre forman parte del mismo ciclo de movilizaciones.

 

Un Estado que siembra terror y miedo

 

El Estado colombiano, que ha representado históricamente los intereses de
una clase dirigente subordinada a las políticas intervencionistas de los
Estados Unidos y al modelo desarrollista extractivista, pese a tener una
escasa legitimidad y legalidad, ha logrado proyectar ante la comunidad
internacional una imagen «institucionalidad democrática» alimentada en base
a mitos (como el ser una de las naciones del continente que cuenta con la
democracia más antigua y sostenida en la región). De acuerdo con esta
narrativa oficial, mientras en otros países de América Latina y el Caribe se
generalizaron las dictaduras militares, en Colombia se sentaron las bases
para consolidar la paz a través de un acuerdo bipartidista que garantizó la
permanencia de las instituciones democráticas (Giraldo; 2015).

 

Según este relato, dicha vocación democrática se afianzó en los decenios
siguientes con la continuidad de los procesos electorales y por el hecho de
que, en 1991 y a través de un proceso constituyente, se lograra aprobar una
Carta política avanzada que consagró una serie de mecanismos para la
protección de los Derechos Humanos y la participación popular, que reconoció
los derechos culturales y territoriales de los grupos étnicos y abrió la
puerta para la promoción y el impulso de procesos de negociación con
movimientos armados insurgentes que lograron su conversión en organizaciones
políticas legales, permitiendo que antiguos guerrilleros se integraran al
aparato gubernamental.

 

En años recientes, la elección popular para la Alcaldía de Bogotá de un
exguerrillero junto con el nombramiento de un vicepresidente que durante
años estuvo comprometido con las luchas obreras y sindicales y la exitosa
materialización de un nuevo proceso de negociación entre el gobierno y la
guerrilla que posibilitó el tránsito de ésta última a la vida política,
reforzarían este imaginario democrático de un país que, recurriendo a las
vías del diálogo y priorizando los intereses de las víctimas, ha logrado
poner fin a un conflicto interno con ribetes políticos pero degradado por
sus vínculos con las mafias del narcotráfico y su afectación creciente a la
población civil (Pecaut; 2001).

 

En contraste con estas falaces imágenes creadas por las élites colombianas y
alimentadas por académicos y medios de comunicación hegemónicos, lo que se
observa es un país al borde de un estallido social, con crudas cifras de
desigualdad, pobreza, desempleo, asesinatos y genocidio de poblaciones
campesinas, indígenas, afrodescendientes y partidos políticos de oposición.
Una participación altamente restringida de los sectores populares, un
régimen neofascista cada vez menos preocupado por mantener los mecanismos de
la democracia formal, unos acuerdos de paz con las antiguas FARC totalmente
incumplidos, unas medidas económicas que benefician a los grandes capitales
transnacionales y deprimen aún más a las clases menos favorecidas y una
escala de destrucción de la naturaleza incalculable que consolida un despojo
territorial creciente. 

 

Colombia vive hoy un exterminio de lideresas y líderes sociales, que en el
solo período que va de la firma de los acuerdos de paz el 26 de noviembre de
2016 alcanza ya la dolorosa cifra de 1039 muertos. A ello se suma el
asesinato de 234 excombatientes (51 de los cuales se cometieron en los 10
primeros meses del presente año). Se está cometiendo así un genocidio contra
los firmantes del Acuerdo de Paz y contra un colectivo de personas que
ejercen un liderazgo social como reclamantes de tierras, defensores del
territorio, de los derechos ambientales y humanos, que luchan contra las
fumigaciones y los planes desarrollistas, con proyectos autónomos
sustentados en la ancestralidad y el equilibrio con la naturaleza y que
integran Juntas de acción comunal, comunidades étnicas o sindicatos
agrarios. Son vistos como un obstáculo para los proyectos extractivistas.

 

Estamos entonces ante un Estado que, a través de un conjunto de prácticas,
instituciones y estructuras –que incluso niegan ese mismo ordenamiento
jurídico legal– sigue ejerciendo la violencia para sembrar el miedo y el
terror entre la población civil. Un Estado que recurre a la construcción de
un gigantesco aparato militar combinando doctrinas confeccionadas por las
mismas élites en su accionar contrainsurgente con teorías foráneas (como la
Doctrina de la Seguridad Nacional) para enfrentar la supuesta infiltración
de un «enemigo interno» –llámese comunismo o terrorismo– pero que, en
realidad, busca exterminar cualquier expresión de protesta popular que
confronte con el establishment (Vega Cantor, 2016).

 

Aunado a ello está el uso arbitrario del sistema jurídico, que judicializa
temerariamente a los líderes y lideresas sociales sin tener pruebas o
recurriendo a pruebas ilícitas e ilegales y falsos testigos que, con la
intervención directa de los organismos de seguridad del Estado, configuran
los llamados «montajes judiciales». Se trata de una práctica que se ha
llevado a cabo a lo largo y ancho del país, siendo la cárcel un instrumento
de silenciamiento del pensamiento crítico y de desarticulación de las
organizaciones sociales que, a su vez, son criminalizadas al amparo de la
tipificación de «conductas delictivas».

 

Los sectores más afectados por esta persecución jurídica han sido los
integrantes de la oposición política y social, así como estudiantes y
egresados de las universidades públicas del país, a quienes se les ha
pretendido vincular con organizaciones armadas como el Ejército de
Liberación (ELN) o las disidencias de las FARC, con el recurrente y
desgastado discurso de una «infiltración armada» en las protestas pacíficas.
En ese mismo sentido, se ha pretendido estigmatizar y penalizar con el
calificativo de «vándalo» a quienes ejercen ciertas modalidades de protesta
que «alteran el orden público» o por el solo hecho de utilizar elementos
que, como la capucha, impiden identificar su rostro.

 

Paralelamente a este andamiaje jurídico, militar y mediático, y en estrecha
relación con el Estado, siguen actuando las estructuras paramilitares
producto de una compleja alianza de grupos de narcotraficantes, ganaderos,
élites políticas nacionales y regionales, así como integrantes de las
Fuerzas Armadas orientados al cumplimiento de labores contrainsurgentes y,
fundamentalmente, a ampliar la riqueza de empresarios y terratenientes a
través del despojo a los campesinos de sus bienes y tierras. Solo en el
primer semestre de 2020, fueron desplazadas forzadamente de su territorio
más de 16 mil personas.

 

El eterno retorno

 

En medio de la pandemia, los incumplimientos del «Acuerdo Final para la
terminación del conflicto y la construcción de una paz estable y duradero»,
suscrito por el gobierno de Juan Manual Santos y la Guerrilla de las FARC
luego de un largo y accidentado proceso de negociación que se prolongó por
más de cuatro años (2012-2016), fueron más evidentes. El acuerdo constituyó
una importante apuesta por la superación definitiva del conflicto social y
armado partiendo de su reconocimiento y de la necesidad de erradicar las
causas que dieron origen al mismo. En esa perspectiva, permitió colocar
sobre la arena pública temas como la reforma rural integral, la
participación y la apertura democrática para construir la paz, la solución
al problema de los cultivos de uso ilícito, al tiempo que logró activar la
movilización social.

 

Pero si bien desde sus inicios las FARC manifestaron su compromiso con los
acuerdos pactados, haciendo dejación de armas y avanzando hacia la
conformación de un nuevo partido político legal, muy pronto los sistemáticos
incumplimientos por parte del Estado empujaron el proceso de paz hacia
situaciones que recordaban hechos históricos pasados, como la ausencia de
garantías reales y efectivas para la reincorporación a la vida social,
política y económica del país de los exguerrilleros, derivando en el
exterminio sistemático de los firmantes del Acuerdo de Paz.

 

Estamos ante un Estado que históricamente ha incumplido con los acuerdos que
firma, no solo con las organizaciones insurgentes, sino con los diferentes
sectores sociales, al punto que éstos permanentemente tienen que movilizarse
para exigir al Estado cumpla con lo suscrito. En el caso específico de los
Acuerdos de La Habana, tras el triunfo del «no», en el plebiscito de octubre
de 2016 (que se había convocado para refrendar los acuerdos de paz), condujo
a una modificación de los mismos, restringiendo aspectos relacionados con
los escenarios de participación democrática que se pretendía abrir. 

 

Cierto es que disminuyeron los enfrentamientos armados con la fuerza pública
y se redujo la muerte de jóvenes soldados, en su mayor parte provenientes de
los sectores populares. No obstante, la apuesta por erradicar la violencia
como método de acción política se redujo al desarme de la insurgencia
armada, sin que el Estado colombiano asumiera el desmonte de sus estructuras
paramilitares (cuya actividad ha persistido bajo nuevas denominaciones,
copando antiguos territorios que hicieron parte del control de las FARC y
estableciendo nuevas alianzas estratégicas  con el fin de adelantar su labor
delincuencial bajo la protección tácita o activa de empresarios, del poder
político y del Estado). 

 

Como parte de sus estrategias desinformativas, en el discurso oficial del
gobierno estos grupos han sido presentados como expresiones aisladas o
«remanentes» del conflicto, acuñando la difusa sigla de GAO (Grupos Armados
Organizados) para diluir su naturaleza contrainsurgente y la responsabilidad
estatal en los crecientes hechos de violencia que han estremecido al país.
Al mismo tiempo, se pretende desvirtuar el carácter político de las
organizaciones insurgentes, las cuales configuran un amplio y complejo
espectro que va desde el Ejército de Liberación Nacional (ELN), convertido
hoy en la guerrilla más antigua del país y el continente, hasta algunas
disidencias armadas que asumen el legado de los fundadores de las FARC,
pasando por las autodenominadas FARC-EP segunda Marquetalia, lideradas por
quienes en su momento estuvieron representando a esta guerrilla en la mesa
de negociaciones.

 

Duque: crisis de legitimidad agravada por la pandemia

 

El 17 de junio de 2018, tras llevarse a cabo la segunda vuelta presidencial,
los colombianos eligieron a Iván Duque, del partido Centro Democrático, como
primer mandatario de la nación con más de 10 millones de votos. El nuevo
titular del ejecutivo contó con el respaldo mayoritario de la clase
dirigente, incluyendo el apoyo de sectores que se proyectaban como
independientes, teniendo como contradictor al candidato de Colombia Humana,
Gustavo Petro, que con 8 millones de votos logró recoger la inconformidad de
amplias franjas sociales que, aunque no necesariamente se identificaban con
sus propuestas de gobierno ni su talante político, vieron en él una
intención de cambio asociada a la idea de mantener los ya deteriorados
acuerdos de paz.

 

Como ha sido reiterado en los procesos electorales colombianos, los
fantasmas del fraude y la corrupción estuvieron presentes, esta vez por
cuenta de las acusaciones de la excongresista Aída Merlano, detenida hoy en
Venezuela, quien afirmó que la campaña del presidente Duque había incurrido
en compra de votos en la región Caribe. El escándalo, conocido como la «Ñeñe
política», puso de manifiesto el ingreso de dineros del narcotraficante José
Guillermo Hernández Aponte (asesinado recientemente en Brasil), más conocido
como El Ñeñe, quien estuvo al frente de la organización de la campaña
presidencial en los departamentos de Guajira y Cesar.

 

No menos impacto tuvo la revelación acerca de que el hermano de la
vicepresidenta Marta Lucía Ramírez había sido condenado en 1997 a cinco años
de prisión en los Estados Unidos por traficar heroína desde Aruba a ese
país. La fianza para su libertad fue pagada por la ahora vicepresidenta y su
esposo Álvaro Rincón, quienes a su vez han sido señalados por tener
relaciones comerciales con el narcotraficante colombiano Guillermo León
Acevedo Giraldo, conocido como «Memo Fantasma».

 

Desde los tiempos de la presidencia de Julio César Turbay Ayala (1978-1982)
no se había visto la figura del ejecutivo expuesta a tantas burlas públicas.
La utilización del avión presidencial para llevar a niños y sus madres a una
fiesta infantil; la exhibición ante la Asamblea General de las Naciones
Unidas de fotos que buscaban demostrar la participación del gobierno del
presidente de Venezuela, Nicolás Maduro, en el entrenamiento de grupos
armados y narcotraficantes y que resultaron ser imágenes tomadas años atrás
en territorio colombiano… Sumado a la aparición pública de Duque con chaleco
de policía, expresando su solidaridad con los ataques de que fueron objeto
los Centros de Atención Inmediata (CAI) de esta institución en las protestas
por el asesinato del ciudadano Javier Ordoñez, llevaron a que la
ilegitimidad del gobierno fuera aún mayor.

 

A partir de 1991 –cuando consagró una nueva Constitución–, Colombia abrió
las puertas a las políticas de apertura económica y la implementación del
modelo neoliberal, con todos sus devastadores efectos en lo social y
ambiental. Con el COVID-19, estas problemáticas se han profundizado, al
tiempo que se han visibilizado de manera cruda y descarnada las agudas
desigualdades del actual régimen.

 

Según el Índice Global de los Derechos de la Confederación Sindical
Internacional (CSI) de 2019, Colombia es de los países del mundo con las
condiciones más indignas para trabajar. Lo que se expresa también en que una
gran parte de la población tiene un trabajo informal, sin ningún tipo de
garantía laboral y vive del «rebusque» diario. Según el DANE, entre
diciembre de 2019 y febrero de 2020 la población trabajadora informal
correspondía al 47,8% de la población ocupada en las 23 ciudades y zonas
metropolitanas. A esto se suma que las tasas de desempleo –que
históricamente han sido de las más altas de la región– se incrementaron aún
más con la pandemia: según el DANE, perdieron su empleo casi 5 millones de
personas perdieron su empleo, lo que correspondería al 21,4% de desempleo a
nivel nacional.

 

Frente a la desigualdad estructural, Colombia es el segundo país más
desigual después de Brasil, dato al que deben sumarse las amplias brechas
entre el medio urbano y rural, la desigualdad regional y las inequidades de
género, entre otras. Según las estimaciones de Fedesarrollo, la pobreza
aumentará hasta un 38% en 2020; según el informe del CEDE de la Facultad de
Economía de la Universidad de los Andes, 7,3 millones de personas” ingresan
a la condición de pobreza con una caída de ingresos mensuales que ronda los
$4,8 billones.

 

En este panorama de desigualdad y exclusión, en octubre las personas
contagiadas del virus del COVID -19 superaron el millón de personas, y las
muertes superaron las 31 mil. La velocidad del contagio aumentó por las
recientes medidas del gobierno en septiembre que, atendiendo las demandas de
los sectores empresariales y comerciales del país, decidió levantar la
cuarentena sin acompañar estas decisiones con garantías para los sectores
menos favorecidos, ni mucho menos realizar cambios en el precario sistema de
salud, privatizado desde 1993. Esto derivará en un incremento en las curvas
de contagio y mortalidad en los próximos meses.

 

Decretos de pandemia: más para los ricos y menos para los pobres

 

En el contexto (y con el pretexto) de tomar medidas para atender la
emergencia generada por la llegada del COVID-19, el presidente Duque declaró
el Estado de emergencia económica, social y ecológica en todo el territorio
nacional, al amparo del cual se creó el Fondo de Mitigación de Emergencias
(FOME), administrado por el Ministerio de Hacienda, seguido de un Decreto
que autorizaba al ejecutivo manejar los recursos del Fondo de Ahorro y
Estabilización (unos 14 billones de pesos), constituido como la principal
fuente de financiamiento del mencionado organismo, permitiendo que éstos
facilitaran liquidez al sector financiero a través de la adquisición de
bonos de deuda y  acciones y la concesión de créditos a empresas privadas,
mixtas y públicas perjudicadas por la emergencia y que sean consideradas
como de interés nacional. 

 

Por esta vía se ha beneficiado al Grupo Aval, que controla más de las dos
terceras partes del sistema financiero privado y que ha estado vinculado al
escándalo de corrupción de Odebrecht. Así se profundiza el Estado
clientelista y corrupto, que guarda estos recursos para el salvamento de
empresas privadas (y algunas con un porcentaje público).

 

Un informe presentado por la Procuraduría General de la Nación a finales de
agosto llama la atención: de los $8,2 billones destinados para la atención
de la emergencia sanitaria y para el aseguramiento en salud de los
colombianos, el Ministerio de Salud solo ha hecho efectivo cerca de medio
billón de pesos, a la vez que advierte que «no se han ejecutado los rubros
correspondientes al aseguramiento, ampliación de la oferta de servicios y el
fortalecimiento de la salud pública, para garantizar la prestación de
servicios a la ciudadanía». Entre tanto, se incrementa la deuda con el Fondo
Monetario Internacional a través de la línea de Crédito Flexible,
supuestamente, para gestionar los riesgos generados por la pandemia.

 

Siguiendo estos mismos lineamientos, el gobierno de Duque otorgó un
gigantesco préstamo de USD 370 millones a la compañía aérea Avianca,
declarada en quiebra, que tiene un porcentaje mayoritario de capital privado
extranjero (particularmente de Panamá). Una empresa que no solo ha
desarrollado una política de persecución laboral contra sus trabajadores,
sino que además cuenta entre sus altos ejecutivos con la ex viceministra de
Comunicaciones del gobierno de Álvaro Uribe Vélez y con la hermana del
presidente, María Paula Duque, quien se desempeña como vicepresidenta senior
de Relaciones Estratégicas y Experiencia al Cliente de dicha compañía aérea.
Las protestas por parte de varios sectores sociales y políticos, así como
las demandas jurídicas, llevaron a que en este momento el crédito se
encuentre suspendido por el Tribunal Administrativo de Cundinamarca.

 

Sumado a este Decreto se han expedido otros 160 que poco o nada tienen que
ver con la búsqueda de soluciones a la pandemia, pero que sí revelan claras
intenciones de profundizar el modelo neoliberal, el expolio de los recursos
y la violencia contra la oposición. Tal es el caso del Decreto 811 de 2020,
que le permitía al Estado comprar acciones en cualquier empresa en riesgo en
el marco del Estado de Emergencia y luego venderlas. Con esto se buscaba
enajenar las empresas públicas, entre ellas ECOPETROL, medida que ya venía
planteando el gobierno antes de la pandemia y que ahora pretendía hacerse
efectiva con el argumento de que era necesaria su venta para solventar la
crisis. En medio de las protestas de la Unión Sindical Obrera, a finales de
septiembre el Decreto fue declarado inexequible por la Corte Constitucional.

 

La nueva reforma pensional, que estaba en proyecto el año pasado –y que fue
una de las razones del paro del 21N en el 2019– ha seguido su curso y, con
ella, toda la propuesta de mayor flexibilización laboral, dejando en claro
que los billones de pesos del fondo lejos están de ser convertidos en ayudas
a la población para mitigar y soportar la crisis económica y darle un mayor
soporte financiero a la salud pública y a la educación pública. Por el
contrario, lo que hemos visto hasta ahora es que todos los gastos generados
a partir de ese dinero han sido insuficientes, mal invertidos o
inexistentes. El gobierno, a través de sus bancadas en el Congreso, se ha
negado tajantemente a otorgar la renta básica pedida por un número
significativo de parlamentarios y organizaciones sociales para paliar la
miseria de nueve millones de personas. 

 

Mientras tanto el modelo extractivista minero-energético se profundiza.
Desde la firma del acuerdo con las FARC ha aumentado sin ningún tipo de
control la deforestación en todos los territorios de colonización y de
frontera, aunado a la vulneración de las comunidades rurales que están en
estos territorios de disputa de los grandes intereses extractivos. Se
pretende responsabilizar de esta deforestación a las disidencias y a los
grupos armados organizados (GAO), eludiendo de esta manera la
responsabilidad del Estado, que en medio de la pandemia ha expedido una
serie de decretos para continuar explotando la Amazonía. 

 

Asimismo, se ha reactivado la fumigación de cultivos de uso ilícito e
intentado dar vía libre a la implementación del fracking y presionando, a su
vez, por una nueva normatividad que flexibilice la consulta previa como
mecanismo para entrar a los territorios de pueblos indígenas y
afrodescendientes. En medio del incumplimiento de la ley de tierras que
buscaba devolver las tierras usurpadas en medio del conflicto armado, el
gobierno pretende reglamentar las Zonas de Desarrollo Empresarial que
«abriría paso a la entrega de baldíos a empresas nacionales o extranjeras, y
a la violación de los derechos territoriales de los pueblos indígenas, si se
destinan las tierras a privados en vez de priorizar la formalización de sus
territorios».

 

En el caso de los pueblos indígenas y afrodescendientes, la pandemia ha sido
utilizada por el gobierno para acelerar la entrada de megaproyectos
extractivos a sus territorios. El interés por «regular» la consulta previa
venía desde el gobierno de Santos. Sin embargo, con la nueva contingencia
sanitaria, el Ministerio del Interior llegó al absurdo de expedir una
circular que autorizaba la realización virtual de consultas previas. Ante
las protestas de las organizaciones étnicas derogó la normativa, pero dejó
abierta la posibilidad de realizar estas consultas virtuales si se tenían
los accesos de conectividad virtual, lo que para el Proceso de Comunidades
Negras (PCN) significa una estrategia «de aprovechamiento circunstancial a
causa de la pandemia, toda vez que las poblaciones se encuentran más
vulnerables».

 

A esto se suman las propuestas de los sectores empresariales aliados con el
actual gobierno Duque y su bancada en el Congreso, encaminadas a
flexibilizar los criterios para la expedición de licencias ambientales que
permitan agilizar los proyectos extractivos, con el argumento de ser el
mejor camino para la reactivación económica en medio de la pandemia, lo cual
constituye una nueva amenaza de despojo territorial, cultural y ambiental
para estos pueblos y comunidades.

 

Violencia policial

 

La profundización de la agenda neoliberal en el contexto de la pandemia ha
venido de la mano de un incremento de la violencia estatal contra grupos,
comunidades y organizaciones sociales. El objetivo es claro: desarticularlas
y reducir su capacidad de movilización. Para ello, se han intensificado
estrategias represivas tales como la generalización de los montajes
judiciales y el uso de los organismos armados del Estado. Así, casi
simultáneamente con el inicio de la cuarentena obligatoria, la legítima
exigencia de los presos de las cárceles colombianas fue respondida con un
uso desproporcionado de la fuerza por parte del personal de vigilancia y
custodia del INPEC (Instituto Nacional Penitenciario y Carcelario),
resultando en el asesinato de 23 internos y dejando a otros 83 con graves
lesiones y heridas.

 

Este uso explícito, directo y sistemático de la represión por parte del
Estado ha sido la constante en el tratamiento dado a las protestas de
sectores populares, estudiantes y otros que se han movilizado para expresar
su rechazo a un paquete de medidas neoliberales que favorece a los grupos
financieros y empresariales y vulnera a amplios sectores de la población. Un
punto de inflexión en esta estrategia represiva se alcanzó el 9 y 10 de
septiembre, cuando en Bogotá y la localidad de Soacha fueron asesinadas 14
personas (la mayoría de ellas jóvenes) que salieron a las calles a protestar
en repudio al accionar violento de la policía en contra del ciudadano Javier
Ordoñez, hecho que quedó registrado en video y se difundió ampliamente en
las redes sociales.

 

Al amparo de la pandemia, la fuerza pública y, particularmente, el Escuadrón
Móvil Antidisturbios (ESMAD), han cometido graves violaciones a los derechos
humanos que apenas si son registradas por los medios de comunicación
oficiales. Es el caso del asesinato de una mujer adulta mayor y un bebé en
un operativo de desalojo de comunidades indígenas el pasado mes de octubre
en la ciudad de Leticia (Amazonas). Cuatro meses atrás había sido asesinado
de un tiro en el cuello un joven de 15 años, Duván Mateo Aldana, en otro
operativo de desalojo en la ciudadela Sucre del municipio de Soacha. También
se han incrementado las masacres contra la población civil cometidas por
grupos paramilitares, en complicidad (ya sea por acción u omisión) de las
autoridades estatales.

 

Mayor presencia imperial

 

Desde fines del siglo XIX, el Estado colombiano se ha caracterizado por su
total subordinación a los lineamientos ordenados por Estados Unidos. No
hemos tenido ningún gobierno que haya planteado una agenda autónoma o se
haya opuesto abiertamente a alguna de sus políticas. El espíritu
antimperialista ha estado prácticamente inexistente. No obstante, el actual
gobierno de Duque ha superado con creces su arrodillamiento, plegándose a la
agenda del gobierno Trump en medio del declive hegemónico de Estados Unidos.

 

Bajo Duque, Colombia se ha convertido en una pieza clave en las acciones de
agresión contra la República Bolivariana de Venezuela. Las reiteradas
visitas del exdirector de la Central de Inteligencia Americana (CIA) y
Secretario de Estado de los Estados Unidos durante el gobierno de Trump,
Mike Pompeo, así como la vergonzosa admisión de tropas estadounidenses a
territorio colombiano sin la aprobación del Congreso de República han
reafirmado ese propósito, que llegó a incluir una frustrada incursión de
paramilitares y mercenarios venezolanos que pretendían atentar contra
Nicolás Maduro y altos funcionarios de su gobierno. En esta fallida
operación militar se comprobó la participación de dos exmiembros de las
Fuerzas Especiales estadounidenses, detenidos en costas venezolanas, que
actuaban desde campos de entrenamiento localizados en el norte de Colombia.

 

Toda esta esta estrategia intervencionista se complementa con el llamado
acuerdo «Colombia crece», dado a conocer el pasado 17 de agosto por el
presidente Iván Duque luego de una reunión con una misión estadounidense, de
la que participaron el asesor de seguridad nacional de los Estados Unidos,
el consultor para asuntos latinoamericanos de ese país y el director de la
Corporación Financiera de Desarrollo Internacional. El mencionado acuerdo
binacional se trata de un «nuevo Plan Colombia para concentrarnos en el
desarrollo económico y seguridad de Colombia», lo que deja entrever los
propósitos contrainsurgentes del mismo. De dicho encuentro participó,
también, el almirante Craig Faller, jefe del Comando Sur de los Estados
Unidos, organismo que ha venido desplegando su fuerza en la región con el
pretexto de enfrentar el narcotráfico, apuntalando su potencial destructivo
contra el gobierno de Nicolás Maduro de Venezuela a quien considera «una
amenaza para la libertad democrática en las naciones vecinas de América del
Sur».

 

Potencialidades y limitaciones de las construcciones contrahegemónicas

 

Las resistencias y protestas de los sectores populares y políticos
alternativos en el contexto de la pandemia no pueden ser leídas únicamente
en clave coyuntural. Por el contrario, deben pensarse en relación a las
disputas del último decenio, insertándolas en un período más extenso y
analizando sus continuidades y rupturas con lo anterior. En este período
podemos identificar confluencias nuevas entre sujetos diversos –en lo étnico
y en lo político–, siendo significativas, entre otras, la creación de
importantes plataformas de carácter nacional e intersectorial tales como la
Marcha Patriótica y el Congreso de los Pueblos (2010), la Mesa Amplia
Nacional Estudiantil, MANE (2011), el paro nacional agrario (2013) en el que
se conforma la Cumbre Agraria, Étnica y Popular, las movilizaciones de 2016
en defensa del Acuerdo de Paz, los paros de maestros y paros cívicos en
Chocó y Buenaventura (2017), las movilizaciones estudiantiles y el paro
nacional universitario (2018). 

 

Pese a que el proceso de paz del gobierno Santos con las FARC (2011-2016) se
desenvolvió en medio de una cruenta guerra, algunas organizaciones sociales
y políticas vieron en él un momento de cierta apertura democrática que abría
un mayor margen de acción para las movilizaciones, y así parecen indicarlo
las cifras. En 2016 (año en que se suscribe el Acuerdo Final), las protestas
superan en un 91% a las de 2013, y en un 132% a las de 2014. Ese mismo año
hubo, en promedio, 1,5 eventos por día, índice que aumenta a 1,9 para 2017. 

 

Más allá de los datos, resalta el hecho de que la negociación y el acuerdo
de paz permitieron renovar las demandas e incorporar otras reivindicaciones
(como los temas ambientales, territoriales, de derechos humanos, de género y
étnicos, entre otros). Lo anterior no obstó, empero, para que desde el
discurso oficial se pretendiera limitar la movilización social con el
sofisma de que cualquier expresión de protesta fortalecía a los enemigos de
la paz. De este modo se trataba de contener el creciente inconformismo
popular frente a los problemas estructurales que el modelo neoliberal había
generado y que no fueron incorporados en la agenda de los Acuerdos. Desde el
inicio de los diálogos gobierno-guerrilla en Oslo (2012), en sus
declaraciones públicas el presidente Juan Manuel Santos reiteró una y otra
vez que no entraría «a negociar ni a conversar sobre aspectos fundamentales
de la vida nacional, como la propia Constitución, el modelo de desarrollo,
el concepto de propiedad privada». 

 

Después de suscrito el Acuerdo de Paz (2016), el sentimiento de esperanza
que vivieron muchas poblaciones urbanas y rurales –sobre todo en las zonas
donde se había sentido más crudamente el conflicto social y armado– se
mantuvo en tanto hubo programas del gobierno (con recursos de los países
garantes de la implementación) para la sustitución voluntaria de cultivos de
uso ilícito. Sin embargo, una gran parte de las comunidades campesinas,
afrodescendientes e indígenas que no fueron beneficiadas por estos programas
se vieron forzadas a sembrar nuevamente coca. Esta tendencia se vio
reforzada con las modificaciones que recibió el Acuerdo luego de la pérdida
del Plebiscito por la Paz (2 de octubre de 2016), lo que terminó por
priorizar la perspectiva de seguridad y la consolidación territorial por
encima de los reclamos de los pobladores rurales.

 

Con la llegada de Iván Duque al gobierno (2018), aunque no se logró «hacer
trizas el Acuerdo» (como era el propósito de su partido, Centro
Democrático), se derivó en un total incumplimiento en los procesos de su
implementación. Bajo la divisa de «Paz con legalidad», mientras tanto,
imponía un conjunto de medidas en materia laboral, pensional y manejo
fiscal, entre otras, conocidas popularmente como «el paquetazo».

 

Así fue como, de la mano con los ecos de las protestas de octubre en Chile y
Ecuador, y bajo la consigna «A parar para avanzar», el primer año del
gobierno de Duque enfrentó una masiva protesta en las calles que incorporó
nuevas modalidades de acción (como los cacerolazos, iniciativas artísticas
de distinto tipo y formas novedosas de organización territorial, entre las
que destacan las asambleas barriales).

 

Al mismo tiempo, el recorrido de la Minga interétnica e intercultural del
Cauca (lanzada en 2004 como una propuesta política y de acción indígena con
perspectivas de aliarse con otros sectores sociales y territorios) ha sido
fundamental para las confluencias diversas que se manifestaron en el Paro
Nacional del 21 de noviembre  de 2019. Este último tomó impulso bajo el
Comité Nacional de Paro compuesto por las centrales obreras y organizaciones
sociales y políticas, y logró construir un pliego de exigencias de 104
puntos.

 

Pero la represión no se hizo esperar. El 25 de noviembre, en medio de una de
las jornadas de paro, el Escuadrón Móvil Antidisturbios (ESMAD) asesinó por
la espalda al joven Dylan Cruz, dejando heridos de gravedad a otros jóvenes.
En un pueblo que parecía haber naturalizado el conflicto social y armado, se
produjo, sin embargo, un estallido generalizado de indignación que prolongó
el paro durante varias semanas más.

 

Mientras el gobierno del presidente Duque ofrecía «conversar» (y no
negociar) y persistía en sus intentos de sacar adelante el «paquetazo», un
sector significativo de los y las jóvenes, quienes habían mantenido el paro
en las calles, se distanciaban de los voceros del Comité Nacional de Paro
planteándole críticas a su burocratismo o a su interés de consolidar algunas
agendas por sobre otras. Al mismo tiempo, algunos sectores del Comité
Nacional de Paro percibían a estos y estas jóvenes como un sujeto disperso y
con formas organizativas poco estructuradas. Esto devino en una importante
tensión dentro del polo popular entre las estructuras «tradicionales»
organizadas (sindicatos y partidos políticos alternativos) y los sectores
sociales (estudiantes, organizaciones indígenas, campesinas y
afrodescendientes, espacios barriales, etc.) que demandan nuevas formas de
representación, organización y vocería. Entre enero y marzo de 2020, varios
procesos estudiantiles y comunitarios, a nivel urbano y rural, intentaron
reorganizarse para que el paro renazca. En ese contexto llegó la pandemia.

 

Protestas y propuestas

 

Durante la pandemia, las protestas sociales han estado presentes. En medio
del desconcierto inicial, las organizaciones comunitarias étnicas y
campesinas se replegaron en sus territorios, tanto por el confinamiento
estricto que se impuso como por la certeza de que la precaria situación de
la salud en Colombia no les garantizaba ninguna protección. Con esto,
inicialmente las agendas locales de movilización, formación y reflexión
planeadas se aplazaron. 

 

Las comunidades reclamaron mayor presencia del Estado para enfrentar la
contingencia sanitaria, ya que su intervención se limitaba a lo militar, lo
cual no garantizaba que los grupos armados paramilitares y de narcotráfico
siguieran moviéndose y amedrentándolos en sus territorios. Ante una «ayuda»
que nunca llegó, muchas comunidades y organizaciones rurales llevaron a cabo
sus propios protocolos de seguimiento y protección. Esta articulación
organizativa fortaleció sus procesos de autonomía alimentaria y evitó que
muchas comunidades rurales se desplazaran a los centros urbanos, logrando
protegerse mejor contra el virus. Pero esto no significó que las
problemáticas estructurales que se vivían desde antes de la pandemia
cesaran. Así lo denuncia el Proceso de Comunidades Negras (PCN): «La nueva
fase de aislamiento selectivo iniciada este mes de septiembre, en muy poco
cambia el curso de las acciones negativas en los pueblos Negros,
Afrodescendientes, Raizales y Palenqueros (NARP) en todo el país. Las
comunidades aún siguen en el infortunio, las deudas históricas del Estado se
mantienen más que vigentes, la pandemia causada por el virus del COVID-19,
profundizó las angustias estructurales vivenciadas a través de los años»
(Renacientes, 2020).

 

En el caso de las comunidades campesinas, la desigualdad estructural que ya
existía se profundizó en pandemia: a la escasez de productos sanitarios y/o
de consumo básico, los problemas que generó la educación virtual (en un país
con un 74% de población rural sin acceso a conectividad), la precariedad del
sistema de salud y la falta de agua potable en comunidades enteras se le
sumó el aumento de la violencia por parte de los grupos paramilitares
producto del confinamiento. Aunque las organizaciones campesinas nacionales
y locales no cesaron de exigir la urgente atención del Estado, hasta el
momento no ha existido respuesta alguna.

 

En los sectores urbanos populares de ciudades como Bogotá, Medellín y Cali
–en su mayoría compuestos por trabajadores(as) informales– la presión
inicial del confinamiento condujo a protestas por ayudas alimentarias y
económicas ya desde principios de abril. Los trapos rojos, colgados en las
ventanas en un grito de auxilio desesperado por hambre, aumentaron. En
varios barrios y localidades hubo protestas que, además de ser fuertemente
reprimidas, fueron desvirtuadas en los medios de comunicación, tal como
sucedió con las que tuvieron lugar en Bogotá, sobre las que la Alcaldesa
Claudia López manifestó que eran «manejadas por clientelas políticas
corruptas y malintencionadas».

 

Frente a esto, surgieron varias redes de organizaciones populares que
proponen la creación de una renta básica universal. Desde diferentes
espacios (entre ellos, los proyectos de ley que se han presentado en el
Congreso desde la bancada alternativa) fueron profundizando el trabajo hasta
incorporar la propuesta en el Pliego de peticiones de emergencia del Comité
Nacional de Paro. El sector estudiantil universitario, un actor central de
las movilizaciones por la financiación la educación de superior en 2018 y el
paro nacional de 2019, logró estar por encima de los debates internos que
estas luchas dejaron y reactivarse en medio de la pandemia, jalonando la
iniciativa de «Matrícula Cero» que se implementó parcialmente en algunas
universidades públicas y permitió pensar en una propuesta más allá, como es
la de gratuidad en la educación.  

 

En medio de un creciente empobrecimiento de la población, la izquierda y los
sectores sociales alternativos, tienen el reto de fortalecer los procesos de
convergencia organizativa, con reivindicaciones y sujetos diversos e
inconformes con el modelo neoliberal, superar las mezquindades y
protagonismos individuales o sectoriales, no limitar la agenda a la disputa
electoral de ser gobierno y aprovechar el componente pedagógico-político que
la pandemia posibilita para evidenciar el carácter excluyente del Estado
colombiano y construir procesos contrahegemónicos.

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